Sobre la mentira
—Haced el favor de decirnos —reanudó Plotina— quién es ese completo impostor del que tanto se habla.
—Es un hombre de buena cuna —replicó Berelisa—, natural de Lilibeo[5]; pasó su juventud en África, y allí aprendió tan bien a mentir que le resulta imposible evitarlo. Creo en efecto poder afirmar sin mentir que nunca ha dicho ninguna verdad, salvo que haya creído que al hacerlo estaba mintiendo. No obstante, tal y como os han dicho, tiene ingenio, se expresa con facilidad y resulta divertido para quienes no saben que es un mentiroso, pues siempre dice cosas que todo el mundo ignora. Su ingenio nunca se agota y, encontrando siempre un asunto nuevo sobre el que hablar, habla sin parar, e incluso posee el talento de contradecirse menos que todos los demás grandes mentirosos. Yo, sin embargo, dado que amo la verdad y odio la mentira, no puedo soportarlo, así que ya no viene a visitarme.
—Durante una o dos horas —prosiguió Anacreonte—, uno puede divertirse con él, pero reconozco que después su conversación se vuelve insoportable; pues por mucho cuidado que pongas y por mucho que hayas decidido no creerlo, siempre terminas atrapado, y además dice las cosas con un aire tan franco y tan ingenuo que puede engañarte constantemente.
—Lo curioso —dijo Clidamira— es que en Lilibeo se ha creado tantos enemigos por sus mentiras que ya no se atreve a residir allí, y, como está convencido de que es imposible decir siempre la verdad, ha venido aquí con la intención de consultar el oráculo de Praeneste para saber si es posible que exista un único hombre en el mundo que siempre sea sincero.
—Si lo desea —replicó Amílcar—, yo mismo acortaré su viaje, pues podría asegurarle sin mentir que ningún hombre dice siempre la verdad, e incluso que hay tantos grandes mentirosos como ilustres sinceros.
—Pues yo —dijo Herminio—, que he hecho una profesión de fe de amor a la verdad y odio a la mentira, desearía que se llegase a la definitiva conclusión de que nunca hay que mentir.
—¡Ah! —exclamó Plotina—, no creo en absoluto que eso sea factible; pues hay, a fin de cuentas, pequeñas mentiras de cortesía que no podemos evitar, y que el decoro incluso exige que no evitemos.
—También hay mentiras generosas —añadió Amílcar—, de las que a veces es muy adecuado poder servirse.
—En cuanto a las mentiras divertidas —prosiguió Anacreonte—, solicito la gracia para ellas.
—Pues yo —añadió Clidamira— acepto que se mienta para pedir disculpas.
—Y yo, puesto que le temo a la muerte —replicó Flavia—, me contento con que me mientan cuando esté muy enferma, y que siempre me digan que me curaré, aunque no lo piensen.
—En lo que a mí concierne —dijo Valeria—, no quiero nunca ninguna mentira, salvo que sirva para salvar la vida de alguien.
—En mi propio interés —replicó Merigeno—, me costaría mucho decir la mentira más pequeña del mundo, aunque confieso que tal vez podría mentir por orden de una amante.
—Así pues —dijo Berelisa—, ¡hay más mentirosos de lo que yo creía!
—Incluso los hay —prosiguió Emilio— que lo son sin creer serlo.
—Ya que estamos de humor para decir la verdad —replicó Plotina—, os ruego que establezcamos leyes que puedan enseñarnos hasta dónde está permitido mentir.
—Os confieso —dijo Herminio— que creo que siempre hay que tener el propósito general de no mentir jamás, y que no hay que habituarse a esas pequeñas mentiras que no asustan a nadie y a las que nos acostumbramos sin darnos cuenta. Puesto que no hay una mala costumbre más fácil de adoptar que la mentira, ni que más a menudo pueda llegar a ser tan conveniente, hay que evitarla en todo lo posible, y hay que considerarla siempre como algo cobarde, mezquino, débil e infame, que prueba que tememos menos a los dioses que a los hombres.
