"La cultura chachapoyas es rica en yacimientos, tal y como podemos comprobar. Pero es que además, sus ritos, su extraño culto a la muerte, lo escarpado y escondido de sus construcciones, lleva a pensar que esta gente se quería ocultar de algo, o estar más cerca de eso mismo; algo que dada la elevación de las ciudades parecía venir de los cielos —lo que ellos llamaban dioses. Un ejemplo de su intento por perdurar más allá de la muerte son las numerosas momias que se han descubierto atribuidas a este pueblo. Y donde más se han hallado —más de cien fardos funerarios acompañados de cerámicas y joyas— es en la conocida Laguna de los Cóndores, un lugar de inusual belleza situado a noventa kilómetros de la ciudad colonial. El sitio arqueológico es de una riqueza sin parangón, pues junto a los propios cuerpos momificados hay diversos murales de arte rupestre con varios miles de años de antigüedad, lo que da una idea de la sacralidad del enclave y de los ritos que allí se celebraron desde tiempos inmemoriales. Además, ocurre como en Karajía; que lo inhóspito de la selva en la que se encuentra, y la dificultad que ha existido para llegar hasta el lugar, advierten del interés que pusieron sus creadores para que nadie, o casi nadie, lo descubriera… Iniciar la ascensión a la ciudad de la niebla es comprobar que el camino desde la capital de la amazonia peruana hasta Kuelap es terrible. Hoy día se puede subir parte en 4×4, pero el periplo es tan enrevesado, tan peligroso, que hace añorar a los animales que antaño se utilizaron para subir hasta la sagrada urbe. La pista es un auténtico barrizal. En algunos tramos, con abismos de más de dos mil metros de altura y apenas metro y medio de ancho, solo cabe un coche, y los camiones madereros bajan a tumba abierta por el mismo sendero. Pero allí permanece. La ciudad perdida se atisba entre la neblina, olvidada por los siglos y protectora de enigmas incomparables. Una vez arribamos a la explanada que hay a las puertas de Kuelap el último esfuerzo se antojaba imposible. No en vano, a más de tres mil metros la ascensión de apenas media hora se hacía insufrible. La hoja de coca poco ayudaba para combatir el soroche, el mal de altura. Y así, ante nosotros aparecía el mismo muro ciclópeo que viera Crisóstomo más de siglo y medio atrás, una muralla de piedra de veinte metros de altura que rodea la ciudad en los más de quinientos metros de largo por ciento veinte de ancho. Contemplando este universo mágico en las alturas de los Andes, en la casa de los Apus, las preguntas se amontonaban: ¿Quiénes eran aquellos que habitaban el enigmático enclave? ¿Por qué vinieron a levantar esta enorme mole de piedras a una altura tan bestial, en un lugar prácticamente inaccesible? Las primeras investigaciones dieron por hecho que se trataba de una ciudad defensiva, pero los últimos descubrimientos concluyeron que ante la falta de herramientas, armas o cualquier utensilio bélico, su función, por ende, debía de ser otra… ¿Defenderse? O quizá ocultarse, pero ¿de quién…? El acceso al interior del recinto se realiza por un sendero entre dos muros enfrentados de unos tres metros de ancho que va estrechándose hasta poco más de medio metro, lo justo para que solo se pudiese entrar en fila india. Dentro todavía se aprecia la estructura de unas cuatrocientas casas redondas, y multitud de edificaciones ceremoniales que en su día tuvieron un tejado cónico de paja. Sobre todas sobresalía el Tintero… Se trata de una elevación de seis metros de altura por trece de ancho con forma de botella invertida. En su interior se hallaron una veintena de enterramientos en perfecto estado, lo que junto a los cientos de esqueletos y tumbas que había en la superficie, ha obligado a revisar las teorías primigenias. Lo que se creía ciudad defensiva puede acabar siendo, según las últimas investigaciones, una urbe ceremonial y un importante centro de ritos sagrados chachapoyas. El recorrido por la ciudad es espectacular. Las construcciones se encuentran en un estado de conservación envidiable, pese a estar cubiertas por la vegetación y los troncos retorcidos. Todo allí remite a un pueblo tan ignoto y misterioso como los etruscos, de los que casi nada se sabe. El principal enigma es su situación en la cima de los Andes. ¿Quién vivía allí? Por qué levantaron esos enormes muros continúa siendo un misterio; baste decir que se necesitó tres veces más cantidad de piedra de la que se empleó para elevar la Gran Pirámide de Keops —se movieron y tallaron más de setecientas mil toneladas. Y esta titánica labor la llevaron a cabo unas gentes que, al igual que los incas —posteriores—, no conocían la rueda —que de poco les habría servido en este escarpado territorio—, y en consecuencia tampoco la polea, imprescindible para elevar los bloques más pesados. Quizá el «pueblo de la niebla» vivía aquí para defenderse de algo que procedía de más arriba. No olvidemos que los dioses superiores en todas las culturas antiguas venían de las estrellas; estrellas que aquí, en los Andes, tenían más cerca que en cualquier otro lugar. En compañía de los arqueólogos peruanos, ya en el interior de la ciudadela, dimos con una especie de tubos que se hundían en la tierra aproximadamente tres metros y tenían cincuenta centímetros de diámetro. Aquello era parecido a los depósitos en los que los incas almacenaban el grano. Pero lo que allí se guardaban no eran precisamente alimentos: en el fondo de estos improvisados almacenes había huesos humanos. Y es que no solo el Tintero, el templo mayor, fue un importante recinto ceremonial; en el interior de las casas que lo rodeaban también había enterramientos de este tipo, lo que hablaba del carácter sacro de la ciudad, donde la tierra estaba santificada por sus dioses y donde debían descansar sus sacerdotes, gobernantes y personajes importantes de la sociedad. Y como toda urbe sagrada de aquellos tiempos, también debía de existir un lugar para efectuar sacrificios humanos. Muchas son las teorías que aseguran que las culturas de esta parte de América no realizaban matanzas ceremoniales, pero no hay que indagar demasiado para ver que es un error. En la parte oeste de la ciudad hay una especie de puerta al vacío; si se cruza, solo el aire sostiene los pies. Es evidente que se trataba de una puerta ritual, y el que traspasaba aquel arco sutil lo hacía para calmar la ira de sus dioses. Aquello pasó, dejando a Kuelap perdida en su propio tiempo, una época que se revive cuando se cruzan sus senderos atrapados por la selva y el rumor del viento anuncia la llegada de esos dioses…"
Juan Crisóstomo Ansótegui
Desafíos a la Historia —Libros Cúpula, 2010
Tomada del libro La maldición de los exploradores de Lorenzo Fernández Bueno, página 142
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