El fracaso
Yo te canté lámpara, mimbre, torre,
te nombré primavera, campana huérfana, celosa,
descubrí tu irradiación de alba,
imaginé que eras un silencio agazapado.
Te dije de mi deslumbramiento y de mi pena.
Te sabía lejana, celeste, inconquistable
Pero en verdad no te veía a ti, sino a tu nimbo.
Eras como una luna batida por el viento,
ondina de las nubes, caracola del sol.
El fin del tiempo pudo hallar mi armadura
inclinada hacia tus rayos,
ciega de vigilia por sólo obedecer tu orden rubia,
el mandato dorado que disponía mi opresión.
Y no. Capitán de ese gozoso fin
tu frío eléctrico me devolvió a la tierra.
Entre el día y el ansia, no más que un espejismo,
Un contraste ritual de mi sombra.
Hugo Acevedo
En estos días
En estos días, en esta carretera
de días rápidos, inmortales, ciertos,
en esta luz roja y en seguida negra
negra y de pronto roja como la llamarada
espontánea de los amores de la tierra,
en este cruce del almíbar y el acíbar en este
galopar infinito hacia el mañana,
hacia el feliz mañana convocado
por una certidumbre y una ciencia y una altiva
esperanza irremediable,
como esas noches del verano
que vuelven siempre, siempre hacia el profundo
oleaje de los cuerpos asombrados,
en esta oscuridad que se desgaja
bajo los tajos del fatal relámpago
llamado amor,
llamado luz, justicia y unas veces
libertad para el que amamantó su alma
en los desfiladeros de la música
o del terror
o de las páginas de un libro inútil
como la caridad,
en esta eternidad,
en esta dura eternidad,
en estas calles, estos cielos, esta pampa,
al sol de estos días
en estos días.
Hugo Acevedo
Hablo por los míos
Con mi primer gemido advino al mundo,
a mi república sin brazos,
la tormenta impotente de la espada de Goliat.
Hoy yace sin echar ni una sombra en el océano,
allá donde la luz es forastera en los ojos quiméricos de peces sin
ancestros,
Y el orín es su amante,
cuando ya la tersura de su acero ha envejecido hasta la humillación.
En mi zurrón no había hondas ni piedras,
y el odio era un mi pecho un escudo desdeñado.
Cada golpe de espada redujo a mi país hasta dejarme solo,
habitante de la tierra donde se siembra amor.
El cielo de la patria eran restos de cometas,
fragmentos de demonios que emponzoñaban la piel de las criaturas.
Y así llegué a la cruz,
y sólo vi los clavos,
y supe que Jesús había regresado a Nazaret,
solo, avergonzado de sus hermanos argentinos,
como un pastor de su rebaño fétido.
Setenta años de fe en el prójimo
para concluir postrado ante el Sésamo del desprecio,
gacha la frente por la injuria de llevar en mi sangre al enemigo.
No hay un águila que dé forma a la altura,
no hay un venado que abreve en el arroyo.
Los niños juegan con aros de inocencia trémula.
El mar ha envejecido,
la montaña se lame sus arrugas.
Cincuenta mil cadáveres andan aún a tientas en los campos.
Mi corazón no sabe ya para qué late.
Que lo diga el sol, mañana.
Hugo Acevedo
Preludio
Llega por galerías encarnadas,
tímidas, esbeltas.
Breve es el tiempo, breve.
Los pájaros son breves.
Breve es el vuelo,
tímido el camino.
El tiempo es breve.
No pasará por aquí,
no mirará los nidos;
y hacia el final, la cárcel.
No se vislumbra un ala,
no hay un llanto de perro abandonado.
Pero pasan las ondas
y se oye crecer el verano.
En el helecho parpadea una gota del último rocío.
Breve es el tiempo, como el rocío.
Ella no llegará,
no pasará por aquí.
A lo lejos, ni la chispa de un beso,
ni perdiéndose el témpano de un adiós.
Galerías breves, solas.
Y hacia el final, el cielo,
Hugo Acevedo
Viendo pasar a un hombre
El filósofo ante su café
exhuma fantasmas fatigados.
Es un ámbito en el que las flechas pasan
hastiadas de herir
y dejan en el humo su aguijón,
sus números andróginos,
la amargura de su vuelo.
El filósofo ante su café
inhuma credos gemebundos.
Es una ciudad de cifras
cansadas de vivir,
rencorosas y saciadas de visiones,
del pan duro de la sabiduría.
Hugo Acevedo
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