»Por el contrario, hay que contemplar la verdad como el alma misma de la caballerosidad, por decirlo así. Dado que lo único que distingue a los hombres de los animales es la palabra, pues ella es la imagen de su razón, si la falsificamos nos volvemos indignos de ser humanos. Los animales, con la única reserva de esos temibles monstruos que nacen a orillas del Nilo, no lanzan gritos engañosos; tan solo en el hombre pervierte la malignidad el uso de la voz. Sin embargo, la verdad es el bien universal que mantiene el orden en el universo; sobre ella se fundan la ley pública, el derecho de gentes y la justicia. Ella preside el amor y la amistad; sin ella todo sería confusión y todos los seres humanos serían bribones, cobardes e impostores. Si la verdad fuese desterrada del mundo, no habría ni honor ni placer.
»¿Hay algo más molesto que un esclavo mentiroso, que os asegura que ha hecho lo que le habéis ordenado cuando ni siquiera se ha acordado de ello? Y confieso, para vergüenza de mi razón, que en parte le debo el odio que siento por la mentira a un esclavo mentiroso que tuve, y que cien veces me llevó a sentirme a punto de perder la paciencia y perturbó el orden de mis asuntos con sus mentiras continuas, pues llevaba la cosa tan lejos que, a veces, prefería incluso acusarse mintiendo que justificarse diciendo la verdad.
»Pero, volviendo adonde estaba, ¿hay algo más insoportable que un artesano que os promete cumplir con lo que le habéis encargado y que os engaña continuamente? ¿Hay algo más molesto que esas personas que con palabras agradables os hacen esperar mil favores que han decidido no haceros? ¿Hay algo más cruel que descubrir que un amigo al que queréis bien no os ha dicho la verdad cuando os aseguró que os quería más que al resto del mundo? ¿Y hay algo más insoportable que tener una amante que jura que solo os ama a vos, y que ama, sin embargo, a varios o, por mejor decirlo, no ama a ninguno, pues un amor compartido no es amor?
»La mentira está al servicio del disimulo, de la bellaquería, de la perfidia, de la cobardía, y de casi todos los crímenes, y es una debilidad servirse de ella. Pues uno se expone a cometer un delito que además siempre se comete en público. Diré, para terminar, que mentir por nada es una locura, y mentir por interés es un gran crimen, pues sin lugar a dudas no hay nada más opuesto a los dioses que la mentira, ya que ellos son los defensores absolutos de la verdad. ¿Y acaso no nos damos cuenta de que la búsqueda de la verdad es el objeto universal de todos los hombres, y en especial de los sabios?
—Lo que me parece aún más peligroso de la mentira —prosiguió Merigeno— es que es un veneno que se transmite rápidamente y cuyos efectos apenas se pueden detener. Pues cuando se ha dicho una mentira ante un grupo de personas, todas las que la han oído mienten después de buena fe, y hacen mentir a todos aquellos a los que les cuentan lo que les han contado a ellos; de tal suerte que Herminio tiene razón al condenar la mentira con tanta intensidad como lo hace.
—Respecto a las grandes mentiras —prosiguió Amílcar—, no creo que haya nadie que pueda sostener que debamos hacer uso de ellas de vez en cuando.
—Yo condeno incluso las medianas —añadió Plotina—, pero respecto a esas insignificantes que se utilizan en sociedad, creo que es difícil poder prescindir de ellas.
—Yo —dijo Herminio— las condeno todas, aunque puedo perdonar algunas. Pero si por mí fuera, jamás se permitiría ninguna.
—Aún debo instruirme plenamente sobre este asunto —dijo Plotina—, y quiero plantearle al grupo algunas preguntas que me enseñen y me corrijan para el futuro.
—En primer lugar —expuso Herminio—, jamás debe decirse una mentira, ni grande ni pequeña, que pueda perjudicar a otra persona; pues ya que la justicia y la generosidad exigen que no se digan verdades perjudiciales, tampoco permiten las mentiras desfavorables.
—Lo que decís me parece tan justo y tan generoso que no quiero contradecirlo —replicó Plotina—, pero espero que permitáis al menos ese tipo de mentiras consideradas que les son beneficiosas a nuestros amigos, o que sirven para esconder sus defectos.
—Quiero mucho a mis amigos —prosiguió Herminio—, y me agrada sobremanera serles de utilidad, pero si solo pudiese servirles mintiendo, me sentiría muy molesto.
