No de otra cosa tuvo origen la maldad de los hombres que de
sus calamidades.
Giacomo Leopardi
Diálogos morales, página 33
Además de esto, pensaba que los hombres, oprimidos por las
enfermedades y por la calamidad, estarían menos dispuestos que antes a dirigir
las manos contra sí mismos, que devendrían viles y postrados, como sucede por
el hábito de los padecimientos. Los cuales también suelen, dando lugar a
esperanzas mejores, anudar el alma a la vida: pues los infelices tienen la
firme opinión de que serán felicísimos cuando se recuperen de sus males; cosa
que, por la naturaleza humana, no dejan nunca de esperar que les sucederá de
algún modo.
Giacomo Leopardi
Diálogos morales, página 34
Pero Júpiter prosiguió diciendo: Tendrán, sin embargo, algún
mediocre consuelo del fantasma que ellos llaman Amor; el cual estoy dispuesto,
quitando todos los demás, dejar en el consorcio humano. Y no estará permitido a
la Verdad, aun cuando potentísima y combatiéndolo de continuo, ni exterminarlo
nunca de la Tierra, ni vencerlo sino raramente. Así que la vida de los hombres,
igualmente ocupada en el culto de ese fantasma y de este genio, estará dividida
en dos mitades; y uno y otro tendrán en las cosas y en las almas de los
mortales común imperio. Todas las demás ocupaciones, excepto unas pocas y de
poca importancia, se minimizarán en la mayor parte de los hombres. En la edad
anciana la carencia de la consolación de Amor será compensada por el beneficio
de su natural propiedad de estar casi contentos con la vida misma, como acaece
en otras clases de animales, y de cuidarla diligentemente por su propia causa,
no por el placer ni por la ventaja que obtengan.
Giacomo Leopardi
Diálogos morales, página 34
Así eliminados de la Tierra los beatos fantasmas, salvo
solamente Amor, el menos noble de todos, Júpiter envió entre los hombres a la
Verdad, y le concedió entre ellos perpetua estancia y señorío.
Giacomo Leopardi
Diálogos morales, Historia del género humano página 41
Pero él no visitó a los mortales, antes de que ellos
estuvieran sometidos al imperio de la Verdad.
Giacomo Leopardi
Diálogos morales, página 42
Pero para hacer que el mundo no duerma eternamente o que
algún amigo o benefactor, pensando que está muerto, le prenda fuego, yo quiero
que nosotros intentemos de algún modo despertarlo.
Giacomo Leopardi
Diálogos morales, página 45
Hace muchos siglos que está en casa de mi padre un cierto
poeta, de nombre Horacio, admitido como poeta de corte a instancia de Augusto,
el cual había sido deificado por Júpiter por las consideraciones que se
debieron tener al poder de los romanos. Este poeta va canturreando ciertas
cancioncillas, y entre ellas una donde dice que el hombre justo no se mueve,
aunque caiga el mundo. Creeré que hoy todos los hombres son justos, porque el
mundo ha caído y ninguno se ha movido.
Giacomo Leopardi
Diálogos morales, Diálogo de Hércules y Atlas, página 33
MODA.— Yo soy la Moda, tu hermana.
MUERTE.— ¿Mi hermana?
MODA.— Sí, ¿no recuerdas que ambas hemos nacido de la Caducidad?
MUERTE.— Qué he de recordar, si soy enemiga capital de la memoria.
MODA.— Mas yo bien lo recuerdo; y sé que una y otra nos inclinamos igualmente a deshacer y cambiar continuamente las cosas de aquí abajo, aunque para esta causa tú vayas por un camino y yo por otro.
Giacomo Leopardi
Diálogos morales, Diálogo de la Moda y la Muerte, página 48
Propuesta de premios
hecha por la Academia de xilógrafos
La Academia de xilógrafos, atendiendo constantemente a su
primordial finalidad, y procurando con todas sus energías la utilidad común, y
estimando lo más conforme a este propósito la ayuda y el estímulo a los modos
de obrar y a las vocaciones «del afortunado siglo en que estamos», como dice un
poeta ilustre, ha decidido considerar diligentemente las cualidades y la índole
de nuestro tiempo, y tras largo y maduro examen ha resuelto poder llamarlo la
edad de las máquinas, no solo porque los hombres de hoy día proceden y viven
quizá más mecánicamente que todos los pasados, sino también por deferencia al
grandísimo número de máquinas inventadas recientemente y asentadas o que se van
cada día inventando y estableciendo en tantas y tan varias labores; que ahora
ya se puede decir que no son los hombres sino las máquinas las que tratan las
cosas humanas y hacen las obras de la vida. De lo que dicha Academia se place
sumamente, no tanto por la manifiesta comodidad que resulta cuanto por dos
consideraciones que ella juzga ser importantísimas, aun cuando inadvertidas
comúnmente. Una consiste en confiar que, con el correr del tiempo, las
funciones y usos de la máquina lleguen a comprender, además de las cosas
materiales, también las espirituales; de modo que por virtud de las máquinas
estemos ya libres y seguros de los perjuicios de los rayos y del granizo, y de
muchos males y horrores semejantes; y así, poco a poco, comiencen a
descubrirse, por ejemplo (y repárese en la gracia, en la novedad de los
nombres), alguna paraenvidia, paracalumnias o paraperfidias o paraengaños,
algún hilo de salud u otro aparato que nos salve del egoísmo, del predominio de
la mediocridad, de la próspera fortuna de los insensatos, de los bribones y de los
viles, del universal abandono y miseria de los sabios, los virtuosos y los
magnánimos, y demás hechos incómodos, los cuales hoy son más inevitables que
los efectos de los rayos y del granizo. La otra causa, y principal, consiste en
que la mayor parte de los filósofos desconfían de la posibilidad de que alguna
vez se curen los defectos del género humano, los cuales, como se sabe, son
bastante superiores y en mayor número que las virtudes; teniéndose por seguro
que sea más factible extirparlos del todo en una nueva generación, o
reemplazarlos, que remediarlos. Por todo ello, la Academia de xilógrafos
