Lorenzo Fernández Bueno La maldición de los exploradores

Como ya ocurriera con otros exploradores de aquel tiempo, la Gran Guerra supuso un determinante e innecesario paréntesis en sus estudios. No en vano Fawcett, explorador antes que coronel, pero militar al fin y al cabo, se vio obligado a acudir a la llamada a filas, lo que con el paso de los años enturbió su carácter, que se volvió hosco y áspero. Pero aquello pasó, y en 1921 regresaba a su amada y salvaje Sudamérica para no abandonar jamás su piel de tonos ocres y esmeraldas a partes iguales. No sin los problemas que entonces devenían de un continente que a pesar de mostrar tintes de avance aún se debatía entre la miseria de la mayoría y la riqueza de la escasa clase pudiente, logró acceder a archivos y bibliotecas para continuar con sus investigaciones. Y así, en un momento de esta historia que aún permanece difuso, oyó hablar por vez primera de la epopeya protagonizada por un militar portugués llamado Francisco Raposo, que en el año 1743, pretendiendo llegar a las minas de Muribeca, en las entrañas de las selvas de Brasil, escribió una de las historias más sorprendentes jamás vividas. Buscaba su particular El Dorado, del que nada se sabía desde las postrimerías del siglo XVI, y del que aseguraban los cronistas de Indias que guardaba fabulosas riquezas. Ahora bien, para poder acceder a ellas primero había que salvar una especie de maldición que golpeaba a quienes pretendían robar su preciado tesoro; porque cuentan las tradiciones, entonces y ahora, que quien se sumerge en esta región del Mato Grosso, jamás regresa. Sea como fuere, después de diez años de supervivencia en la selva, en una de las exploraciones más extremas jamás realizada, Raposo llegó sin pretenderlo a una ciudad en ruinas de la que no se tenía noción, al menos hasta entonces, ni tampoco de la cultura que en un tiempo impreciso la levantó en un entorno tan inapropiado para la vida. Fue el premio a la tenacidad, pues según indica la crónica que por entonces redactó uno de los sufridos miembros de la expedición, el canónigo J. de la C. Barbosa, el militar regresó, no solo para contarlo, sino para dar fe de la existencia de la misteriosa ciudad que, flanqueada por unas montañas blancas como el cuarzo, se elevaba a los cielos, cubierta por la espesura de la jungla y con una antigüedad tan incierta como se quisiese estimar.
 
Lorenzo Fernández Bueno
La maldición de los exploradores, página 16
 
 
Sea como fuere, al coronel Fawcett no cesaban de llegarle «pruebas» de la existencia de Ciudad Z, y una de ellas, posiblemente la más enigmática, fue un regalo que le obsequió su gran amigo el escritor y autor de Las minas del rey Salomón, sir H. Rider Haggard. Se trataba de una estatuilla de basalto negro en la que aparecía representado un extraño ídolo de aproximadamente veinticinco centímetros de alto que poseía una especie de placa en el pecho en la que, al igual que en el arco de la ciudad de Raposo, tenía grabados una sucesión de caracteres desconocidos, y cuyo origen Fawcett estaba convencido de que había que situarlo en una ciudad perdida.
 
Fawcett aseguraba que cuando alguien la sostiene en sus manos es como si una corriente eléctrica le subiera a uno por los brazos. Solo se me ocurrió una posibilidad para descubrir el secreto de la imagen: la psicometría, y aunque esto pueda provocar mucha burla por parte de algunas gentes, puede ser aceptada por aquellos que mantienen su mente libre de prejuicios.
 
Lorenzo Fernández Bueno
La maldición de los exploradores, página 25
 
 
¿Quién dijo que una buena historia era asequible para todo el mundo…?
 
Lorenzo Fernández Bueno
La maldición de los exploradores, página 28
 
 
Dejando atrás las lucecitas de marras, lo cierto es que, a pesar de lo que narran la mayoría de los biógrafos de Fawcett —⁠gran explorador, hombre de extensa formación científica e histórica, superviviente nato y fiel al método y a la disciplina militar⁠—, muy poco es lo que se habla de su «ideario», entiendo que porque está tan vestido de heterodoxia que a muchos podría llegar a molestar que el más grande de los exploradores de la primera mitad del siglo XX disfrutara creyendo en atlántidas, en otras humanidades, o en esos dioses que aparecen en el panteón precolombino y que poseen una apariencia sospechosamente humana. Así lo reflejaba, de su puño y letra:
 
Tiahuanaco fue construida como Sacsahuamán y gran parte del Cuzco por una raza que manipulaba rocas ciclópeas y que las esculpía para ajustar tan perfectamente que es imposible introducir una hoja de un cuchillo entre sus junturas. Contemplando estas ruinas no es difícil creer en la tradición que relata que fueron levantadas por gigantes […] Los nativos atribuían la construcción de Tiahuanaco a hombres blancos barbudos que vinieron mucho antes del Imperio inca. En esa época ocurrieron las migraciones por el norte y la Polinesia […] Heredaron fortalezas de una raza anterior, y oí decir que unían las piedras por medio de un líquido que suavizaba las superficies hasta que tenían la consistencia de arcilla.
 
Esta misma tesis fue defendida años después por el sacerdote Jorge Lira, experto en el folclore andino, que después de décadas de estudio llegó a la conclusión, como así se lo hizo saber a mi querido doctor Fernando Jiménez del Oso para su serie «El otro Perú», que los nativos de estas tierras ya en tiempo remotos dominaban la técnica de la masificación, a tal punto que lograron reblandecer la piedra, que quedaba como una masa muy blanda moldeable con facilidad. Para ello utilizaban un compuesto químico que se extraía de la mezcla de varias plantas con el arbusto de la jotcha, endémico de la cordillera andina.
 
Ahora bien, si cierto es que logró reblandecer la piedra, al extremo de casi licuarla, no menos lo es que el proceso de endurecimiento fue un fracaso.
 
Evidentemente, en ese mundo antiguo poseían la técnica, o más bien la fórmula, pero esta, si es que alguna vez existió, se había perdido en el tiempo. Incluso en el otro extremo del planeta, donde también se llevaron a cabo sorprendentes desplazamientos de bloques colosales para elevar pirámides y templos a los cielos —⁠habrán imaginado que me refiero a Egipto⁠—, en la década de los ochenta, el profesor Joseph Davidovits, entonces director del Instituto para la Aplicación de las Ciencias Arqueológicas de Florida, tras años de intenso estudio localizó, gracias a la tecnología radiográfica, restos de cabello, bolsas de aire o fibras de hilo en el interior de grandes bloques de arenisca. ¿Cómo se podía explicar tal circunstancia si no se acudía a la polémica técnica del citado reblandecimiento?
 
Además, de haberlo logrado, ¿con qué fórmula química? Davidovits también creyó haber dado con la respuesta a este enigma cuando, tras estudiar la conocida como Estela de Famine, que hoy día aparece grafiteada en la Isla de Sehel, muy cerca de Asuán —⁠en el sur⁠—, concluyó que, tras traducir los más de 2600 jeroglíficos dispuestos en 32 columnas, en ellos se contenían las diferentes fórmulas que se precisaban para lograr este prodigio, y no solo eso: habían sido reveladas al faraón Zóser por el dios Jnum, de ahí que su conocimiento solo estuviese al alcance de arquitectos y sacerdotes, que en esa época era lo más parecido a ser un semidiós.
 
Lorenzo Fernández Bueno
La maldición de los exploradores, página 32
 
Fue, durante las largas sobremesas, cuando Frederick Mitchell Hedges oyó, por vez primera, hablar de la existencia de una fascinante ciudad perdida: Lubaantún.
 
La región en la que se hallaba el enclave maya tenía fama de maldita. No en vano entre la espesura de esta selva se habían producido una serie de desapariciones inexplicables en un punto conocido como el Triángulo de Yalbac, que el propio Gann, tal y como reflejara el ocultista y periodista californiano Sibley S. Morrill en su obra Ambrose Bierce, F. A. Mitchell-Hedges y la calavera de cristal, se había ocupado de investigar: La primera fue la de un tal Bernardino Coh, de diecisiete años, quien salió una mañana para visitar Yalbac con la intención de cazar alguna presa en el camino. Desayunó con un amigo en el pueblo de San Pedro, por donde debía pasar, y cuando partió, fue la última ocasión en que fue visto. Tres días más tarde, su familia y amigos, alarmados por su desaparición, comenzaron a buscarlo. A lo largo del sendero de San Pedro a Yalbac, «el ojo avizor de uno de los indios descubrió el lugar en el que alguien recientemente había abierto un paso desde el sendero hacia el interior de la selva». Siguiendo ese rastro durante unos dos kilómetros, hallaron el morral del joven tirado en el suelo, todavía conteniendo sus municiones, el cuerno de pólvora, fósforos y un paquete de cigarrillos de farfolla de maíz. Más allá se podía seguir con facilidad el rastro, parecía como si el joven hubiese avanzado dando tumbos de un lado a otro, pisoteando las matas y rompiendo numerosas ramas pequeñas. De pronto se abría un claro como los que se ven a menudo en el bosque… La huella, hasta llegar al espacio abierto, era clara e inconfundible, pero no había ningún rastro de alguien que hubiese caminado sobre el pasto, donde siempre queda una marca característica… No había ninguna indicación de que alguien hubiese abandonado el claro, ningún signo de lucha y ninguna señal del muchacho. Hubo tres desapariciones que contribuyeron a aumentar la leyenda negra que ya cabalgaba con autonomía propia por estos selváticos parajes, lejos de cuchicheos o murmullos.
 
Lorenzo Fernández Bueno
La maldición de los exploradores, página 54
 
 
Sea como fuere, tras horas de difícil camino lograron llegar a los primeros muros de la vieja ciudad de Lubaantún, una maravilla de más de mil quinientos años de antigüedad que alumbraron los enigmáticos mayas en el apogeo de su cultura, y que no tardaría en ser, con sus tres juegos de pelota, la ciudad más importante de todo el sur de Belice. Pero en aquel lejano enero de 1924 todavía quedaba mucho por hacer para ganar terreno a una selva que cobraba vida conforme se iba poniendo el sol, como si no desease que aquellos profanadores escaparan de sus entrañas y contaran su secreto. Los días pasaron, y el equipo de exploradores, a los que se había unido una jovencita de dieciséis años de nombre Anna Marie Mitchell-Hedges, llevó a cabo prospecciones en algunos de los lugares más emblemáticos del sitio, con la intención de dar con alguna pieza que los hiciera pasar a la historia. Solo Mike, embebido de una locura difícil de sanar, pretendía hallar pistas que indicaran que los habitantes del enclave, o bien esos dioses de aspecto sospechosamente humano a los que veneraban —⁠casi siempre⁠— con auténtico pavor, podían proceder del continente atlante, en el que creía con verdadera fe. Y a veces, como el destino parece aliarse con los soñadores lanzando guiños difíciles de interpretar, la versión oficial de los hechos asegura que durante la mañana en que la jovencita cumplía diecisiete años, mientras hacía sus pinitos excavando bajo el altar de un templo que debía de estar en un estado de ruina deplorable, el muro que sostenía parte de la estructura se desplazó provocando el pánico de los que se encontraban en la cercanía, que se temieron que las piedras acabaran por sepultar para siempre a la aprendiz de exploradora. Pero esto no ocurrió, y cuando por fin Anna salió del interior, el estupor y la sorpresa contenida se hicieron presentes. La muchacha, con la mirada puesta en su mano derecha, observaba extasiada un extraño cristal de roca que acababa de desprenderse de entre las piedras del citado muro. Cubierto de escorias y polvo, sí, pero a todas luces se apreciaba que se trataba de una calavera de cristal… Aquel día, a pesar del silencio que mantuvieron durante años respecto al importante descubrimiento, F. A. Mitchell-Hedges supo que su nombre pasaría a la historia. Tres meses más tarde y dentro del mismo templete descubrieron, a poco más de un metro bajo la tierra lo que parecía ser un maxilar en perfecto estado de conservación y del mismo material que la pieza anterior. Y, además, como ya habrán imaginado, encajaba en esta a la perfección. Poco más los retenía en el lugar. Tras pasar una última noche en la vieja ciudad maya, y de reflexionar sobre el hallazgo realizado, el equipo de aventureros pudo por fin descansar en aquel entorno hostil. Sabían que aquella madrugada había nacido una leyenda que se encarnaba en un objeto extraño y de gran belleza: la calavera del destino…
 