—¿Me dejaríais pues morir por no decir una mentira? —replicó Valeria sonriendo.
—Sé muy bien que no podría hacerlo —contestó Herminio—, pero confieso que me desagradaría salvaros la vida de una manera tan poco gloriosa, pues toda mentira es un mal, y lo único que puedo decir a favor de las mentiras consideradas es que las creo perdonables en ciertas ocasiones.
—Pero, cuando la mentira no perjudica a nadie y ayuda en cambio a una persona —replicó Amílcar—, ¿no es acaso inocente?
—La mentira —respondió Herminio— no puede nunca dejar de perjudicar al que miente, aunque no perjudicase a nadie más y fuese él el único en conocerla, pues lo hace ser menos virtuoso. Por lo tanto, solo cabe decir que, para impedir que un amigo sufra una gran desdicha, la amistad podría triunfar sobre la verdad; pero respecto a mí mismo, os aseguro que me apenaría protegerme de un gran mal mediante una mentira.
—Para no mentir —replicó Plotina—, debo decir que mi generosidad no llega tan lejos como la vuestra, pues estoy segura de que mentiría por otra persona y creo que también lo haría por mí misma.
—Yo afirmo lo mismo —prosiguió Amílcar.
—Las palabras de Herminio son no obstante bellas y generosas —replicó Merigeno—, pues considero vergonzoso mentir por uno mismo, y más valdría sufrir el mal que os amenaza que evitarlo de semejante manera; concluyo pues que se podría mentir para salvar la vida o la libertad de un amigo, pero que jamás se debe mentir por el propio interés.
—Yo sostengo incluso —replicó Herminio— que la mentira siempre es mala, y que aunque se mienta para salvar la vida de un amigo, habría que mentir con repugnancia y con pesar, pues toda mentira es indigna de una persona de honor. Por lo demás, no deberíamos pensar que solo hay una clase de mentirosos, pues hay cien especies diferentes. A menudo callarse una verdad que debería decirse es también mentir; y el disimulo es un compañero tan peligroso de la mentira que el uno y la otra pueden confundirse.
—Confieso —dijo Plotina— que a veces hubiera podido justificar a alguna persona contando algo que sabía de ella, pero habría tenido que enfrentarme abiertamente a lo que otros estaban diciendo. ¿He mentido al no hacerlo, teniendo en cuenta, por otra parte, que me refiero a gentes que me eran indiferentes y a las que tampoco estaba acusándose de ningún gran crimen?
—¿Creéis pues —replicó Valeria— que con vuestro silencio os habéis hecho responsable de una mentira que no ha sido dicha por vos? Yo pienso que, si podíais destruirla, sois en efecto culpable, y considero que Herminio tiene razón cuando dice que hay diversas maneras de mentir, porque hay mentiras en los actos igual que las hay en las palabras; hay miradas engañosas, sonrisas disimuladas, e incluso existe el silencio mentiroso.
—Valeria tiene razón —dijo Anacreonte—, y yo creo además que hay gestos de cortesía mentirosos, y hasta favores mentirosos; pues a veces servimos a personas a las que odiamos porque las necesitamos para algo. Servimos a gentes así por temor y por debilidad, y a veces fingimos sentirnos a gusto en presencia de personas que nos importunan extraordinariamente.
—Os aseguro —replicó Berelisa— que Clidamira posee en grado sumo esa cortesía mentirosa de la que habláis: hace tan solo tres días, una joven esclava le anunció que un caballero quería verla; en cuanto lo nombró, Clidamira enrojeció de cólera, pues la esclava debía haberle dicho que no estaba. Buscó entonces todas las maneras posibles para evitar que la visita fuese larga: dio orden de que en cuanto hubiese pasado un cuarto de hora fuesen a decirle que la estaban esperando. Pero luego cambió de manera radical el gesto, la actitud y el tono de voz. Puede, pues, decirse que mintió de todas las formas posibles al recibir a aquel caballero, ya que lo recibió con una sonrisa complaciente, lo invitó a sentarse con toda la gentileza imaginable, y comenzó a hablarle con tal dulzura que estoy segura de que ese pobre hombre creyó que pasaría toda la velada con ella y que estaba absolutamente encantada de que hubiese ido a visitarla; sin embargo, lo cierto es que la importunaba de manera extrema.