considera de gran utilidad que los hombres se liberen todo lo posible de las
ocupaciones de la vida y que, poco a poco, permitan que las máquinas ocupen su lugar;
y está decidida a contribuir con todo su poder al progreso de este nuevo orden
de cosas, proponiendo actualmente tres galardones a quienes hallen las tres
máquinas infrascritas. El objetivo de la primera será hacer las funciones y el
papel de un amigo que no culpe ni censure al amigo ausente ni deje de apoyarlo
cuando oiga reprobarlo o escarnecerlo; ni anteponga la fama de ingenioso y
mordaz, ni la obtención de la risa de los hombres al compromiso de la amistad;
ni divulgue, para tener materia de charla o para jactarse o por otro propósito
el secreto confiado; ni se sirva de la familiaridad y de la franqueza del amigo
para suplirlo y dominarlo más fácilmente; ni envidie su preeminencia; tenga
cuidado de su bien y obvie o repare sus daños, y sea solícito, no solamente de
palabra, con sus peticiones y necesidades. Además de otras cosas, al componer
este autómata se tendrán en cuenta los tratados de Cicerón y de la marquesa de
Lambert sobre la amistad. La Academia piensa que la invención de una máquina con
las cualidades descritas no debe ser juzgada ni imposible ni tampoco
excesivamente difícil, dado que, dejando a un lado los autómatas del
Regiomontano, de Vaucanson y otros semejantes, y aquel que en Londres dibujaba
figuras y retratos, y escribía cuanto le era dictado por cualquier persona, más
de una máquina se ha visto que jugaba al ajedrez por sí misma. Y, a juicio de
muchos sabios, la vida humana es un juego, y hay quien afirma que es más
sencilla, puesto que, en comparación, el ajedrez es más acorde a la razón, y
sus casos más prudentemente ordenados de lo que están los de la vida. La cual,
además de esto, según lo dicho por Píndaro, no siendo cosa de mayor sustancia
que el sueño de una sombra, bien debe ser capaz de realizarla la vigilia de un
autómata. En cuanto al habla, parece que no pueda ponerse en duda que los
hombres tengan facultad de concederla a la máquina que ellos crean,
conociéndose varios ejemplos, y en particular por lo que se lee de la estatua
de Memnón y de la cabeza fabricada por Alberto Magno, la cual era tan locuaz
que por ello santo Tomás de Aquino, lleno de odio, la rompió. Y si el papagayo
de Nevers, a pesar de ser un animalito, sabía responder y charlar con
conciencia, cómo no podría cumplir estas mismas acciones una máquina imaginada
por la mente del hombre y construida con sus manos; la cual ya no debe ser tan
lenguaraz como el papagayo de Nevers y otros similares que se ven y oyen todos
los días, ni como la cabeza hecha por Alberto Magno, que molesta al amigo hasta
el punto de inducirlo a romperla. El inventor de esta máquina recibirá como
premio una medalla de oro de cuatrocientos cequines de peso, y en un perfil
llevará grabadas las imágenes de Pilades y de Orestes, y en el otro el nombre
del premiado, con el título Primo verificador de las fábulas antiguas. La
segunda máquina debe ser un hombre artificial a vapor, apto y preparado para
hacer obras virtuosas y magnánimas. La Academia reputa que el vapor, pues otro
medio no parece que se encuentre, debe ser provechoso para avivar un semoviente
y encaminarlo al ejercicio de la virtud y de la gloria. Aquel que intente hacer
esta máquina, repare en los poemas y novelas a partir los cuales se deberá
gobernar, y en lo tocante a las cualidades y las operaciones que se exigen a
este autómata. El premio será una medalla de oro de cuatrocientos cincuenta
cequines de peso; en el anverso se cincelará cualquier pintura significativa de
la edad de oro y en el reverso el nombre del inventor de la máquina con este
título tomado de la cuarta égloga de Virgilio, Quo ferrea primun desinet ac
toto surget gens aurea mundo. La tercera máquina debe estar dispuesta a hacer
las funciones de una mujer conforme a la imaginada, en parte por el conde
Baltasar Castiglione, el cual describió su hechura en el libro El Cortesano; en
parte por otros, que la representaron en varios escritos, que sin esfuerzo se
encontrarán y que se podrán consultar o adaptar, como con el libro del conde.
Ni siquiera la invención de esta máquina deberá parecer imposible a los hombres
de nuestro tiempo, puesto que Pigmalión, en tiempos antiquísimos y ajenos a las
ciencias, pudo fabricarse una esposa con las propias manos, la cual se juzga
como la mejor mujer que haya habido hasta el presente. Se le asigna al autor de
esta máquina una medalla de oro con peso de quinientos cequines, en la cual
será representada el fénix árabe de Metastasio posada sobre una planta de
especie europea, y en la otra cara estará escrito el nombre del premiado con el
título Inventor de las mujeres fieles y de la felicidad conyugal. La Academia
ha decretado que los gastos que se necesiten para estos premios se sufraguen
con cuanto fue encontrado en la bolsa de Diógenes, que fue secretario de esta
Academia, o con uno de los tres asnos de oro que pertenecieron a tres
académicos xilógrafos, es decir, a Apuleyo, a Firenzuola y a Maquiavelo,
bártulos que obtuvieron los xilógrafos por testamento de los susodichos, como
se lee en la historia de la Academia.
Giacomo Leopardi
Diálogos morales, Propuesta de premios hecha por la Academia de xilógrafos, página 52
TIERRA.— ¿Oyes ese sonido placenterísimo que hacen los
cuerpos celestes con sus movimientos?
LUNA.— A decir verdad, yo no oigo nada.
TIERRA.— Tampoco yo oigo nada, salvo el estrépito del viento que va de mis polos al Ecuador y del Ecuador a los polos, y no muestra saber nada de música. Pero Pitágoras dice que las esferas celestes hacen cierto sonido tan dulce que es una maravilla, y en el que tú tienes tu parte y eres la octava cuerda de esta lira universal, pero yo estoy ensordecida por el sonido mismo, y no puedo oírlo.
