Este es un punto esencial de este libro: no odiamos la
violencia. Odiamos y tememos la clase errónea de violencia, la violencia en el
contexto equivocado. Porque su presencia en el contexto correcto es diferente.
Pagamos una buena suma de dinero para contemplarla en un estadio, enseñamos a
nuestros niños a defenderse utilizándola, nos sentimos orgullosos cuando,
teniendo ya una mediana edad, logramos hacer un bloqueo poco elegante en un
partido de baloncesto de fin de semana. Nuestras conversaciones están llenas de
metáforas militares —solemos sacar toda la artillería cuando tenemos que
defender una postura—. Los nombres de nuestros equipos de distintos deportes
aluden inevitablemente a la violencia —Warriors, Vikings, Lions, Tigers y Bears
(guerreros, vikingos, leones, tigres y osos)—. Incluso utilizamos ese lenguaje
para un deporte tan cerebral como el ajedrez —«Kasparov siguió presionando con
un ataque asesino. Hacia el final, Kasparov tuvo que responder ante amenazas
violentas con más de lo mismo»—.
 
 Robert M. Sapolsky
Compórtate, página 4
 
 
Finalmente, a veces, la única forma de comprender nuestra humanidad es tener en cuenta solamente a los humanos, porque las cosas que hacemos son únicas.
 
 Robert M. Sapolsky
Compórtate, página 15
 
 
No odiamos la agresividad; odiamos la clase errónea de agresividad, pero nos encanta en su contexto correcto. Y, a la inversa, en el contexto equivocado, nuestros comportamientos más loables son de todo menos eso.
 
 Robert M. Sapolsky
Compórtate, página 22
 
 
No existen realmente «centros» en el cerebro «para» comportamientos particulares o concretos. Este es, sobre todo, el caso del sistema límbico y las emociones. Ciertamente, hay una sub-subregión de la corteza motora que más o menos podría considerarse el «centro» que se encarga de que su meñique izquierdo se doble; otras regiones
 
 Robert M. Sapolsky
Compórtate, página 28
 
 
Ahora se sabe que la función límbica es fundamental para que las emociones aviven nuestros mejores y peores comportamientos, y se ha desarrollado una extensa investigación que ha puesto al descubierto las funciones de sus estructuras (p. ej., la amígdala, el hipocampo, el septum, la habénula y los cuerpos mamilares). No existen realmente «centros» en el cerebro «para» comportamientos particulares o concretos. Este es, sobre todo, el caso del sistema límbico y las emociones. Ciertamente, hay una sub-subregión de la corteza motora que más o menos podría considerarse el «centro» que se encarga de que su meñique izquierdo se doble; otras regiones juegan papeles semejantes a «centros» a la hora de regular la respiración o la temperatura del cuerpo. Pero, con toda seguridad, no son centros encargados de que usted se sienta malhumorado o cachondo, o de que sienta una nostalgia agridulce o una cálida sensación protectora no exenta de desprecio, o de ese sentimiento de…, ¿qué es esa cosa llamada amor? No resulta sorprendente, pues, que la circuitería que conecta varias estructuras límbicas sea inmensamente compleja.
 
 Robert M. Sapolsky
Compórtate, página 28
 
 
Hay pruebas considerables que relacionan a la amígdala con la agresividad. Pero si le preguntas a un experto en amígdalas qué comportamiento le viene a la mente al pensar en su estructura cerebral favorita, la «agresividad» no encabezará su lista. Ese puesto lo ocuparán el miedo y la ansiedad
 
 Robert M. Sapolsky
Compórtate, página 38
 
  
 La amígdala humana responde preferentemente a los estímulos
evocadores de miedo, incluso a estímulos tan fugaces que están por debajo de la
detección consciente.
 
 Robert M. Sapolsky
Compórtate, página 39
 
 
Nada surge de la nada. Ningún cerebro es una isla.
 
 Robert M. Sapolsky
Compórtate, página 96
 
 
La etología nació en Europa al principio del siglo XX como respuesta a una rama estadounidense de la psicología, el «conductismo». El conductismo fue definido por primera vez por John Watson; pero fue B. F. Skinner quien alcanzó más fama en este campo. Los conductistas se preocupaban de universalidades del comportamiento entre especies. Veneraban una relación extraordinaria y aparentemente universal entre estímulos y respuestas: recompensar a un organismo por un comportamiento hace que sea más probable que ese organismo repita ese comportamiento, mientras que, si no es recompensado o, aún peor, si es castigado por ello, hace que existan menos probabilidades de que repita ese comportamiento. Se puede conseguir que cualquier comportamiento sea más o menos común mediante el «condicionamiento operante» (un término que acuñó Skinner), el proceso de controlar las recompensas y castigos en el ambiente del organismo. Por lo tanto, para los conductistas (o «skinnerianos», un término que Skinner se encargó de que fuera sinónimo del anterior) se podía «dar forma» a prácticamente cualquier comportamiento para que este fuera más o menos frecuente o incluso para que se «extinguiera» completamente. Si todos los organismos se comportaran de acuerdo a estas reglas universales, se podría estudiar algún organismo que fuera conveniente o cómodo de estudiar. La mayoría de la investigación sobre el comportamiento se realizó con ratas o con las favoritas de Skinner: palomas. A los conductistas les encantaban los datos, números absurdos que se generaban a partir de animales que apretaban o picoteaban unas palancas en las «cajas de condicionamiento operante» (también llamadas «cajas de Skinner»), Y cualquier descubrimiento que se realizase se aplicaba a cualquier especie. Una paloma es una rata es un niño, predicaba Skinner. Una fantasía desalmada. A menudo, los conductistas tenían razón en cuanto al comportamiento, pero se equivocaban en aspectos realmente importantes, ya que muchos comportamientos interesantes no siguen las reglas conductistas. Si crías a una rata o a un mono con una madre abusiva, se apegará más a ella. Y las reglas conductistas han fracasado cuando de repente los humanos aman a la persona abusiva incorrecta. Mientras tanto, la etología estaba emergiendo en Europa. A diferencia de la obsesión del conductismo con la uniformidad y universalidad de la conducta, a los etólogos les encantaba la variedad de comportamientos existentes. Hacían hincapié en cómo las especies habían desarrollado comportamientos únicos en respuesta a demandas únicas y en cómo había que tener la mente abierta para observar animales en sus hábitats naturales para poder comprenderlos (un proverbio de la etología dice que «estudiar el comportamiento social de una rata en una caja es como estudiar el comportamiento natatorio de un delfín en una bañera»). Se hacían preguntas como: ¿qué es objetivamente el comportamiento?, ¿qué lo desencadena?, ¿tenía que aprenderse?, ¿cómo evolucionó?, ¿cuál es el valor adaptativo del comportamiento? Las personas del siglo XIX iban a la naturaleza a cazar mariposas, deleitándose en la variedad de colores de sus alas y maravillándose de lo que Dios había creado. Los etólogos del siglo XX iban a la naturaleza a observar comportamientos, deleitándose con su variedad y maravillándose de lo que la evolución había originado. A diferencia de los conductistas de laboratorio, los etólogos pisoteaban los campos con sus botas de senderismo y tenían fascinantes rodillas huesudas.
 
 (Es obvio a qué equipo animo, ya que, de alguna manera, yo
mismo soy un etólogo (pero, solo para rebajar un poco tanto elogio, recuerde
que uno de los fundadores de la etología fue el odioso Konrad Lorenz). En un
genial movimiento, los tres fundadores de la etología —Lorenz, Niko Tinbergen y
Karl von Frisch— recibieron el Premio Nobel de Fisiología o Medicina en 1973.
La comunidad biomédica quedó horrorizada. Darle el premio a tipos que tenían
hongos en los pies y cuya principal técnica de investigación era mirar a través
de prismáticos…, ¿qué tenía eso que ver con la medicina? De los tres, Lorenz
era el que se hacía propaganda enérgicamente y fue un llamativo divulgador;
Tinbergen, uno de mis héroes, era el pensador profundo y un experimentador
asombroso; y Von Frisch tocaba el bajo eléctrico y no hablaba mucho.)
 
 Robert M. Sapolsky
Compórtate, página 96
 
 
No obstante, la información interoceptiva influye, si no determina, nuestras emociones. Algunas regiones cerebrales que juegan un papel protagonista en el procesamiento de las emociones sociales —la CPF, la corteza insular, la corteza cingulada anterior y la amígdala— reciben un montón de información interoceptiva. Esto ayuda a explicar el desencadenante fiable de la agresividad, llamado dolor, que activa la mayoría de estas regiones. Hay que volver a recalcar que el dolor no causa la agresividad; amplifica tendencias preexistentes que conducen a la agresividad. En otras palabras, el dolor hace que la gente agresiva sea más agresiva, mientras que causa lo contrario en los individuos no agresivos
 
 Robert M. Sapolsky
Compórtate, página 109
 
 
La teoría de criminología de la «ventana rota» creada por James Q. Wilson y George Kelling. Proponen que signos pequeños de vandalismo urbano —basura, grafitis, ventanas rotas, embriaguez en público— forman una bola de nieve que conduce a signos mayores de vandalismo y que finalmente desembocan en un incremento del crimen. ¿Por qué? Porque si la basura y los grafitis son algo habitual, significa que a la gente no le importa o es incapaz de actuar al respecto, convirtiéndose así en una invitación a dejar más basura en la calle o algo peor.
 
 Robert M. Sapolsky
Compórtate, página 115
 
 
¿Cómo es que, por todo el reino animal, y en todas las culturas humanas, los machos están asociados con la mayoría de los comportamientos agresivos y violentos? Bien, ¿qué tiene que ver la testosterona y algunas hormonas relacionadas (llamadas en su conjunto «andrógenos», un término que, a menos que se indique lo contrario, usaré de forma simplista como sinónimo de «testosterona»)? En casi todas las especies, los machos tienen más testosterona circulante que las hembras (estas secretan pequeñas cantidades de andrógenos a partir de las glándulas suprarrenales). Además, la agresividad de los machos está más presente cuando los niveles de testosterona son altos (en la adolescencia, y durante la época de apareamiento en los reproductores estacionales). Por lo tanto, existe una vinculación entre la testosterona y la agresividad. Además, hay niveles especialmente altos de receptores de testosterona en la amígdala, en la estación de paso desde donde se proyecta hacia el resto del cerebro (el núcleo del lecho de la estría terminal), y hacia sus objetivos principales (el hipotálamo, la sustancia gris central del mesencéfalo y el lóbulo frontal). Pero estos son simplemente datos correlativos. Demostrar que la testosterona es la causa de la agresividad requiere un experimento de «sustracción» además de uno de «sustitución». La sustracción implica castrar a un macho. ¿Bajan los niveles de agresividad? Sí (incluso en humanos). Esto demuestra que algo proveniente de los testículos es la causa de la agresividad. ¿Es la testosterona? La sustitución implica dar a ese individuo castrado testosterona de sustitución. ¿Se recuperan los niveles de agresividad previos a la castración? Sí (incluso en humanos). Por lo tanto, la testosterona causa la agresividad. Necesitamos tiempo para ver por qué esta afirmación es errónea. El primer indicio de que esta afirmación es conflictiva aparece después de la castración, cuando los niveles medios de agresividad caen en picado en todas las especies. Pero, y es importante recalcarlo, no caen hasta cero. Bien, puede que la castración no fuera perfecta, te dejaste algunos trocitos de los testículos. O puede que se secrete una cantidad suficiente de andrógenos suprarrenales menos importantes para mantener la agresividad. Pero no es así: incluso cuando se eliminan completamente la testosterona y los andrógenos, permanece algo de agresividad. Por consiguiente, una parte de la agresividad masculina es independiente de la presencia o no de la testosterona
 
 Este punto quedó más que patente con la castración de
algunos agresores sexuales, un procedimiento legal en unos pocos estados. Se
consigue mediante la «castración química», la administración de fármacos que
inhiben la producción de testosterona o bloquean los receptores de esta. La
castración disminuye los impulsos sexuales en el subconjunto de agresores
sexuales que tenían impulsos intensos, obsesivos y patológicos. Pero, de lo
contrario, la castración no hacía disminuir las tasas de reincidencia; tal como
se hace constar en un metaanálisis: «Los violadores hostiles y los que cometen
crímenes sexuales motivados por el poder o la ira no se pueden tratar con
fármacos antiandronérgicos». Esto nos lleva a un punto enormemente informativo:
cuantas más veces fue agresivo el macho antes de la castración, más agresividad
continuará mostrando después. En otras palabras, que requiera más o menos
testosterona en el futuro para ser agresivo está en función del aprendizaje
social.
 
 Robert M. Sapolsky
Compórtate, página 119
 
 
Seguros de nosotros mismos y optimistas. Bien, los libros interminables de autoayuda nos instan a que seamos precisamente eso. Pero la testosterona hace que la gente esté demasiado segura de sí misma y sea demasiado optimista, con malas consecuencias. En un estudio determinado, pares de sujetos podían consultarse entre ellos antes de hacer elecciones individuales en una tarea. La testosterona hacía que aumentaran las probabilidades de que los sujetos pensaran que su opinión era la correcta e ignoraran la de su compañero. La testosterona hace que la gente sea arrogante, egocéntrica y narcisista
 
 Robert M. Sapolsky
Compórtate, página 123
 
 
Por lo tanto, la testosterona produce efectos sutiles sobre el comportamiento. Sin embargo, esto no nos dice mucho, porque todo puede ser interpretado de todas las formas posibles. La testosterona incrementa la ansiedad —te sientes amenazado y como reacción te vuelves más agresivo—. La testosterona reduce la ansiedad —te sientes arrogante y demasiado confiado, entonces te vuelves más agresivo de forma preventiva—. La testosterona incrementa la asunción de riesgos —«Ey, juguemos e invadamos»—. La testosterona incrementa la asunción de riesgos —«Ey, juguemos y hagamos una oferta de paz»—. La testosterona te hace sentir bien —«Empecemos otra pelea, ya que la última fue fenomenal»—. La testosterona te hace sentir bien —«Cojámonos todos de las manos»—. Sí que existe coincidencia respecto a un concepto fundamental: los efectos de la testosterona son enormemente dependientes del contexto.
 
 Robert M. Sapolsky
Compórtate, página 124
 
 
Hablemos ahora de algunas investigaciones importantes y desconcertantes. ¿Qué ocurre si el defender tu estatus requiere que seas amable? Este aspecto fue analizado en un estudio realizado por Christoph Eisenegger y Ernst Fehr, de la Universidad de Zúrich. Los sujetos participaban en el juego del ultimátum (hablamos de él en el capítulo 2), donde cada uno decide cómo repartir un dinero con otro jugador. La otra persona puede aceptar el reparto o rechazarlo, en cuyo caso ninguno de los dos obtiene nada. Investigaciones anteriores habían demostrado que cuando se rechaza la oferta de alguien, este se siente humillado, subordinado, especialmente si las noticias llegan a futuras rondas con otros jugadores. En otras palabras, en este escenario, el estatus y la reputación dependen de que uno sea justo. ¿Y qué ocurre si, de antemano, se les administra testosterona a los sujetos? La gente realizaba ofertas más generosas. Lo que las hormonas te hagan hacer depende de lo que en ese momento signifique ser un machote. Esto requiere algún cableado neuroendocrino elegante que es sensible al aprendizaje social. No podríamos encontrar otro hallazgo que contrarrestase más la reputación de la testosterona. El estudio contenía un hábil hallazgo adicional que alejó aún más el mito de la testosterona de la realidad. Como de costumbre, los sujetos o recibían testosterona o suero salino, sin saber cuál se les había administrado. Los sujetos que creían que era testosterona (independientemente de si eso era cierto) realizaban ofertas menos generosas. En otras palabras, la testosterona no hace que te comportes necesariamente de forma desagradable, pero sí que lo hace el hecho de que creas que sí que lo logra y que además creas que estás inundado de esa sustancia. Estudios adicionales muestran que la testosterona fomenta la prosocialidad en el ambiente adecuado. En uno de ellos, bajo circunstancias en las que el sentimiento de orgullo te hace ser honesto, la testosterona disminuía la cantidad de trampas que esa persona hacía en una partida. En otro, los sujetos decidían cuánta cantidad de una suma de dinero se guardarían y con qué parte contribuirían públicamente a una reserva común compartida por todos los jugadores; la testosterona hizo que la mayoría de los sujetos fueran más prosociales. ¿Qué significa esto? La testosterona hace que estemos más dispuestos a hacer lo que haga falta para alcanzar y mantener nuestro estatus. Y el punto clave es «lo que haga falta». Si se organizan las circunstancias sociales de forma correcta, el aumento de los niveles de testosterona durante un desafío hará que la gente compita como loca para realizar la mayor cantidad de actos de amabilidad al azar. En nuestro mundo acribillado de violencia machista, el problema no es que la testosterona incremente los niveles de agresividad. El problema es la frecuencia con la que recompensamos la agresividad.
 
 Robert M. Sapolsky
Compórtate, página 128
 
 
Dicho científicamente, «la oxitocina inoculaba una aversión a la traición entre los inversores»; dicho crudamente, la oxitocina convierte a la gente en incautos irracionales; dicho de forma más angelical, la oxitocina hace que la gente ponga la otra mejilla.
 
 Robert M. Sapolsky
Compórtate, página 136
 
 
Otros estudios mostraban que cuando a los sujetos se les administraba oxitocina, calificaban las caras de los demás como más fiables, y eran más confiados en los juegos experimentales económicos (la oxitocina no causó ningún efecto cuando alguien pensaba que estaba jugando contra un ordenador, lo que demostraba que el efecto tenía que ver con el comportamiento social). Este incremento en la confianza era interesante. Generalmente, si los demás jugadores hacen alguna trampa en el juego, los sujetos confían menos en las siguientes rondas; sin embargo, los inversores tratados con oxitocina no modificaban su comportamiento siguiendo ese patrón habitual. Dicho científicamente, «la oxitocina inoculaba una aversión a la traición entre los inversores»; dicho crudamente, la oxitocina convierte a la gente en incautos irracionales; dicho de forma más angelical, la oxitocina hace que la gente ponga la otra mejilla.
 
 Robert M. Sapolsky
Compórtate, página 136
 
 
La oxitocina y la vasopresina son las hormonas más geniales del universo. Viértalas en el abastecimiento del agua, y la gente será más comprensiva, confiada y empática. Seríamos mejores padres y haríamos el amor, no la guerra (aunque en su mayor parte sería un amor platónico, ya que la gente que tuviera relaciones evitaría a todos los demás). Lo mejor de todo, compraríamos toda clase de tonterías inútiles, confiando en los anuncios promocionales de las tiendas una vez que la oxitocina empezara a salir a chorro por el sistema de ventilación de la tienda.
 
 Robert M. Sapolsky
Compórtate, página 137
 
 
Un efecto contingente realmente interesante de la oxitocina es que mejora el comportamiento desinteresado…, pero solo en gente que ya lo manifestaba. Esto es lo mismo que ocurría con la testosterona, que solo incrementaba la agresividad de las personas que tenían propensión a ella. Las hormonas raramente actúan fuera del contexto del individuo y de su ambiente
 
 Robert M. Sapolsky
Compórtate, página 139
 
 
La oxitocina te hace ser más prosocial con gente que es como tú (tus compañeros de equipo), pero que espontáneamente encuentres repugnantes a los otros, que son una amenaza. Tal como recalcó De Dreu, puede que la oxitocina desarrolle una competencia social para hacer que seamos mejores a la hora de identificar quién está con nosotros y quién no.
 
 Robert M. Sapolsky
Compórtate, página 141
 
 
La oxitocina, la hormona del amor, nos hace ser más prosociales con los nuestros y peores con todos los demás. Eso no se puede catalogar como prosocialidad genérica. Eso es etnocentrismo y xenofobia. En otras palabras, las acciones de estos neuropéptidos dependen drásticamente del contexto —de quién eres, de tu ambiente y de quién es la otra persona—.
 
 Robert M. Sapolsky
Compórtate, página 142
 
 
Justo en el momento previo a que llevemos a cabo algunos de nuestros comportamientos más importantes y significativos podemos estar abrumados por el estrés. Lo cual es muy malo, ya que el estrés influye en las decisiones que tomamos; rara vez para mejor.
 
 Robert M. Sapolsky
Compórtate, página 151
 
 
Tanto el huir de un león como el lidiar durante años con atascos de tráfico es una pesada carga, lo que contrasta con el estrés que nos encanta. Nos encanta el estrés que es leve, pasajero y que se produce en un contexto benévolo. La amenaza estresante de un viaje en una montaña rusa es que nos podamos marear, no que nos decapiten; dura unos tres minutos, no tres días. Nos encanta esa clase de estrés, lo deseamos y pagamos para experimentarlo. ¿Cómo llamamos a esa cantidad óptima de estrés? Estamos comprometidos, participamos en ello y nos sentimos desafiados. Lo llamamos jugar. La base del estrés psicológico es la pérdida del control y la previsibilidad. Pero en un ambiente benévolo, renunciamos alegremente al control y la previsibilidad para ser desafiados por lo inesperado —un trayecto en la montaña rusa, un giro de la trama, un pase difícil que viene hacia nosotros, un movimiento de ajedrez inesperado de nuestro oponente—. Sorpréndame, es divertido. Esto nos trae un concepto clave, la llamada U invertida. La ausencia completa de estrés es aburrida. El estrés moderado, pasajero, es maravilloso —mejoran varios aspectos de la función cerebral; los niveles de glucocorticoides de ese rango aumentan la liberación de dopamina; las ratas empujan las palancas para recibir la cantidad justa de glucocorticoides—. Y a medida que el estrés se vuelve más severo y prolongado, esos efectos positivos desaparecen (existiendo, por supuesto, importantes diferencias individuales en lo que respecta a la transición entre los efectos estimulantes a los sobreestimulantes; la pesadilla de una persona es el hobby de otra
 
 Robert M. Sapolsky
Compórtate, página 154
 
 
Más malas noticias: el estrés nos inclina hacia el egoísmo. En un estudio determinado, los sujetos respondían preguntas sobre la toma de decisiones morales en diversos escenarios, o después de un estresante social o en una situación neutral. Algunos escenarios tenían una intensidad emocional baja («En el supermercado usted espera su turno en la carnicería, y un anciano se le adelanta. ¿Se quejaría?»), en otros la intensidad era alta («Conoce al amor de su vida, pero está usted casado y tiene cinco hijos. ¿Dejaría a su familia?»). El estrés provocaba que los sujetos dieran respuestas más egoístas sobre las decisiones morales emocionalmente intensas (pero no en las más leves); cuanto más crecían los niveles de glucocorticoides, más egoístas eran las respuestas. Además, en el mismo paradigma, debido al estrés, a las personas altruistas les preocupaban menos las decisiones morales personales (cosa que no ocurría con las impersonales). Tenemos otro efecto endocrino contingente: el estrés hace que las personas sean más egoístas, pero solo en las circunstancias más emocionalmente intensas y personales. Esto se parece a otro caso de funcionamiento frontal mediocre —recuerde del capítulo 2 cómo los individuos con una lesión en el lóbulo frontal realizaban juicios razonables sobre los asuntos de los demás, pero cuanto más personal y emocionalmente intenso era el asunto, más incapaces eran—. Sentirse mejor por abusar de alguien inocente, o pensar más en las propias necesidades, no es compatible con sentir empatia. ¿Disminuye el estrés la empatia? Aparentemente sí, tanto en ratones como en hombres.
 
 Robert M. Sapolsky
Compórtate, página 160
 
 
El estrés sostenido tiene algunos efectos bastante desagradables sobre el comportamiento. Sin embargo, hay circunstancias en las que el estrés logra sacar lo mejor en algunas personas.
 
 Robert M. Sapolsky
Compórtate, página 162
 
 
El estrés puede alterar la cognición, el control de los impulsos, la regulación emocional, la toma de decisiones, la empatia y la prosocialidad.
 
 Robert M. Sapolsky
Compórtate, página 163
 
 
Una importante desmitificación: el alcohol Ningún análisis de los sucesos biológicos que ocurren en el periodo que va de minutos a horas antes de que se realice un comportamiento puede omitir el alcohol. Como todo el mundo sabe, el alcohol reduce las inhibiciones, haciendo que la gente sea más agresiva. Eso es erróneo, y lo es en un sentido que nos es familiar: el alcohol solo provoca la aparición de la agresividad en (a) individuos propensos a ella (por ejemplo, los ratones con niveles más bajos de señalización de la serotonina en el lóbulo frontal y los hombres con la variante del gen receptor de la oxitocina que es menos receptivo a la oxitocina se comportan preferentemente de forma agresiva por el alcohol) y (b) los que creen que el alcohol te hace ser más agresivo, demostrando una vez más el poder que tiene el aprendizaje social para dar forma a la biología. El alcohol influye de manera distinta en cada uno de nosotros; por ejemplo, las borracheras han sido la causa de más de una boda rápida celebrada en Las Vegas que al amanecer del día siguiente no parece haber sido tan buena idea.
 