—Lo confieso —dijo Clidamira—. Pero ¿cómo se les puede decir a los importunos que importunan?
—Sería inhumano decírselo —replicó Berelisa—, pero tampoco deberíamos mentirles tanto tratándolos demasiado bien; deberíamos conformarnos con una cierta cortesía fría que no ofenda y no nos traicione, pero que no atraiga a las personas que molestan.
—¿Acaso no hace todo el mundo como hice yo? —preguntó Clidamira.
—Yo, en particular —dijo Valeria—, no sería capaz.
—Pues yo —dijo Plotina— confieso ingenuamente que a veces puedo mentir de esa manera, aunque no tanto como Clidamira, pues quien conoce mis miradas y mis sonrisas sabe bien cuándo son mentirosas o sinceras.
—Desde luego —dijo Amílcar—, a mí no me engañaríais.
—Aun así —prosiguió Plotina—, me gustaría saber si Herminio, que adora la verdad, no hace tantos cumplidos como el resto de las personas. Y, si debo ser sincera, afirmaré que todos los cumplidos son mentiras.
—Estoy de acuerdo —prosiguió Herminio—. Pero, puesto que eso es sabido y que nadie llega a ninguna conclusión sólida basándose en los cumplidos, son mentiras sin maldad. Sabemos que no seremos creídos de manera absoluta, así que los concedemos igual que los recibimos. Yo me acomodo pues a su utilización sin ningún escrúpulo, aunque de manera moderada, pues los uso lo menos que puedo.
—Tampoco deberíais condenar las mentiras ingeniosas —prosiguió Anacreonte—. Si queréis que os haga un relato agradable, debéis permitirme que le añada algo a la historia, pues normalmente la verdad posee siempre una rara seriedad que no entretiene tanto como la mentira.
—Ah, en ese sentido —dijo Herminio—, creo que se puede permitir. Puesto que no les concedemos más credibilidad a los relatos que a los cumplidos, os dejo en libertad para que vuestra imaginación invente lo que quiera. Se os concede el privilegio de mentir de manera inocente. Pues, hablando con sinceridad, no hay más mentiras inocentes que aquellas que todo el mundo sabe que son mentiras, es decir, todas esas ingeniosas fábulas de los poetas; aun así, deben tener apariencia de verdad, de tan fea como es la mentira en sí misma.
—Hay, no obstante, un tipo de mentiras —prosiguió Amílcar— que son compañeras inseparables de la vanidad, y confieso que me sentiría desolado si desapareciesen del mundo, pues los mentirosos que las utilizan a menudo me resultan muy divertidos.
—¿A qué tipo de mentirosos os referís? —preguntó Plotina.
—Me refiero a esos que se jactan de sí mismos para favorecer sus propios intereses —replicó Amílcar—. Pues hay personas que tienen la debilidad de pretender que creamos que gozan de más prestigio del que realmente poseen, y que dicen mil mentiras para que los crean. Hay falsos valientes que hablan largamente sobre las ocasiones peligrosas que han vivido y en las que en realidad nunca se han visto; hay galanes que simulan ser hombres afortunados, y se pasan las noches inventando aventuras amorosas y los días contándolas como si les hubieran sucedido de verdad.
—También yo conozco a personas así —prosiguió Plotina—, y aun a otras igualmente locas; conozco incluso a un hombre que tiene la audacia de decir que procede en línea directa de Dánae, cuando se sabe que es de ínfima cuna; pero se ha inventado una larga genealogía con la que importuna a quienes quieren escucharlo.
—¡Ah! —replicó Anacreonte—, esos mentirosos de su propia genealogía me molestan mucho, igual que esas gentes que quieren pasar por ricas y que creen que pueden evitar ser pobres mintiendo, y esas otras que fingen en cambio no poseer ningún bien por temor a verse obligadas a ayudar a los amigos que en verdad no tienen nada.
—Os aseguro —prosiguió Emilio— que conozco a personas muy ricas que mienten de manera tan ridícula como esas otras, pues su fantasía los lleva a hacer creer que todo lo que les pertenece es más valioso de lo que realmente es, e inventan cien mentiras extravagantes para hacer pública su falsa magnificencia.