Giacomo Leopardi
Diálogos morales, Diálogo de la Tierra y la Luna, página 69
Diálogo de un físico
y un metafísico
FÍSICO.— Eureka, eureka.
METAFÍSICO.— ¿Qué sucede? ¿Qué has encontrado?
FÍSICO.— El arte de vivir largamente.
METAFÍSICO.— ¿Y ese libro que llevas?
FÍSICO.— Aquí lo explico. Y por este descubrimiento, si los otros viven abundante tiempo, yo viviré por lo menos eternamente, es decir, adquiriré gloria inmortal.
METAFÍSICO.— Haz una cosa tal como te digo. Busca una pequeña caja de plomo. Encierra ese libro en ella, entiérrala, y antes de morir, acuérdate de decir el lugar a fin de que se pueda volver y desenterrar el libro cuando se haya encontrado el arte de vivir felizmente.
FÍSICO.— ¿Y mientras tanto?
METAFÍSICO.— Mientras tanto no servirá para nada. Lo estimaría más si contuviese el arte de vivir poco.
FÍSICO.— Este arte es conocido desde hace tiempo, y no fue difícil descubrirlo.
METAFÍSICO.— De cualquier modo, lo estimo más que el tuyo.
FÍSICO.— ¿Por qué?
METAFÍSICO.— Porque si la vida no es feliz, que hasta ahora no lo ha sido, más nos conviene que sea breve que larga.
Giacomo Leopardi
Diálogos morales, página 85
¿No te parece que los antiguos vivieron más que nosotros,
dado que, por los graves y continuos peligros que solían padecer, murieron
habitualmente más pronto? Y harás un grandísimo beneficio a los hombres, cuya
vida fue siempre, no diré feliz, pero tanto menos infeliz cuanto más
fuertemente agitada, y en mayor parte ocupada sin dolor ni pesar. Llena de ocio
y de tedio, que es como decir vacua, permite creer cierta aquella sentencia de
Pirrón, que entre la vida y la muerte no hay diferencia. Que, si yo lo creyese,
te juro que la muerte me atemorizaría no poco. Más en fin, la vida debe ser
viva, es decir, verdadera vida o la muerte la supera incomparablemente en
mérito.
Giacomo Leopardi
Diálogos morales, página 33
GENIO.— ¿Qué es la verdad?
TASSO.— Pilatos lo supo tanto como lo sé yo.
GENIO.— Bien, responderé yo por ti. Sabed que de la verdad a lo soñado no hay más diferencia que este es más bello y más dulce de lo que aquella lo será jamás.
Giacomo Leopardi
Diálogos morales, Diálogo entre Torcuato Tasso y su genio familiar, página 100
Yo te dejo; que veo que el sueño te viene buscando; y me voy
a proporcionarte el bello sueño que te he prometido. Así, entre soñar y
fantasear, irás consumiendo la vida sin otra utilidad que la de consumarla; que
este es el único fruto que en el mundo se puede tener, y el único objetivo que
os debéis proponer cada mañana nada más despertaros. Muchísimas veces os
conviene arrastrarla con los dientes: beato el día que podáis traerla con las
manos o llevarla encima. Pero, en fin, tu tiempo no corre más lento en esta
cárcel de lo que corre en las salas y en los huertos de quienes te oprimen.
Adiós.
Giacomo Leopardi
Diálogos morales, Diálogo entre Torcuato Tasso y su genio familiar, página 105
Ves que la multitud de lectores, no solo en los siglos de
juicio falso y corrupto, más incluso de sanas y bien templadas letras, está más
embelesado por las bellezas toscas y evidentes que por las delicadas y veladas;
más del ardid que de la sinceridad, de lo aparente que de sustancial y, por lo
general, más de lo mediocre que de lo óptimo.
Giacomo Leopardi
Diálogos morales, página 111
Por otra parte, los libros compuestos, como son casi todos
los modernos, apresuradamente, y lejanos de cualquier perfección, aunque sean
celebrados por algún tiempo, no cesan de perecer en breve, como se ve
continuamente. Bien es verdad que el uso que hoy se hace del escribir es tan
grande que aunque muchos escritos dignísimos de reconocimiento, y elevados a la
fama, de allí a poco, y antes hayan podido (por así decir) arraigar la propia
celebridad, por el inmenso flujo de libros nuevos que vienen continuamente a la
luz, perecen sin otra razón, dejando lugar a otros, dignos o indignos, que
ocupan la fama por breve espacio. Así, a un mismo tiempo, una sola gloria nos
es dada seguir, de las tantas que fueron propuestas a los antiguos; y esa misma
con mucha mayor dificultad se alcanza hoy que antiguamente.
Giacomo Leopardi
Diálogos morales, página 118
¿Y quién no sabe que casi todos los placeres vienen más de
nuestra imaginación que de las propias cualidades de las cosas placenteras?
Giacomo Leopardi
Diálogos morales, página 119
En tanto vemos que los estudiosos leen insaciablemente,
aunque la lectura sea aridísima, y sienten un perpetuo deleite en sus estudios,
prolongándolos por buena parte del día, en cuanto que en la una y en los otros
ellos tengan siempre ante los ojos un objetivo colocado en el futuro y una
esperanza de progreso y de alegría, cualquiera que sea; y en el mismo leer que
hacen algunas veces casi por ocio y pasatiempo, no dejan de proponerse, además
del deleite presente, alguna otra utilidad más o menos determinada. Mientras
los demás no buscan en la lectura más fin que el que se contiene, por así
decir, en esa lectura, hasta en las primeras páginas de los libros más
placenteros y más suaves, después de un vano placer, se sienten saciados: así
que suelen estar nauseabundamente errando de libro en libro, y al fin se
extrañan la mayor parte de ellos de cómo alguien puede recibir de la larga
lectura un gran placer. De tal modo, por esto debes saber que todo arte,
industria y fatiga de quien escribe es obviada casi del todo por tales
personas; las cuales generalmente engrosan el número de lectores. También los
estudiosos, mudando al andar de los años, como a menudo ocurre, la materia y
cualidad de sus estudios, apenas soportan la lectura de libros con los cuales
en otro tiempo fueron o habrían podido ser deleitados abundantemente; y si bien
tienen todavía la inteligencia y la pericia necesarias para reconocer el valor,
no sienten más que tedio porque no esperan de ellos utilidad alguna.