 Robert M. Sapolsky
Compórtate, página 163
 
 
Resumen y algunas conclusiones
 
 Las hormonas son extraordinarias; en términos de
versatilidad y duración de sus efectos, les dan mil vueltas a los
neurotransmisores. Y esto incluye influir en los comportamientos de los que
trata este libro.
 
 La testosterona tiene mucho menos que ver con la agresividad
de lo que suponemos. Dentro de un rango normal, las diferencias de los
individuos en los niveles de testosterona no predicen quién será más agresivo.
Además, cuanto más agresivo ha sido un organismo, menos testosterona necesita
para un futuro comportamiento agresivo. El papel que sí juega la testosterona
es el de facilitadora —la testosterona no «crea» la agresividad—. Nos vuelve
más sensibles a los desencadenantes de la agresividad, especialmente en
aquellos individuos que son más propensos a ella. Hay que decir también que el
aumento de los niveles de testosterona fomenta la agresividad únicamente
durante los desafíos al estatus del individuo. Finalmente, y muy importante, el
aumento de la testosterona durante un desafío al estatus no incrementa
necesariamente la agresividad; incrementa lo que sea necesario para mantener
ese estatus. En un mundo en el que ese estatus se alcanzase mediante nuestros
mejores comportamientos, la testosterona sería la hormona más prosocial de
todas.
 
 La oxitocina y la vasopresina facilitan la formación del
vínculo entre la madre y su cría y los vínculos de pareja monógamos, reduce la
ansiedad y el estrés, aumenta la confianza y la afiliación social, y hace que
la gente sea más cooperativa y generosa. Pero hay que advertir que estas
hormonas incrementan la prosocialidad únicamente si va dirigida hacia
«nosotros». Cuando se trata de «ellos», nos hacen más etnocéntricos y
xenófobos. La oxitocina no es una hormona universal del amor. Es una hormona de
miras más estrechas.
 
 La agresividad de las hembras defendiendo a su descendencia
es normalmente adaptativa y es favorecida por el estrógeno, la progesterona y
la oxitocina. Muy importante: las hembras son agresivas en muchas otras
circunstancias evolutivamente adaptativas. Esa agresividad es favorecida por la
presencia de andrógenos en las hembras y por complejos trucos neuroendocrinos
para generar señales androgénicas en partes «agresivas», pero no «maternales» o
«afiliativas» del cerebro de la hembra. Los cambios de humor y de
comportamiento en la época que rodea a la menstruación son una realidad
biológica (a pesar de que son poco comprendidos a nivel básico); en cambio,
considerar que estos cambios son patológicos es un constructo social.
Finalmente, excepto en casos raros y extremos, el vínculo entre el SPM y la
agresividad es mínimo.
 
 El estrés sostenido presenta numerosos efectos adversos. La
amígdala se vuelve más hiperactiva y más acoplada con las vías propias de los
comportamientos habituales; es más fácil aprender el miedo y más difícil
desaprenderlo. Procesamos emocionalmente la información más destacada de una
forma más rápida y automática, pero con menos precisión. Las funciones del
lóbulo frontal —memoria funcional, control de los impulsos, toma ejecutiva de
decisiones, evaluación de riesgos y cambio de tareas— se ven dificultadas, y el
lóbulo frontal tiene menos control sobre la amígdala. Y nos volvemos menos
empáticos y prosociales. Reducir el estrés sostenido es beneficioso para
nosotros y para aquellos que nos rodean.
 
 «He estado bebiendo» no es una excusa para comportarse de
forma agresiva.
 
 Durante el intervalo de tiempo que va de minutos a horas,
los efectos hormonales son principalmente contingentes y facilitadores. Las
hormonas no determinan, ordenan, causas o inventan los comportamientos. En
lugar de eso nos vuelven más sensibles a los desencadenantes sociales de
comportamientos cargados emocionalmente, y exageran nuestras tendencias
preexistentes en esos dominios. ¿Y de dónde provienen esas tendencias
preexistentes? De los contenidos de los capítulos que tenemos por delante.
 
 Robert M. Sapolsky
Compórtate, página 164
 
 
En su influyente trabajo, Organización de la conducta, Hebb propuso lo que acabó convirtiéndose en el paradigma dominante. Formar recuerdos no requiere nuevas sinapsis (y mucho menos nuevas ramas o neuronas); requiere el fortalecimiento de sinapsis preexistentes
 
 Robert M. Sapolsky
Compórtate, página 167
 
 
La experiencia altera el número y la fortaleza de las sinapsis, la extensión del árbol dendrítico y los objetivos de las proyecciones de los axones.
 
 Robert M. Sapolsky
Compórtate, página 178
 
 
La experiencia, la salud y las fluctuaciones hormonales pueden cambiar el tamaño de partes del cerebro en cuestión de meses. La experiencia también puede ocasionar cambios duraderos en el número de receptores de neurotransmisores y hormonas, en los niveles de canales iónicos y en el estado de los interruptores genéticos del cerebro
 
 Robert M. Sapolsky
Compórtate, página 184
 
 
Básicamente, casi todo lo que puedas medir en el sistema nervioso puede cambiar como respuesta a un estímulo continuado. Y, muy importante, estos cambios son a menudo reversibles en un ambiente diferente.
 
 Robert M. Sapolsky
Compórtate, página 184
 
 
Algunas conclusiones
 
 El descubrimiento de la neurogénesis en adultos es un
acontecimiento revolucionario. Y el tema general de la neuroplasticidad, en
todas sus facetas, es inmensamente importante —como suele ocurrir siempre que
se descubre algo que los expertos decían que no podía ser—. El tema también
resulta fascinante porque está sujeto a un continuo revisionismo —la
neuroplasticidad irradia optimismo—. Los libros sobre este tema tienen títulos
como El cerebro que cambia por sí mismo, Entrene su mente, Cambie su cerebro y
Retrace el cableado de su cerebro: piense cómo tener una vida mejor, dando a
entender que se trata de la «nueva neurología» (ya no necesitamos la neurología
una vez que podemos utilizar plenamente la neuroplasticidad). Existe un
espíritu predispuesto y voluntarioso mires a donde mires.
 
 En medio de ese optimismo, hay que tener algunas
precauciones:
 
 Hay que recordar algunas advertencias que aparecieron en
otros capítulos —la habilidad del cerebro para cambiar como respuesta a la
experiencia carece de valores morales o éticos—. El retrazado axonal en los
individuos ciegos o sordos es algo extraordinario, excitante y conmovedor. Es
genial que su hipocampo se expanda si usted conduce un taxi en Londres. Lo
mismo se puede decir sobre el tamaño y especialización de la corteza auditiva
si toca el triángulo en una orquesta. Pero, en el otro extremo, resulta desastroso
que un trauma agrande la amígdala y atrofie el hipocampo, e incapacite a
aquellos que tienen un trastorno de estrés postraumático. De forma parecida,
expandir la cantidad de corteza motora dedicada a la destreza con los dedos es
algo muy positivo en el caso de los neurocirujanos, pero probablemente no es
una ventaja social en los ladrones de cajas fuertes.
 
 La extensión de la neuroplasticidad es, sobre todo,
indudablemente finita. Si no fuera así, los cerebros dañados gravemente y las
médulas espinales seccionadas podrían finalmente sanar. Además, los límites de
la neuroplasticidad son cotidianos. Malcolm Gladwell ha investigado cómo los
individuos cualificados han invertido una enorme cantidad de tiempo en
practicar: diez mil horas es su número mágico. Sin embargo, lo inverso no se
sostiene: diez mil horas de práctica no nos garantiza la neuroplasticidad
necesaria para hacer de nosotros un Yo-Yo Ma o un LeBron James.
 
 Manipular la neuroplasticidad para recuperar la
funcionalidad tiene un enorme y excitante potencial en neurología.
 
 Robert M. Sapolsky
Compórtate, página 185
 
 
La neuroplasticidad hace que la maleabilidad funcional del cerebro sea tangible, «demuestra científicamente» que el cerebro cambia.
 
 Robert M. Sapolsky
Compórtate, página 186
 
 
Un mundo diferente hace posible una nueva concepción del mundo, lo que significa un cerebro diferente. Y cuanto más tangible y auténtica parezca la neurobiología que subyace en estos cambios, más fácil será imaginar que puede suceder de nuevo.
 
 Robert M. Sapolsky
Compórtate, página 186
 
La neurobiología sugiere que la adolescencia es real, que el cerebro adolescente no es simplemente un cerebro adulto a medio cocinar o un cerebro infantil que se ha dejado fuera de la nevera demasiado tiempo. Además, la mayoría de las culturas tradicionales reconocen la adolescencia como un periodo diferente; es decir, te da algunos, pero no todos los derechos y responsabilidades típicas de un adulto. Sin embargo, lo que inventó Occidente es la adolescencia de más larga duración
 
 Robert M. Sapolsky
Compórtate, página 188
 
 
La realidad de la adolescencia ¿Es auténtica la adolescencia? ¿Hay algo que sea cualitativamente diferente que la distinga del periodo anterior y posterior, en lugar de ser parte de una progresión suave que va desde la infancia a la madurez? Puede que la «adolescencia» sea tan solo un constructo cultural. En Occidente, el gozar de una mejor nutrición y salud dio como resultado que comenzara antes la pubertad, y las fuerzas educativas y económicas de la modernidad presionaron para lograr que se pudiera ser madre a edades más tardías, por lo que apareció un hueco en el proceso de desarrollo entre esas dos etapas. Voilá! Se inventó la adolescencia. Tal como veremos, la neurobiología sugiere que la adolescencia es real, que el cerebro adolescente no es simplemente un cerebro adulto a medio cocinar o un cerebro infantil que se ha dejado fuera de la nevera demasiado tiempo. Además, la mayoría de las culturas tradicionales reconocen la adolescencia como un periodo diferente; es decir, te da algunos, pero no todos los derechos y responsabilidades típicas de un adulto. Sin embargo, lo que inventó Occidente es la adolescencia de más larga duración. Lo que sí parece un constructo de las culturas individualistas es la consideración de la adolescencia como un periodo de conflicto intergeneracional; los jóvenes de las culturas colectivistas parecen menos propensos a poner mala cara a las tonterías de los adultos, empezando por los padres. Además, incluso en las culturas individualistas la adolescencia no es, en todos los casos, una época de acné de la psique, de tormenta pasional. Muchos de nosotros la superamos bastante bien.
 
 Robert M. Sapolsky
Compórtate, página 188
 
  
 La maduración del lóbulo frontal durante la adolescencia se
produce para tener un cerebro más eficiente, no para tener más cerebro.
 
 Robert M. Sapolsky
Compórtate, página 190
 
 
El cerebro tiene que ver con circuitos, con patrones de conectividad funcional entre regiones.
 
 Robert M. Sapolsky
Compórtate, página 191
 
 
Así que los adolescentes toman más riesgos y no los evalúan correctamente. Pero no es solo que los quinceañeros estén más dispuestos a asumir riesgos. Después de todo, los adolescentes y los adultos no sienten el mismo deseo de hacer algo que sea peligroso y los adultos no lo hacen simplemente debido a la madurez de su lóbulo frontal. Hay una diferencia de edad en la búsqueda de sensaciones —los adolescentes se sienten tentados a hacer puenting; los adultos se sienten tentados a saltarse su dieta baja en sal—. La adolescencia se caracteriza no solo por ser una época más arriesgada, sino también por una mayor búsqueda de experiencias nuevas
 
 Robert M. Sapolsky
Compórtate, página 196
 
 
La adolescencia tiene que ver con la asunción de riesgos y con la búsqueda de lo novedoso.
 
 Robert M. Sapolsky
Compórtate, página 197
 
 
La vida adulta está llena de significativas bifurcaciones en medio del camino en las que la opción correcta es claramente la más difícil. Navegar a través de ellas con éxito es tarea del lóbulo frontal, y desarrollar la habilidad para hacerlo correctamente en cada contexto requiere que este vaya conformándose profundamente mediante la experiencia.
 
 Robert M. Sapolsky
Compórtate, página 210
 
 
Las pruebas de la necesidad más básica proporcionada por una madre provienen de un lugar conflictivo. Al principio de la década de 1990, las tasas de delincuencia se desplomaron por todo Estados Unidos. ¿Por qué? Para los liberales, la respuesta era la economía floreciente. Para los conservadores era el aumento de los presupuestos de los servicios para mantener el orden, el crecimiento de los centros penitenciarios y las condenas basadas en la ley de los tres strikes. Mientras tanto, una explicación parcial fue aportada por el experto en derecho John Donohue, de Stanford, y por el economista Steven Levitt, de la Universidad de Chicago: fue la legalización del aborto. Los autores analizaron las leyes de liberalización del aborto estado a estado y los datos demográficos del descenso del crimen, lo que demostró que cuando el aborto se convirtió en una opción disponible en un área, los índices de delincuencia a manos de adultos jóvenes bajaron durante los veinte años posteriores. Sorprendentemente fue un estudio muy controvertido, pero a mí me parece totalmente lógico y deprimente. ¿Qué es lo que más predice una vida dedicada a la delincuencia? Nacer de una madre que, si hubiera podido, habría elegido que no nacieras. ¿Qué es lo más básico que proporciona una madre? Saber que le hace feliz que existas
 
 Robert M. Sapolsky
Compórtate, página 230
 
 
Cualquier clase de madre es válida en una tormenta Harlow proporcionó otra lección importante, gracias a otro estudio que resulta doloroso ver. Los bebés mono eran criados con sustituías hechas de alambre que tenían inyectores de aire en la zona media de sus torsos. Cuando un bebé se agarraba, recibía un desagradable chorro de aire. ¿Qué predeciría un conductista que haría el mono al enfrentarse a un castigo como ese? Huir. Pero, al igual que ocurre en el mundo de los niños y parejas maltratados, los bebés se agarraban más fuerte. ¿Por qué solemos apegarnos a una fuente de refuerzo negativo, buscamos consuelo cuando nos sentimos angustiados precisamente en la causa de esa angustia? ¿Por qué incluso amamos a la persona equivocada, sufrimos maltrato y regresamos para recibir más? Las explicaciones psicológicas abundan. La causa es la baja autoestima, el creer que nunca lo harás mejor. O una convicción codependiente de que estás diciéndole a la persona que cambie. Puede que te identifiques con tu opresor, o que hayas decidido que es tu culpa y que el abuso es justificado, por lo que parece menos irracional y terrorífico. Todas estas son válidas y pueden tener un gran poder explicativo y terapéutico. Pero el trabajo de Regina Sullivan, de la NYU, demuestra que una parte de este fenómeno se halla a kilómetros de la psique humana. Sullivan condicionó crías de rata para que asociaran un olor neutro con una descarga. Si una cría que había sido condicionada cuando tenía diez días de edad o más («crías mayores») era expuesta al olor, ocurrían cosas lógicas —activación de la amígdala, secreción de glucocorticoides y evitación del olor—. Pero al hacerle lo mismo a una cría joven no se producía nada de eso; sorprendentemente, la cría se sentía atraída por el olor. ¿Por qué? Hay un matiz interesante que tiene que ver con el estrés en los recién nacidos. Los fetos de los roedores son perfectamente capaces de secretar glucocorticoides. Pero a las pocas horas de haber nacido, las glándulas suprarrenales se atrofian radicalmente, pasando a ser casi incapaces de secretarlos. Este «periodo de hiporrespuesta al estrés» (SHRP por sus siglas en inglés) va menguando durante las semanas venideras. ¿En qué consiste el SHRP? Los glucocorticoides tienen tantos efectos adversos sobre el desarrollo del cerebro (siga atento) que el SHRP representa una apuesta: «No secretaré glucocorticoides como respuesta al estrés, para que así me pueda desarrollar óptimamente; si ocurre algo estresante, mami se encargará de ello por mí». Por lo tanto, el privar a las crías de las ratas de la presencia de sus madres hará que en pocas horas sus glándulas suprarrenales se expandan y recobren su capacidad de secretar un montón de glucocorticoides. Durante el SHRP parece que las crías utilizan una regla más: «Si mamá está cerca (en cuyo caso no secreto glucocorticoides) debería apegarme a cualquier estímulo fuerte. No puede ser malo para mí; mamá no lo permitiría». Como prueba, si inyectamos glucocorticoides en la amígdala de las crías jóvenes durante el condicionamiento, la amígdala se activará y las crías desarrollarán una aversión al olor. En cambio, si se bloquea la secreción de glucocorticoides en las crías de más edad durante el condicionamiento, estas se sentirán atraídas por el olor. O las podemos condicionar estando presente su madre, no secretarán glucocorticoides y desarrollarán la atracción. En otras palabras, en las ratas jóvenes incluso cosas aversivas actúan como refuerzos en presencia de la madre, incluso si esta misma es la. fuente del estímulo aversivo. Tal como escribieron Sullivan y sus colegas, «el apego [en crías como esas] a recibir cuidados ha evolucionado para asegurar que la cría forme un vínculo con ese cuidador a pesar de la calidad del cuidado recibido». Cualquier clase de madre es válida en una tormenta. Si aplicamos esto a los humanos, ayuda a explicar por qué los individuos que han sido maltratados siendo niños se convierten en adultos propensos a tener relaciones en las que sufren abusos por parte de su cónyuge. ¿Pero qué podemos decir del reverso de la moneda? ¿Por qué un 33 por ciento de los adultos que fueron maltratados siendo niños se convierten en abusadores? Una vez más, abundan las explicaciones psicológicas útiles, construidas todas ellas alrededor de la identificación con el maltratador y de una racionalización apartada del terror. «Amo a mis hijos, pero les doy una bofetada cuando lo necesitan. Mi padre me hizo lo mismo, por lo tanto, también podría haberme amado». Pero una vez más, también se produce algo biológico, mucho más profundo —las crías de los monos que fueron maltratadas por sus madres tienen más probabilidades de convertirse en madres maltratadoras—.
 
 Robert M. Sapolsky
Compórtate, página 232
 
 
Fundamentalmente, una infancia llena de adversidades incrementa las posibilidades de que un adulto sufra (a) depresión, ansiedad o consumo de sustancias ilegales; (b) capacidades cognitivas disminuidas, especialmente las relacionadas con el funcionamiento del lóbulo frontal; (c) deficiente control de los impulsos y regulación de las emociones; (d) comportamiento antisocial, incluido el uso de la violencia; y (e) relaciones que replican las adversidades sufridas durante la infancia (p. ej., quedarse con una pareja maltratadora[471]). Y a pesar de todo eso, algunos individuos superan infancias miserables bastante bien.
 
 Robert M. Sapolsky
Compórtate, página 235
 
 
El perfil biológico Todas estas formas diferentes de adversidad son obviamente estresantes y causan anormalidades en la fisiología del estrés. En numerosas especies, los factores estresantes más importantes durante la primera etapa de la vida producen tanto niños como adultos con niveles elevados de glucocorticoides (además de CRH y ACTH, las hormonas hipotalámica y pituitaria que regulan la liberación de los glucocorticoides) y una hiperactividad del sistema nervioso simpático. Los niveles básales de glucocorticoides son elevados —la respuesta al estrés siempre está algo activada— y la recuperación del nivel basal después de la aparición de un agente estresante es retrasada. Michael Meaney, de la Universidad McGill, ha demostrado como el estrés en la fase inicial de la vida mitiga permanentemente la capacidad del cerebro de refrenar la secreción de glucocorticoides. Tal como dijimos en el capítulo 4, que el cerebro esté inundado de un exceso de glucocorticoides, especialmente durante el desarrollo, tiene efectos adversos sobre la cognición, el control de los impulsos, la empatia, etc. Se produce un deficiente aprendizaje dependiente del hipocampo en la vida adulta. Por ejemplo, los niños maltratados que desarrollan un trastorno de estrés postraumático tienen un volumen más reducido del hipocampo cuando son adultos. El psiquiatra de Stanford Víctor Carrión ha demostrado la existencia de un crecimiento reducido del hipocampo a los pocos meses de haber sufrido el maltrato. La causa más probable serían los glucocorticoides, que reducen la producción hipocámpica del factor de crecimiento conocido como factor neurotrófico derivado del cerebro. Por lo tanto, las adversidades sufridas durante la infancia perjudican el aprendizaje y la memoria. Y lo que también es muy importante es que perjudican la maduración y la función del lóbulo frontal; de nuevo, los glucocorticoides, a través de la inhibición del factor neurotrófico derivado del cerebro, son los culpables más probables. La conexión entre las adversidades de la infancia y la maduración del lóbulo frontal también se puede ver en el caso de la pobreza infantil. Los trabajos de Martha Farah, de la Universidad de Pensilvania, Tom Boyce, de la Universidad de California en San Francisco (UCSF), y otros demostraron algo bastante indignante: a los cinco años, cuanto menor es el estatus socioeconómico del niño, en promedio, (a) más altos son los niveles básales de glucocorticoides o más reactiva es la respuesta de estos al estrés, (b) más delgado es el lóbulo frontal y más bajo su metabolismo, y (c) más pobre es la función frontal relacionada con la memoria funcional, la regulación emocional, el control del impulso y la toma ejecutiva de decisiones; además, para alcanzar una regulación frontal equivalente, los niños con un estatus socioeconómico más bajo deben activar más el lóbulo frontal que los niños con un estatus socioeconómico mayor. Además, la pobreza infantil dificulta la maduración del cuerpo calloso, un haz de fibras axonales que conectan los dos hemisferios e integran su función. Es algo que está terriblemente mal —elegir estúpidamente una familia pobre en la que nacer, y ya en la guardería, las posibilidades de tener éxito en los test de malvaviscos de la vida ya están en tu contra—. Existe mucha investigación centrada en cómo la pobreza «se mete en la piel». Algunos mecanismos son específicos de los humanos —si eres pobre, tienes más probabilidades de crecer cerca de toxinas medioambientales, en un vecindario peligroso en el que hay más tiendas de venta de bebidas alcohólicas que mercados que vendan productos alimenticios; tienes menos probabilidades de ir a un buen colegio o de tener padres que tengan tiempo de leerte cuentos—. Es más probable que tu comunidad disponga de un capital social menor, y tú una autoestima baja. Pero parte del vínculo refleja los efectos corrosivos de la subordinación en todas las especies jerárquicas. Por ejemplo, en los babuinos, el tener una madre de rango bajo es un indicio de poseer un nivel elevado de glucocorticoides. De este modo, la adversidad vivida en la infancia puede atrofiar y mitigar el funcionamiento del hipocampo y del lóbulo frontal. Pero ocurre lo contrario en la amígdala —si sufres un montón de adversidades la amígdala se vuelve más grande e hiperreactiva—. Una consecuencia es el aumento del riesgo de padecer trastornos de ansiedad; cuando viene acompañado de un pobre desarrollo del lóbulo frontal, explica los problemas con la regulación de la emoción y del comportamiento, especialmente el control de los impulsos. La adversidad en la infancia acelera la maduración de la amígdala de una forma particular. Normalmente, una vez alcanzada la adolescencia, el lóbulo frontal logra la capacidad de inhibirla, diciendo: «Yo no lo haría si fuera tú». Pero después de sufrir la adversidad durante la infancia, la amígdala desarrolla la capacidad de inhibir al lóbulo frontal, diciendo: «Estoy haciendo esto e intenta detenerme». La adversidad infantil también daña el sistema de la dopamina (con su papel en la recompensa, la anticipación y el comportamiento dirigido hacia un objetivo) de dos formas. Primero, la adversidad en la primera etapa de la vida produce un organismo adulto más vulnerable a la adicción a las drogas y al alcohol. El camino que conduce a esta vulnerabilidad es, probablemente, triple: (a) los efectos sobre el desarrollo del sistema dopaminérgico; (b) la excesiva exposición del adulto a los glucocorticoides, lo cual incrementa el ansia de consumir drogas; (c) un lóbulo frontal deficientemente desarrollado. La adversidad infantil también incrementa substancialmente el riesgo del adulto a sufrir depresión. El síntoma definitorio de la depresión es la anhedonia, la incapacidad de sentir, anticipar o perseguir el placer. El estrés crónico agota la vía mesolímbica de la dopamina, generando anhedonia. El vínculo entre la adversidad infantil y la depresión adulta implica tanto efectos organizativos sobre el desarrollo del sistema mesolímibico como unos niveles elevados de glucocorticoides en el adulto, los cuales pueden mermar la dopamina. La adversidad infantil incrementa el riesgo de depresión a través de escenarios «secundarios» —reduciendo los umbrales de tal manera que los agentes estresantes adultos que la gente, generalmente, sabe manejar, desencadenan episodios depresivos—. Esta vulnerabilidad tiene sentido. La depresión es básicamente un sentido patológico de pérdida de control (lo que explica la descripción clásica de depresión, según la cual se trata de una «impotencia aprendida»). Si un niño experimenta una adversidad severa, incontrolable, la conclusión más afortunada que puede tener de adulto es: «Eran circunstancias terribles sobre las que yo no tenía ningún control». Pero cuando los traumas infantiles producen depresión, se produce una sobregeneralización distorsionada cognitivamente: «Y la vida siempre será incontrolablemente horrible».
 