—También hay gentes —dijo Merigeno— que tienen la osadía de afirmar que han regalado cosas que no podrían regalar.
—Yo conozco otros mentirosos muy extraños —añadió Anacreonte—: he oído hablar de gentes que, tras haber sido hostigadas por alguien sin acertar a reaccionar, le dan las mejores respuestas del mundo cuando están en casa; y lo más raro es que después las repiten afirmando que eso fue lo que dijeron en el momento.
—Hay otros —añadió Clidamira— que cometen la estupidez de decir que les escriben y los visitan personas de calidad que ni siquiera se lo plantearían.
—Todo eso quiere decir —replicó Herminio— que hay muchos locos y muchos mentirosos en el mundo, y que tengo por lo tanto razón al odiar la mentira.
—Los que mienten para perjudicar a otros —añadió Anacreonte— son peores que los que dicen mentiras para jactarse; pero, en verdad, esas mentiras vanidosas me resultan tan ridículas que creo que mi voluntad me llevaría antes a decir mentiras un poco maliciosas que a jactarme de mí mismo igual que hacen esas personas de las que acabamos de hablar.
—Y no obstante, algunas de esas personas que mienten por presumir —replicó Amílcar— me provocan compasión, pues mienten de buena fe y de manera inocente, ya que piensan mejor de sí mismas de lo que realmente se merecen; pero su propio castigo radica en que, aunque se dice que para engañar a los demás es preciso que uno mismo viva engañado, lo cierto es que con sus opiniones no convencen a nadie.
—Haced el favor de decirme —dijo Plotina— lo que pensáis de aquellos que escriben cartas galantes llenas de mentiras.
—Pienso lo mismo que de aquellos que dicen palabras corteses mentirosas —replicó Herminio.
—Sin embargo —prosiguió ella tras haber meditado unos instantes—, si se estableciese del todo la verdad en el mundo, no diríamos casi nada de lo que decimos.
—Lo que eso quiere decir —replicó Amílcar— es que no debemos fiarnos en exceso de vuestras palabras.
—Os prometo ser en adelante la persona más sincera del mundo —replicó ella—, pues, hablando con sinceridad, todo lo que Herminio ha dicho respecto a la verdad y en contra de la mentira me ha impresionado tanto que ya no quiero mentir nunca más. Y para demostraros que he obtenido buen provecho de todo lo que ha dicho, concluyo, igual que él, que toda mentira es mala; que, si fuese posible, no habría que mentir nunca; que incluso sería bueno no utilizar jamás la mentira para hacer el bien; que es menos nocivo mentir para salvar la vida de un amigo que la propia; que ayudar a alguien mintiendo es una debilidad; que las cortesías mentirosas son censurables; que mentir para jactarse de uno mismo es algo ridículo, y que los cumplidos son mentiras tan bien conocidas de todos que no perjudican a nadie. Que existe además un silencio mentiroso que hay que evitar; que el hábito de las mentiras más pequeñas es un gran defecto, y que los poetas son los únicos mentirosos que merecen ser alabados.
—Sin duda habéis sacado buen provecho de la conversación —dijo Valeria—, pero me parece que aún podríamos preguntarnos si la mentira no es acaso más dañina en los escritos que en la palabra hablada.
—No tengáis ninguna duda —dijo Herminio—. De hecho, me asombra que nadie haya hecho esa observación antes que Valeria.
—Es cierto —añadió Anacreonte—; considero que, de todas las formas en las que puede aparecer la mentira, no hay otra más dañina ni más mezquina que la de ciertos escritos mediocres que, al no tener más fuerza ni genio que su propia malignidad, solo se dedican a inventar o a recoger falsedades para componer con ellas sátiras.
—Sin duda pueden hacerse sátiras inocentes —prosiguió Merigeno—, pero únicamente se trata de aquellas escritas contra los vicios en general, pues esas no se sirven de la mentira y tan solo hacen uso de la verdad, sin herir a nadie en particular. En cambio, la mentira y la calumnia son inseparables de las que se escriben contra las personas de mérito; esas son hijas del odio o de la envidia y, puesto que quienes las hacen no pueden nunca evitar mentir, son los más abominables de todos los mentirosos. Así es, en verdad, pues pretenden establecer de una vez por todas la mentira, si así se puede decir, hacerla si pueden inmortal, imponérsela a la posteridad, y acusar a ciertas personas incluso cuando estas ya no pueden defenderse.