Lorenzo Fernández Bueno
La maldición de los exploradores, página 58
 
 
No obstante, la ambigüedad mostrada por Mike Hedges a la hora de desvelar cómo, cuándo y de qué forma había dado con la fascinante pieza, hizo que surgieran las primeras suspicacias. Incluso hubo quien aseguró, en base a argumentos poco sólidos, todo sea dicho, que esta primera calavera de cristal —⁠y otras posteriores⁠— pertenecieron a la colección privada del presidente mexicano Porfirio Díaz, lo que nos obliga a ubicar la aparición primera de esta, al menos sesenta años atrás, ya que la fecha en la que se estima que pudo caer en manos del militar revolucionario estaría enmarcada entre los años 1861 y 1870, tiempo convulso en el país de los mayas, pues estamos en un período de constantes enfrentamientos internos. Estas mismas fuentes afirman que posteriormente fue adquirida por la casa de subastas Tiffany’s, ya a finales del XIX, y en la década de los cuarenta del siglo XX habría llegado a las manos del protagonista de estas páginas. Pero estos datos no han podido ser verificados, por lo que en principio nos vemos obligados a aceptar la versión oficial, que además parece la más coherente… entre otras cosas porque en la realidad ya nos encontrábamos con dos calaveras similares, pero independientes. No en vano, en épocas más recientes el antropólogo G. M. Morant, ya sobre la base de que la calavera de Tiffany’s correspondía a la pieza que a día de hoy se expone en el British Museum de Londres, y la del destino se encontraba en manos de la hija de Mike Hedges, realizó un estudio comparativo llegando a la conclusión de que, si bien eran muy semejantes, una parecía la copia de la otra. En este caso, la primera no tenía la mandíbula articulada, y la de Lubaantún sí. Las sospechas hicieron que a mediados de los noventa, y utilizando la técnica de Microscopía Electrónica de Barrido, se hallaran surcos regulares que únicamente pudieron haber sido realizados mediante un pulimentado mecánico con una rueda de abrasión, lo que como mucho arrojaba una antigüedad de algo más de siglo y medio. Incluso se afinaba al punto de asegurar que el cuarzo era cristal brasileño, jamás utilizado en Mesoamérica, y sí en la Alemania del siglo XIX. En definitiva, que se trataba de una copia de la primera, pero esto también invitaba a pensar que la auténtica había estado en otras manos antes que en las de Mike Hedges, que, recordemos, la encontró en enero de 1924 según la versión oficial.
 
Lorenzo Fernández Bueno
La maldición de los exploradores, página 62
 
 
… las propias tradiciones de los indígenas kekchi que participaron de la expedición de Mitchell-Hedges y del posterior descubrimiento, aseguraban que la «calavera perversa», como la denominaban, poseía una serie de cualidades mágicas, entre las que destacaban la posibilidad de curar, pero también de acabar con la vida de aquellos que el sacerdote decidiese. Porque la calavera había pertenecido en un tiempo remoto a un poderoso antepasado, que como si se tratase del anillo del destino de Tolkien, había sido creado cuando los humanos éramos unos imberbes aprendices para controlar precisamente eso, el destino, otorgando un poder ilimitado a aquel que la poseyera. Pero no solo eso: las tradiciones indígenas aseguraban que había otras doce calaveras repartidas en diferentes templos de su geografía sagrada, de tal modo que una de ellas guardaba con celo el conocimiento del origen y el futuro de los seres humanos, como si de un archivo acásico se tratase, que solo sería revelado el día que las trece estuvieran juntas. Y ese tiempo aún no ha llegado.
 
En este punto llama poderosamente la atención la historia de los cráneos de cristal, y los cristales de roca que los sabios de Mu «cargaron» con todo su saber antes de la hecatombe para que su memoria no se perdiera; al menos en su totalidad.
 
Porque su pulido es perfecto, y la dureza de este cristal de roca es de siete en la escala de Mohs. Dicho así puede resultar una cuestión baladí, pero lo cierto es que es importante, ya que únicamente con minerales de una dureza mayor se podría llevar a cabo un pulido tan perfecto. Un ejemplo sería el diamante, y da la sensación de que, si fue manufacturada por mayas, estos no poseían la técnica ni el conocimiento para llevar a cabo una obra de tales características.
 
Lorenzo Fernández Bueno
La maldición de los exploradores, página 64
 
 
A día de hoy se sepa hay unas veinte calaveras, la mayoría falsificaciones para engañar a ricos coleccionistas, algunas de reciente manufactura. Sin embargo, las que brillan con luz propia, y que manifiestan una antigüedad suficiente como para tenerlas en cuenta, son las que siguen, en una recopilación llevada a cabo por el escritor Jesús Callejo:
 
  • Maya: Esta calavera está tallada en cuarzo y tiene 20,48 cm de largo, 12,54 cm de ancho y 10,79 cm de alto. Pesa 3,95 kg. Dicen que fue descubierta en la finca San Agustín, Departamento de Zacapa, Guatemala, en 1912, por un tal Héctor Montano. Hoy se encuentra en paradero desconocido. Se encuentra esculpida contra el eje del cristal y recibe este nombre porque en su interior se han percibido imágenes holográficas alusivas a escenas mayas.
 
  • ET: Descubierta en 1906 en Guatemala por una familia de origen maya. Es de cuarzo ahumado y de tamaño humano. Se caracteriza por la forma puntiaguda del cráneo y la mandíbula pronunciada. De ahí su nombre, al poseer un cierto aire no humano. La actual propietaria es la holandesa Joke van Dieten, que vive en Florida (Estados Unidos), quien se la compró a un tratante de arte de Los Ángeles en 1991. Asegura que la pieza posee poderes curativos, demostrados en la remisión de un tumor cerebral que la propia Van Dieten padecía, tal como ella misma relata en su libro Mensajeros de la antigua sabiduría. ET fue mostrada en la Feria de Objetos Misteriosos de Viena en 2001, y Rudolf Distelberger, director de la Cámara del Tesoro del Museo de Historia del Arte de Viena, comentó que fue esculpida a mano hace unos quinientos años. Su propietaria viaja con ella invitando a líderes de todo el mundo a realizar meditaciones a favor de la paz.
 
  • Max: Es una de las mayores calaveras de cristal conocida, una pieza única de cuarzo transparente que pesa más de 8 kg. Actualmente está en poder de Anna y Carl Parks, de Houston (Texas). Dicen que procede de una tumba maya de Guatemala hallada en 1926. Luego pasó de las manos de un nativo maya a las de un lama tibetano llamado Norbu Chen en 1970, quien la utilizó en su centro de sanación de Houston. Sus amigos Carl y Anna Parks, que lo ayudaron a financiar en parte la construcción de ese centro, heredaron esta pieza cuando el lama murió en 1981. En 1987, tras ver un programa de televisión sobre la calavera de Mitchell-Hedges, decidieron dar a conocer su pieza al mundo, y actualmente —según cuenta el escritor Joshua Shapiro—, al menos durante dos o tres fines de semana al mes la señora Parks viaja con Max a través de Estados Unidos para mostrar su reliquia.
 
  • Amy: El nombre le viene porque está tallada en una amatista púrpura, y fue descubierta en el estado de Oaxaca, México, hacia principios del siglo XX. Tiene talladas las cavidades temporales a cada lado. La nariz y los dientes son casi idénticos a los del cráneo llamado Maya. Pesa aproximadamente 3,7 kg y durante años estuvo en la colección particular del presidente de México, Porfirio Díaz. En diciembre de 1982 fue llevada a Estados Unidos. Como la calavera de Mitchell-Hedges, fue estudiada por Hewlett Packard y su análisis arrojó que había sido esculpida contra el eje del cristal. En la actualidad se encuentra en San José (California) y es propiedad de un grupo de empresarios. Otra hipótesis, mantenida por Joshua Shapiro, dice que está expuesta en un gran banco de Japón.
 
  • Sha-Na-Ra: Descubierta por un estudioso de estos objetos ya fallecido, el médium norteamericano Nick Nocerino, en una excavación de un templo maya de México en la segunda mitad del siglo XX. Fue bautizada así en memoria de un chamán. Su dueño llevaba la página web más completa sobre cráneos de cristal y dirigió The Society of Crystal Skulls International. Es una de las dos que se han demostrado antiguas. Está tallada en cuarzo transparente. Pesa aproximadamente 6,4 kg.
 
Lorenzo Fernández Bueno
La maldición de los exploradores, página 69
 
 
Las calaveras de cristal continúan siendo un delicioso enigma, que quién sabe si revelará su secreto el día que alguien logre reunir las trece…
 
Lorenzo Fernández Bueno
La maldición de los exploradores, página 70
 
 
Para entonces, Shackleton ya había entrado en contacto con el capitán Scott, y lo que era más importante: ya sabía que formaba parte de la primera expedición del siglo XX al continente helado… Habían transcurrido seis décadas desde que el capitán de la Marina británica James Clark Ross llevara a cabo la última incursión en los hielos antárticos con cierto éxito a bordo de sus barcos Terror y Erebus, que acabarían por dar nombre a dos de los montes más emblemáticos del continente austral. Y es que en la mente de muchos de los integrantes de esta nueva expedición aparecían, como fantasmas venidos del pasado, las historias de los desaparecidos, de aquellos que en su intento por llegar a la región más remota del orbe terrestre perdieron la vida, o simplemente se esfumaron para siempre. Nombres como los de los marinos John Franklin o Georges Nares eran sinónimos de fracaso, como una advertencia de lo que podría encontrar el osado que pretendiese profanar el silencio de la Antártida.
 
Lorenzo Fernández Bueno
La maldición de los exploradores, página 103
 
 
Una vez más, conseguir los fondos para sufragar la ambiciosa expedición no solo llevó muchos meses, sino muchas súplicas y concesiones por parte de los organizadores. Pero al fin, gracias principalmente al apoyo del gobierno británico y a un rico magnate llamado James Key Caird, que aportó la fantástica cantidad de 24 000 libras, unido a que los derechos de información fueron vendidos con anterioridad a la partida al Daily Chronicle, a comienzos de 1914 Shackleton adquiría a una compañía noruega la impresionante goleta Polaris, un barco que nunca antes había navegado y que, al margen de estar construido con planchas de roble y de pino noruego, estas habían sido recubiertas además de madera de ocote, una especie arbórea tan resistente que los maestros constructores debían trabajar con un tipo de herramienta especial. Era, por qué no decirlo, una obra de arte cuyos detalles habían sido cuidados al extremo, así como su resistencia a las fuerzas desbocadas de la naturaleza, a las que sin duda se iba a enfrentar en unos meses. Y Shackleton, recordando el viejo lema familiar Fortitudine Vincimus —⁠«Vencemos gracias a la resistencia»⁠—, decidió rebautizar el barco: nacía así, fiel a su traducción —⁠«Resistencia»⁠— una leyenda: el Endurance…
 
Lorenzo Fernández Bueno
La maldición de los exploradores, página 117
 
 
La maldición, en nombres…

EXPEDICIÓN

NOMBRE

PAÍS

Fecha defunción

Lugar defunción

Causa

Expedición Southern Cross

Nikolai Hansen

Noruega

14 de octubre de 1899

Cabo Adare, Antártida

Úlcera de estómago y peritonitis

Expedición Discovery

Charles Bonnor

Reino Unido

2 de diciembre de 1901

Lyttelton Harbour, Nueva Zelanda

Caída

George Vince

Reino Unido

11 de marzo de 1903

Isla de Ross, Antártida

Caída en el hielo desde gran altura

Expedición Antártica

Nacional Escocesa

Alian Ramsey

Reino Unido

6 de agosto de 1903

Islas Orcadas del Sur

Infarto fulminante

Expedición

Terra Nova

Edgar Evans

Reino Unido

18 de febrero de 1912

Glaciar Beardmore, Antártida

Muerte por congelación

Lawrence Oates

Reino Unido

17 de marzo de 1912

Gran barrera de hielo, Antártida

Muerte por congelación

Robert Falcon Scott

Reino Unido

29 de marzo de 1912

Gran barrera de hielo, Antártida

Muerte por congelación

Edward Wilson

Reino Unido

29 de marzo de 1912

Gran barrera de hielo, Antártida

Muerte por congelación

Henry Bowers

Reino Unido

29 de marzo de 1912

Gran barrera de hielo, Antártida

Muerte por congelación

Robert Brissenden

Reino Unido

17 de agosto de 1912

Admiralty Bay, Nueva Zelanda

Cayó a las aguas heladas y pereció ahogado

Segunda Expedición

Alemana Antártica

Richard Vahsel

Alemania

8 de agosto de 1912

Mar de Weddell

Enfermedad venérea

Expedición Antártica

Australiana

Belgrave Ninnis

Reino Unido

14 de diciembre de 1912

Tierra de Jorge V, Antártida

Se precipitó al interior de una profunda cavidad en el hielo

Xavier Mertz

Suiza

7 de enero de 1913

Tierra de Jorge V, Antártida

Infección alimentaria con resultado de muerte

Expedición Imperial

Transantártica

Arnold Spencer-Smith

Reino Unido

9 de marzo de 1916

Gran barrera de hielo, Antártida

Muerte por congelación

Aeneas Mackintosh

Reino Unido

8 de mayo de 1916

Estrecho de McMurdo, Antártida

Desapareció entre las fracturas del hielo

Victor Hayward

Reino Unido

8 de mayo de 1916

Estrecho de McMurdo, Antártida

Desapareció entre las fracturas del hielo

 
El último que pasó a engrosar esta tristemente célebre lista de valientes exploradores falleció en isla de San Pedro el 5 de enero de 1922, a los cuarenta y seis años de edad, cuando se disponía a afrontar una nueva expedición a la Antártida. Su castigado corazón no pudo más.
 