 Robert M. Sapolsky
Compórtate, página 236
 
 
Hay dos tipos de adversidad que deberían ser considerados por separado:
 
 Observar la violencia
 
 ¿Qué ocurre cuando un niño presencia un acto de violencia
doméstica, una guerra, un asesinato a tiros o una masacre escolar? Durante
semanas después, se producen dificultades en la concentración y en el control
de los impulsos. El ser testigo de la violencia con armas duplica la
probabilidad de que el niño protagonice un episodio violento en los dos años
posteriores. Y la vida adulta proporciona el habitual incremento de los riesgos
de sufrir depresión, ansiedad y agresividad. Coherente con eso es el hecho de
que es mucho más posible que los criminales violentos hayan sido testigos de
algún hecho violento siendo niños que los criminales no violentos.
 
 Esto encaja con nuestra visión general de lo que supone la
adversidad infantil. Un tema aparte son los efectos que tiene sobre los niños
la violencia que aparece en los medios de comunicación.
 
 Hay innumerables estudios que analizan los efectos que tiene
en los niños ver la violencia que aparece en la televisión, en las películas,
en las noticias y en los vídeos musicales, y el ver y participar en los
videojuegos violentos. Un resumen a continuación.
 
 Exponer a los niños a las imágenes violentas que aparecen en
la televisión o en alguna película hace que aumenten las probabilidades de que
se comporten de forma agresiva poco después. Resulta interesante el hecho de
que el efecto es más fuerte entre las niñas (aunque hay que decir que ellas
muestran, de forma general, menores niveles de agresividad). Los efectos son
más fuertes cuando los niños son más jóvenes o cuando la violencia es más
realista o es presentada como acto heroico. Esa exposición puede hacer que los
niños acepten mejor la agresividad —en un estudio determinado, el ver
videojuegos violentos incrementaba la aceptación en las niñas adolescentes de
la violencia en las relaciones de pareja—. La violencia es clave —la
agresividad no se ve estimulada con material que sea simplemente emocionante,
excitante o frustrante—.
 
 Una abundante exposición durante la infancia a la violencia
que aparece en los medios de comunicación predice que habrá niveles elevados de
agresividad en los adultos jóvenes de ambos sexos (el rango en el que aparece
la «agresividad» va desde comportamientos agresivos en estudios experimentales
hasta llegar a la criminalidad violenta). Generalmente, el efecto permanece
después de controlar el tiempo dedicado a la televisión, el maltrato o el
comportamiento negligente, el estatus socioeconómico, los niveles de violencia
en el vecindario, la educación parental, una enfermedad psiquiátrica y el
coeficiente intelectual. Es un hallazgo fiable de gran magnitud. El vínculo
entre la exposición de los niños a la violencia que aparece en los medios de
comunicación y el incremento en la agresividad de los adultos es más fuerte que
el vínculo existente entre la exposición al plomo y el coeficiente de
inteligencia, la ingesta de calcio y la masa ósea, o el amianto y el cáncer de
laringe.
 
 Dos advertencias: (a) no hay pruebas de que los individuos
más violentos (p. ej., los responsables de tiroteos masivos) lo son porque de
niños estuvieran expuestos a la violencia de los medios de comunicación; (b) la
exposición no garantiza ni remotamente el incremento de la agresividad —en
lugar de eso, los efectos son más fuertes en los niños que ya muestran una
predisposición hacia la violencia—. Para ellos, la exposición insensibiliza y
normaliza su propia agresividad
 
  
 Acoso escolar
 
 Sufrir acoso escolar es otra adversidad común y corriente de
la infancia, que tiene consecuencias en el adulto al mismo nivel que las
producidas por el maltrato infantil en el hogar. Aunque hay una complicación.
Como la mayoría de nosotros hemos observado, explotado o experimentado de
niños, las víctimas del acoso escolar no son elegidas al azar. Los niños que
llevan metafóricamente colgado de la espalda el letrero que dice «pégame»
tienen muchas más probabilidades de tener problemas psiquiátricos personales o
familiares y una inteligencia social y emocional más limitada. Hay niños que ya
están en riesgo de sufrir resultados negativos de adulto, y el añadir el acoso
escolar a la mezcla solo hace que el futuro del niño sea todavía más sombrío.
La imagen de los acosadores escolares tampoco resulta sorprendente, empezando
porque entre ellos hay muchos que provienen de familias formadas por madres
solteras o padres jóvenes con una educación limitada y pocas expectativas
laborales. También hay normalmente dos perfiles marcados entre los niños; el
más habitual es el niño ansioso, aislado, con pocas habilidades sociales, que
se convierte en un abusón fruto de la frustración y con el fin de lograr
aceptación. Estos niños generalmente superan el acoso escolar. El segundo
perfil es el del niño seguro, que no siente empatía, socialmente inteligente,
con un sistema nervioso simpático imperturbable; este es el futuro sociópata.
Existe otro hallazgo sorprendente. ¿Quiere ver un niño que realmente tiene
muchas probabilidades de convertirse en un completo desastre de adulto?
Entonces encuentre a alguien que acose y sufra acoso escolar, que aterrorice a
los débiles de la escuela y regrese a casa aterrorizado por alguien más fuerte
que él[486]. De las tres categorías (acosador, acosado, acosador-acosado) son
los que tienen más probabilidades de sufrir problemas psiquiátricos, un menor
rendimiento escolar y un peor ajuste emocional. Tienen más probabilidades que
los meramente acosadores de utilizar armas y causar daños serios. De adultos,
tienen más riesgo de sufrir depresión, ansiedad y suicidio. En un estudio, se
hizo que niños de las tres categorías leyeran sobre casos de acoso escolar. Las
víctimas de acoso escolar condenaban el acoso, y entendían a la víctima. Los
acosadores condenaban el acoso, pero racionalizaban el escenario (p. ej., en
este caso fue culpa de la víctima). Y ¿qué pasaba con los niños
acosadores-acosados? Decían que el acoso escolar estaba bien. Sin duda alguna
eran los que sacaban la peor conclusión. «El débil merece ser acosado, por lo
que el acoso está bien. Pero eso significa que merezco ser acosado en casa.
Pero no lo merezco, y ese acoso me parece horrible. Puede que entonces yo sea
horrible cuando acoso a alguien. Pero no lo soy, porque los débiles merecen ser
acosados…». Una cinta de Moebius infernal
 
 Una cuestión fundamental
 
 Hemos examinado las consecuencias que tienen para el adulto
las adversidades sufridas durante la infancia y sus mediadores biológicos. Pero
persiste una cuestión fundamental. Sí, los abusos de la infancia incrementan
las probabilidades de ser un adulto abusador; ser testigo de actos violentos
aumenta el riesgo de sufrir un trastorno de estrés postraumático; la pérdida de
un progenitor implica que tienes más probabilidades de sufrir depresión de
adulto. Sin embargo, muchas, incluso la mayoría de las víctimas de tales
adversidades se convierten en adultos razonablemente funcionales. Existe una
sombra que cubre la infancia, los demonios acechan desde algún rincón de la
mente, pero por regla general las cosas funcionan bastante bien. ¿Qué explica
esa resistencia?
 
 Tal como veremos, los genes y el ambiente fetal son
relevantes. Pero es muy importante que recuerde la lógica de englobar
diferentes tipos de trauma en una sola categoría. Lo que importa es el número
de veces que un niño es apaleado por la vida y el número de factores
protectores. Si un niño sufre abusos sexuales, o es testigo de un acto
violento, su pronóstico como adulto es mejor que si hubiera experimentado
ambos. Si sufres pobreza infantil tus previsiones futuras son mejores si tu
familia es estable y cariñosa que si está rota y amargada. Está muy claro que
cuantas más adversidades diferentes sufra un niño, menores son sus
probabilidades de tener una vida adulta feliz y funcional.
 
 Robert M. Sapolsky
Compórtate, página 241
 
 
Un caso demoledor
 
 ¿Qué ocurre cuando todo va mal —sin madre o sin familia,
mínimas interacciones con compañeros, desatención sensorial y cognitiva, más
una nutrición deficiente—?
 
 Es el caso de los niños de los orfanatos rumanos, niños que
son el ejemplo de la pesadilla en la que se puede llegar a convertir la
infancia. En la década de 1980, el dictador rumano Nicolae Ceausescu prohibió
los anticonceptivos y los abortos y estableció que las mujeres estaban
obligadas a tener como mínimo cinco hijos. Pronto, los orfanatos se llenaron de
miles de bebés y niños abandonados por sus familias empobrecidas (muchas
intentaron recuperar a sus hijos cuando la economía mejoró). Los niños eran almacenados
en instituciones saturadas, lo que conllevaba una grave desatención y
carencias. La historia se conoció después del derrocamiento de Ceausescu.
Muchos de esos niños fueron adoptados por occidentales, y la atención
internacional provocó algunas mejoras en las instituciones. Desde entonces, los
niños adoptados en Occidente, los que finalmente regresaron con sus familias y
los que permanecieron en esas instituciones han sido estudiados,
fundamentalmente por Charles Nelson, de Harvard.
 
 De adultos, esos niños son, en su mayor parte, lo que se
esperaba que fueran. Bajos coeficientes de inteligencia y capacidades
cognitivas limitadas. Tenían problemas para establecer afectos, a menudo
bordeaban el autismo. La ansiedad y la depresión eran comunes. Cuanto más
tiempo habían estado ingresados en esas instituciones, peor era el pronóstico.
 
 ¿Y sus cerebros? Era menor tanto el tamaño total del cerebro
como el de la materia gris, la blanca, el metabolismo del lóbulo frontal, la
conectividad entre las regiones y el tamaño de las regiones cerebrales
individuales. Excepto la amígdala, la cual era mayor. Con eso ya está dicho
casi todo.
 
 Robert M. Sapolsky
Compórtate, página 241
 
 
Es muy importante señalar que el estrés maternal influye en el desarrollo del feto. Hay rutas indirectas —por ejemplo, la gente estresada tiene dietas menos saludables y consume más sustancias adictivas—. De forma más directa, el estrés altera la presión sanguínea de la madre y sus defensas inmunológicas, lo que influye en el feto. Y, más importante, las madres estresadas secretan glucocorticoides, que se introducen en la circulación fetal y básicamente tienen las mismas consecuencias negativas que en los bebés y niños estresados.
 
 Robert M. Sapolsky
Compórtate, página 267
 
 
Conclusiones
 
 Los efectos ambientales epigenéticos sobre el cerebro en
desarrollo son enormemente excitantes. Sin embargo, es necesario contener ese
entusiasmo. Los hallazgos han sido interpretados exageradamente, y cuantos más
investigadores se interesan en este tema, la calidad de los estudios disminuye.
Además, existe la tentación de sacar la conclusión de que la epigenética lo
explica «todo», sea lo que sea; la mayoría de los efectos que tienen en la vida
adulta las experiencias vividas durante la infancia probablemente no involucran
a la epigenética y (siga atento) la mayoría de los cambios epigenéticos son pasajeros.
Las críticas más duras son, especialmente, las realizadas por los genetistas
moleculares en lugar de las de los especialistas en conductismo (quienes
generalmente tratan estos temas); sospecho que una parte de la negatividad
proveniente de los primeros está alimentada por la humillación que supone tener
que incorporar los gustos de las ratas madre lamiendo a sus crías en el hermoso
mundo de la regulación génica.
 
 Pero la excitación debería reservarse para un nivel más
profundo, uno que tiene que ver con el capítulo entero. Los ambientes
estimulantes, los padres severos, los buenos vecindarios, los profesores poco
estimulantes, las dietas óptimas: todo ello altera los genes del cerebro.
¡Guau! Y no hace mucho, la revolución era cómo el ambiente y la experiencia
cambian la excitabilidad de las sinapsis, su número, los circuitos neuronales,
incluso el número de neuronas. ¡Guau! Y anteriormente la revolución era cómo el
ambiente y la experiencia pueden cambiar el tamaño de diferentes partes del
cerebro. Asombroso.
 
 Pero nada de todo esto es realmente sorprendente. Porque las
cosas deben funcionar de esta forma. Mientras que muy poco de lo ocurrido
durante la infancia determina el comportamiento adulto, virtualmente todo lo
que tiene que ver con la infancia cambia la propensión hacia algún
comportamiento adulto. Freud, Bowlby, Harlow, Meaney: todos ellos, desde
perspectivas diferentes, señalaron el mismo punto fundamental y revolucionario:
la infancia importa. Todo lo que los factores de crecimiento, los interruptores
de encendido y apagado y las tasas de mielinización hacen es ayudarnos a
comprender los entresijos de ese hecho.
 
 Todo ese conocimiento es muy útil. Nos muestra los pasos que
unen el punto A situado en la infancia con el punto Z situado en la vida
adulta. Nos muestra cómo los progenitores pueden dar lugar a descendencias
cuyos comportamientos se parecen a los suyos. Identifica los talones de Aquiles
que explican cómo la adversidad durante la infancia puede dañar o ser
perjudicial para su vida como adultos. Y nos deja entrever cómo se pueden
invertir los malos resultados y reforzar los buenos.
 
 Hay otra utilidad. En el capítulo 2 relaté cómo era
necesario demostrar la pérdida de volumen hipocámpico en los veteranos de
guerra con trastorno de estrés postraumático para convencer finalmente a muchos
poderosos de que ese trastorno es «auténtico». De forma parecida, no tendría
que ser necesario presentar detalles provenientes de la genética molecular o la
neuroendocrinología para demostrar que la infancia es importante y que por ello
es profundamente necesario proporcionar infancias llenas de buena salud y
seguridad, amor, cuidados y oportunidades. Pero en la medida que parecen
requerir precisamente esa clase de validación científica, hay que darles más
importancia a esos detalles.
 
 Robert M. Sapolsky
Compórtate, página 270
 
 
Desde un punto de vista reduccionista, la comprensión de algo complejo requiere separarlo en sus componentes, comprender esas partes, y luego, una vez juntadas, comprender el panorama completo. Y en este mundo reduccionista, para comprender las células, los órganos, los cuerpos y el comportamiento, la mejor parte constituyente que hay que estudiar son los genes.
 
 Robert M. Sapolsky
Compórtate, página 273
 
 
Los genes no tienen sentido fuera del contexto del ambiente.
 
 Robert M. Sapolsky
Compórtate, página 277
 
 
Algunos puntos clave que completan esta parte del capítulo
 
 Los genes no son agentes autónomos que dirigen los sucesos
biológicos.
En cambio, los genes son regulados por el ambiente, el cual consiste en todo, abarcando desde sucesos situados en el interior de la célula hasta el universo.
Una gran parte de nuestro ADN traduce las influencias del ambiente en la transcripción génica, en lugar de en la codificación de los genes; además, la evolución tiene mucho que ver con cambios en la regulación de la transcripción génica, en lugar de cambiar los propios genes.
La epigenética puede lograr que los efectos del ambiente duren toda la vida o incluso sean multigeneracionales.
Y gracias a los transposones, las neuronas contienen todo un mosaico de genomas diferentes.
 
 En otras palabras, los genes no determinan mucho. Seguiremos
con este tema cuando nos centremos en los efectos de los genes sobre el
comportamiento.
 
 Robert M. Sapolsky
Compórtate, página 283
 
 
Algunos científicos sociales informan de la existencia de influencias genéticas en el alcance de la implicación y la sofisticación política (independientemente de la orientación); hay artículos de genética del comportamiento que aparecen en el American Journal of Political Science. Genes, genes por todas partes. Se han descubierto numerosas contribuciones genéticas para cualquier cosa, desde la frecuencia con la que los adolescentes envían mensajes de texto hasta la aparición del miedo al dentista. ¿Significa eso que existe un gen «para» encontrar excitante el pelo que algunos tienen en el pecho, para la probabilidad de votar, para los sentimientos que te producen los dentistas? Es extremadamente improbable. En cambio, genes y comportamiento están a menudo conectados a través de rutas tortuosas. Piense en la influencia genética sobre el índice de participación en una votación; el factor mediador entre ambos resulta ser el sentido del control y la eficacia. La gente que vota regularmente siente que sus acciones importan, y este punto neurálgico de control refleja algunos rasgos de la personalidad que están influidos genéticamente (p. ej., optimismo alto, neurosis baja). ¿O qué decir del vínculo ente los genes y la autoconfianza? Algunos estudios muestran que la variable interviniente son los efectos genéticos sobre la altura; la gente alta es considerada más atractiva y se le trata mejor; lo que hace aumentar su autoconfianza, ¡maldita sea! En otras palabras, las influencias genéticas sobre el comportamiento a menudo funcionan a través de rutas muy indirectas, algo en lo que apenas se hace hincapié cuando las noticias sueltan frases hechas sobre la genética del comportamiento —«Los científicos informan sobre la existencia de la influencia genética en la estrategia a la hora de jugar al juego de la oca»—.
 
 Robert M. Sapolsky
Compórtate, página 288
 
 
Algunos puntos clave:
 
 La influencia de un gen en el valor promedio de un rasgo (es
decir, si es o no heredado) es diferente a la influencia que tiene sobre la
variabilidad de ese rasgo entre los individuos (su heredabilidad).
Incluso en el dominio de los rasgos heredados —por ejemplo, la herencia de cinco dedos como promedio en los humanos— no podemos decir realmente que existe una determinación genética en el sentido estricto de la palabra. Esto es debido a que la herencia de los efectos de un gen requiere que transmita no solo el gen, sino también el contexto que regula el gen de esa manera.
Las puntuaciones de heredabilidad guardan relación con los ambientes en los que los rasgos han sido estudiados. En cuantos más ambientes estudies un rasgo, es probable que menor sea la heredabilidad.
Las interacciones gen-ambiente son muy variadas y pueden ser drásticas. Por consiguiente, no podemos decir realmente qué es lo que «hace» un gen, solo qué es lo que hace en el ambiente en el que ha sido estudiado.
 
 La investigación actual explora activamente las
interacciones gen-ambiente. Por cosas como esta resulta fascinante: la
heredabilidad de varios aspectos del desarrollo cognitivo es muy alta (p. ej.,
alrededor del 70 por ciento para el coeficiente intelectual) en niños
procedentes de familias con un alto estatus socioeconómico (SES, por sus siglas
en inglés), pero solo de alrededor del 10 por ciento en niños de familias con
un SES bajo. De este modo, los SES más altos permiten que florezca el rango
completo de influencias genéticas sobre la cognición, mientras que los
escenarios con SES más bajos los restringen. En otras palabras, los genes son
casi irrelevantes para el desarrollo cognitivo si estás creciendo en medio de
una espantosa miseria —el efecto adverso de la pobreza supera a la genética—.
De forma similar, la heredabilidad del consumo de alcohol es más baja entre los
sujetos religiosos que entre los no religiosos —es decir, tus genes no importan
mucho si estás en un ambiente religioso que condena el consumo de alcohol—.
Dominios como este resaltan el poder potencial de la genética del
comportamiento clásica.
 
 Robert M. Sapolsky
Compórtate, página 303
 
 
Conclusiones
 
 Los genes tienen mucho que ver con el comportamiento.
Incluso podemos decir más apropiadamente que todos los rasgos del
comportamiento están afectados en algún grado por la variabilidad genética.
Tiene que ser así, dado que los genes especifican la estructura de todas las
proteínas que tienen que ver con todos los neurotransmisores, hormonas,
receptores, etc., que hay. Y tienen mucho que ver con las diferencias
individuales del comportamiento, dado el enorme porcentaje de genes que son
polimórficos, que aparecen en diferentes versiones. Pero sus efectos son
sumamente dependientes del contexto. No se pregunte qué es lo que hace un gen.
Pregúntese qué hace en un ambiente particular y cuando se expresa en una red
particular compuesta por otros genes (o sea, gen-gen-gen-gen…-ambiente).
 
 Por consiguiente, para nuestros propósitos, los genes no
implican inevitabilidad. En cambio, tienen que ver con tendencias dependientes
del contexto, la propensión, los potenciales y las vulnerabilidades. Todo ello
incrustado en la trama formada por los demás factores, biológicos y de otra
clase, que llenan estas páginas.
 
 Robert M. Sapolsky
Compórtate, página 324
 
 
Sin embargo, esa transmisión cultural no muestra progresión —las herramientas que utilizan hoy en día los chimpancés para abrir nueces es muy parecida a la misma que utilizaban hace cuatro mil años—. Y con escasas excepciones (que veremos más tarde) la cultura no humana tiene que ver únicamente con la cultura material (frente a, por ejemplo, la organización social).
 
 Robert M. Sapolsky
Compórtate, página 329
 
 
Para los propósitos de este capítulo, la lista asombrosamente larga de diferencias culturales en cómo se vive la vida, en los recursos y privilegios disponibles, en las oportunidades y trayectorias, nos resulta más interesante. Solo para empezar con algunas impresionantes estadísticas demográficas nacidas de las diferencias culturales: una niña nacida en Monaco tiene una esperanza de vida de noventa y tres años; una nacida en Angola, treinta y nueve. Letonia tiene un 99,9 por ciento de alfabetismo; Nigeria, el 19 por ciento. Más de un 10 por ciento de niños de Afganistán mueren en su primer año de vida, únicamente el 0,2 por ciento en Islandia. El PIB per cápita es de 137.000 dólares en Qatar, 609 dólares en la República Centroafricana. Una mujer de Sudán del Sur tiene aproximadamente mil veces más probabilidades de morir durante el parto que una mujer de Estonia[644]. La experiencia de la violencia también varía enormemente según la cultura. Alguien de Honduras tiene 450 veces más probabilidades de ser asesinado que alguien de Singapur. El 65 por ciento de las mujeres de África central sufren la violencia infligida por la pareja, el 16 por ciento en el Sudeste Asiático. Una mujer sudafricana tiene más de cien veces más probabilidades de ser violada que una de Japón. Si eres un escolar en Rumania, Bulgaria o Ucrania tienes más de diez veces más probabilidades de sufrir acoso escolar de forma crónica que si eres un niño de Suecia, Islandia o Dinamarca (siga atento a este tema, profundizaremos en él[645]). Desde luego, también están las tan bien conocidas diferencias culturales relacionadas con el género. En un extremo están los países escandinavos, que se acercan a la igualdad total de género, y Ruanda, con el 63 por ciento de los escaños de la cámara de representantes ocupados por mujeres, y en el otro extremo está Arabia Saudita donde a las mujeres no se les permite salir de casa a menos que vayan acompañadas de un guardián masculino, y Yemen, Qatar y Tonga, con un o por ciento de mujeres legisladoras (y con Estados Unidos, donde esa cifra ronda el 20 por ciento[646]). Y luego está Filipinas, donde el 93 por ciento de las personas dicen que se sienten felices y amadas, frente al 29 por ciento de armenios. En los juegos experimentales económicos, es más posible que la gente de Grecia y Omán gaste más recursos en castigar en demasía a los jugadores generosos que en castigar a los que son tramposos, mientras que entre los australianos ese «castigo antisocial» no existe. Y luego hay criterios muy diferentes respecto al comportamiento prosocial. En un estudio realizado con empleados de todo el mundo que trabajaban para el mismo banco multinacional, ¿cuál era según ellos la razón más importante para ayudar a alguien? Entre los estadounidenses era que la persona les hubiera ayudado a ellos previamente; para los chinos era que la persona tuviera un rango superior; en España, que fuera un amigo o un conocido[647]. Nuestra vida sería irreconociblemente diferente, dependiendo de en qué cultura nos hubiera depositado la cigüeña. Al navegar entre toda esta variabilidad, vemos que existen algunos patrones, contrastes y dicotomías pertinentes.
 
 Robert M. Sapolsky
Compórtate, página 330
 
 
Un niño privado del juego o que no muestra interés en él, rara vez alcanza una vida adulta socialmente satisfactoria.
 