—Pero como los dioses son justos —dijo Anacreonte—, aquellos que tienen el corazón tan contrahecho como para disfrutar haciendo sátiras de ese tipo siempre son odiados y despreciados, incluso por las mismas personas que más se ríen con sus mentiras maledicentes. Son entre los seres humanos como los tigres y las panteras; se les quiere ver por curiosidad, pero no queremos tenerlos en casa. Se les teme hasta cuando bromean, y nunca puede uno fiarse de ellos. Y, para no mentir, afirmaré que es bueno no tener amigos que sean enemigos declarados de la justicia, de la humanidad, de la virtud y de la verdad.
—Ya veo que todo el grupo aprueba lo que acaba de decir Anacreonte —dijo Valeria—; pero aún no sé si la mentira puede excusarse en la guerra y en el amor, y si esas respuestas equívocas y ambiguas que parecen estar a medio camino entre la verdad y la mentira pueden permitirse.
—Respecto a las respuestas equívocas —replicó Herminio—, puesto que son hijas del artificio y de la astucia, siento gran propensión a condenarlas en su totalidad, salvo en ciertas ocasiones, cuando por bondad pretendemos evitar decir ciertas verdades perjudiciales para alguien, pero no me gustaría verme obligado a servirme de ellas; y, hablando con sinceridad, deberíamos tener siempre en cuenta a la persona a la que nos estamos dirigiendo y no pretender engañarla.
—En cuanto a las mentiras que se pronuncian durante una guerra —dijo Anacreonte—, no las encuentro censurables, puesto que en cuanto estalla el conflicto, ambos bandos desconfían el uno del otro.
—Lo admito —dijo Herminio—, pero estoy, no obstante, seguro de que ningún héroe querría hacer de espía y conseguir que venciese su bando tan solo mediante la mentira. Así pues, sin atreverme a considerar si la mentira está en términos generales permitida en la guerra, afirmo con valentía que yo nunca aceptaría en ella el encargo de mentir, y que siempre preferiría combatir a los enemigos y no engañarlos.
—Pero, tal y como habláis todos —replicó Plotina—, se diría que os sentiríais muy ofendidos si os acusasen de ser uno de los trescientos conjurados de los que Mucius le habló a Porsena[11].
—Para ahorraros la molestia de tener que buscar a tan gran número de personas —dijo entonces Telania—, os diré que creo que Mucius actuaba solo, y que se sirvió de esa mentira para lograr de Porsena lo que pretendía, pues al regresar afirmó ciertas cosas que me permiten sospecharlo.
—Si es así —repuso Plotina—, creo que esa aventura afortunada debería hacer que Herminio se reconcilie con la mentira.
—Al contrario —replicó él—, me hace odiarla más aún; pues, aunque soy un ferviente devoto de la patria, os confieso que no me gustaría liberarla mediante una mentira ni mediante un asesinato; y si tuviese que elegir entre el gesto de Horacio[12] o el de Mucio, no dudaría ni un instante, aunque el éxito del segundo sea más importante que el del primero. Pero para que nadie piense que me expreso como un envidioso, alabaré a Mucio por la paciencia con la que soportó el ardor de esa llama que le quemó la mano, y por el valor que tuvo al enfrentarse a una acción que presumiblemente lo llevaría a la muerte.
»Sin embargo, en lo referente a la mentira y al asesinato, os confieso ingenuamente que no logro ver en ellos nada que no contraríe mis gustos; pues opino que, para que una acción sea completamente heroica, no solo tiene que ser justo el motivo, sino que también los medios deben ser nobles e inocentes.
—A decir verdad —añadió Valeria—, si la acción de Mucio no hubiera tenido una causa tan importante, sería el más criminal de los hombres y el más desconsiderado, y solo podría elogiársele por su afortunada temeridad.
—Si hablaseis así en la plaza del Capitolio —replicó Plotina—, el pueblo os consideraría una enemiga de Roma.
—Sin embargo, Valeria tiene razón —repuso Octavio.