Giacomo Leopardi
Diálogos morales, página 121
El hombre está siempre inclinado y necesitado de apoyarse en
la creencia del bien futuro, del mismo modo que nunca está satisfecho con el
bien presente.
Giacomo Leopardi
Diálogos morales, página 131
MUERTO. — Dime, ¿el espíritu está quizá prendido al cuerpo
con algún nervio, o con algún músculo o membrana que necesariamente tenga que
romperse cuando el espíritu parte? ¿O acaso es un miembro del cuerpo, de modo
que tenga que ser quebrado o cortado violentamente? ¿No ves que el alma sale
del cuerpo cuando ya no puede permanecer en él y no tiene más lugar, y no por
una fuerza que la arranque y desarraigue? Respóndeme también a lo siguiente:
¿Quizá al introducirse en el cuerpo, ella siente que la clavan o atan
fuertemente, o como tú dices, funden? ¿Por qué, por lo tanto, sentirá desatarse
al salir de él o, digamos, experimentará una sensación abrupta? Ten por seguro
que la entrada y la salida del alma son igualmente calmadas, fáciles y suaves.
Giacomo Leopardi
Diálogos morales, Diálogo de Federico Ruysch y sus momias, página 142
Ahora, como en las fiestas y en los divertimentos públicos,
los que no forman o no creen ser parte del espectáculo, velozmente se aburren,
así en la conversación es más grato generalmente el hablar que el escuchar.
Pero los libros es inevitable que sean como las personas que, estando con
otras, no cesan de hablar y no escuchan nunca. Por tanto, es necesario que el
libro diga muchas bellas y buenas cosas, y las diga muy bien, de tal modo que
le sea perdonado por los lectores el hablar siempre. De lo contrario, a la
fuerza se odiará cualquier libro, como a todo charlatán insaciable.
Giacomo Leopardi
Diálogos morales, página 147
Los niños encuentran el todo incluso en la nada, y los
hombres la nada en todo.
Giacomo Leopardi
Diálogos morales, página 147
«El motivo es que ningún estado es feliz. No menos los
súbditos que los príncipes, no menos los pobres que los ricos, no menos los
débiles que los poderosos, si fueran felices, estarían contentísimos de su suerte,
y no tendrían envidia a los demás, pues los hombres no son más insaciables de
lo que lo son otros géneros: pero no se pueden satisfacer sino con la
felicidad. Ahora, siendo siempre infelices, ¿qué sorpresa hay en que no estén
nunca contentos?»
Giacomo Leopardi
Diálogos morales, Dichos memorables de Filippo Ottonieri, página 149
«Olvidemos ahora si hubo persona alguna que con las otras
viviese como verdadero y perfecto filósofo, ninguno vivió ni vive en tal modo
consigo mismo; y que tanto es posible no preocuparse de las cosas propias más
que de las ajenas como preocuparse de las ajenas como si fueran propias.
Suponiendo que la disposición de ánimo de la que hablan estos filósofos no solo
fuese posible, que no es, sino que se encontrase aquí, cierta y actual en uno
de nosotros; si fuese incluso más perfecta de lo que ellos dicen, confirmada y
acrecentada por uso larguísimo, comprobada en mil casos, ¿quizá por ello la
beatitud y la infelicidad de este no estarían bajo el poder de la fortuna? ¿No
subyacería la fortuna en esa disposición de ánimo de la que tales filósofos
dicen deberíamos sustraernos? ¿La razón del hombre no está sometida
continuamente a infinitos accidentes? Innumerables enfermedades que causan
estupidez, delirio, frenesí, furor, tontería, y otros cientos de locuras breves
o perennes, temporales o permanentes, ¿no la pueden turbar, debilitar,
trastornar, extinguir? La memoria, custodia de la sabiduría, ¿no va siempre
agotándose y disminuyendo desde la juventud en adelante? ¡Cuántos en la vejez
se vuelven niños de mente! Y casi todos pierden el vigor del espíritu en esa
edad. Como también por alguna mala disposición del cuerpo, aunque salva e
intacta toda facultad del intelecto y de la memoria, el valor y la constancia
suelen, cuando más, cuando menos, marchitarse, y no es rareza que se apaguen.
En fin, es gran estulticia confesar que nuestro cuerpo está sujeto a cosas que
no están en nuestro poder, y con todo ello negar que la mente, que depende casi
en todo del cuerpo, se someta necesariamente a cosa alguna aparte de nosotros
mismos.»
Giacomo Leopardi
Diálogos morales, Dichos memorables de Filippo Ottonieri, página 150
«El perder a una persona amada, por motivo de algún
accidente repentino, o por enfermedad breve y rápida, no es tan amargo como
verla desvanecerse poco a poco —y esto le había sucedido a él— por una larga
enfermedad, de la cual ella no sea extinta sino después de mudado cuerpo y
ánimo, y casi reducida a algo diferente de la que era. Cosa llena de miseria
porque en tal caso la persona amada no se disipa dejándote, a cambio, la imagen
de sí que conservas en el alma, no menos amable de lo que había sido en el
pasado; sin embargo, tras larga enfermedad, resta en los ojos diversa a la que
antes amabas: de modo que todos los engaños del amor son arrancados
violentamente del alma y cuando ella parte del presente para siempre, aquella
imagen primera que guardabas en el pensamiento es cancelada por la nueva. Así
pierdes a la persona amada por completo, como la que no te pudo sobrevivir ni
siquiera en la imaginación, que en lugar de alguna consolación, no te ofrece
más que materia de tristeza. Y en fin, desventuras similares no dejan lugar
alguno para reposar del dolor que causan.»