 Robert M. Sapolsky
Compórtate, página 249
 
 
El juego es vital. Para poder jugar, los animales dejan de lado buscar comida, gastan calorías, se distraen y se vuelven más visibles para los depredadores. Los organismos jóvenes malgastan energía en el juego durante las hambrunas. Un niño privado del juego o que no muestra interés en él, rara vez alcanza una vida adulta socialmente satisfactoria. Pero, por encima de todo, el juego es intrínsecamente placentero —¿por qué si no participar en una secuencia de comportamientos en un escenario irrelevante? —. Las vías dopaminérgicas se activan durante el juego; las ratas juveniles, cuando juegan, emiten las mismas vocalizaciones que producen cuando son recompensadas con comida; los perros gastan la mitad de sus calorías moviendo sus colas para anunciar feromónicamente su presencia y su disponibilidad para el juego. El psiquiatra Stuart Brown, fundador del Instituto Nacional del Juego, hizo hincapié en que lo opuesto al juego no es trabajar, es la depresión. Un desafío es comprender cómo codifica el cerebro las propiedades de refuerzo de las distintas variedades de juegos. Después de todo, el juego abarca un amplio espectro de actividades que van desde las bromas con cálculos hilarantes con las que se retan los matemáticos entre sí hasta los niños que se retan haciendo pedos con sus sobacos.
 
 Robert M. Sapolsky
Compórtate, página 249
 
 
Las sociedades estratificadas están «más capacitadas [que las culturas igualitarias] para sobrevivir a la escasez de recursos limitando la mortalidad a las clases inferiores».
 
 Robert M. Sapolsky
Compórtate, página 352
 
 
El trabajo crucial realizado por el epidemiólogo social Richard Wilkinson, de la Universidad de Nottingham, aportó algunas nuevas ideas: no es tanto que la pobreza prediga una mala salud; es la pobreza en medio de tanta abundancia —la desigualdad en los ingresos—. La forma más segura de hacer que alguien se sienta pobre es restregarle por la cara aquello que no posee. ¿Por qué los grados elevados de desigualdad en los ingresos (independientemente de los niveles absolutos de pobreza) hacen que los pobres tengan una mala salud? Dos vías que se solapan: Ichiro Kawachi, de Harvard, ha defendido una explicación psicosocial. Cuando el capital social disminuye (debido a la desigualdad), aumenta el estrés psicológico. Una enorme cantidad de literatura analiza el modo en que ese estrés —falta de control, previsibilidad, salidas para la frustración y de apoyo social— activa crónicamente la respuesta al estrés, la cual, tal como vimos en el capítulo 4, corroe la salud de numerosas formas.
 
 Robert M. Sapolsky
Compórtate, página 355
 
 
La pobreza no es un pronosticador del crimen tanto como lo es la pobreza rodeada de opulencia.
 
 Robert M. Sapolsky
Compórtate, página 357
 
 
 
El vínculo entre la desigualdad y la salud allana el camino para la comprensión de cómo la desigualdad también influye en el aumento de los crímenes y de la violencia. Podría copiar y pegar los párrafos anteriores, reemplazando «mala salud» por «aumento de crímenes» y serviría perfectamente. La pobreza no es un pronosticador del crimen tanto como lo es la pobreza rodeada de opulencia. Por ejemplo, la amplitud de la desigualdad en los ingresos es un pronosticador mejor de los índices de crímenes violentos en los distintos estados de Estados Unidos y en todas las naciones industrializadas
 
 Robert M. Sapolsky
Compórtate, página 357
 
 
¿Por qué la desigualdad en los ingresos conduce a un aumento de los crímenes? De nuevo hay que decir que existe un ángulo psicosocial —la desigualdad significa menos capital social, menos confianza, cooperación y que la gente se preocupe menos por el prójimo—. Y luego está el ángulo neomaterialista —la desigualdad significa mayor separación de los ricos a la hora de contribuir al bien público—. Kaplan ha demostrado, por ejemplo, que estados con más desigualdad en los ingresos gastan proporcionalmente menos dinero en la herramienta fundamental para la lucha contra el crimen: la educación. Al igual que ocurre con la desigualdad y la salud, la ruta psicosocial y la neomaterial establecen sinergias.
 
 Un último punto algo deprimente sobre la desigualdad y la
violencia. Tal como hemos visto, en una rata que ha recibido descargas se
activa una respuesta al estrés. Pero una rata que ha recibido una descarga,
pero que a continuación puede morder a otra rata muestra una menor respuesta al
estrés. Lo mismo ocurre con los babuinos —si usted está en la parte baja de la
jerarquía, una forma fiable de reducir la secreción de glucocorticoides es
desplazar la agresividad hacia aquellos que están en un puesto inferior al suyo
en la jerarquía—. Pasa algo parecido con nosotros, a pesar de la pesadilla
conservadora de la guerra de clases, los pobres levantándose y esclavizando a
los ricos, cuando la desigualdad alimenta la violencia, son casi siempre casos
en los que los pobres atacan a los pobres. Este punto queda claro con una gran
metáfora sobre las consecuencias de la desigualdad en la sociedad. La
frecuencia de la «violencia a bordo de los aviones» —un pasajero alborotador
que pierde peligrosamente la cabeza por alguna razón durante un vuelo— ha
estado aumentando. Y resulta que existe un buen pronosticador: si el avión
tiene una sección de primera clase, hay casi cuatro veces más probabilidades de
que un pasajero se comporte de forma violenta. Si los pasajeros de clase
turista han de atravesar la zona destinada a la primera clase cuando embarcan,
estamos duplicando las probabilidades de que aparezca un episodio de ese tipo.
Nada como empezar un vuelo haciéndole recordar el puesto que ocupa en la
jerarquía de clases. Y completando el paralelismo con los crímenes violentos,
el resultado no es un pasajero de clase turista enloquecido corriendo hacia la
primera clase para gritar eslóganes marxistas. Es un tipo que se enfada con la
anciana que se sienta a su lado o con la asistente de vuelo
 
 Robert M. Sapolsky
Compórtate, página 357
 
 
La vida urbana contribuye a que se forme una clase diferente de cerebro.
 
 Robert M. Sapolsky
Compórtate, página 359
 
 
Además del tamaño de una población, ¿qué podemos decir de su densidad? Un estudio que analizó treinta y tres países desarrollados describió la «opresión» de cada país —en qué grado su Gobierno es autocrático, en qué grado reprime la disensión, controla el comportamiento, castiga las transgresiones, regula la vida según la ortodoxia religiosa, y en qué grado los ciudadanos consideran inapropiados varios comportamientos (p. ej., cantar en un ascensor o decir palabrotas en una entrevista de trabajo)—.[698] Las densidades de población superiores coincidían con culturas más opresoras —tanto la densidad alta en el presente, como notable e históricamente, en el año 1500—. El tema de los efectos de la densidad de población sobre el comportamiento dio lugar a un fenómeno bien conocido, en su mayor parte conocido de forma errónea. En la década de 1950, John Calhoun, del Instituto Nacional de Salud Mental, se preguntó qué le ocurre al comportamiento de una rata si esta vive en densidades de población más altas, una investigación motivada por el crecimiento continuo de las ciudades de Estados Unidos. Y en diversos artículos, dirigidos tanto a científicos como a un público lego en la materia, Calhoun dio una respuesta clara: vivir en una ciudad con densidad alta produce un comportamiento «desviado» y una «patología social». Las ratas se volvían violentas; los adultos mataban y se comían entre ellos; las hembras eran agresivas con sus crías; existía una hipersexualidad indiscriminada entre los machos (p. ej., intentar copular con hembras que no estaban en celo). Todo lo escrito sobre el tema, empezando por el propio Calhoun, era muy pintoresco. La descripción anodina de «vida en una población con densidad alta» fue reemplazada por «hacinamiento». Se decía que los machos agresivos «se volvían como locos», y de las hembras se decía que su comportamiento era propio de las «amazonas». Las ratas que vivían en estos «tugurios atestados de ratas» se volvían «marginados sociales», «autistas» o «delincuentes juveniles». Un experto en el comportamiento de las ratas, A. S. Parkes, describió a las ratas de Calhoun como «madres nada maternales, homosexuales y zombis» (el típico trío que invitaría usted a cenar en la década de 1950). Ese trabajo fue enormemente influyente, enseñó a psicólogos, arquitectos y urbanistas; se solicitaron un millón de copias del reportaje original de Calhoun aparecido en Scientific American; sociólogos, periodistas y políticos compararon explícitamente a los residentes de proyectos de construcciones de viviendas con las ratas de Calhoun. En la caótica década de 1960, un mensaje se propagó por todo el corazón de Estados Unidos: en los barrios pobres se alimentaban la violencia, la patología y la perversión social. Las ratas de Calhoun eran mucho más complicadas que todo esto (algo a lo que no le dedicó la debida atención en sus escritos destinados a un público lego en la materia). Vivir en densidades elevadas de población no convierte a las ratas en más agresivas. En cambio, sí que hace que las ratas agresivas lo sean todavía más. (Esto confirma los hallazgos que demostraron que ni la testosterona, ni el alcohol, ni la violencia de los medios de comunicación implican un aumento de la violencia de manera uniforme. Pero sí que hacen que los individuos violentos sean más sensibles a las señales sociales evocadoras de violencia). En cambio, el hacinamiento hace que los individuos que no son agresivos sean más tímidos. En otras palabras, exagera las tendencias sociales preexistentes. Las conclusiones erróneas de Calhoun sobre las ratas tampoco se sostienen en el caso de los humanos. En algunas ciudades —Chicago, por ejemplo, alrededor de 1970— la densidad alta de población en los vecindarios no predice que haya más violencia. Sin embargo, algunos de los lugares del planeta que tienen una mayor densidad de población —Hong Kong, Singapur y Tokio— tienen índices de violencia muy bajos. La vida en un lugar con densidad alta no es sinónimo de agresividad, ni en ratas ni en humanos. Las secciones anteriores analizan los efectos de vivir rodeados de un montón de gente, y en espacios reducidos. ¿Cuáles son los efectos de vivir rodeados de diferentes clases de gente? Diversidad. Heterogeneidad. Mezcla. Mosaico de culturas.
 
 Robert M. Sapolsky
Compórtate, página 360
 
  
 La relación entre sequía y violencia es delicada. Los
conflictos civiles a los que nos hemos referido en el párrafo previo implicaban
muertes causadas por la lucha entre fuerzas gubernamentales y no
gubernamentales (es decir, guerras civiles o insurgencias). Por lo tanto, en
lugar de luchar por un pozo de agua o por un campo para el pastoreo, luchaban
por las ventajas modernas del poder. Pero en los contextos tradicionales, la
sequía puede significar tener que pasar más tiempo recolectando o transportando
agua para los cultivos. Las redadas para hacerse con las mujeres del otro grupo
no son prioritarias, y ¿por qué robar las vacas de alguien cuando ni siquiera
puede usted alimentar a las suyas? En ese caso, los conflictos se reducen.
Curiosamente, ocurre algo parecido con los babuinos. Normalmente, los babuinos
que viven en ecosistemas ricos como el Serengueti necesitan alimentarse solo un
par de horas cada día. Una parte del atractivo que representan los babuinos
para los primatólogos es que esto les deja unas nueve horas diarias para
dedicarlas a sus maquinaciones sociales —ligar, enfrentarse entre ellos y
murmurar—. En 1984 se produjo una sequía devastadora en África Oriental. Entre
los babuinos, mientras hubo la suficiente comida, prácticamente todo el tiempo
en que estuvieron despiertos lo dedicaron a adquirir las suficientes calorías;
la agresividad se redujo. Así pues, la presión ecológica puede aumentar o
reducir la agresividad. De aquí nace la cuestión fundamental sobre cómo
influirá el calentamiento global en nuestros mejores y peores comportamientos.
Seguro que implicará algunas cosas buenas. Algunas regiones tendrán temporadas
de cultivo más largas, aumentando el aporte de alimentos y reduciendo
tensiones. Otras personas evitarán los conflictos, preocupándose por poner a
salvo sus hogares del océano invasor o cultivando pibas en el Ártico. Pero en
medio de todas las disputas sobre los detalles de los modelos predictivos, hay
consenso al afirmar que el calentamiento global no supondrá cosas positivas respecto
al conflicto global. Para empezar, las temperaturas más altas sacarán de quicio
a las personas —en las ciudades, durante los veranos, por cada tres grados de
incremento de la temperatura, había un 4 por ciento de incremento en la
violencia interpersonal y un 14 por ciento en la violencia grupal—. Pero las
malas noticias que acarreará el calentamiento global son más globales
—desertización, pérdida de tierras de cultivo debida a la crecida de los mares
y más sequías—. Un metaanálisis muy influyente predijo que, en el año 2050, en
algunas regiones habrá un 16 por ciento y un 50 por ciento de aumento en la
violencia interpersonal y de grupo respectivamente.
 
 Robert M. Sapolsky
Compórtate, página 367
 
 
Existen multitud de teorías que analizan la razón por la que los humanos inventaron la religión. Es algo que va más allá del hecho de que un humano sintiera una atracción hacia lo sobrenatural; tal como expresaba un artículo: «Mickey Mouse tenía poderes supernaturales, pero nadie le adora o pelearía —o moriría— por él. Nuestros cerebros sociales pueden ayudarnos a explicar por qué los niños de todo el mundo se sienten atraídos a hablar a las tazas de té, pero la religión es mucho más que eso». ¿Por qué apareció la religión? Porque hacía que los grupos fueran más cooperadores y viables (siga atento, ampliaremos este aspecto en el próximo capítulo). Porque los humanos necesitan personificación y ver una intención y una causalidad cuando se enfrentan a lo desconocido. O puede que el inventarse deidades sea un subproducto emergente de la arquitectura de nuestros cerebros sociales. En medio de todas estas especulaciones, resulta mucho más incomprensible la variedad de miles de religiones que hemos inventado. Varían en el número y género de las deidades; si hay o no vida después de la muerte, cómo es esta y qué hay que hacer para entrar; si las deidades juzgan o interfieren en la vida de los humanos; si ya nacemos siendo pecadores o puros y si la sexualidad cambia esos estados; si el mito del fundador de una religión es sagrado desde el inicio (tanto que, por ejemplo, los hombres sabios visitaron al fundador siendo este un bebé) o es el caso de un sibarita que se ha reformado (p. ej., la transición de Siddhartha desde la vida palaciega hasta convertirse en Buda); si el objetivo de la religión es atraer a nuevos seguidores (por ejemplo, con noticias excitantes, como un ángel me visitó en Manchester, Nueva York, y me dio unas placas de oro) o retener a los miembros (hemos hecho un pacto con Dios, así que quédate con nosotros). Etcétera, etcétera. Hay algunos patrones pertinentes entre toda esta variación. Como ya señalamos, las culturas del desierto son propensas a tener religiones monoteístas; los habitantes de las selvas tropicales, en cambio, se decantan por las politeístas. Las deidades de los pastores nómadas tienden a valorar la guerra y el valor en el campo de batalla como entrada a una buena vida después de la muerte. Las culturas basadas en la agricultura inventaron dioses que alteran el tiempo meteorológico. Como dijimos, una vez que las culturas se hicieron lo suficientemente grandes como para que los actos anónimos fueran posibles, empezaron a inventar dioses moralistas. Los dioses y la ortodoxia religiosa dominan más en las culturas que sufren amenazas frecuentes (guerra, desastres naturales), desigualdad e índices elevados de mortalidad infantil. Antes de aparcar este tema hasta el capítulo final, quiero destacar tres obviedades: (a) una religión refleja los valores de la cultura que la inventó o adaptó, y transmite muy eficazmente esos valores; (b) la religión promueve nuestros mejores y peores comportamientos; (c) es complicada.
 
 Robert M. Sapolsky
Compórtate, página 368
 
 
A primera vista, parece que somos un gran ejemplo de una especie en la que la fuerza impulsora del comportamiento es la maximización del éxito reproductivo, siendo una persona la forma que tiene un huevo de hacer otro huevo, y siendo una especie donde triunfan los genes egoístas. Fíjese tan solo en la ventaja tradicional de los hombres poderosos: ser polígamos. El faraón Ramsés II, asociado en la actualidad de forma inapropiada con una marca de condones, tuvo 160 hijos y seguramente no pudo diferenciar a ninguno de ellos de Moisés. Medio siglo después de su muerte en 1953, Ibn Saud, el fundador de la dinastía saudí, tenía más de tres mil descendientes. Los estudios genéticos sugieren que alrededor de dieciséis millones de personas que viven en la actualidad son descendientes de Gengis Khan. Y en las décadas recientes, el rey Sobhuza II de Suazilandia, el rey Saud, que era el hijo de Ibn Saud, el dictador Jean-Bédel Bokassa, de la República Centroafricana, más varios líderes fundamentalistas mormones, habían concebido más de cien hijos cada uno.
 
 Robert M. Sapolsky
Compórtate, página 441
 
La dicotomía Nosotros-Ellos basada en la compartición de rasgos mínimos tiene más que ver con los efectos psicológicos en lugar de genéticos de la barba verde. Hacemos asociaciones positivas con las personas que comparten los rasgos que parece que tienen menos sentido.
 
 Un gran ejemplo fue el aportado por un estudio en el que
unos sujetos conversaban con un investigador que, sin que lo supieran ellos,
imitaba o no imitaba sus movimientos (por ejemplo, cruzar las piernas[860]). La
imitación no solo resulta placentera, activando la dopamina mesolímbica, sino
que también hace que sea más probable que los sujetos ayuden al investigador,
recogiéndole su bolígrafo del suelo. Nace un Nosotros inconsciente solo porque
alguien se sienta como nosotros en una silla.
 
 De este modo, a una marca tipo barba verde va asociada esta
estrategia invisible. ¿Qué nos ayuda a definir una cultura particular? Sus
valores, creencias, atribuciones e ideologías. Todo ello es invisible, hasta
que van asociadas con marcadores arbitrarios como el vestido, la ornamentación
o el acento regional. Consideremos dos planteamientos cargados de valores sobre
qué hacer con una vaca: (A) comérnosla; (B) adorarla. Se llevarán mejor dos Aes
o dos Bes que un A y un B juntos cuando se trate de decidir qué hacer con la
vaca. ¿Qué marca sería fiable para reconocer a alguien partidario del
planteamiento A? Puede que el llevar un sombrero tejano y unas botas de cowboy.
¿Y a una persona B? Puede que un sari o una chaqueta Nehru. Esos marcadores
eran inicialmente arbitrarios: no hay nada en el objeto llamado sari que
sugiera intrínsecamente que esa persona cree que las vacas son sagradas porque
un dios cuida de ellas. Y no existe ningún vínculo inevitable entre ser
carnívoro y llevar un sombrero tejano —hace que el sol no te dé en los ojos ni
en la nuca, es útil tanto si cuidas de las vacas porque te encanta su carne o
porque Krishna cuidó vacas—. Los estudios sobre grupos mínimos nos muestran
nuestra propensión a generar dicotomías Nosotros-Ellos a partir de diferencias
arbitrarias. Lo que hacemos es vincular los marcadores arbitrarios basados en
diferencias sin sentido con valores y creencias.
 
 Y entonces, algo sucede con esos marcadores arbitrarios. A
nosotros (p. ej.… primates, ratas, perros de Pávlov) se nos puede condicionar
para asociar algo arbitrario, como una campana, con una recompensa. A medida
que la asociación se va consolidando, ¿es la campana «solo» un marcador que
simboliza un placer inminente, o pasa a ser placentera en sí misma? Un elegante
trabajo sobre el sistema mesolímbico de la dopamina nos muestra que, en un
subconjunto numeroso de ratas, la señal arbitraria pasa a ser una recompensa en
sí misma. De forma parecida, un símbolo arbitrario de un valor fundamental del
Nosotros cobra vida y poder en sí mismo, convirtiéndose en el significado en
lugar del indicador de un significado. De este modo, por ejemplo, la dispersión
de colores y patrones en la ropa que constituyen la bandera de una nación se
convierte en algo por lo que la gente mataría y moriría
 
 Robert M. Sapolsky
Compórtate, página 468
 
 
La fuerza de la dicotomía Nosotros-Ellos se ve en su aparición temprana en los niños. Con tres o cuatro años, los niños ya agrupan a las personas por su raza y género, tienen opiniones más negativas de Ellos y perciben las caras de las demás razas como más enfadadas que las de la propia. E incluso antes. Los bebés reconocen mejor las caras de su misma raza que las de las demás. (¿Cómo saberlo? Muéstrele repetidamente a un bebé una fotografía de alguien; cada vez la mirará durante menos tiempo. Muéstrele luego una cara diferente: si no puede distinguirlas apenas le echará un vistazo. Pero si reconoce que es nueva, se produce una excitación, y mira durante más tiempo).
 
 Robert
M. Sapolsky
Compórtate, página 469
 
 
Hay cinco reflexiones importantes sobre la creación de esa dicotomía en los niños:
           
 Robert M. Sapolsky
Compórtate, página 470
 
 
La estrechez de miras del grupo a menudo tiene que ver más con que Nosotros les ganemos a Ellos que con que a Nosotros nos vaya bien. Esta es la esencia de la tolerancia de la desigualdad en nombre de la lealtad. Resulta coherente, pues, que potenciar la lealtad fortalezca el favoritismo y la identificación dentro del grupo, mientras que potenciar la igualdad consigue justo lo opuesto
 
 Robert M. Sapolsky
Compórtate, página 474
 
 
La naturaleza de la pertenencia a un grupo puede ser sangrientamente polémica en cuanto a la relación de las personas con el Estado. ¿Es algo contractual? La gente paga impuestos, obedece leyes, se alista en el Ejército: el Gobierno proporciona servicios sociales, construye carreteras y presta ayuda después de los huracanes. ¿O es una de esas relaciones basadas en valores sagrados? La gente obedece fielmente y el Estado proporciona los mitos de la tierra natal. Pocos de esos ciudadanos pueden entender que, si la cigüeña los hubiera depositado arbitrariamente en otro lugar, sentirían fervientemente y de forma innata una pertenencia a una clase diferente de grupo excepcional, que marcharían con el paso de la oca al oír una música militar diferente.
 
 Robert M. Sapolsky
Compórtate, página 477
 
 
Pero Ellos no solo provocan una sensación de amenaza; a veces se trata de repugnancia. Volviendo al tema de la corteza insular, que en la mayoría de los animales tiene que ver con la repugnancia gustativa —darle un bocado a un alimento podrido—, pero que en el caso de los humanos incluye también la repugnancia moral y estética. Ver fotografías de drogadictos o de personas sin hogar generalmente activa la ínsula, no la amígdala. Sentirse asqueado por las creencias abstractas de otro grupo no es, naturalmente, el papel de la ínsula, que evolucionó para encargarse de aborrecer gustos y olores desagradables. Los marcadores Nosotros-Ellos proporcionan un primer peldaño. Que Ellos te hagan sentir repugnancia porque comen cosas repulsivas, sagradas o adorables, se untan con aromas rancios, se visten de formas escandalosas —todo eso son cosas a las que la ínsula puede hincar el diente—.
 
 Robert M. Sapolsky
Compórtate, página 478
 
 
El dar por sentado el hecho de que Ellos comen cosas asquerosas nos proporciona el impulso necesario para decidir que Ellos también tienen ideas repugnantes sobre, por ejemplo, ética deontológica.
 
 Robert M. Sapolsky
Compórtate, página 479
 
 
La magnitud que adquiere el papel de la repugnancia a la hora de definir a los demás grupos (Ellos) explica algunas diferencias individuales. Concretamente, las personas que muestran las actitudes más negativas en contra de los inmigrantes, los extranjeros y los grupos socialmente anormales suelen tener umbrales bajos para la repugnancia interpersonal (p. ej., se resisten a llevar la prenda de un extraño o a sentarse en un asiento que acaba de desocuparse).
 
 Robert M. Sapolsky
Compórtate, página 479
 
 
Algunos grupos catalogados como Ellos son ridiculizados, es decir, son objeto de mofa y burla, el humor como hostilidad. Burlarse de los grupos externos es un arma de los débiles, que daña a los poderosos y reduce el dolor de la subordinación. Cuando un grupo se burla de otro, es para consolidar los estereotipos negativos y cosificar la jerarquía. Consistente con esto, está el hecho de que es mucho más probable que los individuos con una gran «orientación a la dominancia social» (aceptación de la jerarquía y de la desigualdad del grupo) disfruten de los chistes sobre los grupos externos.
 
 Robert M. Sapolsky
Compórtate, página 479
 
  
 El esencialismo tiene que ver con considerar a los demás
grupos como homogéneos e intercambiables, la idea es que mientras nosotros
somos individuos, ellos tienen una esencia monolítica, inmutable y repulsiva.
La larga historia de malas relaciones con Ellos alimenta el pensamiento
esencialista —«Siempre han sido así y siempre lo serán»—. Como también lo hace
el tener pocas interacciones personales con los miembros de Ellos —después de
todo, cuanto más interaccionemos con Ellos, más excepciones se irán acumulando
que desafían ese estereotipo esencialista—. Pero la infrecuencia de las
interacciones no es un elemento indispensable, como se demuestra con el
pensamiento esencialista respecto al sexo opuesto. De este modo, Ellos tienen
diferentes características: son amenazantes y están enfadados, son repugnantes
y repulsivos, primitivos e indiferenciados.
 