—Pero, a fin de cuentas —dijo Amílcar—, es bueno que existan héroes de todos los tipos, es decir, que los haya poco escrupulosos, temerarios y mentirosos; lo cierto es que sin Mucio no habríamos obtenido la paz. Concluyo pues que debemos considerar la mentira de la que se sirvió como una de esas mentiras inocentes de las que tanto hemos hablado.
—Bastaría con situarla en la estirpe de las mentiras afortunadas —replicó Herminio.
—Pero en lo referente a los amantes —dijo Amílcar—, si les prohibís por completo la mentira, les arrebataréis toda la fuerza.
—A los que aman de verdad —replicó Herminio—, yo creo que como mucho les permitiría que mientan en verso, con tal de que siempre digan la verdad en prosa. No ocurre lo mismo con los amantes inconstantes: a esos les permito que digan todo lo que les apetezca, pues como no están expuestos a ser creídos salvo por otras inconstantes que merecen ser engañadas, no es preciso quitarles sus suspiros engañosos, sus lágrimas engañosas, sus mentiras halagadoras, su desesperación falsa, y otras mil bagatelas igualmente mentirosas.
—Puesto que habéis sido toda vuestra vida tan inconstante como yo mismo —repuso Amílcar—, no tenéis ni la menor idea de lo que hacen los amantes inconstantes.
—No lo ha sido, pero podría serlo —replicó Valeria entre risas—, y me pregunto si no lo será un poco, viendo cuáles son sus gustos.
—Odio tanto la mentira —repuso Herminio— que creo que no debería ser sospechoso de resultar un amante inconstante.
—Aunque ya hace largo rato que hablamos de la verdad y la mentira —prosiguió Plotina—, creo que nos estamos equivocando al hablar tan solo de pasada de las baladas y de la historia.
—En cuanto a las baladas —dijo Amílcar—, las hay verdaderas y falsas, aunque personalmente me siento muy complacido por una cancioncilla que corre por ahí desde hace unos días y que me considera el más enamorado de todos los enamorados de la bella Plotina.
—Si no tuvieseis más pruebas de vuestro amor que una canción —replicó ella entre risas—, lo consideraría mal probado.
—Os aseguro —replicó Amílcar— que hay casi tantas verdades en las canciones como en la historia, pues quienes escriben las canciones suelen tener menos intereses en juego que la gran mayoría de los historiadores, si se me permite hablar de una manera tan llana de una actividad tan noble.
»No obstante, es cierto que la verdad debe ser el alma de la historia, y la mentira el adorno de las deliciosas canciones, sin la cual no serían nada; pues si quitáis las mentiras ingeniosas y divertidas de esas cancioncillas que corren por ahí, burlándose de las aventuras de la corte y de la ciudad, dejarán de ser divertidas; si quitáis de las canciones de amor los suspiros, las lágrimas y los “¡Ay, muero!” de todos esos amantes que están muy lejos de morirse y que ni siquiera tienen la intención de enfermar, no conseguirán emocionar a nadie.
—En las letras de las canciones —dijo Plotina— resulta fácil conformarse y mentir tanto como se quiera; pero respetar siempre la verdad en la historia es imposible. Pues aparte del hecho de que los historiadores, como ya se ha dicho, tienen a menudo sus propios intereses, normalmente están tan lejos de conocer de verdad los hechos que, en realidad, solo conocen los acontecimientos que son públicos. De manera que, puesto que trabajan partiendo de los recuerdos de otras personas, a veces engañan a la posteridad al fiarse de ellas, acusan y alaban sin saber por qué y además, al participar de las pasiones de aquellos que los recompensan o se aprovechan de ellos, disfrazan como les parece los acontecimientos o les atribuyen, al menos, causas que no son las verdaderas.
—Todo eso es cierto —replicó Amílcar—, pero no basta con observar los acontecimientos uno mismo, es preciso que quien los observa los vea tal y como son; debe tener además un exquisito discernimiento, y estoy convencido de que, en general, ocurre con los historiadores como con los pintores. ¿No veis que en las célebres academias de pintura suelen tener un único modelo, expuesto a la mirada de todos los dibujantes? Lo ven, lo observan; él les concede todo el tiempo que quieran sin cambiar de posición y, sin embargo, estoy seguro de que en el trabajo de quienes lo representan desde el mismo punto de vista existen notables diferencias; uno habrá hecho una obra maestra y otro un cuadro defectuoso.