Se llamaba, Ernest Henry Shackleton…
 
Lorenzo Fernández Bueno
La maldición de los exploradores, página 131
 
 
Pasó la mano izquierda por la cornisa de su sombrero. Los que lo conocían sabían que cuando Gene realizaba este gesto, es que estaba buscando en su archivo mental algún dato, alguna vivencia, algún apoyo para salvar la situación. Hacía días que no pisaban ningún núcleo civilizado, y las pulsaciones se iban ralentizando, muestra más que evidente del agotamiento que se empezaba a apoderar de él y de su equipo. La montaña se ocultaba, salvaje, más allá de las nubes, donde los misteriosos chachapoyas levantaron su legendario reino, evitando descender de sus fortalezas de las cumbres, pues en el purgatorio que ahora Gene atravesaba, habitaban los demonios, siempre dispuestos a acabar con sus vidas. Y lo que era peor: a devorar sus almas. En esos instantes debía tomar una importante decisión: continuar y exponerse a la muerte por inanición dada la escasez de víveres, que a estas alturas resultaba preocupante, o por el contrario retroceder e intentarlo más adelante. Y sí, en esos mismos instantes Gene miró hacia la profundidad de la ceja de selva, imaginando que lo hacía a través de los ojos de su admirado Juan Crisóstomo Nieto, el valiente juez de San Juan que en el año 1843 visitó la inhóspita región del actual Amazonas peruano, enviado para resolver un litigio de poca importancia. Sea como fuere, hubo de caer bien a los que pastoreaban por las alturas de la región, porque jornadas más tarde lo llevaron a través de los senderos de montaña a uno de los cerros más elevados. El hombre, poco acostumbrado a manchar los pantalones con el cieno de las hojas descompuestas, lo pasó muy mal. Pero en la hondura de su corazón germinaron las ganas por saber más; porque al dar ese último paso, cuando los pulmones se hiperventilan por la excesiva altitud y la batería humana está a segundos de reventar, el magistrado apreció que a no más de cien metros de distancia, envueltas por la vegetación salvaje, unas piedras se amontonaban unas sobre otras con gran orden y aún más sorprendente concierto.
 
Crisóstomo, que para algo había realizado tamaño esfuerzo, se encaminó con paso firme sin atender a los avisos de peligro que le lanzaba su propio cuerpo. Frente a él se elevaba una majestuosa muralla de más de veinte metros, oculta por los siglos y olvidada de cualquier registro histórico. Era Kuelap, la gran fortaleza de los chachapoyas, los misteriosos «hombres de la niebla» que siglos atrás decidieron que las alturas andinas, allí donde los Apus habitaban, eran más seguras que la frondosa selva de río o que los áridos desiertos de las costas. Y por eso levantaron estas moles pétreas, tan soberbias en sus trazas como inexpugnables en su factura; y tras la gran muralla, casas, templos, aras de sacrificio… lo necesario para que la vida, disuelta en el caldo de la religión, fuera más fácil en este entorno.
 
De aquella primera vez el juez regresó con una prueba sobre el mulo: una momia de cabello rubio y considerable estatura perteneciente a un hombre de una raza desconocida en aquella parte de Sudamérica. Con los años, las expediciones, no más sencillas pero sí más frecuentes, se sucedieron, y el resultado de su búsqueda fue reflejado en el prestigioso Boletín Geográfico de Lima, bajo el título «Torre de Babel en Perú», porque como reflejara Crisóstomo, se encontraban ante «la obra más digna de atención pública». Y en ese mismo informe destacaba las palabras de Pedro Cieza de León, el genial cronista que con más o menos ecuanimidad se limitó a contar lo que veía a la vera de Pizarro, que sobre estos enigmáticos hombres afirmó:
 
Los chachapoyas son indios blancos de una hermosura digna de soberanos, con unos ojos azules, los cuales son más blancos —⁠de piel⁠— que los españoles.
 
Dato que apoyó el inca Garcilaso de la Vega al defender que, además, los «hombres de la niebla» tenían la piel delicadamente rosada, y los cabellos tan dorados que el sol refulgía sobre ellos cuando se encontraba en su zenit.
 
El juez de San Juan fue vital para que gran parte de los restos arqueológicos que se ubicaban en aquella complicada geografía fueran traídos al presente, pero aquello no bastó para que el gobierno o sus instituciones científicas se interesaran por los vestigios de su propio pasado; no, porque entre otros motivos, salvo piedras, allí no había oro ni metales preciosos. Imagino que Juan Crisóstomo Nieto murió contento tras el rumbo inesperado que tomó su vida a partir del día en que despertó una vocación tardía, pero frustrado por el poco o nulo interés que unos y otros mostraron por sus descubrimientos.
 
Eso al menos pensaba Gene, y qué duda cabe que le quitaba parte del sueño; no deseaba que tuvieran que pasar casi cien años para que, como había hecho él mismo con el entrañable juez, alguien se acordase de su persona y de los posibles descubrimientos que pudiera hacer. Porque, no lo neguemos, el explorador busca el reconocimiento, y el éxito se transforma en fracaso dependiendo del recuerdo que quede con el paso de los siglos. Esa y no otra es la verdadera maldición de los exploradores: vivir para dar a conocer, y morir sin que nadie haya prestado atención a ese conocimiento.
 
Tales disquisiciones pasaban por la cabeza de nuestro protagonista mientras un pálpito de humildad merodeaba por su interior, porque quién era él para echarse atrás, con más medios, más profesionales y pisando terrenos ya hollados décadas atrás. El ejemplo de hombres como Juan Crisóstomo Nieto era más que suficiente para seguir adelante; de lo contrario no valía la pena continuar persiguiendo sueños: había que abandonar.
 
Alzando la mirada a las alturas comprendió que la decisión que tomara marcaría su existencia. Y así, limpiando el barro que se amontonaba en sus botas, se levantó y exclamó:
 
—Es hora de continuar. Nos espera la gloria o el fracaso; vivir o morir, que para el caso es lo mismo.
 
Lorenzo Fernández Bueno
La maldición de los exploradores, página 136
 
 
A fin de recapitular, podemos decir que:
 
Los chachapoyas solo habitaban en las alturas.
Eran de piel blanca, ojos claros, y cabello rubio o pelirrojo.
El ardor que mostraban en la batalla no pasaba desapercibido.
Adoraban a una estrella y a los dioses que habitaban en ella.
 
Lorenzo Fernández Bueno
La maldición de los exploradores, página 143
 
 
Once años después a la visita que realizara Savoy en 1965, un campesino de la zona, que por esas fechas habitaba en la localidad de Los Alisos y que se llamaba Santos Escobedo, en una de las múltiples incursiones en esta selva, con el propósito de vestir su pobreza de dorado metal, llegó hasta las cercanías de Pajatén, y allí, colgados de la montaña, descubrió la presencia de unos extraños ídolos de madera que parecían balancearse a merced del viento, siguiendo el ritmo anodino de una danza ancestral que mucho hubo de impresionar al pobre Escobedo, porque cuentan que poco después perdió la razón y decidió que a partir de aquel instante su vida había de transcurrir a la vera de aquellos misteriosos seres… Su corta vida, dicho sea de paso, porque a los pocos días del inesperado encuentro, el pobre hombre, aquejado del mal de la locura, abandonó este mundo, como si aquellos ídolos de madera hubieran despertado de su letargo secular para llevarse el alma del desgraciado buscador de tesoros.
Sea como fuere, infausto final aparte, Escobedo tuvo tiempo para anunciar su inesperado descubrimiento: una fabulosa necrópolis a la que los huaqueros de la zona habían bautizado como Los Pinchudos, a la vista del tamaño desproporcionado que dichas tallas mostraban en sus partes pudendas.
Allí, en las entrañas de una grieta que se asomaba a la barranquera, unos ojos pintados sobre los mausoleos retaban a los exploradores. Cinco de ellos se encontraban en un estado de conservación extraordinario, con más de cuatro metros de altura y dos o tres de diámetro, y otros parecían algo más deteriorados. Los cuerpos de aquellos que durmieron el sueño eterno en este lugar eran colocados sobre una suerte de lascas de piedra, con el objetivo de que la humedad de la tierra no afectara a los cadáveres.
En este mundo sobrenatural no podían faltar los mismos motivos mágicos que ornamentan las ciudades de Pajatén y Kuelap, especialmente los extraños pájaros que parecen ignorar al viajero, incrustados de perfil sobre la roca ocre.
Al verlos por vez primera en la citada Kuelap, imagino que el mismo pensamiento que pasó por mi cabeza hubo de transitar la mente de otros antes que yo: demasiado parecidos a los dioses-pájaro Manu Tara de la isla de Pascua; igual que los sarcófagos de Karajía, tan misteriosamente similares a los moai de la isla de la soledad; y las cuevas, donde, al igual que en Rapa Nui, el hombre entraba en contacto con la divinidad, y con la muerte… En fin, qué le vamos a hacer: así de irónica se muestra a veces la historia, tan casual que resulta causal…
 
Lorenzo Fernández Bueno
La maldición de los exploradores, página 164
 
 
Las imponentes construcciones nos remontan a un pasado al que viajamos en el tiempo recorriendo la extensa distancia que nos separa: mil trescientos años. Cuando Savoy llegó allí, fue consciente de que se hallaba ante el mayor y más extenso complejo de ruinas que se haya descubierto en nuestro tiempo, junto a Gran Saposoa, todo sea dicho. A la vista está que el lugar fue levantado para servir de protección a los que optaron por refugiarse en su interior siglos atrás. Y nuestro protagonista llegó a la conclusión de que Gran Vilaya podría ser la mítica ciudad de Rabantu, a la que de manera velada aludían las crónicas incas como el lugar al que huyó de la conquista española el último de los grandes reyes del Tahuantinsuyu: Manco Inca, que marchó acompañado de su séquito y de parte del fastuoso tesoro que poseían al corazón de la selva, allí donde nadie había de encontrarlos; allí donde debían levantar una nueva civilización…
 
Lorenzo Fernández Bueno
La maldición de los exploradores, página 166
 
 
Los Apus, a esta hora de la tarde encendían los fuegos celestiales, y una miríada de tonalidades anaranjadas y rojizas se asentaban sobre las cumbres andinas. Al culminar el ascenso, Savoy supo que allí quedaba su legado, el culmen de una vida que aportó mucho. Frente a él se elevaban las piedras ciclópeas de casas, muros, palacios y templos de Gran Saposoa. En extensión, el mayor hallazgo arqueológico de nuestro tiempo.
 