Giacomo Leopardi
Diálogos morales, Dichos memorables de Filippo Ottonieri, página 151
«Para el benefactor es menor desaire la plena y expresa
ingratitud que el verse retribuido de un beneficio grande con uno pequeño; pues
el favorecido, o por grosería de juicio o por maldad, se cree o se pretende
liberado de la obligación y el benefactor se ve obligado a parecer, o la
educación le fuerza a hacer demostración de considerarse recompensado. De modo
que, por una parte, es defraudado incluso de la desnuda e infructuosa gratitud del
ánimo, la cual, en todo caso, verosímilmente se habría prometido; y por otra,
le es arrebatada la posibilidad de quejarse abiertamente de la ingratitud o de
manifestarse, pues que así efectivamente ha sido mal e injustamente
correspondido.»
Giacomo Leopardi
Diálogos morales, Dichos memorables de Filippo Ottonieri, página 153
«Estamos inclinados y acostumbrados a creer en aquellos con
quien conversamos, mucha agudeza y maestría para descubrir nuestros, o los que
nos imaginamos nuestros, verdaderos valores, y para conocer la belleza o alguna
otra virtud de todo dicho o acto nuestro; además suponemos en ellos mucha
profundidad, y habitual costumbre de meditar, y mucha memoria para considerar
esas virtudes y esos valores, y tenerlos siempre en mente: aunque si bien es
cierto que, respecto a los demás, o no descubrimos tales virtudes o no nos confesamos
el descubrirlas.».
Giacomo Leopardi
Diálogos morales, Dichos memorables de Filippo Ottonieri, página 154
«Incluso en la comedia es mejor recibir aplausos que
silbidos; y el comediante mal instruido en su arte, o poco diestro al
ejercitarlo, al final se muere de hambre.»
Giacomo Leopardi
Diálogos morales, Dichos memorables de Filippo Ottonieri, página 165
Cercano a la muerte, compuso él mismo esta inscripción, que
después fue esculpida en su sepultura:
HUESOS
DE FILIPPO OTTONIERI
NACIDO PARA LAS OBRAS VIRTUOSAS
Y LA GLORIA
QUE VIVIÓ OCIOSO E INÚTIL
Y MUERTO SIN FAMA
SIN IGNORAR SU NATURA
NI SU FORTUNA
Giacomo Leopardi
Diálogos morales, Dichos memorables de Filippo Ottonieri, página 166
Mortales, despertad. No estáis todavía libres de la vida.
Vendrá un tiempo en que ninguna fuerza externa, ningún intrínseco movimiento os
sacudirá de la calma del sueño, sino que en ella siempre e insaciablemente
reposaréis. Por ahora no se os ha concedido la muerte: solo de cuando en cuando
se os concede por breve espacio de tiempo una semejanza de aquella. Pues la
vida no podría conservarse si no fuese interrumpida frecuentemente. Una falta
demasiado larga de este sueño breve y caduco es mal de por sí mortífero, y
motivo de sueño eterno. Tal cosa es la vida, que para soportarla es necesario
de tiempo en tiempo deponerla, retomar un poco de aliento y reanimarse
experimentando casi una parte de muerte.
Giacomo Leopardi
Diálogos morales, página 181
1. DEL ORIGEN DEL
MUNDO
Las cosas materiales, así como todas perecen y tienen un
fin, también todas tuvieron un comienzo. Pero la materia misma ningún comienzo
tuvo, es decir, que ella es por su propia fuerza ab aeterno. Podemos advertir
que las cosas materiales crecen y disminuyen y al fin se disuelven, por lo que
se concluye que ellas no son desde siempre, sino que son generadas y
producidas; por el contrario, de aquello que ni crece ni disminuye y que nunca
perece deberá creerse que no ha tenido origen ni proviene de cosa alguna. Y
ciertamente en ningún modo se podría probar que de las dos argumentaciones, si
una fuera falsa, la otra sería verdadera. Mas si estamos seguros de que una es
verdadera, lo mismo tenemos que conceder a la otra. Observamos que la materia
no se incrementa nunca ni una mínima cantidad ni ninguna mínima cantidad se pierde,
de modo que tal materia no está sujeta a perecer. Por tanto, los diversos modos
de ser de la materia son caducos y pasajeros, pero ningún signo de caducidad ni
de mortalidad se descubre en la materia universalmente, ni ningún signo de que
haya tenido comienzo ni que para ser le hiciese falta o necesite causa alguna o
fuerza fuera de sí. El mundo, es decir, el ser de la materia, es cosa comenzada
y caduca. Ahora hablaremos del origen del mundo.
La materia en general, así como las plantas y las criaturas
animadas en particular, tiene en sí por naturaleza una o más fuerzas propias
que la agitan y mueven en diversísimos modos continuamente. Tales fuerzas
podemos conjeturarlas e incluso denominar por sus efectos, pero no conocer en
sí ni descubrir su naturaleza. Ni tampoco podemos saber si los efectos que
nosotros referimos a una misma fuerza procedan verdaderamente de una o de más o
si, por el contrario, esas fuerzas que nosotros denominamos con diferentes
nombres son verdaderamente diferentes fuerzas o una sola. Dado que
continuamente el hombre con diversos vocablos denota una sola pasión o fuerza,
a modo de ejemplo, la ambición, el amor al placer y similares, de cada una de
estas fuentes derivan efectos a veces simplemente diferentes, a veces también contrarios
a los de las demás y son, de hecho, una misma pasión, es decir, el amor a sí
mismo, el cual obra en distintos casos diversamente. Esta fuerza, por lo tanto,
o se debe decir esta fuerza de la materia, moviéndose como hemos dicho y
agitándose continuamente, forma de la materia innumerables criaturas, es decir,
las modifica de variadísimos modos. Tales criaturas, comprendiéndolas todas
juntas, y considerándolas distribuidas en ciertos géneros y ciertas especies, y
unidas entre sí en cierto orden y en ciertas relaciones que provienen de su
naturaleza, se llaman mundo. Pero puesto que dicha fuerza no cesa jamás de
actuar y modificar la materia, las criaturas que ella continuamente forma
también las destruye, formando de la materia nuevas criaturas; aunque se
destruyen las criaturas individuales, los géneros y las especies de las mismas
se mantienen, o todas o la mayor parte, y que los órdenes y las relaciones
naturales de las cosas no se cambian o en todo o en la mayor parte, por lo que
se dice que tal mundo dura todavía. Pero infinitos mundos en el espacio
infinito de la eternidad, habiendo durando más o menos tiempo, finalmente han
desaparecido, perdiéndose por los continuos cambios de la materia ocasionados
por la antedicha fuerza, los géneros o las especies de los que ese mundo se
componía, carentes de las relaciones y órdenes que los gobernaban. Mas no por
ello la materia ha disminuido en cualquier partícula, solo han desaparecido
tales modos de ser, sucediendo inmanentemente a cada uno de ellos otro modo, es
decir, otro mundo, sucesivamente.