»Lo mismo ocurre con los historiadores: un gran hombre que observa algo cuenta lo que es preciso y no dice nada más; pero un hombrecillo no deja de contar o más o menos de lo que debería contar, y siembra su historia de mentiras halagadoras sin ningún juicio, empaña con ellas la verdad y desfigura a los héroes a los que intenta representar. Confieso, aun así —prosiguió Amílcar—, que esta comparación falla en un punto: los pintores tan solo representan el exterior de su modelo; el historiador debe, en cambio, penetrar en los motivos de los acontecimientos para narrar sobre ellos aquello que, según su juicio, debe hacer saber a la posteridad.
—Es una buena observación —replicó Valeria—. Entiendo pues que, en lo referente a la historia, es el lector poseedor de un fino discernimiento quien debe separar la verdad de la mentira; igual que la persona que interpreta una canción —añadió sonriendo— no debe ligarse al sentido de la canción de una manera tan profunda que llegue a considerarla una historia verdadera; pues cierto es que cantamos muchas cosas que no lo son, y no cantamos en cambio otras muchas que lo son.
—Estoy muy de acuerdo —dijo Amílcar—, pero mantengo que la canción de la que hablé antes es, en mi opinión, la más sincera del mundo.
—Creedme —replicó Polémiro—, ocurre con el amor como con el buen juicio, y es que todos creemos tener más que los demás; pero no debemos asombrarnos, pues el amor siempre ha causado los mismo efectos y siempre los causará; nació con el mundo y solo morirá con él. Fui joven y estuve enamorado; ya no lo estoy ni desearía estarlo, pero observo a muchas personas que sí lo están, tanto si miro hacia el pasado como si contemplo el presente, y siempre encuentro que el amor es más o menos igual: hay quienes solo quieren ser amados para que se sepa; otros, cuyo número es muy pequeño, opinan en cambio como esa agradable canción que termina diciendo: «Sin secreto, no es dulce el amor».
»Los hay que se burlan de los amantes fieles, mientras que a los amantes constantes les cuesta considerar a los que profesan la inconstancia como personas de honor; unos piensan que, en el amor, la liberalidad acorta el camino, y creo que no suelen estar equivocados. Los avaros son contrarios al sentimiento amoroso, y prefieren no ser amados antes que serlo por su dinero. Y todo el mundo, en fin, mezcla su propio temperamento con su pasión, pero lo cierto es que el amor, la ambición y todas las demás pasiones no son capaces de obrar por sí solas todos los males de los que se las acusa. Ahora bien, lo que hace que la mentira sea menos justificable es que no puede ser considerada una pasión: es una pura depravación del espíritu humano y no hay nombre ninguno que la dulcifique.
Madeleine de Scudéry
Sobre la mentira, el disimulo y la sinceridad, página 13
—Os prometo ser en adelante la persona más sincera del mundo —replicó ella—, pues, hablando con sinceridad, todo lo que Herminio ha dicho respecto a la verdad y en contra de la mentira me ha impresionado tanto que ya no quiero mentir nunca más. Y para demostraros que he obtenido buen provecho de todo lo que ha dicho, concluyo, igual que él, que toda mentira es mala; que, si fuese posible, no habría que mentir nunca; que incluso sería bueno no utilizar jamás la mentira para hacer el bien; que es menos nocivo mentir para salvar la vida de un amigo que la propia; que ayudar a alguien mintiendo es una debilidad; que las cortesías mentirosas son censurables; que mentir para jactarse de uno mismo es algo ridículo, y que los cumplidos son mentiras tan bien conocidas de todos que no perjudican a nadie. Que existe además un silencio mentiroso que hay que evitar; que el hábito de las mentiras más pequeñas es un gran defecto, y que los poetas son los únicos mentirosos que merecen ser alabados.
Madeleine de Scudéry
Sobre la mentira, el disimulo y la sinceridad, página 26
»Escondemos el amor, el odio, la ambición, y solo mostramos aquello que creemos que puede agradar o ser útil. El mundo siempre ha vivido y siempre vivirá así.
Madeleine de Scudéry
Sobre la mentira, el disimulo y la sinceridad, página 37
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