 Robert M. Sapolsky
Compórtate, página 480
 
 
· ¿Qué es primero, la pobreza o la mala salud? Abrumadoramente lo primero. Recuerde que desarrollarse en un útero de SES bajo supone que sea mucho más probable tener una mala salud de adulto.
 
 
 
 
 
 Robert M. Sapolsky
Compórtate, página 530
 
  
 En un estudio concreto, cuando a conservadores y liberales
les preguntaban sobre las causas de la pobreza, ambos incidían en
responsabilidades personales («Son pobres porque son vagos»). Pero solo si
tenían que realizar juicios apresurados. Si se les daba más tiempo, los
liberales optaban más por explicaciones circunstanciales («Espera, hay muchas
cosas en contra de los pobres»). En otras palabras, los conservadores empiezan
diciendo lo que sienten y acaban igual; los liberales empiezan diciendo lo que
sienten, pero luego lo piensan mejor. Este estilo diferente a la hora de
atribuir causas a problemas concretos se extiende más allá de la política. Si
preguntamos a liberales o a conservadores sobre un tipo que cuando aprende un
baile pisa a alguien, si han de hacer una valoración rápida todos responden con
una explicación personal: el tipo es un patoso. Solo después de un tiempo los
liberales pasan a dar una explicación circunstancial: puede que el baile sea
realmente difícil.
 
Robert M. Sapolsky
Compórtate, página 538
 
  
 … es más fácil tener un pensamiento liberal siendo
conservador que lo contrario. O, dicho de una forma familiar, incrementar la
carga cognitiva debería hacer que la gente fuera más conservadora. Y ese es
precisamente el caso. La presión temporal de los juicios apresurados es una
versión de la carga cognitiva incrementada. Asimismo, la gente se vuelve más
conservadora cuando está cansada, dolorida o está distraída con una tarea
cognitiva, o cuando los niveles de alcohol en sangre han aumentado.
 
Robert M. Sapolsky
Compórtate, página 539
 
  
 La necesidad conservadora de predictibilidad y estructura
alimenta obviamente el énfasis sobre la lealtad, la obediencia y la ley y el
orden. También nos explica una característica desconcertante del paisaje
político: ¿cómo es que, durante los últimos cincuenta años, los republicanos
han convencido a los estadounidenses blancos empobrecidos para que voten tan a
menudo en contra de su propio interés económico? ¿Creen realmente que van a
ganar la lotería y luego disfrutar del lado privilegiado de la desigualdad
estadounidense? No. Los temas psicológicos de necesidad de una familiaridad
estructurada muestran que, para los blancos pobres, votar a los republicanos
constituye un acto implícito de justificación del sistema y del temor al
riesgo. Mejor resistirse al cambio y tratar con el demonio que ya conoces. Ya
vimos en el capítulo anterior que los conservadores gais muestran prejuicios
antigais más implícitos que los liberales gais. Mejor odiar lo que eres, si con
eso apuntalas un sistema cuya estabilidad y previsibilidad son fuentes de
comodidad. Entrelazada con estas variables está la diferencia izquierda-derecha
en la tendencia a ver las cosas como amenazantes, especialmente cuando el
conservadurismo está anclado en el autoritarismo. La vida está llena de ambigüedades,
muchas de ellas asociadas a un futuro novedoso, y si eso le produce ansiedad,
habrá un montón de cosas que le parecerán amenazantes. Pero una «amenaza» es
algo abstracto, como las que son contra la autoestima: hay algunas diferencias
políticas en la percepción de tales amenazas. Las diferencias tienen que ver
con amenazas concretas contra uno mismo. Esto ayuda a explicar algunas posturas
políticas —«Tengo aquí una lista de doscientos espías comunistas que trabajan
en el Departamento de Estado» es una buena demostración de amenaza imaginada—,
La diferencia en la percepción de la amenaza puede ser apolítica. En un estudio
determinado, unos sujetos tenían que realizar rápidamente una tarea cuando una
palabra aparecía brevemente en una pantalla. Los conservadores autoritarios,
pero no los liberales, respondieron más rápidamente a palabras amenazantes como
«cáncer», «serpiente» o «atracador» que cuando aparecían palabras no
amenazantes (p. ej., «telescopio», «árbol», «cantimplora»). Además, en comparación
con los liberales, esos conservadores asociaban más las palabras «brazos» con
«armas» (en lugar de con «piernas»), interpretaban en una mayor proporción las
caras ambiguas como amenazantes y eran más fáciles de condicionar para asociar
estímulos negativos (pero no los positivos) con estímulos neutrales. Los
republicanos informaron tener tres veces más pesadillas que los demócratas,
especialmente las que implicaban una pérdida de poder personal. Como dice el
dicho, un conservador es un liberal que ha sido asaltado. Relacionado con esto
está la «teoría del manejo del terror», la cual sugiere que el conservadurismo
está arraigado psicológicamente en un miedo pronunciado a la muerte; apoya esta
idea el descubrir que al condicionar a una persona para que piense sobre su
mortalidad la hace ser más conservadora. Estas diferencias en la percepción de
la amenaza ayudan a explicar las diferentes opiniones sobre el papel del
Gobierno: proporcionar ayuda a la gente (la opinión izquierdista; servicios
sociales, educación, etc.) o proteger a la gente (la opinión derechista; ley y
orden, Ejército, etc.). Miedo, ansiedad, terror a la mortalidad: debe ser una
lata ser de derechas. Pero a pesar de eso, en un estudio plurinacional, los de
derechas eran más felices que los de izquierdas. ¿Por qué? Puede que tengan
respuestas más sencillas, sin la carga de la corrección motivada. O, como creen
los autores, porque la justificación del sistema les permite a los
conservadores racionalizar y sentirse menos perturbados por la desigualdad. Y a
medida que crece la desigualdad económica, la diferencia existente entre
derecha e izquierda en cuanto a la felicidad crece.
 
 Robert M. Sapolsky
Compórtate, página 539
 
 
La ideología política es solo una manifestación del talante intelectual y emocional de la persona…
 
 … si haces que un liberal esté cansado, hambriento,
agobiado, desconcentrado o disgustado, se volverá más conservador. Haz que un
conservador sea más distante respecto a algo visceralmente repulsivo, y se
volverá más liberal
 
 Robert M. Sapolsky
Compórtate, página 544
 
  
 Las controversias sobre la ciencia misma de los estudios de
Milgram y Zimbardo son más pertinentes. La estructura del trabajo de Milgram ha
sido cuestionada en tres aspectos diferentes, ele forma más cortante por la
psicóloga Gina Perry: Parece que Milgram hubiera endulzado una parte de su
trabajo. Perry analizó los artículos no publicados de Milgram y grabaciones de
las sesiones, encontrando que los profesores rechazaron dar descargas con mucha
más frecuencia de la que se ha informado. Sin embargo, a pesar de que
aparentemente los resultados se han inflado, sí que se ha podido replicar el
hallazgo de un porcentaje de conformidad de alrededor del 60 por ciento. Solo
algunos de los estudios de replicación eran fieles a la tradición académica y
publicados en revistas arbitradas. En cambio, muchos de ellos eran recreaciones
para películas y programas de televisión. Puede que lo más importante fuera,
según el análisis realizado por Perry, que muchos más profesores de los
indicados por Milgram se dieron cuenta de que el aprendiz era un actor y que no
había descargas reales. Este problema es posible que también se produjera en
las replicaciones. Probablemente, es el ECS el que ha provocado la mayor
controversia. El pararrayos que atrajo más críticas fue el papel del propio
Zimbardo. En lugar de ser un observador independiente, hacía de
«superintendente» de la prisión. Estableció las reglas básicas (p. ej.,
decirles a los guardias que podían hacer que los prisioneros se sintieran
temerosos e indefensos) y se veía regularmente con los guardias durante el
proceso. Zimbardo tiene una personalidad enormemente grande, alguien a quien
desearías complacer. De ese modo, los guardias estaban sujetos a una presión no
solo para cumplir con su cohorte, sino también para obedecer y complacer a
Zimbardo; su papel, conscientemente o no, casi que con toda seguridad impulsó a
los guardias hacia un comportamiento más extremo. Zimbardo, un hombre humano y
decente que es amigo y colega, ha escrito extensamente sobre este impacto
distorsionado que él causó en el estudio. Al principio del estudio, a los
voluntarios se les asignó aleatoriamente el papel de guardias o prisioneros, y
los dos grupos resultantes no diferían en varias medidas sobre la personalidad.
Aunque eso es genial, lo que no se apreció fue la posibilidad de que los
voluntarios fueran distintos en su conjunto. Esto se probó en un estudio
realizado en 2007 en el que se reclutaron voluntarios mediante uno de dos
anuncios en el periódico. El primero hablaba de un «estudio psicológico sobre
la vida en la cárcel» —las palabras utilizadas en el anuncio para el ECS—,
mientras que en el otro se omitía la palabra «cárcel». Los dos grupos de
voluntarios fueron sometidos a continuación a diversas pruebas sobre la
personalidad. Hay que destacar que los voluntarios del estudio sobre la
«cárcel» alcanzaron mayores puntuaciones que los otros en mediciones sobre la
agresividad, el autoritarismo y la dominancia social y menores en empatía y
altruismo. En la medida en que tanto los guardias como los prisioneros del ECS
debieron pasar este, no está claro que eso influyera para acabar dando el
resultado cruel que conocemos. Finalmente, hay una regla de oro científica: las
replicaciones independientes. Si rehiciéramos el ECS, copiando incluso hasta la
marca de los calcetines de los guardias, ¿obtendríamos el mismo resultado?
Cualquier estudio tan grande, idiosincrático y caro como este sería muy difícil
de copiar a la perfección en un intento de replicación. Además, Zimbardo
publicó muy pocos datos sobre el ECS en revistas profesionales; en cambio,
escribió sobre todo para el público lego (era difícil resistirse a ello, dada
la atención que obtuvo el estudio). Por eso realmente solo ha habido un intento
de replicación.
 
 Robert M. Sapolsky
Compórtate, página 561
 
  
 Lo que es esencial es comprender las circunstancias que nos
empujan a realizar acciones que nunca pensamos que seríamos capaces de hacer.
 
 Robert M. Sapolsky
Compórtate, página 565
 
  
 Algunos rasgos de la personalidad predicen una resistencia a
la presión para acatar o someterse: no valorar ser concienzudo o agradable;
tener niveles muy bajos de neurosis; obtener una baja puntuación en el test de
autoritarismo de derechas (hay más probabilidades de que cualquier autoridad
particular sea cuestionada si ya se cuestiona el concepto de autoridad en sí
mismo); inteligencia social, la cual puede estar mediada por una capacidad
mejorada para comprender cosas como las cabezas de turco o los motivos ocultos.
 
Robert M. Sapolsky
Compórtate, página 570
 
 
Resumen y conclusiones
· Somos iguales a muchas otras especies sociales en cuanto a que tenemos marcadas diferencias de estatus entre los individuos y jerarquías que surgen a partir de esas diferencias. Al igual que muchas de esas otras especies, estamos perfectamente adaptados a esas diferencias de estatus, nos sentimos lo suficientemente fascinados por ellas como para controlar cuáles son las relaciones de estatus en individuos que son irrelevantes para nosotros, y podemos percibir las diferencias de estatus en un abrir y cerrar de ojos. Y lo encontramos profundamente inquietante, siendo la amígdala la protagonista cuando las relaciones de estatus son ambiguas y cambiantes.
 
 Robert M. Sapolsky
Compórtate, página 572
 
  
 Los científicos que estudian la filosofía moral hacen
hincapié cada vez más en el hecho de que la toma de decisiones morales es un
acto implícito, intuitivo y cuyas raíces están en la emoción.
 
Robert M. Sapolsky
Compórtate, página 579
 
  
 Para la escuela de intuicionistas sociales las pruebas son
abundantes: Cuando reflexionamos sobre las decisiones morales, no solo
activamos la CPFdl. También se produce una activación de los habituales
protagonistas emocionales: la amígdala, la CPFvm y la corteza orbitofrontal
relacionada, la corteza insular y la cingulada anterior. Los diferentes tipos
de transgresiones morales activan preferentemente diferentes subconjuntos de
estas regiones. Por ejemplo, los dilemas morales que provocan pena activan preferentemente
la ínsula; los que provocan indignación activan la corteza orbitofrontal. Los
dilemas que generan un conflicto intenso activan preferentemente el cíngulo
anterior. Finalmente, los actos que son evaluados también como moralmente
erróneos, esos que implican transgresiones no sexuales (p. ej., ser robado por
un hermano), activan la amígdala, mientras que los que implican transgresiones
sexuales (p. ej., relaciones sexuales con un hermano) también activan la
ínsula. Además, cuando esa activación es lo suficientemente fuerte, también
activamos el sistema nervioso simpático y nos sentimos excitados —y ya sabemos
cómo esos efectos periféricos repercuten e influyen en el comportamiento—.
Cuando nos enfrentamos a una elección moral, la CPFdl no se queda en un
silencio contemplativo. Las aguas están agitadas bajo la superficie. El patrón
de activación en estas regiones predice mejor que el perfil de la CPFdl las
decisiones morales. Y esto coincide con el comportamiento —la gente castiga en
la medida en la que se siente enojada porque alguien se comporte de forma
inmoral—. Las personas muestran una tendencia hacia reacciones morales
instantáneas; además, cuando los sujetos cambian de juzgar elementos inmorales
de los actos a los morales, las evaluaciones que realizan son más rápidas, todo
lo contrario, a la toma de decisiones morales que tienen que ver con la
cognición absoluta. Lo que es más sorprendente es que cuando nos enfrentamos a
un dilema moral, la activación de la amígdala, la CPFvm y la ínsula habitualmente
precede a la activación de la CPFdl. Las lesiones en estas regiones cerebrales
intuicionistas hacen que los juicios morales sean más pragmáticos, incluso
desalmados. Recuerde del capítulo 10 cómo las personas que tenían dañada la
CPFvm (emocional) no tenían ningún inconveniente en proponer sacrificar a un
pariente para salvar a cinco extraños, algo que los sujetos del grupo de
control no hacían nunca. Más revelador es cuando tenemos opiniones morales
sólidas, pero no podemos decir el porqué, algo que Haidt llama «perplejidad
moral» —seguida de una torpe racionalización a posteriori—. Además, tales
decisiones morales pueden diferir visiblemente en distintas circunstancias
afectivas o viscerales, generando racionalizaciones muy diferentes. Recuerde del
capítulo anterior cómo las personas se vuelven más conservadoras en sus juicios
sociales cuando están notando un olor fétido o sentados ante un escritorio
sucio. Y luego está ese hallazgo maravilloso: conocer las opiniones que tiene
un juez sobre Platón, Nietzsche, Rawls y cualquier otro filósofo cuyo nombre
acabo de buscar te da menos poder predictivo sobre sus decisiones judiciales
que saber que está hambriento.
 
 Robert M. Sapolsky
Compórtate, página 579
 
  
 La intuición emocional y la social no son una especie de
caldo primordial que entorpece esa especialidad humana que es el razonamiento
moral. En cambio, afianzan algunos de los pocos juicios morales con los que la
mayoría de los humanos estarían de acuerdo.
 
Robert M. Sapolsky
Compórtate, página 587
 
  
 La dependencia del contexto de la moralidad es también
fundamental en otro ámbito. Una persona que, con una despiadada sociopatía,
cree que está bien robar, asesinar, violar y saquear es una auténtica
pesadilla. Pero los peores actos de la humanidad han sido cometidos por otra
clase diferente de personas, concretamente aquella a la que pertenecemos la
mayoría de nosotros, quienes diríamos que, por supuesto, está mal hacer X…,
pero que estas circunstancias especiales hacen que el hecho de que yo lo haga es
algo excepcional. Utilizamos circuitos cerebrales distintos cuando consideramos
nuestros propios defectos morales (hay una fuerte activación de la CPFvm) que
cuando consideramos los de los demás (se activan más la ínsula y la CPFdl). Y
realizamos constantemente juicios diferentes, mostrando una predisposición a
eximirnos a nosotros mismos antes que a los demás de una condena moral. ¿Por
qué? En parte es simplemente egoísmo; en ocasiones sangra un hipócrita porque
has arañado a un hipócrita. La diferencia puede que también refleje las
diferentes emociones implicadas en el análisis de nuestras propias acciones en
lugar de las de los demás. Pensar en los fallos morales de los demás puede
provocarnos enfado e indignación, mientras que sus triunfos morales fomentan
emulación e inspiración. En cambio, el pensar en nuestros propios fallos
morales provoca vergüenza y culpa, mientras que nuestros triunfos suscitan
orgullo.
 
 Robert M. Sapolsky
Compórtate, página 593
 
  
 Los aspectos afectivos de ser tolerante con nosotros mismos
se ven cuando el estrés potencia más esta forma de ser. Cuando son estresados
experimentalmente, los sujetos realizan juicios más egoístas y racionales
respecto a dilemas morales emocionales y es menos posible que realicen juicios
prácticos; pero solo cuando los segundos implican un asunto personal
relacionado con la moral. Además, esta actitud es más predominante cuanto mayor
sea la respuesta glucocorticoide al agente estresante.
 
Robert M. Sapolsky
Compórtate, página 594
 
  
 Ser tolerantes o pacientes con nosotros mismos también
refleja un hecho cognitivo fundamental; a nosotros nos juzgamos por nuestros
motivos internos y a todos los demás por sus acciones externas. De este modo,
al considerar nuestras propias fechorías, tenemos más acceso a información
atenuante, circunstancial. Esto proviene directamente de la dicotomía
Nosotros-Ellos: cuando uno de Ellos hace algo mal es porque es simplemente
malo; cuando el que lo hace es uno de Nosotros es debido a alguna circunstancia
atenuante, y «Yo» es el miembro principal del Nosotros, con la mayor percepción
del estado interno. Por lo tanto, en este nivel cognitivo no hay ninguna
inconsistencia o hipocresía, y podríamos percibir fácilmente un error y
combatirlo con motivos internos en el caso de las malas acciones de alguien.
Simplemente, es más fácil conocer cuáles son esos motivos cuando somos el autor
de la fechoría.
 
Robert M. Sapolsky
Compórtate, página 594
 
  
 Las consecuencias adversas de esto son amplias y profundas.
Además, la tendencia a juzgarnos a nosotros mismos con menos dureza que a los
demás se resiste a la racionalización de la disuasión. Tal como escribe Ariely
en su libro: «Las trampas no se ven reducidas por el riesgo; se ven limitadas
por nuestra capacidad de racionalizar las trampas para nosotros mismos».
 
Robert M. Sapolsky
Compórtate, página 594
 
  
 Las personas elaboran juicios morales diferentes sobre el
mismo asunto dependiendo de si se trata de ellos o de cualquier otra persona,
de cuál de sus identidades es la que ha sido condicionada, del lenguaje
utilizado, de la distancia a la que se halla la intencionalidad e incluso de
los niveles de sus hormonas del estrés, de cuán llenos estén sus estómagos o de
cuál sea el olor que desprende su entorno.
 
 Robert M. Sapolsky
Compórtate, página 595
 
 
La toma de decisiones morales también puede variar drásticamente de una cultura a otra. La vaca sagrada de una cultura es el alimento de otra, y la discrepancia puede ser angustiosa.
 
 Robert M. Sapolsky
Compórtate, página 595
 
  
 Cooperación y
competencia
 
Una buena parte de la variabilidad intercultural más drástica en los juicios morales tiene que ver con la cooperación y la competencia. Este aspecto fue revelado de manera extraordinaria en un artículo aparecido en la revista Science en 2008 escrito por un equipo de economistas británicos y suizos.
 
 Los sujetos del estudio participaban en un juego económico
«por el bien público» en el que los jugadores empezaban con un cierto número de
fichas y luego decidían, en cada una de las rondas de una serie, con cuánto
contribuían a un fondo compartido; luego se multiplicaba ese fondo y se
compartía equitativamente entre todos los jugadores. La otra alternativa era
quedarse con las fichas. De este modo, la peor retribución para un jugador
individual sería contribuir con todas sus fichas al fondo común, y que nadie
más lo hiciera; la mejor sería si el individuo en cuestión no aporta ninguna
ficha y todos los demás contribuyen con todo. Según una de las características
del diseño, los sujetos podían «pagar» para penalizar a otros jugadores por el
tamaño de su contribución. Los sujetos procedían de diversas partes del mundo.
 
 Primer hallazgo: en todas las culturas, la gente era más
prosocial de lo que la racionalidad económica pura predeciría. Si todo el mundo
jugaba de la manera más despiadadamente asocial y práctica, nadie contribuiría
al fondo común. En cambio, los sujetos de todas las culturas contribuían
sistemáticamente. Una posible explicación es que los sujetos castigaban a las
personas que hacían la contribución más baja, y en proporciones aproximadamente
equivalentes.
 
 La diferencia sorprendente fue la aparición de un
comportamiento que yo nunca había visto hasta entonces en la literatura sobre
el comportamiento en los juegos económicos experimentales, algo llamado
«castigo antisocial». El castigo por un aprovechamiento indebido consiste en
castigar a otro jugador por contribuir con una cantidad menor a la de usted (o
sea, por ser egoísta). El castigo antisocial es cuando castiga a otro jugador
por contribuir con más cantidad que usted (es decir, por ser generoso).
 
 ¿Por qué ocurre? Interpretación: esta hostilidad hacia
alguien que es demasiado generoso es porque hace subir la apuesta, y pronto se
esperará que todo el mundo (o sea, yo) sea generoso. Hay que eliminarlo, está
estropeando las cosas. Castiga a alguien por ser bueno porque… ¿qué pasaría si
esa clase de loca anomalía se convierte en la norma y usted se siente
presionado a comportarse igual de bien?
 
 En un extremo había sujetos de países (Estados Unidos y
Australia) en los que su castigo antisocial era prácticamente inexistente. Y en
el otro asombroso extremo había sujetos de Omán y Grecia, que estaban
dispuestos a gastar más para castigar la generosidad que para castigar el
egoísmo. Y no era una comparación de, por ejemplo, teólogos de Boston con
piratas de Omán. Todos los sujetos eran estudiantes de universidades de zonas
urbanas.
 
 Así que ¿cuál es la diferencia entre estas ciudades? Los
autores encontraron una correlación fundamental: cuanto menor sea el capital
social de un país, más altos son los índices de castigo antisocial. En otras
palabras, ¿cuándo incluyen los sistemas morales de la gente la idea de que ser
generoso merece un castigo? Cuando viven en una sociedad en la que la gente no
confía en los demás y sienten que no son eficientes
 
 Robert M. Sapolsky
Compórtate, página 597
 
  
 También se han hecho trabajos fascinantes específicamente
con personas de culturas no occidentales, como es el caso de un par de estudios
de Joseph Henrich, de la Universidad de Columbia Británica y sus colegas. Los
sujetos se contaban por miles y provenían de veinticinco culturas «de pequeña
escala» diferentes de todo el mundo —había pastores nómadas,
cazadores-recolectores, recolectores sedentarios u horticultores, y
agricultores de subsistencia o asalariados—. Había dos grupos de control,
formados por urbanitas de Misuri y de Accra (Ghana). Una característica
especialmente importante del estudio era que los sujetos participaron en tres
juegos experimentales económicos: (a) el juego del dictador, en el que el
sujeto decide simplemente cómo se reparte el dinero entre él y otro jugador. Da
una medida del verdadero sentido de la justicia, independiente de las
consecuencias, (b) El juego del ultimátum, en el que puedes pagar para castigar
a alguien que te trata de manera injusta (es decir, castigo egoísta a una
segunda parte), (c) Un escenario en el que se produce un castigo a una tercera
parte, en el que puedes pagar para castigar a alguien que trata a una tercera
persona de forma injusta (castigo altruista).
 
 Los autores identificaron tres variables fascinantes que
predecían patrones de juego:
 
 Integración en el mercado: ¿Cuánto interactúan
económicamente, intercambiando objetos, las personas de una cultura? Los
autores caracterizaron esto como el porcentaje de calorías de la gente que
proviene de adquisiciones obtenidas en las interacciones en el mercado, y las
calificaciones variaron desde un o por ciento para los cazadores-recolectores
hadzas de Tanzania hasta casi un 90 por ciento para las culturas sedentarias
basadas en la pesca. Y a lo largo de todas las culturas el mayor grado de
integración en el mercado predecía fuertemente que la gente hiciera ofertas más
justas en los tres juegos y estuviera dispuesta a pagar tanto para los castigos
egoístas a una segunda parte como para los castigos altruistas a una tercera
parte. Por ejemplo, los hadzas, en un extremo, mantenían una media de un 73 por
ciento del botín para ellos en el juego del dictador, mientras que los
sanquiangas de Colombia, una cultura pesquera sedentaria, además de la gente de
Estados Unidos y de Accra, se aproximaban a un reparto del botín del 50:50. La
integración en el mercado predice una mayor disposición a castigar a los
egoístas, y aunque no nos resulta sorprendente, a los menos egoístas.
 