Savoy dejó que su mirada se perdiera como ya lo hiciera la primera vez que visitó Kuelap; el instante en que la maldición del explorador empezó a rondarlo. Y así, respirando lentamente, dejó que su mente se fusionara con los Apus de las montañas, y comprendió que ese y no otro era el regalo que estos le hacían, ahora que afrontaba el último tramo…
 
Douglas Eugene Savoy murió el 14 de septiembre de 2007, a los ochenta años de edad en su casa de Reno (Nevada, Estados Unidos). A lo largo de su vida descubrió más de cuarenta ciudades perdidas en el bosque húmedo de la montaña peruana y dirigió medio centenar de expediciones extremas; sufrió el ataque de grupos de asaltantes y guerrilleros; fue mordido por serpientes; picado por mosquitos que le contagiaron la temida malaria, y enfermó de hepatitis. Incluso se le acusó de cobrar cifras astronómicas por realizar expediciones de veintiún días con jóvenes exploradores, para que estos aprendieran el duro oficio de la búsqueda…
 
Sea como fuere, logró esquivar la fría mirada de la muerte en tantas ocasiones que Steven Spielberg se fijó en su fuerte personalidad para crear, como ya dijéramos anteriormente, al legendario aventurero Indiana Jones. En una de las últimas entrevistas que concedió poco antes de fallecer, tuvo una deferencia con el entrevistador que nunca antes había tenido con nadie: confesó cuál había sido el secreto de su éxito, la clave para llevar a cabo tamañas aventuras que culminaron en importantes hallazgos sin apenas sufrir grandes inconvenientes, al menos vitales:
 
Mis descubrimientos están basados en corazonadas; quizá en parte ha influido mi desfachatez, gracias a la cual he abierto el camino a los científicos.
 
Y a todos los que con gran emoción se acercan a los mágicos lugares que se ubican en este fantástico rincón del planeta, y cuyos senderos fueron abiertos por el machete y la fe a prueba de dobleces que mostró este rudo hombre de gran mostacho y sombrero de ala ancha; ese mismo sombrero que la tarde que Savoy contemplaba absorto la morada de los dioses, encaramado en las alturas de Gran Saposoa, los Apus le arrebataron con delicadeza soplando un dulce viento sobre su cabeza; cobrándose en cierto modo el pago a tantas décadas de concesiones a un explorador que nos ofreció el mayor de los regalos; el fruto de un trabajo comprometido y valiente en la forma de un importante legado: el de nuestros antepasados…
 
Lorenzo Fernández Bueno
La maldición de los exploradores, página 167
 
 
A mediodía alcanzó la cumbre, y una vez allí, sin previo aviso, su formación científica se resquebrajó en mil pedazos. Porque él, hombre abierto a nuevas tesis, que aprendió que todo lo que nos venía de ese pasado era interpretable, pero que era necesario mantener la misma distancia tanto temporal como emocional, en ese instante sintió que se encontraba frente a un imposible; algo que no debía existir. En esta remota región de Yabbaren, a la que los nativos tiempo atrás bautizaron como «Los Gigantes», algo ocurrió en el pasado que despertó la imaginación o el miedo, o ambas cosas, en los clanes que habitaron el lugar. Allí, oculto al abrigo de montaña más colosal aparecía una misteriosa representación, un ser de más de cinco metros de altura que, salido de una pesadilla, parecía observar a Lhote con desprecio, consciente de la reacción que despertaría en los pocos locos que llegasen hasta este desolado entorno.
 
Era aquel uno de los momentos que marcan una vida, y Lhote, arrodillándose frente a la fabulosa representación, solo pudo murmurar:
 
—Es… el gran dios marciano.
 
Lorenzo Fernández Bueno
La maldición de los exploradores, página 171
 
 
Al capitán Brenans se le pusieron los ojos como platos, pues lo que en un principio era un rutinario reconocimiento de la zona próxima al puesto militar de Fort Polignac, se convirtió, sin buscarlo, en uno de los hallazgos arqueológicos más importantes de la historia. Tras bajarse del camello y pisar las ardientes arenas del valle de Ighargharen, lugar que hasta entonces no había sido «profanado» por los europeos, vislumbró una serie de frescos en los que seres deformes y monstruosos parecían habitar un mundo de pesadilla, guardianes de esa vasta superficie que se perdía hasta donde alcanzaba la mirada. Era el lugar al que los nómadas llamaban Tassilin-Ajjer, «La meseta entre los dos ríos» en el antiguo dialecto de los bereberes.
 
Lorenzo Fernández Bueno
La maldición de los exploradores, página 175
 
 
La expedición de Lhote se prolongó durante dieciséis meses y tuvo repercusión mundial. A pesar de la dureza y de las condiciones extremas que tuvieron que soportar, fueron finalmente guiados por tuaregs hasta los dos yacimientos más impresionantes de toda la región. No en vano su viejo amigo el capitán Brenans ya le advirtió años atrás que las pinturas más impresionantes se situaban en la zona de más difícil acceso, junto al macizo de Yabbaren; representaciones que rompían en mil pedazos los cánones de lo establecido, porque no se correspondían con nada parecido a todo lo hallado hasta la fecha.
 
Lorenzo Fernández Bueno
La maldición de los exploradores, página 178
 
 
En otros pasajes pétreos, esos misteriosos polifemos con escafandra parecían conducir a un grupo de mujeres en estado de gestación al interior de unas singulares «burbujas», en la que fue bautizada como la «escena del rapto».
 
Y como Tassili es un enigma de proporciones casi tan grandes como la superficie que abarca, junto a las misteriosas creaciones también se localizaron trazos de una escritura primigenia y desconocida que harían que el nacimiento de los primeros textos, hace cuatro mil años en la región de Babilonia, quedaran relegados a un segundo puesto en virtud de lo hallado por Lhote y su equipo.
 
Las dataciones posteriores arrojaron que las pinturas de Tassili nos remontarían más de diez milenios en el tiempo, cuando esta región del orbe terrestre, como ya dijera con anterioridad, era lo más parecido a un Jardín de las Hespérides que en nada previo la llegada de la imparable desertización.
 
Categorías de pinturas encontradas por Lhote
 
1       Seres de cabeza redonda y cuernos de pequeño tamaño.
2       Diablillos.
3       Dibujos del Período Medio con hombres de cabeza redonda.
4       Hombres de cabeza redonda evolucionada.
5       Período decadente de las cabezas redondas.
6       Hombres de cabeza redonda muy evolucionada.
7       Período de los Jueces de Paz o terminal.
8       Hombres blancos longilíneos del período prebovidense.
9       Hombres cazadores con pinturas corporales del período bovidense antiguo.
10     Estilo bovidense.
11     Período de los carros.
12     Período de los caballos montados o de los hombres bitriangulares.
 
Lorenzo Fernández Bueno
La maldición de los exploradores, página 179
 
 
Miramos el universo con grandes telescopios intentando localizar ese lugar con el que entablar un contacto; esa otra Tierra que aguarda nuestra visita, porque hemos pasado de planeta acosado en la década de los sesenta y setenta del pasado siglo por hordas de marcianos cabezones y mal encarados —⁠casi tanto como los dioses del mundo antiguo⁠— a especie colonizadora que lanza sus tímidos mensajes al espacio, esperando que alguien los recoja desde las inmensidades cósmicas, observando con ojo miope ese concepto de infinito que encoge nuestra limitada razón de ser.
 
Lorenzo Fernández Bueno
La maldición de los exploradores, página 183
 
 
Es Zarmina, nombre con el que bautizó a esta «superTierra» —⁠dado que su masa es 3,1 veces mayor que la de nuestro mundo⁠— su descubridor, el astrónomo californiano Steven Vogt, auténtico estandarte en la búsqueda de planetas extrasolares, y que ha llegado a afirmar tajantemente en relación a este descubrimiento que
 
creo que hay un ciento por ciento de posibilidades de que el planeta albergue vida, ya que presenta unas condiciones muy adecuadas para ello.
 
Lorenzo Fernández Bueno
La maldición de los exploradores, página 183
 
 
El exastronauta Edgar Mitchell reitera
que Estados Unidos oculta OVNI
 
El exastronauta de la NASA Edgar Mitchell, que participó en la misión espacial a la Luna del Apollo XIV en 1971, ha insistido en una conferencia sobre OVNI que los alienígenas existen y que el gobierno estadounidense oculta naves no identificadas, según el periódico Daily Telegraph.
 
Mitchell, el sexto hombre que pisó la Luna, afirmó en una intervención en la Conferencia X, dedicada a la vida extraterrestre, que intentó investigar el Incidente Roswell, un supuesto choque de una nave extraterrestre en la localidad estadounidense del mismo nombre (Nuevo México), en julio de 1947, pero que sus averiguaciones habían sido «frustradas por las autoridades militares».
 
En este sentido, indicó que él mismo llevó el asunto ante el Pentágono, pero que cuando parecía que iban a dejarlo acceder a los informes, «toda la investigación se vino abajo». Además, sostuvo que las autoridades militares silenciaron a los vecinos de la zona.
 
«No estamos solos —valoró—. Nuestro destino es terminar formando parte de una comunidad planetaria. Tenemos que estar dispuestos a ir más allá de nuestro planeta y de nuestro sistema solar para averiguar lo que está ocurriendo realmente allí fuera».
 
No es la primera vez que Mitchell, que creció en Roswell, apunta que el citado incidente estuvo relacionado con extraterrestres, aunque el gobierno norteamericano ya identificó el supuesto OVNI en su día como un globo aerostático de observación climática.
 
Por ejemplo, el año pasado Mitchell sostenía esta tesis en una entrevista radiofónica recogida por el periódico Daily Mail, en la que dijo que «los alienígenas habían entrado en contacto con los humanos muchas veces», pero que los gobiernos han ocultado la verdad desde hace sesenta años. Además, afirmaba ser consciente de «muchas visitas de OVNI a la Tierra» que habían sido encubiertas.
 
Un portavoz de la NASA no ha tardado en desmentir estas consideraciones al señalar, en declaraciones a la CNN, que ellos no realizan «ningún seguimiento» de OVNI. «La NASA no está envuelta en ningún tipo de encubrimiento de la vida alienígena en este planeta o en cualquier otro», sentenció.
 
cable, transmitido por la agencia Europa Press
Lorenzo Fernández Bueno
La maldición de los exploradores, página 187
 
 
Pensemos pues que en 1947 Roswell, El Álamo o Alamogordo eran los lugares más restringidos del planeta, e igualmente pensemos que alguno de esos prototipos pudo escapar a su control, lo que facilitó que se produjera una fiebre de avistamientos de «platillos volantes» de manera masiva e incomprensible. No en vano, tal y como reflejan Berlizt y Moore en un catálogo de gran valor, en la franja que va del 25 de junio al 2 de julio de dicho año —⁠antes del supuesto ufocrash⁠—, se produjo un número tan elevado de avistamientos, y a la vez tan detallado por los testigos, que no deberíamos pasarlo por alto. Respetando la redacción inicial, aunque no sea del todo correcta:
 

25 de junio de 1947

Un objeto con forma de platillo, de un tamaño de la mitad de la luna llena, se movía encima de Silver City, Nuevo México, según informó un dentista local, el doctor R. F. Sensenbaugher.

26 de junio de 1947

Leon Oetinger, médico de Lexington, Kentucky, y otros tres testigos, declararon haber visto un objeto alargado, plateado y con aspecto de globo, pero que no podía confundirse con un globo o con un dirigible, que volaba a gran velocidad cerca del borde del Gran Cañón.

27 de junio de 1947

John A. Petsche, electricista de la Phelps Dodge Corporation, y otros testigos, informaron haber divisado un objeto con forma de disco sobrevolándolos y que, al parecer, se posó en tierra a las 10.30 de la mañana, cerca de Tintown, en las proximidades de Bisbee, en el sudeste de Arizona, cerca de la frontera de Nuevo México.

27 de junio de 1947

El comandante George B. Wilcox, de Warren, Arizona, dio cuenta de una serie de ocho o nueve discos, perfectamente espaciados, y que avanzaban a gran velocidad con movimientos inseguros. Declaró que los discos pasaron por encima de su casa, a intervalos de tres segundos, dirigiéndose hacia el este, y estimó que se encontraban a una altura de unos trescientos metros por encima de las cumbres de las montañas.