2. DEL FIN DEL MUNDO
Este mundo presente del que los hombres forman parte, es
decir, una de las especies del cual está compuesto, cuánto tiempo ha durado
hasta aquí no se puede decir fácilmente, como tampoco se puede saber cuánto
tiempo durará de hoy en adelante. Los órdenes que lo rigen parecen inmutables y
como tales son creídos, porque ellos no cambian sino poco a poco y tras una
duración incomprensible de tiempo, de modo que las mutaciones casi no caen bajo
el conocimiento, y mucho menos de los sentidos del hombre. Tal extensión de
tiempo, sea la que sea, es, no obstante, mínima con respecto a la duración
eterna de la materia. Se ve en este mundo presente un continuo perecer de los
individuos y un continuo transformarse unas cosas en otras; pero puesto que la
destrucción es compensada continuamente por la producción y los géneros se
conservan, se estima que ese mundo no tenga ni tenga por qué tener en sí causa
alguna por la cual deba ni pueda perecer, ni tenga que demostrar signo alguno
de caducidad. No obstante, se puede conocer lo contrario, y esto por más de un
indicio, entre ellos, este.
Sabemos que la Tierra, por motivo de su continuo girar
alrededor del propio eje, huyendo del centro las partes alrededor del Ecuador,
y empujándose hacia el centro las de alrededor de los polos, ha cambiado y
cambia continuamente de figura, deviniendo en torno al Ecuador cada día más
colmada, y por lo contrario en torno a los polos siempre deprimiéndose más. Por
lo tanto, de este hecho debe suceder que tras cierto tiempo, la cantidad del
cual, por cuanto sea mensurable en sí, no puede ser conocida por los hombres,
la Tierra se aplane por un lado y otro del Ecuador de modo que, perdida
completamente la figura globosa, se transforme en una delgada mesa redonda.
Esta rueda, girando continuamente en torno a su centro, atenuándose y
dilatándose cada día más, en algún momento, al huir del centro todas sus
partes, quedará horadada por el medio. Y tal agujero, ampliándose día tras día,
reducirá la Tierra a la figura de un anillo y al final se deshará en pedazos,
los cuales alejados de la presente órbita de la Tierra, y perdido el movimiento
circular, se precipitará al Sol o quizá a cualquier otro planeta.
Podría aventurarse para confirmar este razonamiento un
ejemplo: el del anillo de Saturno, sobre la naturaleza del cual no concuerdan
los físicos. Y aunque nueva e inaudita, no sería por ello inverosímil conjetura
el presumir que dicho anillo fuese al comienzo uno de los planetas menores
destinados al sistema de Saturno; hasta aplanado y después horadado en el
centro por motivos conformes a los que hemos dicho sobre la Tierra, pero
bastante más pronto, por ser de materia quizá menos densa y más blanda, cayese
de su órbita en el planeta de Saturno, en el cual, por virtud atrayente de su
masa y de su centro, haya sido retenido, tal como lo vemos estar
verdaderamente, alrededor de tal centro. Y se podría creer que este anillo, que
continúa todavía girando alrededor, como hace en torno a su centro, que es
igualmente el del globo de Saturno, disminuya y se dilate continuamente, y
siempre crezca el intervalo que hay entre este y el globo antedicho, aun cuando
esto ocurra más lentamente de lo que se requeriría para que tales mutaciones
hubieran podido notarse y conocerse por los hombres, máxime tan distantes.
Estas cosas, o seriamente o por broma, son dichas sobre el anillo de Saturno.
Ahora bien, este cambio que nosotros sabemos que ha acaecido
y acaece cada día en la figura de la Tierra, no hay razón alguna de que por los
mismos motivos no intervenga igualmente en cada planeta, aunque en los demás no
sea tan manifiesto a la vista como en Júpiter. Ni que solo intervenga en los
que, a semejanza de la Tierra, giran alrededor del Sol, y que por eso, lo
mismo, sin duda alguna, interviene incluso en aquellos planetas que, la razón
presume, orbitan alrededor de cada estrella. Por lo tanto, igual que se ha
conjeturado para la Tierra, todos los planetas al cabo de cierto tiempo,
reducidos por sí mismos a pedazos, tenderán a precipitarse, algunos en el Sol,
otros en sus estrellas. En cuyas llamas manifiesto es que no solo pocos o
muchos individuos, sino que universalmente esos géneros y esas especies que
ahora se comprenden en la Tierra y en los planetas serán destruidos desde, por
así decir, la raíz. Y esto por ventura, o alguna cosa a esta semejante,
tuvieron en la mente los filósofos, tanto griegos como bárbaros, los cuales
afirmaron que al final este mundo perecerá por el fuego. Pero como nosotros
observamos que también el Sol gira entorno al propio eje, y que lo mismo se
debe creer de las estrellas, se sigue que uno y otras al pasar el tiempo deban
no menos que los planetas desvanecerse y sus llamas dispersarse por el espacio.
Entonces el movimiento circular de las esferas mundanas, el cual es
principalísima parte de las presentes leyes naturales y que es principio y
fuente de la conservación de este universo, será causa también de la
destrucción de tal universo y de dichos órdenes.