 Tamaño de la comunidad: Cuanto mayor es la comunidad,
mayor es la incidencia de los castigos a segundas y terceras partes que se
comportaran como tacaños. Los hadzas, por ejemplo, con sus pequeños grupos de
cincuenta o menos miembros, aceptaban cualquier oferta que estuviera por encima
de cero en el juego del ultimátum —no había castigo—. En el otro extremo, en
comunidades compuestas por cinco mil o más miembros (agricultores y
acuicultores sedentarios, más los urbanitas de Ghana y Estados Unidos) las
ofertas que no se acercaran al reparto 50:50 eran habitualmente rechazadas o
castigadas.
 
 Religión: ¿Qué porcentaje de la población procesaba
una religión presente en todo el mundo (es decir, cristianismo o islam)? Los
resultados iban desde ninguno en los hadzas a entre 60 y 100 por cien para el
resto de los grupos. Cuanta mayor era la incidencia de la pertenencia a una
religión occidental, más castigos a terceras partes había (o sea, mayor
disposición a pagar para castigar a la persona A por ser injusta con la persona
B).
 
 ¿Qué nos dicen estos hallazgos?
 
 Primero el tema religioso. Este fue un hallazgo no sobre la
religiosidad en general, sino sobre la religiosidad de una religión con
presencia en todo el mundo, y no sobre la generosidad o la equidad, sino sobre
el castigo altruista a una tercera parte. ¿Qué es lo que ocurre con las
religiones mundiales? Tal como vimos en el capítulo 9, solo es cuando los
grupos se vuelven lo suficientemente grandes como para que la gente interactúe
regularmente con extraños que las culturas inventan dioses moralizadores. No
son dioses que se sientan a la mesa de un banquete riéndose con distanciamiento
de las debilidades de los humanos de ahí abajo, o dioses que castigan a los
humanos por pésimas ofrendas sacrificiales. Estos son dioses que castigan a los
humanos por haberse portado mal con otros humanos —en otras palabras, las
religiones grandes inventaron dioses que castigan a terceros—. No es de
extrañar que esto prediga que los fieles de estas religiones también tengan
predilección por los castigos a terceros. Luego está el hallazgo doble que
muestra que cuanto mayor es la integración en el mercado y cuanto mayor sea el
tamaño de la comunidad más justas son las ofertas (para el primero) y más
disposición hay para castigar a los jugadores injustos (en ambos casos). Me parecieron
unos hallazgos especialmente desafiantes, sobre todo cuando se plantean tan
cuidadosamente como hicieron los autores.
 
 Los autores preguntan de dónde proviene el sentimiento
extremo de justicia que es tan único en los humanos, especialmente en el
contexto de sociedades amplias en las que hay frecuentes interacciones con
extraños. Y ofrecen dos tipos tradicionales de explicaciones que están
estrechamente relacionadas con nuestras dicotomías intuición-razonamiento y
raíces animales-invenciones culturales:
 
 Robert M. Sapolsky
Compórtate, página 598
 
 
Nuestro anclaje moral en la justicia en las sociedades grandes es un residuo y extensión de nuestro pasado como cazadores-recolectores y de nuestro pasado primate no humano. La vida transcurría en pequeños grupos, en los que la justicia estaba impulsada sobre todo por la selección por parentesco y por escenarios sencillos de altruismo recíproco. Ya que el tamaño de nuestra comunidad ha ido creciendo y ahora tenemos mayormente interacciones con extraños con los que no tenemos parentesco, nuestra prosocialidad solo representa una expansión de nuestra mentalidad de grupo pequeño, y utilizamos varios marcadores tipo barba verde como indicio de parentesco. Con mucho gusto daría mi vida por dos hermanos, ocho primos o por un tipo que sea hincha de los Packers. Los fundamentos morales del sentido de la justicia se encuentran en las instituciones culturales y en las mentalidades que inventamos a medida que nuestros grupos se hicieron más grandes y más sofisticados (como se puede comprobar en la aparición de los mercados, economías monetarias y cosas parecidas).
 
 Robert M. Sapolsky
Compórtate, página 601
 
  
 Después de leer estas páginas, resulta obvio que creo que el
primer escenario es bastante potente —mire, vemos las raíces del sentido de
equidad y justicia en la naturaleza igualitaria de los cazadores-recolectores
nómadas, en otros primates, en bebés, en la prevalencia de la implicación
límbica en lugar de la cortical—. Pero, de manera inconveniente para ese punto
de vista, es totalmente contrario a lo que surge de estos estudios: a lo largo
de las veinticinco culturas, son los cazadores-recolectores los que más se
parecen a nuestros antepasados, viviendo en grupos pequeños, con los grados más
altos de parentesco y con la menor dependencia de las interacciones en
mercados, quienes muestran la menor tendencia hacia la realización de ofertas
justas y una menor inclinación a castigar la injusticia, ya se haya cometido
con ellos o con otro individuo. Ahí no hay nada de esa prosocialidad, una
imagen contraria de lo que vimos en el capítulo 9. Creo que una posible
explicación es que estos juegos experimentales económicos acceden a un tipo de
prosocialidad muy específico y artificial. Solemos pensar en las interacciones
del mercado como el paradigma de la complejidad —encontrando literalmente una
moneda corriente para el conjunto de necesidades y deseos humanos en la forma
de esa abstracción llamada dinero—. Pero en su esencia, las interacciones de
mercado representan un empobrecimiento de la reciprocidad humana. En su forma
natural, la reciprocidad humana es un triunfo de las matemáticas fáciles e
intuitivas a largo plazo con manzanas y naranjas —ese tipo de ahí es un cazador
fantástico; ese otro no está a su nivel, pero te cubrirá las espaldas si hay un
león merodeando; mientras tanto, esa mujer es increíble encontrando las mejores
nueces de mongongo; esa anciana lo sabe todo sobre hierbas medicinales, y ese
tipo raro de ahí se sabe las mejores historias—. Sabemos dónde viven los demás,
las columnas de deuda se van nivelando con el tiempo; y si alguien está
abusando realmente del sistema, lo superaremos al tratar con él colectivamente.
En cambio, en su esencia, una interacción de mercado de una economía monetaria
lo reduce todo a «te doy esto ahora, así que dame eso ahora» —interacciones
miopes en tiempo presente cuyas obligaciones de reciprocidad deben ser equilibradas
inmediatamente—. Este tipo de funcionamiento es relativamente nuevo para la
gente de las sociedades pequeñas. No es que las culturas pequeñas que se están
haciendo más grandes y se basan en el mercado estén aprendiendo cómo ser
justas. En cambio, están aprendiendo cómo ser justas en las circunstancias
artificiales modeladas por algo parecido al juego del ultimátum.
 
 Robert M. Sapolsky
Compórtate, página 602
 
  
 Las culturas colectivistas y las individualistas también se
diferencian en la forma en la que imponen el comportamiento moral. La
antropóloga Ruth Benedict fue la primera en señalar en 1946 que las culturas
colectivistas lo imponen utilizando la vergüenza, mientras que las culturas
individualistas utilizan la culpa. Es un contraste importante, algo que se
analizó en dos libros excelentes, el del psiquiatra de Stanford Herant
Katchadourian titulado Guilt: The Bite of Conscience y el de la científica medioambiental
Jennifer Jacquet titulado Is Shame Necessary?. En el sentido con el que es
utilizado por la mayoría de los expertos de este campo, entre los que están
esos autores, la vergüenza está producida por el juicio externo del grupo,
mientras que la culpa es debida al juicio interno del individuo. La vergüenza
requiere un público, es algo que tiene que ver con el honor. La culpa es para
las culturas que valoran la privacidad y tiene que ver con la consciencia. La
vergüenza es una valoración negativa de todo el individuo, la culpa lo es de un
acto, lo que hace posible odiar el pecado cometido, pero amar al pecador. Para
que el sentimiento de vergüenza sea efectivo es necesaria una población
conformista, homogénea; la culpa efectiva requiere en cambio el respeto por la
ley. Sentirse avergonzado significa querer esconderse, sentirse culpable
significa querer redimirse. La vergüenza es cuando todo el mundo dice: «Ya no
puedes vivir con nosotros»; la culpa es cuando usted dice: «¿Cómo voy a vivir
con esto?». Desde el momento en que Benedict presentó este contraste, ha habido
una opinión general de autocomplacencia en Occidente respecto a que la
vergüenza es algo más primitivo que la culpa, ya que Occidente ha dejado atrás
las orejas de burro, los azotes públicos y las letras escarlatas. La vergüenza
es el pueblo; la culpa es la internalización de reglas, leyes, edictos,
decretos y estatutos. Sin embargo, Jacquet argumenta convincentemente que el
sentimiento de vergüenza en Occidente sigue siendo útil, proponiendo que ha
renacido en una forma postmodernista. Para ella, pasar vergüenza es algo
especialmente útil cuando los poderosos no muestran indicio alguno de sentirse
culpables y evitan el castigo. No nos faltan ejemplos de dicha evasiva en el
sistema legal estadounidense, en el que uno se puede beneficiar por tener la
mejor defensa que el dinero o el poder pueda comprar; sentirse avergonzado
suele caer en ese vacío. Recordemos el escándalo acontecido en 1999 en la UCLA,
cuando se descubrió que más de una docena de jugadores de fútbol americano,
sanos y fornidos, utilizaban sus contactos, simulaban discapacidades y
falsificaban las firmas de los médicos para obtener plazas de aparcamiento
destinadas a los discapacitados. Gracias a su situación privilegiada, el castigo
fue visto como poco más que un tirón de orejas tanto de los tribunales como de
la UCLA. Sin embargo, el elemento de vergüenza también fue una compensación, ya
que abandonaron el palacio de justicia pasando delante de la prensa y de un
grupo de personas discapacitadas, en sillas de ruedas, que se burlaban de
ellos. Los antropólogos, estudiando desde los cazadores-recolectores hasta los
urbanitas, han encontrado que alrededor de dos tercios de la conversación
diaria es chismorreo, siendo además la mayoría del negativo. Tal como se ha
dicho, el chismorreo (con el objetivo de avergonzar) es un arma de los débiles
contra los poderosos. Siempre ha sido rápido y barato y lo es infinitamente más
ahora, en la era de la Red Escarlata (internet). Avergonzarse también es
efectivo cuando se trata de las atrocidades de las empresas. Curiosamente, el
sistema legal estadounidense considera que una empresa es un individuo en
muchos aspectos, algo que parece psicopático, ya que estas no tienen
consciencia y únicamente están interesadas en obtener beneficios. Las personas
que dirigen una empresa son consideradas de vez en cuando penalmente
responsables cuando la empresa hace algo que aun siendo legal es inmoral —está
fuera del ámbito de la culpa—. Jacquet recalca el poder potencial de las
campañas que buscan avergonzar, como las que forzaron a Nike a cambiar su
política sobre las horribles condiciones de trabajo y explotación en sus
talleres clandestinos del extranjero, o al gigante de la industria papelera
Kimberly-Clark sobre la tala de bosques antiguos. Aparte del bien potencial
obtenido del hecho de causar vergüenza, Jacquet también hace hincapié en los
peligros actuales de esa actitud, concretamente la ferocidad con la que la
gente puede ser atacada Online y la distancia que puede recorrer ese veneno… en
un mundo en el que odiar anónimamente al pecador parece mucho más importante
que el pecado en sí mismo.
 
Robert M. Sapolsky
Compórtate, página 604
 
  
 Los estudios del tranvía muestran la heterogeneidad moral de
las personas. En esos estudios, aproximadamente el 30 por ciento de los sujetos
fueron sistemáticamente deontologistas, reacios a apretar la palanca o a
empujar a una persona, incluso con el coste de esas cinco vidas. Otro 30 por
ciento era siempre utilitarista, dispuesto a apretar la palanca o a empujar. Y
para todos los demás, las filosofías morales dependían del contexto. El hecho
de que muchas personas cayeran en esta categoría propició el modelo del
«proceso dual» de Greene, que afirma que generalmente somos una mezcla de
valoraciones sobre los medios y los fines. ¿Cuál es su filosofía moral? Si el
daño causado a la persona que es el medio es involuntario o la intencionalidad
es realmente enrevesada e indirecta, soy un consecuencialista utilitarista, y
si la intencionalidad es absolutamente directa, soy un deontologista. Los
diferentes escenarios hipotéticos en el problema del tranvía revelan qué
circunstancias nos empujan hacia una deontología intuitiva, y cuáles hacia un
razonamiento utilitarista. ¿Qué resultado es mejor? Para la clase de persona
que lee este libro (o sea, alguien que lee y piensa, cosas de las que me
congratulo), cuando considera este tema a una distancia prudencial, el utilitarismo
parece el lugar desde el que empezar —maximizar la felicidad colectiva—. Hay un
énfasis en la equidad —no un tratamiento igualitario, sino considerar de igual
manera el bienestar de todo el mundo—. Y está el énfasis primordial en la
imparcialidad: si alguien cree que la situación propuesta es moralmente
equitativa, debería estar dispuesto a lanzar una moneda al aire para determinar
el papel de cada uno. Se puede criticar el utilitarismo basándose en razones
prácticas —es difícil encontrar una aceptación común de las versiones
diferentes de felicidad de todas las personas, el énfasis sobre los fines por
encima de los medios requiere que seas bueno a la hora de predecir cuáles serán
los fines reales, y la imparcialidad auténtica congenia difícilmente con
nuestras mentes basadas en la dicotomía Nosotros-Ellos—. Pero en teoría, al
menos, existe una atracción sólida y lógica hacia el utilitarismo. Excepto que
existe un problema: a menos que alguien se olvide de su CPFvm, la atracción
hacia el utilitarismo llega a su fin en algún momento. Para la mayoría de
personas es el momento en que ha de empujar a la otra persona a las vías cuando
pasa el tranvía. O asfixiar a un bebé que llora para salvar a un grupo de
personas que se esconden de los nazis. O matar a una persona sana para extraer
sus órganos y salvar cinco vidas. Tal como recalca Greene, prácticamente todo
el mundo se agarra a la lógica y el atractivo del utilitarismo, aunque
finalmente llegan a un punto en el que está claro que no es una buena guía para
la toma de decisiones morales cotidianas.
 
 Robert M. Sapolsky
Compórtate, página 608
 
  
 Es el Nosotros frente a Ellos en un marco moral, y la
importancia de lo que Greene llama «la tragedia de la moralidad del sentido
común» se puede observar en el hecho de que la mayoría de los conflictos
intergrupales en nuestro planeta son en última instancia desacuerdos culturales
sobre cuál de los «derechos» tiene más derecho.
 
Esta es una forma intelectualizada, incruenta de afrontar este tema. La siguiente es otra forma.
Por ejemplo, decido que sería bueno poner fotografías en esta sección que ilustren el relativismo cultural, mostrando un acto que es de sentido común en una cultura, pero que en otra es profundamente perturbador. «Ya sé —pienso—, pondré algunas fotos de un mercado del Sudeste Asiático donde venden carne de perro; al igual que yo, la mayoría de los lectores quieren a los perros». Buen plan. Abro Google Images, y el resultado es que me paso horas absorto, incapaz de parar, torturándome con una fotografía tras otra de perros que son llevados al mercado, perros que son descuartizados, cocinados y vendidos, fotografías de humanos en su trabajo diario en el mercado, indiferentes ante una jaula llena hasta arriba de perros que están sufriendo. Imagino el miedo que sienten esos perros, cómo se sienten acalorados, sedientos, doloridos. Pienso: «¿Y si estos perros llegaron a confiar en los humanos?». Pienso en su miedo y confusión. Pienso: «¿Y si uno de los perros a los que he querido tuviera que pasar por algo así? ¿Y si eso le ocurriera a un perro que aman mis hijos?». Y con mi corazón latiendo a toda velocidad, me doy cuenta de que odio a esta gente, odio a todos y cada uno de ellos y desprecio su cultura. Y me cuesta un esfuerzo enorme admitir que no puedo justificar ese odio y desprecio, que es una simple intuición moral, que hay cosas que hago que provocarían la misma respuesta en alguna persona distante cuya humanidad y moralidad no son, sin duda, inferiores a la mía, y que solo por la aleatoriedad del lugar en el que nacemos podría haber pensado como ellos. Lo que hace que la tragedia de la moralidad basada en el sentido común sea tan trágica es la intensidad con la que sabes que Ellos están profundamente equivocados. En líneas generales, nuestras instituciones culturales recubiertas de moralidad —religión, nacionalismo, orgullo étnico, espíritu de equipo— nos predisponen hacia nuestros mejores comportamientos cuando somos pastores que nos enfrentamos a la tragedia potencial de los bienes comunes. Nos hacen menos egoístas en situaciones de Yo frente a Nosotros. Pero nos precipitan hacia nuestros peores comportamientos cuando nos enfrentamos a Ellos y sus moralidades diferentes. La naturaleza dual del proceso de toma de decisiones morales nos muestra algunos detalles sobre cómo evitar estos dos tipos diferentes de tragedias. En el contexto Yo frente a Nosotros, nuestras intuiciones morales son compartidas, y el enfatizarlas resuena con la prosocialidad de nuestra pertenencia al grupo (Nosotros). Esto quedó demostrado en un estudio de Greene, David Rand, de Yale, y sus compañeros, en el que los sujetos participaban en un juego de una sola oportunidad sobre bienes públicos que simulaba la tragedia de los bienes comunes. A los sujetos se les daban diferentes cantidades de tiempo para decidir con cuánto dinero contribuirían a un bote común (frente a la opción contraria de quedárselo para ellos en detrimento de todos los demás). Y cuanto menos tiempo tenían para tomar la decisión, más cooperaban. Lo mismo se conseguía si se condicionaba a los sujetos para que valorasen la intuición (haciendo que lo relacionaran con un tiempo en el que la intuición les condujo a tomar una buena decisión o donde el razonamiento cuidadoso les hizo hacer lo contrario). Y a la inversa, si se instruía a los sujetos para que «consideraran cuidadosamente» su decisión, o se les condicionaba para que valorasen la reflexión por encima de la intuición, el resultado es que eran más egoístas. Cuanto más tiempo para pensar, más tiempo para decantarse por una versión de «sí, todos estamos de acuerdo en que la cooperación es algo bueno… Pero en esta ocasión debería estar exento» —que es lo que los autores denominan «avaricia calculada»—.
Robert M. Sapolsky
Compórtate, página 614
 
 
¿Qué ocurriría si los sujetos jugaran con alguien claramente diferente, el humano más diferente que puedas encontrar, según los estándares de comodidad y familiaridad del sujeto? Aunque ese estudio no se ha realizado (y obviamente sería muy difícil llevarlo a cabo), se puede predecir que las decisiones rápidas e intuitivas irían abrumadoramente en la dirección de un egoísmo sosegado y libre, saltando las alarmas de xenofobia que gritan «¡Ellos! ¡Ellos!» y creencias automáticas de «¡No confíes en Ellos!» que se desencadenarían instantáneamente. Cuando nos enfrentamos a dilemas morales sobre la resistencia al egoísmo que implican un Yo frente a un Nosotros, nuestras intuiciones rápidas son buenas, están afinadas por la selección evolutiva para cooperar en un mar de marcadores de barba verde. Y en esas circunstancias, regular y formalizar la prosocialidad (es decir, trasladarla del ámbito de la intuición al de la cognición) puede incluso ser contraproducente, un punto que fue recalcado por Samuel Bowles. Por el contrario, cuando tomamos una decisión moral durante un escenario de Nosotros frente a Ellos, hay que mantener las intuiciones lo más lejos posible. En cambio, piense, razone y cuestione: sea profundamente pragmático y estratégicamente utilitarista; adopte su perspectiva, intente pensar como ellos, intente sentir como ellos. Respire profundamente, y luego vuelva a hacer todo ese proceso una vez más.
 
 Robert M. Sapolsky
Compórtate, página 615
 
  
 La capacidad humana para engañar es enorme. Tenemos la
enervación de músculos faciales más compleja y utilizamos un gran número de
neuronas motoras para controlarlos —ninguna otra especie puede poner cara de póker—.
Y tenemos el lenguaje, ese medio extraordinario para manipular la distancia
existente entre un mensaje y su significado. Los humanos también somos
excelentes mintiendo porque nuestras capacidades cognitivas nos permiten hacer
algo que va más allá de lo realizado por cualquier pérfido gelada: podemos
«afinar» la verdad.
 
Robert M. Sapolsky
Compórtate, página 618
 
  
 Puede ser difícil engañar eficientemente, tener que pensar
estratégicamente, recordar cuidadosamente qué mentira es la que has dicho y
crear un falso afecto («Majestad, le traigo noticias terribles sobre su hijo,
el heredero al trono: le tendimos una emboscada…, ¡choque esos cinco!»). Por
consiguiente, la activación de la CPFdl reflejará tanto la lucha para
resistirse a la tentación como el esfuerzo ejecutivo para deleitarse en la
tentación, una vez que has perdido esa pelea. «No lo hagas» + «si vas a hacerlo,
hazlo bien». Esta confusión aparece en los estudios de neuroimagen de los
mentirosos compulsivos ¿Qué podemos esperar? Estas son personas que, por lo
general, fracasan a la hora de resistirse a la tentación de mentir; apuesto a
que tienen atrofiada alguna región frontocortical. Son personas que
habitualmente mienten y lo hacen bien (y también suelen tener un alto
coeficiente intelectual verbal); apuesto a que tienen alguna zona
frontocortical expandida. Y los estudios confirman ambas predicciones —los mentirosos
compulsivos tienen una mayor cantidad de materia blanca (los cables axonales
que conectan las neuronas) en el lóbulo frontal, pero menor cantidad de materia
gris (los cuerpos celulares de las neuronas)—. No es posible saber si existe
una causalidad en estas correlaciones entre la neuroimagen y el comportamiento.
Todo lo que podemos afirmar es que hay regiones frontocorticales como la CPFdl
que muestran múltiples y variadas versiones de lo que es «hacer lo más
difícil».
 
Robert M. Sapolsky
Compórtate, página 620
 
 
La activación de la CCA, la CPFdl y las regiones vecinas frontales está asociada con el hecho de mentir cuando se les ordena hacerlo
 
Robert M. Sapolsky
Compórtate, página 622
 
  
 Resistirse a la tentación es algo tan implícito como subir
escaleras, o pensar «miércoles» después de oír «lunes, martes», o como la
primera vez que dominamos un acto de resistencia hace tiempo, cuando logramos
acostumbrarnos a usar el orinal. Tal como vimos en el capítulo 7, no es una
función de la etapa kohlbergiana en la que esté usted; es que le han inculcado
unos imperativos morales con tanta urgencia y consistencia que hacer lo
correcto se ha convertido prácticamente en un reflejo de la espina dorsal. Esto
no equivale a sugerir que la honestidad, incluso la honestidad impecable que
resiste a toda tentación, solo puede ser el resultado de una automaticidad
implícita. Podemos pensar y luchar y utilizar el control cognitivo para tener
un historial intachable, como quedó demostrado en algunos trabajos posteriores.
Pero en circunstancias como las del estudio de Greene y Paxton, con repetidas
oportunidades para hacer trampas en una sucesión rápida, no se tratará de
derrotar al diablo una y otra vez. En cambio, lo que se requiere es
automaticidad. Hemos visto algún equivalente con los actos de valentía, la
persona que, en medio de una multitud paralizada, corre hacia un edificio en
llamas para salvar al niño. «¿En qué estaba pensando cuando decidió meterse en
la casa?». (¿Estaba pensando en la evolución de la cooperación, en el altruismo
recíproco, en la teoría de juegos y en la reputación?). Y la respuesta siempre
es: «No estaba pensando en nada. Antes de darme cuenta ya estaba corriendo
hacia allí». Las declaraciones de los receptores de la Medalla Carnegie sobre
ese momento muestran exactamente eso —un primer pensamiento intuitivo de que se
necesitaba ayuda, dando como resultado el poner en riesgo la vida sin un
segundo pensamiento—. «El heroísmo siente y no razona nunca», citando a
Emerson. Es lo mismo que: «¿Por qué nunca hace usted trampas? ¿Es por su
habilidad para ver las consecuencias a largo plazo derivadas del hecho de que
hacer trampas se convierta en algo rutinario, o por su respeto por la regla de
oro, o…?». La respuesta es: «No lo sé [encogimiento de hombros]. Simplemente,
no hago trampas». No se trata de un momento deontológico o consecuencialista.
Es la ética de la virtud entrando furtivamente por la puerta de atrás en ese
momento: «Yo no hago trampas; no soy así». Hacer lo correcto es hacer lo más
fácil.
 
