Mariana Travacio

"Me dijo que bajara y bajara. Eso hago. Pero llevo bajando tres días y no aparece ningún arroyo. Tal vez debí quedarme. Tres días, más o menos, me había dicho Octavia. Tal vez dos, si me apuraba. Pero no me puedo apurar más de lo que me apuro porque el camino baja empinado, y cada vez se empina más, y se encaracola, y no me deja ver. Voy a tranco lento, tengo que mirar bien dónde pongo los pies. Cada paso es un susto. Es pura piedra esquinada. Me pregunto si esto se volverá llano algún día. Quiero caminar en suelo liso, ver alguna hierba, algo que crezca de la tierra. Seguiré bajando, Octavia, pero no veo el arroyo y ya me queda poca agua. Seguiré lo que me quede del día. No debe ser mucho. Serán dos horas, hasta que se acueste el sol. No me gusta andar de noche. Y eso que acá las estrellas son muchas, pero su lumbre es poca y no alcanza para mirar. La luna anda menguando estos días; no podría caminar sin sol. Ahora está a mis espaldas, viene de la quebrada y me estira el cuerpo sobre el camino. Parece el cuerpo de una muñeca de trapo, que va a los tumbos, sobre la piedra blanca. Se ve más ágil mi sombra que mis huesos. A esta hora no hace tanto calor. Tal vez me pueda apurar y, quién sabe, ver el arroyo antes de que anochezca. Andaré hasta el último rayo de luz. Si eran tres días, bien podría ver el arroyo esta noche y mirar para dónde va el agua y encontrar alguna hierba donde descansar la espalda. Las piedras son duras, no ayudan a descansar. Llevo dos noches durmiendo así, sin encontrar un modo de zafarme de sus filos. Lo único bueno que tienen es que guardan el calor. Al principio de la noche, cuando el aire ya se enfría, las piedras siguen templando. En eso arropan bastante. Entibian las piernas y una se deja estar ahí, mientras el cielo avanza y las estrellas completan su giro."

Mariana Travacio
Quebrada



















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