Disipados los planetas, la Tierra, el Sol y las estrellas,
pero no su materia, se formarán de esta nuevas criaturas, distintas en nuevos
géneros y nuevas especies, y nacerán por las fuerzas eternas de la materia
nuevos órdenes de las cosas y un nuevo mundo. Pero las cualidades de este y de
aquellos, como también de los innumerables que ya han sido y de los infinitos
que serán, no podemos nosotros ni siquiera conjeturarlas.
Giacomo Leopardi
Diálogos morales, página 183
Diálogo entre un vendedor de almanaques y un paseante
VENDEDOR.— ¡Almanaques, almanaques nuevos, lunares nuevos! ¿Necesita, señor, almanaques?
PASEANTE.— ¿Almanaques para el nuevo año?
VENDEDOR.— Sí, señor.
PASEANTE.— ¿Creéis que será feliz este nuevo año?
VENDEDOR.— ¡Oh, ilustrísimo! ¡Sí, seguro!
PASEANTE.— ¿Como el año pasado?
VENDEDOR.— Más, bastante más.
PASEANTE.— ¿Como el anterior?
VENDEDOR.— Más, más, ilustrísimo.
PASEANTE.— ¿Como el precedente? ¿No os gustaría que el nuevo año fuese como alguno de los últimos?
VENDEDOR.— Señor, no. No me gustaría.
PASEANTE.— ¿Cuántos nuevos años han pasado desde que vendéis almanaques?
VENDEDOR.— Serán veinte años, ilustrísimo.
PASEANTE.— ¿A cuál de estos veinte años querríais que semejase el año venidero?
VENDEDOR.— ¿Yo? No sabría.
PASEANTE.— ¿No os acordáis de ningún año en particular que os pareciese feliz?
VENDEDOR.— No en verdad, ilustrísimo.
PASEANTE.— Sin embargo, la vida es una cosa bella. ¿No es cierto?
VENDEDOR.— Esto se sabe.
PASEANTE.— ¿No volveríais a vivir estos veinte años e incluso todo el tiempo pasado, comenzando desde vuestro nacimiento?
VENDEDOR.— Ojalá, caro señor, permitiera Dios que se pudiese.
PASEANTE.— Pero ¿y si tuvieses que repetir la vida que habéis tenido, ni más ni menos, con todos los placeres y penas que habéis pasado?
VENDEDOR.— Esto no lo querría.
PASEANTE.— ¡Oh! ¿Qué otra vida querríais rehacer? ¿La vida que yo he tenido, o la de un príncipe o la de quién? ¿O no creéis que yo, y que el príncipe, y que cualquier otro respondería como vos, y que si tuviera que repetir la vida que ha tenido, ninguno querría volver atrás?
VENDEDOR.— Esto creo.
PASEANTE.— ¿Ni tampoco vos regresaríais atrás con este pacto, no pudiendo de otro modo?
VENDEDOR.— Señor, no; de verdad, no regresaría.
PASEANTE.— ¡Oh! ¿Qué vida querríais entonces?
VENDEDOR.— Querría una vida así, como Dios me la mandase, sin más condiciones.
PASEANTE.— ¿Una vida al azar y no saber nada más, como no se sabe del nuevo año?
VENDEDOR.— Eso es.
PASEANTE.— Así querría también yo si tuviese que revivir, y así todos. Pero esto es signo de que el caso, hasta este último año, ha tratado a todos mal. Y se ve claramente que cada uno es de la opinión de que ha sido más o de más peso el mal que le ha tocado que el bien; pues con la condición de tener la vida de antes, con todo su bien y todo su mal, ninguno querría renacer. Esa vida que es una cosa bella no es la vida que se conoce, sino la que se ignora; no la vida pasada, sino la futura. Con el nuevo año, el azar comenzará a tratar bien a vos, a mí y a todos los demás, y comenzará la vida feliz. ¿No es cierto?
VENDEDOR.— Esperemos.
PASEANTE.— En fin, mostradme el almanaque más hermoso que tengáis.
VENDEDOR.— Aquí está, ilustrísimo. Este vale treinta monedas.
PASEANTE.— Toma las treinta monedas.
VENDEDOR.— Gracias, ilustrísimo. Hasta la vista. ¡Almanaques, almanaques nuevos, lunares nuevos!
Giacomo Leopardi
Diálogos morales, página 224
Diálogos morales, página 33
Diálogos morales, página 34
Diálogos morales, página 34
Diálogos morales, Historia del género humano página 41
Diálogos morales, página 42
Diálogos morales, página 45
Diálogos morales, Diálogo de Hércules y Atlas, página 33
MUERTE.— ¿Mi hermana?
MODA.— Sí, ¿no recuerdas que ambas hemos nacido de la Caducidad?
MUERTE.— Qué he de recordar, si soy enemiga capital de la memoria.
MODA.— Mas yo bien lo recuerdo; y sé que una y otra nos inclinamos igualmente a deshacer y cambiar continuamente las cosas de aquí abajo, aunque para esta causa tú vayas por un camino y yo por otro.
Diálogos morales, Diálogo de la Moda y la Muerte, página 48
Diálogos morales, Propuesta de premios hecha por la Academia de xilógrafos, página 52
LUNA.— A decir verdad, yo no oigo nada.
TIERRA.— Tampoco yo oigo nada, salvo el estrépito del viento que va de mis polos al Ecuador y del Ecuador a los polos, y no muestra saber nada de música. Pero Pitágoras dice que las esferas celestes hacen cierto sonido tan dulce que es una maravilla, y en el que tú tienes tu parte y eres la octava cuerda de esta lira universal, pero yo estoy ensordecida por el sonido mismo, y no puedo oírlo.
Diálogos morales, Diálogo de la Tierra y la Luna, página 69
METAFÍSICO.— ¿Qué sucede? ¿Qué has encontrado?
FÍSICO.— El arte de vivir largamente.
METAFÍSICO.— ¿Y ese libro que llevas?
FÍSICO.— Aquí lo explico. Y por este descubrimiento, si los otros viven abundante tiempo, yo viviré por lo menos eternamente, es decir, adquiriré gloria inmortal.
METAFÍSICO.— Haz una cosa tal como te digo. Busca una pequeña caja de plomo. Encierra ese libro en ella, entiérrala, y antes de morir, acuérdate de decir el lugar a fin de que se pueda volver y desenterrar el libro cuando se haya encontrado el arte de vivir felizmente.