27 de junio de 1947

W. C. Dobbs, habitante de Pope, Nuevo México, declaró haber visto, a las 09.50 de la mañana, «un disco blanco que brillaba como una bombilla eléctrica», y que pasó por encima de la localidad. Minutos después, el mismo objeto, u otro similar, fue avistado, cuando se dirigía hacia el suroeste por encima de las White Sands Missile Range, por el capitán Detchmendy, quien informó de ello a su superior, el teniente coronel Harold R. Turnen. A las 10.00 de la mañana, David Appelzoller, de San Miguel, Nuevo México, informó que un objeto similar había pasado por encima de la ciudad, de nuevo en dirección suroeste. El coronel Turner, de White Sands, reaccionó, inicialmente, anunciando que no se habían lanzado cohetes desde la base a partir del 12 de junio. Más tarde, por temor a la histeria, lo «identificó» oficialmente como un «meteorito diurno».

28 de junio de 1947

El capitán E Dvyn, piloto de caza, que volaba en las proximidades de Alamogordo, Nuevo México, presenció el paso debajo de su avión de una «bola de fuego con una poderosa cola azul detrás», la cual pareció desintegrarse mientras la observaba.

29 de junio de 1947

Los pilotos del Ejército del Aire dirigieron una investigación respecto de un objeto que se comunicó había caído cerca de Cliff, Nuevo México, a primeras horas de la mañana, pero no encontraron nada, aparte de un curioso olor que flotaba en el aire.

29 de junio de 1947

Un equipo de expertos en pruebas de cohetes, a las órdenes del doctor C. J. Zohn, de servicio en White Sands Proving Grounds, observaron un disco de color plateado que realizaba una serie de maniobras a elevada altitud por encima del radio de acción de las pruebas secretas con cohetes.

30 de junio de 1947

Trece objetos plateados con forma de disco fueron vistos por un ferroviario llamado Price cuando desfilaban uno tras otro por encima de Albuquerque, Nuevo México. Inicialmente se dirigieron hacia el sur, pero desviaron bruscamente su rumbo hacia el este, y luego invirtieron dramáticamente el sentido de la marcha hacia el oeste, antes de desaparecer. Price alertó a sus vecinos, y todos ellos salieron de sus casas para observar, desde los jardines, las maniobras que tenían lugar encima de ellos en el firmamento.

30 de junio 1947

Información del Daily News de Tucumcari, Nuevo México, del 9 de julio: «La señora Helen Hardin, empleada de Quay Country Abstract Co., informó el martes, 8 de julio, que vio un platillo volante desde su porche delantero, cerca de las 11.00 de la noche del 30 de junio, que se movía de este a oeste a elevada velocidad. Manifestó que tenía un tamaño aparente al de la luna llena, con un color levemente amarillo. Lo observó durante seis segundos, en la parte baja del cielo y más bien hacia las afueras de la ciudad que dentro de ella. Al principio pensó que se trataba de un meteorito, pero observó en el artefacto un movimiento de balanceo cuando se acercó al suelo. Y tampoco caía de la forma en que lo hacen los meteoritos.»

1 de julio de 1947

Max Hood, ejecutivo de la Cámara de Comercio de Albuquerque, informó haber visto cómo un disco azulado zigzagueaba a través del firmamento noroccidental, por encima de Albuquerque.

1-6 de julio de 1947

Siete informes por separado de discos voladores sobre el norte de México, desde Mexicali a Juárez.

1 de julio de 1947

El señor y la señora Frank Munn informaron haber observado un gran objeto que se movía hacia el este por encima de Phoenix, aproximadamente a las 09.00 de la noche.

2 de julio de 1947

El señor y la señora Dan Wilmot, de Roswell, Nuevo México, observaron un objeto grande y brillante en el momento en que pasaba por encima de su casa, viajando hacia el noroeste a mucha velocidad.

 
Lorenzo Fernández Bueno
La maldición de los exploradores, página 193
 
 
Sea como fuere, al margen de los experimentos que debían realizar, y de las curiosidades que amenizaron el fatigoso periplo, Edgar Mitchell, pensando en las capacidades psíquicas como medio de contacto, decidió llevar a cabo sus propias experimentaciones, que acabarían por cambiar el rumbo de su vida. Aseguran los biógrafos que aquellos que han pisado la Luna regresan con una perspectiva diferente de nuestra existencia, y que incluso se acrecienta esa parte espiritual que todos llevamos dentro. En el caso de Mitchell, al que ya le «venía de serie», es probable que se reafirmara en el momento en que puso en marcha una serie de experimentos psíquicos, entre los que destacaba el intento de contacto telepático con personas de la Tierra, como una forma de demostrar que ni la distancia ni los obstáculos que hubiera afectaban a la posibilidad de que tal operación se pudiera llevar a cabo. Y por lo que se aprecia, funcionó… Un año después, en 1972, abandonó la NASA para dedicarse por entero a la vocación que ahora ocupaba su existencia, y que se haría realidad tan solo un año después, cuando fundó el Instituto de Ciencias Noéticas a raíz de las profundas experiencias que tuvo durante su viaje interestelar, y cuyo objetivo era —⁠y es⁠— realizar y apoyar la investigación de áreas que hoy día la ciencia no contempla, como determinados fenómenos psíquicos. Atrás quedó la Luna, la NASA y el interés de los estamentos militares; y frente a él, el universo…
 
Lorenzo Fernández Bueno
La maldición de los exploradores, página 201
 
 
El objetivo de Edgar Mitchell quedó esbozado en el libro El camino del explorador, donde pretende establecer un intenso vínculo entre la ciencia y la espiritualidad. Pero no se quedó ahí. Sus incursiones en la investigación ufológica le hicieron ganar numerosos seguidores, pero aún más detractores, especialmente de las instituciones para las que en el pasado trabajó y a las que tantos momentos de gloria dio. Porque Mitchell, que siempre demostró no tener demasiado pelo en la dermis lingual, denunció la existencia de OVNI, el conocimiento de este polémico tema por parte de esas mismas instituciones, y su origen extraterrestre. No en vano en 1997 formó parte del programa de desclasificación que organizó Steven Greer, director del Centro para el Estudio de la Inteligencia Extraterrestre (CSETI), a través del cual testigos civiles y militares declararon en el Congreso estadounidense haber estado implicados en sucesos relacionados con OVNI. El motivo era averiguar si el gobierno había capturado naves alienígenas y reutilizado material para desarrollar nuevas tecnologías. Y es que el sexto hombre que pisó la Luna estaba convencido de la realidad de este extremo, y de que dicha información había sido encubierta porque formaba parte de un proyecto secreto que estaba desde hacía décadas en manos de una administración gubernamental paralela, que trabajaba de manera independiente a las directrices que marcaba el presidente y el todopoderoso Pentágono.
 
Lorenzo Fernández Bueno
La maldición de los exploradores, página 202
 
 
«Este (catarismo) es un nombre común a varias sectas heréticas que pregonaban una extremada sencillez en las costumbres, como principal culto religioso».
Así, con la parquedad propia del que rechaza lo diferente, describían años atrás las enciclopedias más prestigiosas la corriente espiritual que gobernó la Occitania durante más de dos siglos, para gozo de los habitantes de esta sinuosa geografía que libremente se acogieron al nuevo movimiento, en el convencimiento de que la Iglesia alcanzaba cotas de corrupción imperdonables… hasta para los pontífices.
 
Lorenzo Fernández Bueno
La maldición de los exploradores, página 219
 
 
Y es que a veces el destino, ese tan negro como el alma de aquella Iglesia, o como las capas de los cátaros, se pasea por la historia haciendo de las suyas, jugando con la soberbia del hombre.
 
Lorenzo Fernández Bueno
La maldición de los exploradores, página 226
 
 
En febrero de 1243 se celebró el Concilio de Béziers, primera gran ciudad «conquistada» por los cruzados, para determinar que Montségur, su último reducto, tenía que caer. Blanca de Castilla veía severos enemigos en aquel pedazo de terreno que tocaba los cielos, y así, en el mes de mayo, las sanguinarias huestes se encaminaron a los confines de la Occitania. El fin estaba ya cercano… Durante semanas los habitantes del castillo resistieron estoicamente. Raimundo de Perella, anciano señor del soberbio castillo; Pierre-Roger, su intrépido y sanguinario yerno, aunque dedicado en cuerpo y alma a la causa de Occitania; la Dama Corba, esposa de Raimundo, simpatizante cátara e hija de Marquesia de Lantar, cátara revestida; la doncella Esclarmonde, hija de castellanos, adolescente enferma con los ojos abiertos a la fealdad del mundo y al esplendor del reino entreabierto por la ley cátara; maese Bertrand d’en Marti, patriarca venerado y jefe espiritual de Montségur, predicador afamado en todo el Languedoc; los suyos, hombres y mujeres revestidos, fieles a la fe a pesar de las persecuciones y de las desgracias, ciento cincuenta hombres y mujeres dispuestos a afrontar la hoguera, última etapa de su búsqueda; los hombres de armas, ciento cincuenta entre los más valientes de la tierra de Oc, pequeños señores y caballeros desposeídos, arqueros, campesinos con el amor a su tierra anclado en el corazón; las esposas y amigas de los guerreros, que, al final del asedio, habrán combatido y hecho tantos méritos como los hombres. Una población heterogénea, muy fuertemente unida por dos sentimientos que constituyen el privilegio de seres nobles: una fe sincera y un patriotismo ardiente. Las esferas de granito golpeaban los muros, el agua escaseaba y la comida se convertía en un bien demasiado preciado. Fueron nueve meses, doscientos ochenta días con un final escrito antes del asedio.
 
Lorenzo Fernández Bueno
La maldición de los exploradores, página 234
 
 
Aseguran las crónicas que horas antes de la toma de Montségur, cuatro «insurrectos» escaparon al asedio por la única parte que los cruzados no custodiaban. Y es que quién iba a imaginar que alguien iba a estar tan fuera de sus cabales para descender en plena noche por la pared norte del castillo, ni más ni menos que un precipicio infranqueable. Sin embargo, el tesón y el instinto de supervivencia en ocasiones supera cualquier obstáculo, y los valientes escaladores consiguieron escapar a la muerte, cruel dama que sin duda alguna aquella madrugada los rondó con insistencia manifiesta. Y como la historia en ocasiones es justa con aquellos que se atreven a desafiarla, los nombres de los proscritos han viajado a manos de la tradición oral hasta nuestros días: Amiel Alicart, Hugues, y un tal Pichel de Poitevin. Del cuarto se desconoce absolutamente todo. Lo que parece ser más evidente es que a ellos les fue encomendada la difícil tarea de poner a salvo, lejos de las sucias manos de sus enemigos, el preciado tesoro que era custodiado en la fortaleza ubicada en el «monte seguro». Al anochecer, una llama mortecina iluminó la cercana cumbre del Bidorta. Era la ansiada señal, el mensaje inequívoco que alertaba a los condenados de que su legado espiritual ya se encontraba a buen recaudo, lejos de aquel campo de muerte y desolación. Su particular Grial jamás sería ensuciado por las manos de los cruzados…
 
Lorenzo Fernández Bueno
La maldición de los exploradores, página 235
 
 
En el Sabarthès existe una oquedad que desde el siglo XI es conocida con el nombre de Fontanet. No muy lejos de la misma está la llamada del Eremita, en la que además se halla un altar que aseguran los historiadores era utilizado, primero por cátaros y posteriormente por templarios, para mostrar la «Piedra del Grial» durante sus iniciaciones y liturgias. Por si esto fuera poco, la citada roca era custodiada en el interior de un arcón, situado a su vez en un agujero en la pared que todavía hoy es visible. Demasiadas casualidades para tratarse de un texto meramente alegórico… Además, es importante reseñar que los heterodoxos conocían a la perfección la existencia de otro ritual, al margen del consolamentum, que practicaban los cátaros: Era una especie de festín místico denominado «manisola»; al parecer, se trataba de un acontecimiento del mismo tipo que el paso del Grial entre los caballeros que lo servían con el propósito de obtener alimento material y espiritual. En Muntsalvach, la montaña del Grial, gobernaba un misterioso personaje, el Rey Pescador; en Montségur, la fortaleza catara, la castellana era Esclarmonde de Foix, una mujer con tanta fama de espiritualidad y bondad que incluso sus enemigos la respetaban, hasta el punto de que cuando murió, todos se negaron a creerlo, asegurándose que en realidad estaba dormida en una de las cavernas que se extendían bajo su fortaleza. Corría el rumor de que entre los grandes tesoros rescatados antes de la caída del castillo se encontraba una cierta «copa preciosa» que, al parecer, se utilizaba en la «manisola». Fuera esto verdad o no, lo cierto es que el tesoro cátaro jamás fue recuperado; desapareció en las cavernas de la montaña de Montségur, en una de las cuales se decía que había un cáliz tallado en la pared.
 
