Claudia Amengual

"Gabriela tiraba el primer naipe de algún mensaje provocador y Diana seguía el juego con respuestas escuetas; pero pronto descubrió el placer de expresarse con tiempo. Escribía largas cartas, cuidaba la forma, le pedía a Gabriela que fuera más atenta, que escribir rápido no significaba hacerlo mal, que a ver si se iba al diablo la educación, que dónde estaban las tildes y las comas. Y Gabriela le respondía a borbotones, sin una segunda lectura, sin tiempo para correcciones ni ortografías. Le contaba de la estimulante vida en la universidad, de las ventajas de tener la piel blanca y los ojos claros, de un limeño que le mandaba flores amarillas, de un restaurante construido sobre el agua en un muelle que se adentraba en el Pacífico, de una estatua enorme con una pareja enlazada en un beso eterno, de una playa de estacionamiento junto al océano adonde iban a hacer el amor; y de una mujer arrugada que vendía preservativos y papel a la entrada.
A Nando lo divirtió esa pequeña victoria, pero nada dijo. La miraba desde la cama, escondido tras el libro de turno o el diario del domingo que nunca terminaba de leer. La miraba como descubriendo, aunque hacía tiempo que no se sorprendían, y guardaban de los primeros asombros nada más que una nostalgia hecha cenizas. Tuvieron una etapa en la que hasta el sonido esmerilado de las medias de seda ya era motivo para hacer de la noche una fiesta; pero desde hacía un tiempo podían repetir mentalmente los gestos del otro y predecir con exactitud las reacciones a las preguntas de siempre. También por eso hablaban menos y, cada tanto, cuando necesitaban aferrarse a la tabla suelta de aquel naufragio."

Claudia Amengual
Desde las cenizas

























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