Valeria Parrella

"No entiendo cómo puede gustarte. Y no es por la historia de que eres niña y que estos son juegos de niños, ¿entiendes? Tú tienes gustos de niño, pero yo nunca te lo he echado en cara… Sólo que esta vez me parece horrible. No entiendo cómo puede gustarte.
Irene caminaba rápido, al paso de su madre.
Al final, el proceso de la petición había tomado un atajo y había requerido menos valor que de costumbre, menos insistencia que de costumbre para conseguirlo.
Lo había visto el día anterior, en el pasillo, frente al quinto grado. El niño lloraba y aplastaba uno con su mano derecha. Bajo la presión se deformó y soltó un líquido fluorescente y pegajoso. Era precioso.
“No llores –había intentado Irene–, tienes un monstruo precioso…”.
En el almuerzo, le había contado la escena a su madre, y ella había encontrado generoso y educado cómo su hija había intentado que el niño viera el lado bueno de la situación.
Pero Irene llevaba horas sin pensar en el niño. Lo que realmente le interesaba era el monstruo. Al principio, ni siquiera había pensado que ella también podía tener uno: lo recordaba en una luz de ensueño que poco tenía que ver con las posibilidades reales.
Recordaba que era hermoso, que era especial. Porque si lo apretabas, los ojos se le salían de las órbitas; y cuando apenas lo soltabas, volvían de nuevo a su lugar. Además, era demasiado verde para ser terrestre; y ese líquido gelatinoso, demasiado fluorescente para ser sangre.
Su madre la había malinterpretado, dándole la clave para el siguiente movimiento. Había dicho: “¿Estás obsesionada? No pienses que te voy a comprar todo lo que quieres: es una forma de actuar poco educada y si las mamás de tus compañeros lo hacen, a mí no me importa, ¿entiendes?”.
Irene había entendido: había descubierto que podía tener esa cosa, pero que a la larga se convertiría en una mujer maleducada.
Por la tarde, su mano derecha se apretaba lentamente en un puño, sin que ella se diera cuenta, concentrada en el recuerdo. El niño le había prestado un poco el monstruo, pero nunca lo había soltado del todo: seguía agarrándolo de una pata. Irene tiraba de las otras cuatro en direcciones opuestas, fascinada por las articulaciones que se angostaban hasta volverse transparentes, sin llegar a romperse. El niño había dejado de llorar."

Valeria Parrella
La guarida de los halcones
















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