Lorenzo Fernández Bueno
La maldición de los exploradores, página 238
 
 
El 13 de marzo de 1939 Otto Rahn moría víctima de la «endura», un extraño ritual en el que decidió acabar con su vida al más puro estilo cátaro. Fue hallado en el corazón del glaciar Wilder Kaiser, según informó el diario institucional nazi Vólkischer Beobachter —⁠El observador popular⁠—, en posición de loto y congelado.
 
Lorenzo Fernández Bueno
La maldición de los exploradores, página 246
 
 
En el interesante foro www.labusqueda.org, formado por expertos apasionados por esta no menos apasionante historia, se concluye que:
 
se rumoreaba que Rahn había fundado dentro de las SS un círculo neocátaro donde se viviera el ideal cátaro de pureza. En el verano de 1936, las SS le ordenaron hacer una expedición a Islandia. Las experiencias más destacadas de este viaje formaron parte de algunos capítulos de su segundo libro La Corte de Lucifer. Aun después de la supuesta muerte de Rahn y de la ocupación de Francia, la Ahnenerbe organizó una expedición a Montségur que duró desde junio de 1943 a noviembre de 1944. Dicho grupo multidisciplinar estaría formado por geólogos, historiadores y etnólogos […] Este equipo llevaba instrucciones precisas dejadas por Rahn para investigar las grutas de las poblaciones de Ussat y Ornolac en busca del tesoro cátaro, sin embargo, parece que no encontraron lo que tanto esperaban. Himmler se estaba impacientando ante el huidizo Grial, por lo que decidió darle un nuevo enfoque al problema, no tan científico sino desde la lógica militar. Es por eso que algunos investigadores aseguran que decidió enviar al coronel de las SS Otto Skorzeny, famoso por la operación de liberación de Mussolini cuando se encontraba en un hotel de alta montaña en Italia. Hombre de acción y al más puro estilo James Bond, utilizó planeadores para sorprender a los centinelas y concluir con éxito su misión. Uno de estos investigadores es el americano Fioward Buechner, que en su libro La copa esmeralda establece lo que podría llamarse la «hipótesis Skorzeny». Skorzeny y un grupo de sus mejores hombres revisaron las cuevas que Rahn había investigado, y llegó a la conclusión de que era demasiado fácil, y que de haber querido ocultar cualquier cosa se hubiera buscado un lugar más inaccesible. Así que subió a Montségur y repitió lo que aquellos cuatro cátaros hicieron la madrugada del 16 de enero de 1244 momentos antes de su caída, descolgándose por la garganta de Lasset, que es la más inaccesible y, por tanto, no estaría vigilada. Desde allí estableció las posibles rutas de escape, y según Buechner lo encontraron en una cueva cercana al Tabor. El tesoro estaría formado por miles de monedas de oro, doce tabletas de piedra con inscripciones extrañas y una copa con la base de esmeralda y tres brazos de oro con el mismo tipo de escritura. Recordemos que Rahn estaba convencido de que el Grial no era una copa, sino una o un grupo de tablillas de piedra o madera donde probablemente en caracteres rúnicos estaba contenido todo el saber esotérico, y en donde, según Wolfram von Eschenbach, figurarían todos los nombres de los futuros reyes bendecidos por el Grial. Rahn junto con Antoine Gadal creen en la existencia al menos de dos griales diferentes que estarían depositados en lugares distintos. Uno de ellos es el Grial cristianizado y templario de la copa que contuvo la sangre de Cristo recogida por José de Arimatea. Sus investigaciones indican que este Grial estuvo depositado en el castillo de Montreal del Sos, donde encontraron grabados en los que aparecía el Santo Cáliz asociado a una lanza, sin duda la del centurión Longinos. De aquí pasó a San Juan de La Peña y posteriormente a la catedral de Valencia, donde aún permanece. El otro Grial, el cátaro de la tradición hiperbórea, estaría formado, como ya hemos dicho, por la piedra —⁠esmeralda⁠— o tablillas de piedra y habría estado custodiado en Montségur. Para los cátaros el Grial no podía ser una copa, pues va en contra de su ideología, ya que creían que la figura de Jesucristo era espiritual y que por tanto no podía ser clavado a ninguna cruz, siendo este uno de los pilares de la herejía […] Parece ser que a partir de 1939 no se tienen noticias de Rahn, lo que motiva que se produzcan un sinfín de extravagantes hipótesis sobre el final de sus días, el cual se fijó oficialmente el 13 de marzo de ese año. La versión oficial de su muerte es que se suicidó, muriendo congelado y de hambre en las montañas del Wilder Kaiser, tal vez rememorando el suicidio ritual cátaro, la endura, que era dejarse morir de hambre, siguiendo el ejemplo del trovador Bertrand de Bom, que murió congelado, como él mismo nos cuenta en La Corte de Lucifer. La doctrina catara, como la de los druidas, permitía el suicidio, pero exigía que no se hiciera por tedio, miedo o sufrimiento, sino en un estado de perfecto desapego de la materia. Todos estos datos fueron publicados por el Vólkischer Beobachter en su esquela de defunción. Otros dicen que se suicidó con cianuro en lo alto del monte Kufstein, que es una de las montañas sagradas de la antigua religión alemana. Se sabe que Otto cayó en deshonra frente a la jerarquía nazi en 1937, y por razones disciplinarias fue trasladado al campo de concentración de Dachau. Siendo más plausible que hubiera sido demasiado explícito en su ideología antinazi y fuera descubierto por sus compañeros SS para ser posteriormente ejecutado como traidor.
 
Incluso hay quien defiende que la muerte de Rahn fue ficticia, que se simuló, porque, aunque este en cierto modo trabajaba para el Reich inmortal de Hitler y Himmler, su búsqueda era otra; quizá se dio cuenta demasiado tarde. En el citado trabajo, se defendía tal tesis como sigue:
 
En el invierno de 1938-1939 escribió al SS Reichsführer solicitando su baja inmediata de las SS. No sabemos lo que pasó, pero Rahn aseguraba que lo habían traicionado y que su vida estaba en peligro. También se habla de una supuesta homosexualidad. Otros investigadores sostienen la tesis de que Otro Rahn no murió realmente, como asegura el escritor francés Christian Bernadac, el cual en su libro Le Mystére Otto Rahn. Du catharisme au nazisme (El misterio de Otto Rahn. Del catarismo al nazismo), no publicado en España, aporta pruebas de que Otto se encuentra vivo —⁠se encontraba vivo hasta, al menos, 1975⁠— y presenta documentos confeccionados por él mismo en 1945. Es más, cuando los alemanes invadieron Francia, asegura que Rahn dirigió en secreto las excavaciones en Montségur y en otros enclaves cátaros. Aunque se empieza a dudar del fallecimiento a partir de un artículo publicado en mayo de 1979 en la revista alemana Die Welt, donde se asegura que Rahn vivía y trabajaba para la inteligencia alemana como agente. Parece ser que ya antes de la guerra, en los años treinta y junto al francés Antoine Gadal, habían formado un complejo grupo esotérico denominado «La triple alianza de la Luz» de raíces rosacruces, siendo utilizado por redes de información dedicadas al espionaje. Sin embargo, para el escritor Ernesto Milá, Rahn, que pertenecía al Estado Mayor de Himmler, era de ascendencia judía, por lo que hubo de pedir su baja en las SS en el año en que los certificados de pureza racial comenzaron a exigirse en esta organización. El mismo general SS Wolff firmó su esquela en la prensa como ya hemos comentado, honor que de ningún modo se hubiera concedido a un traidor. Es curioso que nadie le diera de baja en el Registro Civil, y más todavía que siguiera trabajando a las órdenes de Wolff bajo el nombre falso de Rudolf Rahn —⁠como se insinuó en su momento⁠—; también se asegura que se hizo la cirugía estética. Otra coincidencia un tanto significativa es que a Rudolf Rahn se le asignó la misma secretaria que tuvo Otto Rahn. Este «nuevo» Rahn sirvió al III Reich como agente secreto en Oriente Medio, actuando como agitador en el levantamiento proalemán de Irak en 1945. Finalmente murió en los años setenta dirigiendo un importante consorcio industrial alemán, víctima de una enfermedad pulmonar que ya se había manifestado en su juventud.
 
Lorenzo Fernández Bueno
La maldición de los exploradores, página 246
 
 
¿Se imaginan? ¿Dar con la ciudad perdida, capital de un reino a su vez escondido? Parece de película, pero es probable que en muy poco tiempo se logre llegar hasta allí. El propio Martti Pärssinen relataba que en la zona de Riberalta, también en Acre, se han hallado los restos de una imponente fortaleza, lo que unido a los geoglifos y a las estructuras a ras de tierra que demuestran la existencia de una civilización perfectamente estructurada, para él es la evidencia de que se hallan a las puertas del Gran Reino de Paititi, que, dicho sea de paso, se preocupa de desvincular de lo que considera un mito: El Dorado. Paititi no sería más que eso: el lugar al que huyeron los incas para protegerse del fiero ataque de aquellos demonios que cabalgaban a lomos de seres negros de cuatro patas, y que indudablemente es real.
 
Lorenzo Fernández Bueno
La maldición de los exploradores, página 255
 
 
En una América en la que no había grandes minas de oro —⁠tampoco pequeñas⁠—, las piezas que los nativos poseían en cantidades jamás soñadas advertían que estas debían de proceder de algún lugar desconocido; la fuente aurífera más grande del planeta, un lugar que los indígenas protegían del conquistador pues para ellos el oro no era más que un material con el que elaborar sus objetos sagrados, y veían en la voracidad del hombre blanco un ansia peligrosa y desmedida capaz de llevarlos a enfrentamientos bizarros, al punto de que acabaron creyendo que los conquistadores se comían el dorado metal. Así nació la leyenda; así nació El Dorado…
 
Lorenzo Fernández Bueno
La maldición de los exploradores, página 259
 
 
Después de la cruenta batalla que se desarrolló en los llanos de Cachipampa, donde se dirimió el destino de la capital del incanato, Cuzco, que era el objeto de deseo de almagristas y pizarristas, las tropas del último, encabezadas por el hermanastro pequeño del conquistador, Gonzalo Pizarro, e integradas por varios cientos de indígenas chachapoyas acabaron con las pocas fuerzas que le quedaban al ejército enemigo. El propio Diego de Almagro contempló la cruel derrota, y a lomos de una burra se dirigió hacia la gran fortaleza de Sacsahuamán, donde permaneció escondido por espacio de varias horas, hasta que fue hecho prisionero, sentenciado, y condenado a morir por garrote vil. Finalizaba así uno de los episodios más sangrientos y «pintorescos» de la conquista de Perú: hermanos contra hermanos, vecinos contra vecinos, conquistadores contra ellos mismos…
Orellana, que era hombre emprendedor, bravo guerrero, pero espíritu generoso, tras la contienda marchó a Ecuador y se instaló en Santiago de Guayaquil, ya en 1538, población de la que acabaría siendo gobernador. Durante el tiempo que permaneció tranquilo en la ciudad ecuatoriana se preocupó muy mucho de aprender algunos de los dialectos más extendidos de cuantos se hablaban en las selvas más allá de la terrible cordillera andina, se empapó de sus usos y sus costumbres y se convirtió en un regente querido y emprendedor. Así, durante su estancia en Guayaquil llegó a sus oídos que Gonzalo Pizarro, por esas fechas ya gobernador de Quito, estaba reclutando fuerzas con el firme propósito de iniciar una expedición a las entrañas de la selva en busca de otro de los lugares míticos que las leyendas indígenas daban por reales: el País de la Canela.
Si bien es cierto que no era El Dorado, este nuevo enclave no desmerecía en nada al lugar del que supuestamente los incas —⁠y otras culturas⁠— extraían el oro en cantidades desorbitadas; además, una vez iniciada la búsqueda, el objetivo de esta, fuera uno u otro, bien merecía la pena.
 