 Robert M. Sapolsky
Compórtate, página 625
 
  
 Puede que sea más importante que estas palabras tienen que
ver generalmente con estados motivados internamente —no puedes obligar a
alguien a que sienta auténtica empatía, no puedes inducirle un sentido de culpa
u obligación—. Puedes generar versiones sucedáneas de esos sentimientos, pero
no los reales. Coherente con eso, algunos trabajos recientes muestran que
cuando ayudas a alguien fruto de la empatía, hay un perfil muy diferente de
activación cerebral respecto a cuando lo haces fruto de un sentido obligado de
reciprocidad.
 
 Robert M. Sapolsky
Compórtate, página 628
 
  
 Cuando se trata de empatía, todos los caminos
neurobiológicos pasan por la corteza cingulada anterior (CCA).
 
 Robert M. Sapolsky
Compórtate, página 635
 
  
 ¿Así que cómo pasamos de considerar la CCA (corteza
cingulada anterior) como un reducto de egoísmo, que controla tu dolor y
comprueba si obtienes lo que crees que mereces, a una CCA que te permite sentir
el dolor de los desdichados de la tierra? Creo que el vínculo es un tema clave
de este capítulo: ¿qué porción de un estado empático tiene que ver realmente
contigo mismo? «Uf, eso duele» es una buena forma de aprender que no has de
repetir lo que acabas de hacer. Pero a menudo, es mejor incluso tener en cuenta
la desgracia de otro —«Eso seguro que le ha dolido; evitaré hacerlo yo»—.
Fundamentalmente, la CCA es esencial para aprender el miedo y la evitación
condicionada simplemente observando. Pasar de «Parece que lo está pasando muy
mal» a «Por eso he de evitar hacer lo mismo» requiere un paso intermedio de
representación del yo compartida: «Al igual que ella, a mí no me gustará
sentirme de esa manera». Sentir el dolor de otra persona puede ser más efectivo
para aprender que simplemente saber que está sufriendo. En su esencia, la CCA
tiene que ver con el egoísmo, y el cuidar de la otra persona que sufre es un
añadido.
 
 Robert M. Sapolsky
Compórtate, página 638
 
  
 Los procesos cognitivos sirven como guardianes, decidiendo
si una desgracia particular es merecedora de empatía.
 
Robert M. Sapolsky
Compórtate, página 640
 
 
Los límites categóricos en la extensión de la empatía también son paralelos a las líneas socioeconómicas, pero de una forma asimétrica. ¿Qué significa eso? Que cuando se trata de empatía y compasión, los ricos suelen ser muy malos. Este aspecto ha sido analizado en profundidad en una serie de estudios de Dacher Keltner, de la Universidad de Berkeley. A lo largo del espectro socioeconómico, y por término medio, los ricos son los que menos empatía muestran hacia la gente que sufre y los que actúan con menos compasión. Además, los ricos son menos hábiles a la hora de reconocer las emociones de los demás y en los escenarios experimentales son más codiciosos y es mucho más probable que hagan trampas o roben. Los medios de comunicación encontraron irresistibles dos de sus hallazgos: (a) es mucho menos probable que los ricos (reconocidos como tales por el valor del coche que conducían) se paren en los pasos de peatones que los pobres; (b) supongamos que hay un cuenco lleno de caramelos en el laboratorio; invitamos a una serie de sujetos del estudio a que, después de que hayan finalizado alguna tarea, cojan algún caramelo cuando salgan, diciéndoles que los que queden se los daremos a algunos niños…, los ricos cogen más caramelos. Así pues, ¿se vuelve rica la gente que es miserable, codiciosa, nada empática, o el ser rico aumenta las posibilidades de que la persona se vuelva de esa manera? Keltner llevó a cabo una interesante manipulación. Condicionó a los sujetos a que se centraran o en su éxito socioeconómico (preguntándoles que se compararan con gente con una situación económica inferior a la suya) o en lo contrario. Haga que la gente se sienta más rica y les dejarán menos caramelos a los niños. ¿Qué puede explicar este patrón? Una serie de factores interrelacionados, creados en torno al sistema de justificación descrito en el capítulo 12: es mucho más posible que los ricos encuentren que la codicia es algo bueno que consideren que el sistema de clases es justo y meritocrático y que vean su éxito como un acto de independencia…, todas esas son buenas formas de decidir que el sufrimiento de otra persona no es de tu incumbencia.
 
Robert M. Sapolsky
Compórtate, página 642
 
  
 Es una ardua batalla cuando se nos pide que empaticemos con
el dolor de una persona que nos desagrada, que moralmente desaprobamos
—recordemos que no es que su desgracia simplemente falle a la hora de activar
la CCA, sino que en cambio activa la vía mesolímbica de la dopamina asociada a
la recompensa—. Por lo tanto, el proceso de toma de perspectiva y de sentir el
dolor ajeno (en lugar de que sea motivo de regodeo) es un desafío cognitivo
drástico más que algo remotamente automático. Los «costes» cognitivos derivados
del hecho de empatizar con alguien distante se ven cuando al incrementar la
carga cognitiva de la persona (es decir, hacer que su lóbulo frontal trabaje
más forzándolo a que ignore un comportamiento rutinario) se vuelven menos
serviciales con los extraños, pero no con los miembros de su familia. La
«fatiga por empatía» puede entonces ser vista como el estado resultante cuando
la carga cognitiva de una exposición repetida al dolor de un miembro de un
grupo externo (Ellos) cuya perspectiva supone un desafío de tal grado ha
agotado al lóbulo frontal. Las ideas de trabajo y carga cognitiva también
ayudan a explicar por qué las personas son más caritativas cuando ven a una
persona necesitada que a un grupo.
 
  
 Robert M. Sapolsky
Compórtate, página 643
 
  
 Y esas vías mentales se activan, seguramente, de una forma
más fiable, cuando cambiamos de centrarnos en cómo sería sentirse como si eso
nos estuviera ocurriendo a nosotros mismos a centrarnos en cómo debe ser
sentirlo por ellos. De este modo, cuando a los sujetos se les pide que cambien
de una perspectiva en primera persona a otra en tercera, no hay solo una
activación de la unión temporoparietal, sino que también se produce una
activación frontal con una tarea reguladora descendiente «Deja de pensar en ti
mismo
 
Por lo tanto, cuando se trata de estados empáticos, «emoción» y «cognición» son dicotomías completamente falsas; usted necesita ambas, pero con el equilibrio entre las dos cambiando sobre un continuo, y cuyo extremo cognitivo tiene que hacer el trabajo pesado cuando las diferencias entre usted y la persona que sufre superan inicialmente a las similitudes.
 
Robert M. Sapolsky
Compórtate, página 644
 
  
 Lo que es más interesante es que las neuronas espejo no se
dedican simplemente a detectar un movimiento. Encontremos una neurona espejo
que responda a la visión de alguien que coge una taza de té para bebérsela. La
visión de alguien que coge la taza para limpiar la mesa no la activa. En otras
palabras, las neuronas espejo pueden incorporar intencionalidad en su
respuesta. Por lo tanto, la actividad de la neurona espejo se correlaciona con
las circunstancias que rodean a la imitación, ya sean conscientes o de otra
forma, incluyendo la imitación de la idea de una acción y la intención que hay
tras ella. Sim embargo, nadie ha demostrado hasta ahora la existencia de una
relación causal, que la imitación automática o consciente requiera la
activación de neuronas espejo. Además, el vínculo entre neurona espejo e
imitación se complica gracias a que esas células se identificaron primero en
los macacos Rhesus —una especie que no muestra imitación de comportamientos—.
Pero asumiendo que las neuronas espejo están implicadas, la cuestión pasa a ser
cuál es el propósito al que sirve la imitación.
 
Robert M. Sapolsky
Compórtate, página 539
 
 
Mientras que la actividad de las neuronas espejo se correlaciona con intentos de comprender las acciones de las demás personas, su implicación no parece que sea ni necesaria ni suficiente y tiene más que ver con aspectos concretos, de bajo nivel, de dicha comprensión.
 
 Robert M. Sapolsky
Compórtate, página 650
 
  
 Los individuos prosociales son aquellos cuyo ritmo cardiaco
se reduce; pueden oír el sonido de alguien que necesita ayuda en lugar del
martilleo angustioso en su propio pecho.
 
 Robert M. Sapolsky
Compórtate, página 655
 
  
 Si en lugar de imaginar cómo se siente otra persona (una
perspectiva orientada hacia el prójimo), se imagina cómo sería sentirlo si le
estuviera sucediendo a usted (una perspectiva orientada hacia uno mismo),
«usted» habrá pasado al primer plano y el punto principal será que sentir el
dolor de alguien es doloroso. Los sustratos biológicos de esto son claros. Si
observa a alguien que está sufriendo con la instrucción de adoptar una
perspectiva orientada hacia uno mismo, la amígdala, la corteza cingulada anterior
y la corteza insular se activan, además de sentir malestar y ansiedad. Si hace
lo mismo, pero desde una perspectiva orientada hacia el prójimo, todo eso es
menos probable. Y cuanto más extremo sea el primer estado, más probable es que
se centre en reducir su propio sufrimiento, y metafóricamente mire hacia otro
lado. Esto se puede predecir con una sorprendente facilidad. Exponemos a los
sujetos ante una situación en la que es muy evidente que alguien está
sufriendo. Si su ritmo cardiaco se acelera un montón (un indicador periférico
de ansiedad, de excitación amigdaloide) hay pocas probabilidades de que actúen
de una forma prosocial en la situación presentada. Los individuos prosociales
son aquellos cuyo ritmo cardiaco se reduce; pueden oír el sonido de alguien que
necesita ayuda en lugar del martilleo angustioso en su propio pecho. Por lo
tanto, si sentir su dolor me hace sentir mal es probable que vele por mí mismo
en lugar de ayudarle a usted. Igualmente, respecto a sus problemas. Vimos esto
antes, con la demostración de que, al incrementar la carga cognitiva de las
personas, estas se vuelven menos prosociales hacia los extraños. De forma
similar, cuando la gente está hambrienta, son menos caritativos —eh, deja de
quejarte de tus problemas; mis tripas también se están quejando—. Haga que la
gente se sienta excluida socialmente y se volverán menos generosos y empáticos.
El estrés tiene el mismo efecto, y lo causa a través de los glucocorticoides;
el grupo de Mogil —en el que yo participé— demostró recientemente que si usas
un fármaco para bloquear la secreción de glucocorticoides, tanto los ratones
como los humanos se volverán más empáticos hacia los extraños. De este modo, si
te sientes tremendamente angustiado, ya sea debido a que sintonizas con los problemas
de otra persona o a causa de los tuyos propios, atender tus necesidades pasa
inmediatamente a ser la prioridad
 
 Robert M. Sapolsky
Compórtate, página 654
 
  
 En otras palabras, es más fácil que los estados empáticos
produzcan actos compasivos cuando guardamos una distancia prudencial respecto a
ellos. Esto nos recuerda la anécdota que contamos hace muchos capítulos sobre
el monje budista que me encontré y que me dijo que a veces acortaba sus
meditaciones por sus rodillas, pero no porque le dolieran: «Lo hago como acto
de bondad hacia mis rodillas». Y, desde luego, esto concuerda con el
planteamiento budista de la compasión, que la considera un imperativo sencillo,
desprendido, manifiesto en lugar de un requerimiento banal indirecto. Uno actúa
compasivamente hacia otro individuo por un sentido globalizado de desear lo
mejor para el mundo.
 
 Robert M. Sapolsky
Compórtate, página 656
 
  
 Paren las rotativas; la ciencia ha probado que puede
sentarle bien hacer el bien, proceso durante el cual se activa el sistema
mesolímbico de la dopamina. Para esto no necesitamos ni siquiera un escáner
cerebral. En un estudio que apareció en 2008 en Science, a unos sujetos se les
dio o cinco dólares o veinte; a la mitad se les dijo que los gastaran ese mismo
día en ellos mismos, a la otra mitad que los gastaran en otra persona (la cual
podía ser desde un amigo a una donación caritativa). Y las comparaciones de los
informes de felicidad al principio y al final del día demostraron que ni poder
gastar una cantidad mayor de dinero ni la oportunidad de gastarlo en uno mismo
incrementaba la felicidad; solo gastarlo en otra persona lo lograba. Y
especialmente interesante es que otros sujetos, cuando se les habló del diseño
del experimento, predecían que el resultado sería el contrario —que la
felicidad sería mayor en el grupo que se gastaba el dinero en sí mismo, y que
los que contaban con veinte dólares tendrían un incremento mayor de felicidad
que los que tenían cinco—.
 
 Robert M. Sapolsky
Compórtate, página 658
 
 
La cuestión, por supuesto, es por qué hacer el bien puede sentarle bien, lo que hace que surja la clásica cuestión: ¿existe algún acto desinteresado que no contenga ningún elemento de egoísmo? ¿Sienta bien hacer el bien porque le aporta algo a usted? No abordaré este tema desde una perspectiva filosófica. Para los biólogos, la actitud más frecuente está basada en el punto de vista evolutivo del capítulo 10 sobre la cooperación y el altruismo, uno que siempre contiene algún elemento de egoísmo. ¿Es sorprendente? La generosidad o desinterés puro será sin duda una batalla difícil si la parte del cerebro más fundamental para la aparición de un estado empático —la CCA— evolucionó para observar y aprender del dolor de los demás para nuestro propio beneficio. Las recompensas que recibe un individuo por actuar compasivamente son infinitas. Está lo interpersonal —dejando al beneficiario de nuestro acto en deuda, convirtiendo de este modo el altruismo en altruismo recíproco—. Luego están los beneficios públicos de la reputación y la aclamación —el famoso que acude a un campo de refugiados para una sesión fotográfica con niños hambrientos que disfrutan por su incandescente presencia—. Y está esa versión extraña de reputación que aparece en las pocas culturas que han inventado un dios moralizador, uno que controla el comportamiento de los humanos y recompensa o castiga según sea este; tal como vimos en el capítulo 9, es solo cuando las culturas se vuelven lo suficientemente grandes y se producen interacciones anónimas entre extraños que tienden a inventar dioses moralizadores. Un estudio reciente muestra que, a lo largo de todo un rango de religiones del mundo, cuanto más percibe la gente que su dios (o dioses) controla y castiga, más prosociales son en una interacción anónima. Por lo tanto, existe un beneficio propio al inclinar la escala cósmica a favor de uno mismo. Y seguramente más inaccesible es esa recompensa puramente interna del altruismo —el cálido resplandor de haber hecho el bien, la reducción del aguijonazo de la culpa, la sensación aumentada de conexión con los demás, el sentido consolidado de ser capaz de incluir la bondad entre las cualidades que le definen a uno—. La ciencia ha sido capaz de captar el componente egoísta de la empatía en el acto desempeñado. Como hemos señalado, una parte de ese interés propio refleja una preocupación por la autodefinición de uno mismo: los perfiles de personalidad muestran que cuanto más caritativa es una persona, más tiende a autodefinirse por su generosidad. ¿Qué va primero? Es imposible decirlo, pero la gente que es muy generosa suele haber sido criada por padres que también lo eran y que recalcaban que los actos de caridad eran un imperativo moral (especialmente en un contexto religioso). ¿Qué podemos decir de las recompensas sobre la reputación personal por el hecho de ser altruista, el prestigio de la llamativa generosidad en lugar de la utilización visible? Tal como recalcamos en el capítulo xo, la gente se vuelve más prosocial cuando la reputación depende de ello, y los perfiles de personalidad también muestran que la gente altamente caritativa suele ser especialmente dependiente de la aprobación externa. Dos de los estudios que hemos citado que muestran la existencia de una activación dopaminérgica cuando la gente era generosa tenían una trampa. A los sujetos se les daba dinero y, siendo analizados en un escáner cerebral, decidían si quedarse el dinero o donarlo. El ser caritativo activaba los sistemas de «recompensa» de la dopamina… cuando había un observador presente. Cuando no había nadie presente, la dopamina tendía a crecer cuando los sujetos se quedaban el dinero para sí mismos. Tal como recalcó el filósofo del siglo XII Moisés Maimónides, la forma más pura de caridad, la más desprendida de egoísmo, es cuando tanto el dador como el receptor son anónimos. Y, como se ve en esos escáneres cerebrales, puede que también sea la forma menos común. Intuitivamente, si los actos buenos han de estar motivados por el interés propio, el motivo de la reputación, el deseo de ser el que más gasta en subastas benéficas, parece que es toda una ironía. En cambio, la motivación de pensar en uno mismo como buena persona parece más benigna. Después de todo, todos buscamos unas señas de identidad, y es mejor ese sentido particular que asegurarse a usted mismo que es duro, da miedo y que no hay que meterse con usted.
 
 Robert M. Sapolsky
Compórtate, página 659
 
  
 Está realmente ausente alguna vez el elemento egoísta? Un
estudio de 2007 aparecido en Science examina esta cuestión. A unos sujetos (analizados con escáneres
cerebrales) les entregaron inesperadamente varias cantidades de dinero. Luego,
durante una parte del tiempo se les «gravó» (es decir, se les dijo que estaban
obligados a entregar un determinado porcentaje de ese dinero a un banco de
alimentos), y durante otra parte del tiempo se les dio la oportunidad de donar
esa cantidad voluntariamente. En otras palabras, se lograba la misma cantidad
exacta de «bien» público en cada caso, pero en el primero era un deber social forzado
mientras que el segundo era un acto puramente caritativo. De este modo, si el
altruismo de alguien está orientado hacia los demás, sin la más mínima pizca de
interés propio, las dos circunstancias son psicológicamente idénticas —aquellos
que lo necesitan son ayudados, y eso es todo lo que importa—. Y cuanto más
diferentes son los escenarios, más entra en juego el interés propio.
Los resultados fueron complejos e interesantes:
       
 ¿Qué demuestra esto? Que nos sentimos reforzados por varias
cosas y en varios grados —obtener dinero, saber que se cuida a los necesitados,
sentir el cálido resplandor de hacer algo bueno—.
 
 Y que es poco común ser capaz de obtener el segundo tipo de
placer sin depender del tercero —parece que es verdaderamente difícil arañar a
un altruista y ver sangrar a un altruista—.
 
 Robert M. Sapolsky
Compórtate, página 661
 
  
 Conclusiones
 
 Teniendo en cuenta todo lo dicho, es algo bastante
extraordinario que cuando un individuo está sufriendo, nosotros (humanos,
primates, mamíferos) a menudo caigamos también en un estado de sufrimiento. Ha
habido algunos giros muy interesantes para que eso haya evolucionado.
 
 Pero al final del día, el asunto fundamental es si un estado
empático produce realmente un acto compasivo, si evitar la trampa de la empatia
es un fin en sí mismo. La brecha entre el estado y el acto puede ser enorme,
especialmente cuando el objetivo es que el acto no solo sea efectivo, sino
también prístino en sus motivos.
 
 Para alguien que lee este libro, un primer desafío a la hora
de salvar esa brecha es que una gran parte del sufrimiento del mundo lo padecen
masas distantes que experimentan situaciones de las que no tenemos ni la más
remota idea —enfermedades que no nos afectan; pobreza que impide gozar de agua
limpia, un lugar en el que vivir, la certeza de que habrá una siguiente comida;
opresión a manos de sistemas políticos que no hemos vivido; censura debida a
normas culturales represivas que perfectamente podrían ser de otro planeta—. Y
todo lo que tiene que ver con nosotros hace que esos sean los peores escenarios
en los que actuar realmente —todo lo referente a nuestro pasado homínido nos ha
ido afinando para que seamos sensibles a las caras de una en una, ante una cara
que sea local y familiar, a una fuente de dolor que nosotros mismos hemos
sufrido—. Sí, es mejor que nuestra compasión esté impulsada por los más
necesitados en lugar de por el dolor compartido más accesible. Sin embargo, no
hay razón por la que deberíamos esperar que tuviésemos intuiciones
especialmente buenas cuando queremos curar este mundo heterogéneo y alejado.
Probablemente, necesitemos que sea un poco más fácil para nosotros en este
sentido.
 
 Igualmente, puede que deberíamos relajarnos un poco respecto
al problema de «arañar a un altruista». Siempre me ha parecido un poco mezquino
concluir que el que sangra es un hipócrita. Araña a un altruista, y la mayor
parte de las veces, el individuo con motivos impuros que sangra es simplemente
el producto del hecho de que el «altruismo» y la «reciprocidad» sean
evolutivamente inseparables. Mejor que nuestros buenos actos sean interesados y
fanfarrones a que nunca sean buenos; mejor que los mitos que construimos y
propagamos sobre nosotros mismos nos definan como amables y generosos y no que
prefiramos ser temidos a ser amados; y mejor que nuestra mejor venganza sea
vivir bien.
 
 Finalmente, está el desafío de un acto compasivo que dejamos
de lado cuando el estado empático es suficientemente auténtico, vivido y
horrible. No estoy defendiendo que la gente se convierta en budista para hacer
del mundo un lugar mejor. (Tampoco estoy defendiendo que la gente no se
convierta en budista; ¿así suena el sermón de un ateo?). La mayoría de nosotros
necesitamos momentos de dolor compartido para incluso darnos cuenta de que a
nuestro alrededor hay gente necesitada. Nuestras intuiciones van en sentido
contrario para hacerlo de cualquier otra forma —después de todo, una de las
versiones más aterradoras de los humanos es el asesinato «a sangre fría», y una
de nuestras mejores acciones y más desconcertantes e incluso más chocantes es
la amabilidad «a sangre fría»—. Sin embargo, como hemos visto, es necesario un
grado justo de desapego para actuar de verdad. Mejor eso y no que nuestros
corazones latan en sincronía dolorosa con el corazón de alguien que está
sufriendo, si esa activación cardiovascular nos impulsa sobre todo a huir
cuando las cosas se vuelven insoportables.
 
 Lo que nos lleva al punto final. Es cierto, usted no actúa
porque el dolor de la otra persona sea tan doloroso…, ese es el escenario que
le impulsa a huir. Pero el desapego al que deberíamos aspirar no representa
elegir un enfoque «cognitivo» por encima de uno «afectivo» para hacer el bien.
El desapego no es una forma de pensar lenta y laboriosa para actuar
compasivamente como una solución útil ideal; el peligro aquí es la facilidad
con la que usted puede llegar a concluir convenientemente que ese no es un problema
del que se tuviera que preocupar. La clave no es un buen corazón ni un lóbulo
frontal que le puedan impulsar a actuar. En cambio, es la clase de cosas que
desde hace tiempo se han vuelto implícitas y automáticas: estar habituado a
orinar en el orinal, montar en bicicleta, decir la verdad, ayudar a alguien que
lo necesita.
 
 Robert M. Sapolsky
Compórtate, página 663
 
  
 Sentir el dolor de
otra persona
 
 Piense en lo siguiente: recibe un golpe en un dedo del pie.
Los receptores del dolor de esa zona envían mensajes a la médula espinal y de
ahí al cerebro, donde varias regiones entran en acción. Algunas de estas zonas
le informan de la localización, la intensidad y la clase de dolor. ¿Es un dedo
del pie izquierdo o la oreja derecha la que le duele? ¿Se golpeó el dedo o se
lo pisó un tráiler? Todos estos diversos medidores del dolor, la parte
fundamental del procesamiento del dolor, se encuentran en todos los mamíferos.
 
 Como ya vimos en el capítulo 2, la corteza cingulada
anterior (CCA) también juega un papel, evaluando el significado del dolor.
Puede que sean malas noticias: el dolor de su dedo es el inicio de alguna
enfermedad extraña. O puede que sean buenas noticias: va a obtener su diploma
de caminante sobre el fuego porque las brasas calientes solo han hecho que le
palpiten los dedos. La CCA está implicada en la «detección del error», tomando
nota de las discrepancias existentes entre lo que se espera y lo que ocurre
realmente. Y el dolor salido de quién sabe dónde seguramente representa una
discrepancia entre el escenario indoloro que usted esperaba frente a la
realidad dolorosa.
 
 Pero la CCA hace mucho más que simplemente informarle de lo
que significa un dedo del pie dolorido. Como vimos en el capítulo 6, colocamos
a un sujeto en un escáner cerebral, le hacemos pensar que se está pasando una
pelota virtual con otros dos jugadores, y luego le hacemos sentir excluido —los
otros dos dejan de pasarle la pelota—. «Eh, ¿cómo es que ya no quieren jugar
conmigo?». Y la CCA se activa.
 
 En otras palabras, el rechazo duele. «Bueno, ya —podría
usted decir—. Pero eso no es como golpearte un dedo del pie». Pero para las
neuronas de la CCA el dolor social y el literal son lo mismo. Y como
demostración del enraizamiento del segundo en la sociabilidad, no se activa la
CCA si el sujeto cree que no le han tirado la bola porque hay un fallo técnico
en la conexión con los ordenadores de los otros dos sujetos.
 