FÍSICO.— ¿Y mientras tanto?
METAFÍSICO.— Mientras tanto no servirá para nada. Lo estimaría más si contuviese el arte de vivir poco.
FÍSICO.— Este arte es conocido desde hace tiempo, y no fue difícil descubrirlo.
METAFÍSICO.— De cualquier modo, lo estimo más que el tuyo.
FÍSICO.— ¿Por qué?
METAFÍSICO.— Porque si la vida no es feliz, que hasta ahora no lo ha sido, más nos conviene que sea breve que larga.
Diálogos morales, página 85
Diálogos morales, página 33
TASSO.— Pilatos lo supo tanto como lo sé yo.
GENIO.— Bien, responderé yo por ti. Sabed que de la verdad a lo soñado no hay más diferencia que este es más bello y más dulce de lo que aquella lo será jamás.
Diálogos morales, Diálogo entre Torcuato Tasso y su genio familiar, página 100
Diálogos morales, Diálogo entre Torcuato Tasso y su genio familiar, página 105
Diálogos morales, página 111
Diálogos morales, página 118
Diálogos morales, página 119
Diálogos morales, página 121
Diálogos morales, página 131
Diálogos morales, Diálogo de Federico Ruysch y sus momias, página 142
Diálogos morales, página 147
Diálogos morales, página 147
Diálogos morales, Dichos memorables de Filippo Ottonieri, página 149
Diálogos morales, Dichos memorables de Filippo Ottonieri, página 150
Diálogos morales, Dichos memorables de Filippo Ottonieri, página 151
Diálogos morales, Dichos memorables de Filippo Ottonieri, página 153
Diálogos morales, Dichos memorables de Filippo Ottonieri, página 154
Diálogos morales, Dichos memorables de Filippo Ottonieri, página 165
DE FILIPPO OTTONIERI
NACIDO PARA LAS OBRAS VIRTUOSAS
Y LA GLORIA
QUE VIVIÓ OCIOSO E INÚTIL
Y MUERTO SIN FAMA
SIN IGNORAR SU NATURA
NI SU FORTUNA
Diálogos morales, Dichos memorables de Filippo Ottonieri, página 166
Diálogos morales, página 181
Diálogos morales, página 183
VENDEDOR.— ¡Almanaques, almanaques nuevos, lunares nuevos! ¿Necesita, señor, almanaques?
PASEANTE.— ¿Almanaques para el nuevo año?
VENDEDOR.— Sí, señor.
PASEANTE.— ¿Creéis que será feliz este nuevo año?
VENDEDOR.— ¡Oh, ilustrísimo! ¡Sí, seguro!
PASEANTE.— ¿Como el año pasado?
VENDEDOR.— Más, bastante más.
PASEANTE.— ¿Como el anterior?
VENDEDOR.— Más, más, ilustrísimo.
PASEANTE.— ¿Como el precedente? ¿No os gustaría que el nuevo año fuese como alguno de los últimos?
VENDEDOR.— Señor, no. No me gustaría.
PASEANTE.— ¿Cuántos nuevos años han pasado desde que vendéis almanaques?
VENDEDOR.— Serán veinte años, ilustrísimo.
PASEANTE.— ¿A cuál de estos veinte años querríais que semejase el año venidero?
VENDEDOR.— ¿Yo? No sabría.
PASEANTE.— ¿No os acordáis de ningún año en particular que os pareciese feliz?
VENDEDOR.— No en verdad, ilustrísimo.
PASEANTE.— Sin embargo, la vida es una cosa bella. ¿No es cierto?
VENDEDOR.— Esto se sabe.
PASEANTE.— ¿No volveríais a vivir estos veinte años e incluso todo el tiempo pasado, comenzando desde vuestro nacimiento?
VENDEDOR.— Ojalá, caro señor, permitiera Dios que se pudiese.
PASEANTE.— Pero ¿y si tuvieses que repetir la vida que habéis tenido, ni más ni menos, con todos los placeres y penas que habéis pasado?
VENDEDOR.— Esto no lo querría.
PASEANTE.— ¡Oh! ¿Qué otra vida querríais rehacer? ¿La vida que yo he tenido, o la de un príncipe o la de quién? ¿O no creéis que yo, y que el príncipe, y que cualquier otro respondería como vos, y que si tuviera que repetir la vida que ha tenido, ninguno querría volver atrás?
VENDEDOR.— Esto creo.
PASEANTE.— ¿Ni tampoco vos regresaríais atrás con este pacto, no pudiendo de otro modo?
VENDEDOR.— Señor, no; de verdad, no regresaría.
PASEANTE.— ¡Oh! ¿Qué vida querríais entonces?
VENDEDOR.— Querría una vida así, como Dios me la mandase, sin más condiciones.
PASEANTE.— ¿Una vida al azar y no saber nada más, como no se sabe del nuevo año?
VENDEDOR.— Eso es.
PASEANTE.— Así querría también yo si tuviese que revivir, y así todos. Pero esto es signo de que el caso, hasta este último año, ha tratado a todos mal. Y se ve claramente que cada uno es de la opinión de que ha sido más o de más peso el mal que le ha tocado que el bien; pues con la condición de tener la vida de antes, con todo su bien y todo su mal, ninguno querría renacer. Esa vida que es una cosa bella no es la vida que se conoce, sino la que se ignora; no la vida pasada, sino la futura. Con el nuevo año, el azar comenzará a tratar bien a vos, a mí y a todos los demás, y comenzará la vida feliz. ¿No es cierto?
VENDEDOR.— Esperemos.
PASEANTE.— En fin, mostradme el almanaque más hermoso que tengáis.
VENDEDOR.— Aquí está, ilustrísimo. Este vale treinta monedas.
PASEANTE.— Toma las treinta monedas.
VENDEDOR.— Gracias, ilustrísimo. Hasta la vista. ¡Almanaques, almanaques nuevos, lunares nuevos!
Diálogos morales, página 224
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