Lorenzo Fernández Bueno
La maldición de los exploradores, página 261
 
 
La sorpresa de la tripulación fue mayúscula, especialmente cuando junto a varios indígenas pequeños pero muy mal encarados observaron la presencia de unas mujeres guerreras muy altas, de cuerpos esculturales y expresión no mucho más amable que la de sus paisanos. Orellana y sus hombres, como era de esperar de los soldados del reino español, combatieron con valentía y honor; y en un lance de esta guerra de guerrillas lograron tomar cautivo a un indígena, que obviando los métodos para que hablara les aseguró que en esta parte de la selva habitaba una comunidad de fieras mujeres temidas por el ardor que las caracterizaba al entrar en batalla. Su reina se llamaba Conori, y era, sin margen para la duda, la más fiera de toda ellas. Incluso, el prisionero aseguró que en sus dominios poseían riquezas tales que satisfarían las ansias de oro y joyas de los voraces españoles, cuestión esta que avivó aún más los ánimos del pequeño ejército de Orellana.
Además, aquel hombrecillo les desveló el legendario nombre de las terribles atacantes: las llamaban amazonas…
 
Lorenzo Fernández Bueno
La maldición de los exploradores, página 268
 
 
Durante siglos, la ciudad perdida de El Dorado ha originado tanta literatura que es difícil establecer la línea que separa los datos puramente históricos de los generados por leyenda. Sea como fuere, los cronistas parecen ponerse de acuerdo a la hora de afirmar que la primera vez que se oyó hablar del fascinante lugar fue en el año 1536, cuando el conquistador andaluz Gonzalo Jiménez de Quesada entró en contacto con los indígenas muiscas, y tras una leve resistencia, estos no tuvieron más remedio que rendir las armas ante la ofensiva y superioridad del hombre blanco. Los soldados descubrieron en este pueblo del altiplano de la cordillera oriental a gentes con un conocimiento astronómico fascinante, tan evolucionados o más que los mayas y aztecas en México, que veneraban al Sol, a la Luna, y al agua.
 
Lorenzo Fernández Bueno
La maldición de los exploradores, página 269
 
 
Jiménez de Quesada quedó fascinado ante la destreza que mostraban a la hora de alear el oro con cobre puro, utilizándolo en los rituales que celebraban para conmemorar la elección del zipá, el nuevo cacique, y que asperjaban con varios tubos el oro mezclado y reconvertido en un polvo muy pegajoso sobre el cuerpo del protagonista del ritual. No es extraño por tanto suponer que la imaginación de los rudos caballeros se desbordó al ver el poco valor que aquellos salvajes daban al dorado metal, pues si lo derrochaban de esa forma, es porque tenían que tener mucho más.
 
Lorenzo Fernández Bueno
La maldición de los exploradores, página 270
 
 
El rumor del reino del «indio dorado» —⁠o del «rey dorado»⁠— acabó subiendo la temperatura de los primeros buscadores, que vestidos con el corsé y la disciplina del ejército imperial español, sufrieron en sus carnes los avatares de la fiebre del oro, las penurias de la búsqueda y el rigor del fracaso.
 
Esto ocurría ya entrado el año 1537 en la laguna de Guatavita, un cráter de origen meteórico que actualmente se puede visitar —⁠con seguridad, claro está⁠— en el municipio colombiano de Sesquilé.
 
Lorenzo Fernández Bueno
La maldición de los exploradores, página 270
 
 
El Dorado siempre parecía estar más lejos de donde aquellos inigualables hombres llegaban; aunque, quién sabe, quizá Orellana logró alcanzar su sueño, consciente de que las leyendas indígenas advierten que aquel puro de espíritu que atraviesa las puertas del reino perdido ya jamás puede regresar. Sin duda alguna, si alguien mereció tal premio, ese fue Orellana…
 
Lorenzo Fernández Bueno
La maldición de los exploradores, página 274
 
 
Los que buscaron El Dorado en tiempos de conquista

1535

Sebastián de Belalcázar busca El Dorado atraído por la leyenda del «indio dorado» de Guatavita.

1535

El explorador e historiador alemán Nicolás de Federmann ubicó la mítica ciudad en las actuales Venezuela y Colombia. Salvo desgracias, no encontró nada más.

1537

Francisco de Orellana y Gonzalo Pizarro abanderan la expedición más conocida de cuantas se llevaron a cabo, buscando primero el País de la Canela, y por extensión, El Dorado.

1541

El conquistador hispanoalemán Felipe de Utre se adentró en el Amazonas, ubicando El Dorado en las entrañas de esta densa selva, y salvo poblaciones de «no contactados», no dio con rastro alguno que le hiciera pensar que se encontraba en el buen camino. Fernández de Oviedo aseguró de esta expedición de doscientos cuarenta hombres que

se encontró a un cristiano cocinando un cuarto de niño con verduras […] Pagaron por su pecado, pues esos tres hombres nunca volvieron a aparecer: Dios quiso que hubiera indios que después se los comieran a ellos.

1616

El explorador inglés Walter Raleigh, junto a su hijo, fue el primero de su país en iniciar esta búsqueda navegando en el Destiny. Él tuvo más suerte durante la navegación por el Orinoco y encontró algunas piezas de oro, pero ni mucho menos las cantidades infinitas que se suponían en el legendario enclave. A la vuelta a su país fue decapitado por el rey Jaime, y su cabeza embalsamada es expuesta en contadas ocasiones, recordando la maldición que aqueja a aquellos que parten en busca de la mítica ciudad.

 
Lorenzo Fernández Bueno
La maldición de los exploradores, página 274
 
 
Años atrás, en una de las múltiples oportunidades que he tenido a lo largo de mi vida de visitar la maravillosa isla de Tenerife, alguien me habló de un lugar tan singular como poco visitado. Si bien es cierto que mi interés por aquellas fechas era acceder a otro de los sitios emblemáticos en lo que a misterios se refiere de la isla, el barranco «maldito» de Badajoz, cuando logré ultimar la investigación que estaba realizando, atendiendo a las palabras de aquel anónimo informante, me acerqué a la cercana localidad de Güimar. Y lo que allí me encontré jamás se borrará de mi cabeza. Un hombre de pelo cano y considerable estatura me recibió a la entrada de un complejo cuidadosamente estructurado. Era el Parque Etnográfico de las Pirámides de Güimar, un lugar intencionadamente excluido de las rutas turísticas que se desarrollaban por la isla, simplemente porque el gobierno canario por aquel entonces consideraba a ese hombre un pobre loco, y como loco que era había llevado a cabo su particular obra faraónica dejando tiempo, dinero y mucho esfuerzo, convencido de que los amontonamientos de piedra que se repartían por la zona no eran ni más ni menos que los vestigios de las pirámides que siglos atrás levantaron a los cielos los miembros de la cultura guanche; tan beréberes o más que los faraones que llegados desde Sudán, la legendaria tierra nubia, gobernaron Egipto en tiempos remotos. El gran Ramsés es un buen ejemplo de ello.
 
Además, la afición de este pueblo por momificar a sus muertos evidenciaba que unos y otros procedían de un origen común, por lo que no era descabellado pensar en la existencia de pirámides en esta región del planeta: en España.
 
Heyerdahl quedó fascinado con las extrañas elevaciones a mediados de los ochenta, al punto que reflejó en varios escritos, en referencia a las citadas pirámides, que
 
si estuvieran rodeadas de vegetación y oyésemos a los loros, pensaríamos que estábamos viendo las construcciones mayas de México y Guatemala.
 
Heyerdahl quedó fascinado con las extrañas elevaciones a mediados de los ochenta, al punto que reflejó en varios escritos, en referencia a las citadas pirámides, que
 
si estuvieran rodeadas de vegetación y oyésemos a los loros, pensaríamos que estábamos viendo las construcciones mayas de México y Guatemala.
 
Lorenzo Fernández Bueno
La maldición de los exploradores, página 278
 
 
Después de un tiempo aprendiendo las costumbres, algunos dialectos, las tradiciones y los ritos de sus admirados polinesios, el matrimonio decidió afincarse por un tiempo indeterminado en la isla de Fatu Hiva —⁠cuyo segundo nombre, Hiva, es capital, como veremos más adelante, en los mitos que nos hablan de una navegación algo más que primitiva.
La pequeña isla, en el corazón del archipiélago de las Marquesas, se mostraba plena de contrastes: dos grandes volcanes, costas escarpadas, e incluso una curiosa bahía a la que los marineros llamaban «bahía de las vergas», ya que en la lejanía, a varias millas de la orilla, las formas de la pequeña cordillera que se alzaba a espaldas de esta poseía múltiples formas fálicas.
Fue en este lejano lugar donde Heyerdahl comenzó a orquestar sus tesis sobre la navegación primitiva y las diferentes rutas transoceánicas que pudieron haber transitado los antiguos pobladores de estas minúsculas islas. Porque lo que es evidente es que de algún lugar debían de haber llegado; un continente al que los polinesios describían en sus mitos y al que llamaban Hiva…
 
Lorenzo Fernández Bueno
La maldición de los exploradores, página 280
 
 
Pero antes de viajar a Hiva es interesante que atendamos a esas tradiciones, que como marabunta surgen en esta parte del planeta y que servían a los nativos que habitaban estos lejanos islotes para explicar su procedencia. Ya comentábamos en el capítulo que protagonizaban Mitchell-Hedges y sus polémicas calaveras de cristal la atracción que causó en la persona del militar retirado James Churchward las historias que entre líneas hablaban de un continente perdido llamado Mu, que ocuparía gran parte del Pacífico Norte. Heyerdahl por encima de todo era aventurero y científico, por lo que siempre cogió con las pinzas de la razón esas historias que la mitología nos traía del pasado; pero como buen científico, supo extraer de los mitos lo que de verdad pudiera haber en ellos. Porque en ese tiempo al que años después se remontaría Heyerdahl para explicar el citado trasiego oceánico, algo ocurrió que conmovió las almas de diferentes civilizaciones del planeta, al extremo de representarlas en la forma del arte rupestre, de petroglifos, o simplemente protegidos por la leyenda. Sea como fuere, algo ocurrió, un evento probablemente de proporciones apocalípticas que llevó al hombre de aquel tiempo a diseminarse por el mundo, siendo una de las bases de las teorías difusionistas que con tanto ardor se preocuparía por demostrar el noruego. Algo que captó la atención, antes que a él, a gente como el coronel Fawcett o el propio Churchward. De esta historia, que podría resultar increíble a ojos del hombre del siglo XXI, se determina que en ese mismo pasado al que constantemente estamos haciendo alusión pudo existir un intercambio cultural a lo largo y ancho del Pacífico, entre los pueblos que en ese tiempo se situaban a la vera de ambas orillas, o en las islas que permanecen precisamente eso, aisladas en mitad del gran mar Austral. Eso, o que todos y cada uno de ellos, amén de interactuar gracias a sencillas pero eficaces barcazas construidas con la caña de la totora, es lo que se deriva de las explicaciones dadas por, entre otros, el coronel Churchward. Pero eso, como tantas otras interpretaciones de la mitología, es imposible. Al menos así de rotunda se muestra la historiografía oficial cuando se hace referencia a ello, y por esa razón Heyerdahl fue discriminado toda su vida por un determinado sector de la ortodoxia más recalcitrante. Así las cosas, tratemos de buscar otra explicación a las múltiples coincidencias que muestran pueblos que se supone que nunca se encontraron, simplemente porque no tenían nociones ni medios para emprender la navegación; algo a lo que los invito desde estas mismas líneas, porque yo, después de intentarlo hasta la extenuación, no encuentro otra posible salida, al menos que tenga una cierta coherencia más allá de la sempiterna alusión a esos dioses con antenas, a un recuerdo ancestral tan común que casi estaría guardado en nuestros genes, o a una navegación tan primitiva que a ojos de esa misma historiografía oficial se antoja imposible. Pero sigamos… Cierto es que llegados a este punto resulta francamente difícil distinguir lo que puede ser de lo que no, y es quizá por eso por lo que los continentes perdidos continúan despertando tanta fascinación, más aún cuando se trata de explicar «anomalías» históricas como podrían ser las ciudades sumergidas de Yonaguni, Bimini o Mega, tan asidas a esas grandes catástrofes del pasado que no se puede obviar. Además, no debemos olvidar que el propio James Churchward afirmaba sin tapujos que tras el hundimiento de Mu, los pocos que lograron sobrevivir a la catástrofe se repartieron por diferentes partes del planeta, poblando tierras tan distantes geográfica y cronológicamente como Egipto, isla de Pascua —⁠que sería el pico de una de las altísimas montañas del legendario continente⁠—, el valle del Indo —⁠Pakistán⁠—, Asiria, el Perú anterior al inca o la Bolivia de los aymaras.
 
Y es que, a riesgo de ser reiterativo, no podemos ignorar las increíbles coincidencias, especialmente en lo que a arquitectura y mitos se refiere, de pueblos como los tiwanacus, los incas, los rapanui o los mayas, por citar solo a unos cuantos… Por cierto, la única manera que tienen los pascuenses de navegar, al igual que los urus del altiplano boliviano y peruano, es gracias a la elaboración de las citadas barcazas con los juncos de la totora. Cuatro mil metros y casi la misma cantidad de kilómetros separan a estas culturas. Ya es casualidad…
 
Lorenzo Fernández Bueno
La maldición de los exploradores, página 281
 
 
Hiva, la montaña más alta de Mu
 
De la isla de Pascua ya se ha dicho casi de todo: que es el lugar más aislado del planeta; que en sus tradiciones aparece como «el ombligo del mundo»; que la técnica empleada para levantar las plataformas funerarias es demasiado parecida a la de las culturas de la costa americana del Pacífico…
 
Pero hemos acudido poco a su mitología, más allá del feo y escandaloso pájaro Manu-tara o del dios con nombre de «marca deportiva Make-Make». Cuentan las tradiciones, transmitidas oralmente, que este pueblo vivía tranquilo y feliz en la lejana tierra de Hiva, una especie de continente sagrado donde disfrutaban de una cultura muy avanzada.
 
Siguiendo con la mitología, un fatídico día les sobrevino un tremendo cataclismo —⁠recordemos que en esta zona de la Tierra aún quedan muchos volcanes activos que pueden crear archipiélagos o hacerlos desaparecer en las entrañas del mar en cuestión de horas⁠—, y tras la hecatombe, su rey Hotu Matua decidió buscar una nueva tierra donde vivir, así que, acudiendo al consejo de su hechicero Haumaka, inició la migración de su pueblo con la certeza de llegar a una nueva tierra prometida. La leyenda dice que
 
un día, las dos embarcaciones del rey Hotu Matua avistaron los tres islotes llamados Motu Iti, Motu Nui y Motu Kao. Uno de sus hijos exclamó: «Es una mala tierra». Entonces el rey dijo: «Nuestra tierra también es mala, también hay miseria en ella; la marea alta lo destruirá todo». Luego, las dos embarcaciones se separaron; la de Hotu Matua rodeó la isla por el este, y la de la reina Ava Reipua por el oeste. Se encontraron a la entrada de la bahía de Anakena, y cada una de las piraguas se dirigió hacia los dos puntos rocosos que la limitan. El rey se dirigió a la punta Hiro-Moko, y la reina abordó la punta llamada Hanga Ohiro. En cuanto hubo desembarcado, la reina dio a luz una hija, en tanto que en la piragua de Hotu Matua nacía un hijo de Vakai —⁠el que sería su nieto.
 
Esta navegación primigenia a la que constantemente aludía Heyerdahl, envuelta por el halo del mito, terminó en las playas de Anakena, ya en Pascua. Allí se quedaron a vivir después de que el rey subiera al volcán más alto. Una vez en la cumbre se cercioró de que a su alrededor no había más que agua. Fue entonces cuando llamó a esta tierra Te-Pito-O-Te-Henua, «el ombligo del mundo».
 
Así, en un tiempo impreciso, fue poblada esta auténtica aguja en un pajar de aguas poco dadas a la calma. Pero es que, además, cuenta la tradición rapanui que durante la larga travesía tras la evacuación de Hiva, el artesano real, llegada la noche y observando impávido cómo la balsa de madera se iba deshaciendo a cada envite del mar, empezó a tener visiones, a sufrir el acoso de un fantasma que acabó por presentarse como su padre, muerto poco antes. Quemado por el sol, cansado por los largos días de navegación, y harto de que el inefable espíritu de su progenitor le hiciera la vida imposible, optó por acudir a las sabias reflexiones del hechicero, el citado Haumaka, que lo invitó a que usando el barro y la fibra que unía los maderos modelara una talla con el rostro de su padre. Porque como es sabido, las reglas de la magia en continentes como América, Asia o África advierten que para defenderte o repeler aquello que te acosa hay que hacer una figura a imagen y semejanza y colocarla frente a tu hogar, y ese ente invisible pero terriblemente molesto dejará de importunar al infortunado. Y así lo hizo, observando cómo a su llegada a la isla sus acompañantes empezaron a modelar otras tallas, temerosos entre otras cosas de los demonios kava-kava, que salían durante la madrugada para disfrutar del miedo y de la sangre de los descendientes de Hiva.
 
Es así como la leyenda advierte que fue erigido el primer moai, pequeño pero muy similar a los actuales, tan grandes o más que los obeliscos egipcios. La mayoría fueron elevados en sus plataformas funerarias mirando hacia el interior de la isla, de espaldas al océano, excepto los siete magníficos del ahu Akivi, que miran al mar, hacia la lejana tierra de Hiva de donde vinieron sus antepasados.
 
Lorenzo Fernández Bueno
La maldición de los exploradores, página 283
 
 
Sin ser un dato relevante, sí llama la atención porque evidentemente respondía a motivos sobradamente contundentes para que así fuera, y que, a día de hoy, como tantas cosas, se nos escapan. Es como si con ello quisieran proteger a Pascua de algo; algo que nos ubicaría en el universo sutil de los espíritus, como si con las grandes estatuas quisieran que «lo que fuese», o bien no penetrase en su isla con los vientos, o bien no escapase de la misma y con ello perjudicase a los que allí quedaban. Cierto es que en el maravilloso maremagno de las creencias casi todo cabe, más en un lugar tan extraño durante el día, y en cierto modo siniestro caído el crepúsculo, como es «el ombligo del mundo». No en vano la superstición, que aquí se toma como ley, deja escapar ligeras pinceladas de que en Pascua no todo es hermoso… O no todo lo que llegaba desde los horizontes oceánicos, porque si los moai son bustos gigantescos cuya finalidad primigenia es protegerse contra dioses o malos espíritus, que acabaron con el mítico —⁠o no⁠— continente de Hiva, y además fueron realizados a imagen y semejanza de esos desagradables seres, llegados a este punto las preguntas que me vienen a la cabeza son muchas, como imagino que les está ocurriendo a ustedes… Y puesto que la navegación primitiva no es patrimonio exclusivo del Pacífico, y aunque Heyerdahl prestó más atención a esos «intercambios culturales» prehistóricos en esta parte de la Tierra, no desatendió los mitos que de igual modo se registraban en la conciencia colectiva de pueblos de ambas partes del Atlántico, en los que del mismo modo se aludía a un punto de partida común, que entre otras cosas explicaría la obsesión del hombre por construir estructuras piramidales en ambas orillas, la momificación, etcétera, etcétera… Eso es algo que entendió a la perfección Thor Heyerdahl, y es probable que atraído por tales tradiciones acabara desplazándose hasta la isla de Tenerife, donde, como decía al comienzo de este capítulo, se acabó convirtiendo en un activo defensor de las pirámides que aún permanecían visibles y en pie en esta espléndida tierra. Porque tras ello se podía intuir que, o bien se desarrolló esa navegación primitiva, lo que nos obligaría a reescribir la historia, o bien habría que admitir en base a las pocas pruebas que tenemos que la configuración de la Tierra de cinco a diez mil años atrás fue distinta a la actual, con todo lo que de ello se derivaría; o bien habría que aceptar ambas tesis como compatibles.
 
Lorenzo Fernández Bueno
La maldición de los exploradores, página 286
 
 
Gracias a la hazaña de Thor Heyerdahl y los suyos quedó de manifiesto que antiguos marineros procedentes del Perú pudieron poblar algunas de las lejanas islas de Polinesia, lo que ayudaría a explicar, por ejemplo, el tipo de construcción que encontramos en la isla de Pascua, más concretamente en sus plataformas —⁠o ahus⁠— funerarias más antiguas, tan similares en sus trazas a los muros que levantaron tiempo atrás las casas de los incas, en el Cuzco; que por cierto, también era conocido como «el ombligo del mundo», entre otras cosas…
 
Lorenzo Fernández Bueno
La maldición de los exploradores, página 292
 
 
Este hombre que ha sido considerado el último de los grandes exploradores románticos de la historia,
 
Lorenzo Fernández Bueno
La maldición de los exploradores, página 283
 
 
Sea como fuere, su proyecto más ambicioso, eso sí, ahora avalado por grandes inversores y sociedades científicas, llegaría años después, cuando se dispuso a demostrar que tanta pirámide, momia, deidades comunes o escritura jeroglífica solo se pudo dar en ambas costas del Atlántico acudiendo al mismo trasiego oceánico entre las costas de México y Perú y el país de los faraones. Pero si la propuesta que llevó a la Kon-tiki a navegar las aguas del Pacífico se antojaba descabellada, esta encendió los ánimos de sus principales oponentes, que no tardaron en considerarla un disparate. Y él, una vez más, se empeñó en demostrar que sí era posible. De este modo nació la Expedición Ra I —⁠y en 1970 la Ra II⁠—, cuyos comienzos eran narrados por el propio Heyerdahl en su libro del mismo nombre. Porque para hacer la gran barcaza, ahora de papiro, tuvieron que «leer» en las tumbas de los faraones, de donde concluyeron cómo debían construir la balsa, pues en estos libros de piedra estaba meridianamente explicado.
 
Lorenzo Fernández Bueno
La maldición de los exploradores, página 293
 
 
La Ra I, pese a las buenas intenciones de sus creadores, que confiaban atravesar el Atlántico a bordo de la misma, tras más de sesenta días de penurias y contratiempos pasó a mejor vida cuando Thor Heyerdahl dio por terminada la expedición. Habían logrado recorrer cerca de tres mil kilómetros, y aunque esta primera intentona constituyó un estrepitoso fracaso que aumentó el volumen de las voces críticas, sirvió para anotar las carencias y errores que habían dado al traste con la empresa. Así, ya en 1970, y habiendo utilizado también papiro como material fundamental para construir la barcaza, nació la Ra II, con una particularidad que la hacía diferente a su antecesora: la unión de los juncos y la estructura de la misma se realizó merced a la técnica que en tiempos pasados —⁠e incluso hoy día⁠— utilizaron los aymaras y urus que habitaban en el lago Titicaca. Y así, en menos tiempo que el empleado en su anterior misión, apenas cincuenta y siete días, Thor y su tripulación lograron atravesar el Atlántico, desde la localidad marroquí de Safi hasta las islas Barbados. Una vez más demostraba que nuestra conciencia primermundista, soberbia en la certeza de que el avance tecnológico iba unido a los grandes descubrimientos, menospreciando a los hombres del pasado, se equivocaba. Y que quizá, milenios atrás, el hombre que habitaba en América, en Asia, en África o en Europa pudo estar conectado cultural y socialmente a través de los siete mares. Tozudo y vivaz, Heyerdahl vivió sus éxitos con la certeza de que sus teorías quedaban demostradas, y con el paso de las décadas fueron muchos los científicos que abogaron por las mismas. Satisfecho, con una existencia intensa a sus espaldas, murió en su casa de Colla Micheri, en Italia, el 18 de abril de 2002, consciente de que su legado, a día de hoy, continúa despertando intensos debates y cada vez logra más seguidores que defienden abiertamente su causa. Porque este hombre, ecologista convencido, y en cierto modo un profundo soñador, se empeñó en unir a los pueblos del tiempo primigenio, y con su coraje y valentía, lo logró… y así lo dejó escrito: Los océanos unen a la humanidad, no la dividen.
 
Lorenzo Fernández Bueno
La maldición de los exploradores, página 295
 
 
 

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