 Y la CCA puede ir un paso más allá, tal como vimos en el
capítulo 14. Si recibe una descarga suave, se activa su CCA (además de
activarse las regiones más mundanas que miden el dolor). Ahora en cambio,
observe cómo le dan esa misma descarga a su amada o amado. Las regiones
cerebrales que miden el dolor están calladas, pero la CCA se activa. Para esas
neuronas, sentir el dolor de la otra persona no es solo una figura retórica.
 
 Además, el cerebro entremezcla el dolor literal y el físico.
La sustancia P neurotransmisora juega un papel fundamental a la hora de
comunicar las señales del dolor desde los receptores del dolor situados en la
piel, los músculos y las articulaciones hasta el cerebro. Son una señal de
dolor. E increíblemente, sus niveles son elevados cuando se sufre una depresión
clínica, y los fármacos que bloquean las acciones de la sustancia P pueden
tener propiedades marcadamente antidepresivas. Un dedo del pie golpeado, una
psique golpeada. Además, se produce una activación de las partes corticales de
las redes del dolor cuando sentimos miedo —adelantando un golpe inminente—.
 
 Además, el cerebro se vuelve literal cuando hacemos lo
contrario a la empatía. Es doloroso ver cómo tiene éxito un competidor al que
odiamos, y en ese momento activamos la CCA. Y a la inversa, si fracasa, nos
regodeamos, nos alegramos del mal ajeno, sentimos placer por su dolor, y se
activan las vías dopaminérgicas de la recompensa. Olvida eso de «tu dolor es mi
dolor». Tu dolor es mi alegría.
 
 Robert M. Sapolsky
Compórtate, página 672
 
  
 Repugnancia y
pureza
 
 Este es el dominio familiar de la corteza insular o
simplemente ínsula. Si le da un mordisco a un alimento rancio, la ínsula se
activa, lo mismo que ocurre en cualquier otro mamífero. Arruga la nariz, eleva
el labio superior, cierra un poco los ojos, todo para proteger la boca, los
ojos y las cavidades nasales. Su corazón va más lento. Escupe reflexivamente lo
que ha mordido, tose y puede que incluso vomite. Todo para protegerse de las
toxinas y de los patógenos infecciosos.
 
 Los humanos hacemos algunas cosas muy elaboradas: piense en
la comida rancia, y se activa la ínsula. Observe caras que transmitan
repugnancia, o caras subjetivamente nada atractivas, y ocurre lo mismo. Y lo
más importante, si pensamos en un acto verdaderamente censurable de nuevo
ocurre lo mismo. La ínsula media las respuestas viscerales ante las violaciones
de las reglas, y cuanta más activación más condena. Y es algo visceral, no solo
metafóricamente visceral; por ejemplo, cuando oigo hablar de la masacre de la
escuela de primaria de Sandy Hook, «las tripas se me revuelven» no es una
simple figura retórica. Cuando imagino la realidad del asesinato de veinte
estudiantes de primer grado y seis adultos que intentaban protegerlos, siento
nauseas. La ínsula no solo provoca que el estómago se purgue de la comida
tóxica, hace que el estómago purgue la realidad de un suceso espeluznante. La
distancia entre el mensaje simbólico y el significado de este desaparece.
 
 El vínculo entre la repugnancia visceral y moral es
bidireccional. Como han demostrado toda una serie de estudios, contemplar un
acto moralmente repugnante deja algo más que un mal sabor en tu boca —la gente
come menos inmediatamente después, y una bebida de sabor neutral ingerida al
poco rato suele parecer que tiene peor sabor (y, a la inversa, el oír hablar de
actos moralmente virtuosos hace que la bebida sepa mejor)—.
 
 Robert M. Sapolsky
Compórtate, página 673
 
  
 La confusión que tiene nuestro cerebro de lo metafórico con
lo literal es importante literalmente.
 
 Robert M. Sapolsky
Compórtate, página 685
 
 
Deshumanización, pseudoespeciación. Las herramientas de los propagandistas del odio. Describirles a Ellos como asquerosos. Ellos como roedores, como un cáncer, como especies transicionales. Ellos como apestosos, viviendo en hervideros caóticos que no podría soportar ningún ser humano normal. Ellos como mierda. Logre que las ínsulas de sus seguidores confundan lo literal con lo metafórico, y ya ha avanzado el 99 por ciento del camino.
 
Robert M. Sapolsky
Compórtate, página 688
 
  
 Un atisbo
 
 Un objetivo podría ser utilizar el lado bueno de todo esto.
Darle la vuelta a la tortilla. O algo metafóricamente parecido a eso. La
herramienta de los propagandistas es explotar eficazmente símbolos de
repugnancia al servicio del odio. Pero el hecho de que nuestros cerebros
confundan lo metafórico y lo literal también puede dotar al pacificador de una
herramienta altamente efectiva.
 
 En un emotivo e importante artículo aparecido en 2007 en
Science, el antropólogo francoestadounidense Scott Atran, junto a Robert
Axelrod (famoso por el dilema del prisionero del que hablamos en el capítulo
10) y Richard Davis, un experto en conflictos de la Universidad Pública de
Arizona, analizaron el poder de lo que llamaron «valores sagrados» en la
resolución de conflictos. Están extraídos del mundo de Greene compuesto por dos
diferentes culturas de pastores luchando por los bienes comunes, cada una con
una visión moral diferente de lo que es correcto, cada una centrada
apasionadamente en lo «que es correcto», cuyo significado y poder son
incomprensibles para el otro bando. Los valores sagrados son defendidos de
forma desproporcionada por su importancia material o instrumental o por su
probabilidad de éxito, porque para cualquier grupo esos valores definen
«quiénes somos». Y, por lo tanto, no solo hay intentos de alcanzar compromisos
en esos temas utilizando incentivos materiales que es difícil que resulten
productivos, sino que también pueden ser ofensivamente contraproducentes. No
podéis sobornarnos para que deshonremos aquello que creemos sagrado.
 
 Atran y sus colegas han estudiado los papeles que han jugado
los valores sagrados en el contexto del conflicto de Oriente Medio. En un mundo
de racionalidad pura en el que el cerebro no confundiese realidad con símbolos,
lograr la paz entre Israel y Palestina giraría en torno a lo que es concreto,
práctico y específico —ubicación de las fronteras, reparaciones a los
palestinos por las tierras perdidas en 1948, derechos sobre el agua, en qué
grado se permite la militarización de la policía palestina, y así sucesivamente—.
Resolver esas cuestiones básicas puede ser una forma de acabar con la guerra,
pero la paz no es la mera ausencia de guerra, y lograr la verdadera paz
requiere reconocer y respetar los valores sagrados del otro (Ellos). Atran y
sus colegas encontraron que, desde la persona que está en la calle hasta la que
está en las esferas más elevadas del poder, todos creen que los valores
sagrados tienen una importancia fundamental. Entrevistaron a un líder de Hamás,
Ghazi Hamad, preguntándole cuál era para él el requisito para que hubiera
verdadera paz. Incluía, por supuesto, las reparaciones a los palestinos por los
hogares y tierras que perdieron hace casi setenta años. Necesario, pero no
suficiente. «Israel debe disculparse por nuestra tragedia de 1948», añadió. Y
el actual primer ministro israelí Benjamín Netanyahu, al discutir con ellos qué
era necesario para que existiera una paz auténtica, citó no solo cuestiones
instrumentales de seguridad, sino que los palestinos debían «cambiar sus libros
y caracterizaciones antisemíticas». Tal como comentan los autores: «En modelos
de tomas de decisiones donde las elecciones son racionales, algo tan intangible
como una disculpa [o quitar textos del tipo Los protocolos de los sabios de
Sión de los libros de texto] no se interpondría en el camino de la paz». Y aun
así sí que lo hacen porque al reconocer los símbolos sagrados del enemigo,
están reconociendo defacto su humanidad, su capacidad de orgullo, unidad y
conexión con su pasado y, posiblemente lo más importante de todo, su capacidad
para sentir dolor.
 
 «Las concesiones simbólicas que no tienen aparentemente
ningún beneficio material pueden ser la clave a la hora de ayudar a resolver
conflictos que son aparentemente irresolubles», escriben los autores. En 1994,
el reino de Jordania se convirtió en el segundo país árabe en firmar un tratado
de paz con Israel. Con él finalizó la guerra, acabando con décadas de
hostilidades. Y creó una exitosa hoja de ruta gracias a la cual esas dos
naciones podían coexistir, creada sobre asuntos materiales e instrumentales —derechos
sobre el agua (p. ej., Israel daría a Jordania cincuenta millones de metros
cúbicos de agua anualmente), esfuerzos conjuntos para combatir el terrorismo,
esfuerzos conjuntos para facilitar el turismo entre los dos países—. Pero no
fue hasta un año después que se vieron evidencias de que se estaba creando una
auténtica paz. Fue después de la creación de otro mártir de la paz, del
asesinato del primer ministro israelí Yitzhak Rabin, uno de los arquitectos de
los Acuerdos de Paz de Oslo, a manos de un extremista israelí de derechas.
Extraordinariamente, el rey Hussein acudió al funeral de Rabin y lo elogió,
dirigiéndose en estos términos a su viuda sentada en la primera fila:
 
 Hermana mía, señora Leah Rabin, amigos míos, nunca pensé que
llegaría un momento como este en el que lamentaría la pérdida de un hermano, un
colega y un amigo.
 
 La presencia de Hussein y sus palabras resultaban obviamente
irrelevantes a cualquiera de los bloques que obstaculizaban la paz. Y eran enormemente importantes.
Robert M. Sapolsky
Compórtate, página 691
 
  
  
 
¿Debería ser abolido el sistema de justicia penal?»
 
 Defendí que la respuesta era afirmativa, que la neurociencia
demuestra que el sistema no tiene sentido y que deberían financiar una
iniciativa para lograrlo.
 
 Estos son algunos temas candentes en ese campo que me voy a
saltar completamente:
     
      
        
 Robert M. Sapolsky
Compórtate, página 695
 
 
Así es como siempre me he imaginado que es el libre albedrío mitigado: está el cerebro —neuronas, sinapsis, neurotransmisores, receptores, factores de transcripción específicos del cerebro, efectos epigenéticos, transposiciones génicas durante la neurogénesis—. Los diversos aspectos de la función cerebral pueden verse influidos por el ambiente prenatal de uno, los genes y las hormonas, si sus progenitores eran autoritarios o si su cultura era igualitaria, si en su infancia fueron testigos de actos violentos, de cuándo desayunaban. Es todo el paquete completo, todo este libro.
 
 Y entonces, aparte de todo eso, en un búnker de hormigón
bien guardado en el cerebro, hay un hombrecito (o mujer, o individuo sin
género), un homúnculo en el panel de control. El homúnculo está fabricado a
partir de una mezcla de nanochips, viejos tubos al vacío, viejos pergaminos
crujientes, estalactitas formadas con la voz admonitoria de nuestra madre,
vetas de azufre, remaches hechos con iniciativas. En otras palabras, ningún
material cerebral biológico.
 
 Y el homúnculo se sienta ahí controlando el comportamiento.
Hay algunas cosas que están fuera de su competencia; los ataques trastocan los
fusibles del homúnculo, lo que requiere que reinicie el sistema y compruebe si
hay archivos dañados. Lo mismo ocurre con el alcohol, la enfermedad de
Alzheimer, una médula espinal dañada o un shock hipoglucémico.
 
 Hay dominios en los que el homúnculo y ese material cerebral
biológico han establecido una tregua —por ejemplo, la biología está regulando
automáticamente la respiración, a menos que haga usted una inspiración profunda
antes de cantar un aria, en cuyo caso el homúnculo anula brevemente el piloto
automático—.
 
 Lo que sí hace más a menudo el homúnculo es tomar
decisiones. Sin duda, toma notas cuidadosamente de todos los inputs y la
información que le llega del cerebro, comprueba nuestros niveles hormonales,
echa un vistazo a las revistas de neurobiología, lo toma todo en consideración
y luego, después de reflexionar y deliberar, decide qué hacer. Un homúnculo en
nuestro cerebro, pero no formando parte de él, operando independientemente de
las reglas materiales del universo que constituyen la ciencia moderna.
 
 De eso trata el libre albedrío mitigado. He visto a gente
increíblemente inteligente huir de esto e intentar argumentar en contra de lo
extrema que es esta imagen en lugar de aceptar su validez básica: «Está creando
un homúnculo de paja, sugiriendo que yo creo que a no ser que sea por ataques o
lesiones cerebrales, estamos tomando todas nuestras decisiones libremente. No,
no, mi libre albedrío es mucho más tenue y merodea alrededor de los límites de
la biología, como cuando decido qué calcetines ponerme». Pero la frecuencia o
la importancia con la que el libre albedrío ejerce no importa. Incluso si el
99,99 por ciento de sus acciones están determinadas biológicamente (en el
sentido más amplio que hemos visto en este libro), y solo es una vez por década
que alega que ha escogido sin «libre albedrío» cepillarse los dientes de
izquierda a derecha en lugar de al revés, usted está recurriendo tácitamente a
la existencia de un homúnculo que opera fuera de las reglas de la ciencia.
 
 Así es como la mayoría de la gente reconcilia la supuesta
existencia del libre albedrío y las influencias biológicas sobre el
comportamiento. Para ellos, casi todas las discusiones se reducen a averiguar
qué cabría o no cabría esperar que fuera capaz de hacer nuestro homúnculo
putativo
 
 Robert M. Sapolsky
Compórtate, página 656
 
 
Edad, madurez de los grupos y madurez de los individuos
 
 En 2005, en la sentencia del juicio de Roper contra Simmons,
la corte suprema dictaminó que no se puede ejecutar a alguien por un crimen
cometido antes de cumplir los dieciocho años. El razonamiento apropiado es el
que hemos analizado en los capítulos 6 y 7; el cerebro, especialmente el lóbulo
frontal, no está todavía al mismo nivel que los adultos en regulación emocional
y control de impulsos. En otras palabras, los adolescentes, con sus cerebros
adolescentes, no son tan culpables como los adultos. El razonamiento era el
mismo que se utilizó cuando la cerda fue ejecutada, pero no sus cerditos.
 
 En los años posteriores, ha habido sentencias parecidas. En
el juicio de 2010 de Graham contra Florida y en el de 2012 de Miller contra
Alabama, el tribunal recalcó que los acusados juveniles son los que tienen un
mayor potencial para reformarse (debido a que sus cerebros todavía se están
desarrollando) y por ese motivo prohibió las cadenas perpetuas sin libertad
provisional para ellos.
 
 Estas decisiones han motivado un gran número de debates:
 
 Solo porque los adolescentes son, por término medio, menos
maduros neurobiológicamente y en cuanto a su comportamiento que los adultos,
eso no descarta la posibilidad de que algunos adolescentes sean igual de
maduros, por lo que, respecto a la culpabilidad, deberían someterse a las
mismas reglas que los adultos. En relación con eso está la obvia absurdidad de
deducir que algo neurobiológicamente mágico sucede la mañana del decimoctavo
cumpleaños, dotándole de los mismos niveles de autocontrol que los adultos. Las
respuestas habituales a estas quejas son que sí, son ciertas, pero la ley a
menudo se basa en los atributos a nivel de grupo situando límites de edad
arbitrarios (p. ej., la edad a la que uno puede votar, beber o conducir).
Existe esta buena voluntad porque no puedes analizar a todos los adolescentes,
cada año, mes y hora, para determinar si ya son lo suficientemente maduros
para, por ejemplo, votar. Pero vale la pena si se trata de un asesino
adolescente.
Otro punto de vista contrario no cuestiona si una persona de diecisiete años es tan madura como un adulto, sino si es suficientemente madura. Sandra Day O’Connor, al discrepar de la sentencia de Roper, escribió: «El hecho de que los adolescentes son por regla general menos culpables por sus malos actos que los adultos no significa necesariamente que un asesino de diecisiete años no sea suficientemente culpable como para merecer la pena de muerte» (el énfasis es suyo). Otra persona que discrepaba, el difunto Antonin Scalia, escribió que ”es absurdo pensar que uno tiene que ser lo suficientemente maduro para conducir con precaución, beber responsablemente o votar inteligentemente, para demostrar que se es lo suficientemente maduro como para comprender que asesinar a otro ser humano está profundamente mal”.
 
 Robert M. Sapolsky
Compórtate, página 704
 
  
 La naturaleza y
magnitud del daño cerebral
 
 Básicamente todo el mundo que trabaja con un modelo de libre
albedrío mitigado acepta que, si existe el suficiente daño cerebral, la
responsabilidad por un acto criminal sale por la ventana. Incluso Stephen
Morse, de la Universidad de Pensilvania, un estridente crítico de la
utilización de la neurociencia en los tribunales (mucho más últimamente)
reconoce: «Supongamos que pudiéramos demostrar que los centros de deliberación
del cerebro parecen estar desconectados en esos casos. Si se trata de personas
que no pueden controlar los episodios de flagrante irracionalidad habremos
aprendido algo que debería ser relevante para la atribución legal de la
responsabilidad». De acuerdo con esta opinión, el mitigar los factores
biológicos es un hecho relevante si la capacidad de razonamiento está sumamente
impedida.
 
 Por lo tanto, si alguien tiene su lóbulo frontal
completamente destruido, seguramente no podremos hacerle responsable de sus
acciones, porque su racionalidad está sumamente impedida cuando decide cómo va
a proceder]. Pero la cuestión pasa a ser en qué posición de ese continuo
dibujar una línea separadora —¿qué decimos si el 99 por ciento del lóbulo
frontal está destruido? ¿Y si es un 98 por ciento? —. Esto es de una enorme
importancia práctica, dado el enorme porcentaje de los condenados a muerte que
tienen un historial de daños en el lóbulo frontal, especialmente del tipo más
incapacitante, es decir, ocurridos en las primeras etapas de la vida.
 
 En otras palabras, en medio de todas estas opiniones
discrepantes sobre dónde se debería trazar esa línea, los que creen en un libre
albedrío mitigado están de acuerdo en que los daños cerebrales masivos arrollan
al homúnculo, mientras que debería esperarse que este pudiese gestionar al
menos un daño menos severo.
 
 Robert M. Sapolsky
Compórtate, página 706
 
 
Decidir si abortar o no implica un razonamiento lógico sobre asuntos morales, sociales e interpersonales, que puede durar de días a semanas. En cambio, decidir, por ejemplo, disparar a alguien puede implicar asuntos relacionados con el control de impulsos en un plazo de tiempo de segundos. La inmadurez frontal del cerebro adolescente se ve más en temas cuya resolución dura segundos y que implican el control de impulsos en lugar de los procesos que implican un razonamiento lento y deliberado. O en un escenario de libre albedrío mitigado, se pueden producir comportamientos impulsivos cuando el homúnculo se ha ausentado para ir al baño.
 
Robert M. Sapolsky
Compórtate, página 709
 
  
 Creer en la existencia del libre albedrío mitigado deja
espacio tanto para la causalidad biológica del comportamiento como para el
libre albedrío, y todas las discusiones tienen que ver simplemente con la posición
de las líneas que dibujamos sobre la arena y cuán inviolables son.
 
 Robert M. Sapolsky
Compórtate, página 712
 
  
 La psicóloga de Stanford Carol Dweck ha realizado un trabajo
revolucionario en la psicología de la motivación. Al final de la década de
1990, informó de algo importante. Unos niños realizaban una tarea, un test,
algo, que les salía bien. Luego les elogiaba de una de dos formas: «Qué gran
puntuación; debes de ser muy listo» o «Qué gran puntuación, debes de haberte
esforzado mucho». Cuando elogias a los niños por haberse esforzado mucho,
tienden a esforzarse aún más la próxima vez, muestran una mayor resistencia y
tolerancia, disfrutan más del proceso y es más probable que valoren el logro en
sí mismo (en lugar de por la nota obtenida). Si elogias a los niños por ser
listos, se produce justamente lo contrario. Cuando todo tiene que ver con ser
más listo, el esfuerzo empieza a ser sospechoso, indigno de ti —después de
todo, si eres tan listo, no tienes por qué esforzarte tanto; las cosas te salen
naturalmente, no tienes que resoplar y sudar—, Un hermoso trabajo que ha
alcanzado el estatus de culto entre muchos padres reflexivos de niños
superdotados, que quieren comprender cuándo la inteligencia de sus hijos no
debería tenerse en cuenta. ¿Por qué el «Eres muy listo» y el «Te has esforzado
mucho» tienen efectos tan diferentes? Porque caen en los lados opuestos de una
de las líneas divisorias más profundas dibujadas por los creyentes del libre
albedrío mitigado. Es la creencia de que uno asigna aptitud e impulso a la
biología y esfuerzo y resistencia al impulso al libre albedrío.
 
Robert M. Sapolsky
Compórtate, página 712
 
  
 James Cantor, de la Universidad de Toronto, analizaba la
neurobiología de la pedofilia. Por ejemplo, sucede en familias, lo cual sugiere
que los genes juegan un papel importante. Los pedófilos tienen tasas
anormalmente altas de daños cerebrales causados durante la infancia. Hay
pruebas de anormalidades endocrinas durante la vida fetal. ¿Incrementa esto la
posibilidad de que la suerte esté echada neurobiológicamente, de que algunas
personas estén destinadas a ser de esta forma? Exactamente. Cantor concluye diciendo:
«Uno no puede escoger no ser un pedófilo». Valiente y acertado. Y luego Cantor
da un increíble salto adelante en cuanto al libre albedrío mitigado. ¿Reduce
toda esa biología la condena y el castigo que Sandusky merecía? No. «Uno no
puede escoger no ser un pedófilo, pero uno puede escoger no ser un abusador de
menores».
 
 Robert M. Sapolsky
Compórtate, página 714
 
 
Compórtate, página 4
Finalmente, a veces, la única forma de comprender nuestra humanidad es tener en cuenta solamente a los humanos, porque las cosas que hacemos son únicas.
Compórtate, página 15
No odiamos la agresividad; odiamos la clase errónea de agresividad, pero nos encanta en su contexto correcto. Y, a la inversa, en el contexto equivocado, nuestros comportamientos más loables son de todo menos eso.
Compórtate, página 22
No existen realmente «centros» en el cerebro «para» comportamientos particulares o concretos. Este es, sobre todo, el caso del sistema límbico y las emociones. Ciertamente, hay una sub-subregión de la corteza motora que más o menos podría considerarse el «centro» que se encarga de que su meñique izquierdo se doble; otras regiones
Compórtate, página 28
Ahora se sabe que la función límbica es fundamental para que las emociones aviven nuestros mejores y peores comportamientos, y se ha desarrollado una extensa investigación que ha puesto al descubierto las funciones de sus estructuras (p. ej., la amígdala, el hipocampo, el septum, la habénula y los cuerpos mamilares). No existen realmente «centros» en el cerebro «para» comportamientos particulares o concretos. Este es, sobre todo, el caso del sistema límbico y las emociones. Ciertamente, hay una sub-subregión de la corteza motora que más o menos podría considerarse el «centro» que se encarga de que su meñique izquierdo se doble; otras regiones juegan papeles semejantes a «centros» a la hora de regular la respiración o la temperatura del cuerpo. Pero, con toda seguridad, no son centros encargados de que usted se sienta malhumorado o cachondo, o de que sienta una nostalgia agridulce o una cálida sensación protectora no exenta de desprecio, o de ese sentimiento de…, ¿qué es esa cosa llamada amor? No resulta sorprendente, pues, que la circuitería que conecta varias estructuras límbicas sea inmensamente compleja.
Compórtate, página 28
Hay pruebas considerables que relacionan a la amígdala con la agresividad. Pero si le preguntas a un experto en amígdalas qué comportamiento le viene a la mente al pensar en su estructura cerebral favorita, la «agresividad» no encabezará su lista. Ese puesto lo ocuparán el miedo y la ansiedad
Compórtate, página 38
Compórtate, página 39
Nada surge de la nada. Ningún cerebro es una isla.
Compórtate, página 96
La etología nació en Europa al principio del siglo XX como respuesta a una rama estadounidense de la psicología, el «conductismo». El conductismo fue definido por primera vez por John Watson; pero fue B. F. Skinner quien alcanzó más fama en este campo. Los conductistas se preocupaban de universalidades del comportamiento entre especies. Veneraban una relación extraordinaria y aparentemente universal entre estímulos y respuestas: recompensar a un organismo por un comportamiento hace que sea más probable que ese organismo repita ese comportamiento, mientras que, si no es recompensado o, aún peor, si es castigado por ello, hace que existan menos probabilidades de que repita ese comportamiento. Se puede conseguir que cualquier comportamiento sea más o menos común mediante el «condicionamiento operante» (un término que acuñó Skinner), el proceso de controlar las recompensas y castigos en el ambiente del organismo. Por lo tanto, para los conductistas (o «skinnerianos», un término que Skinner se encargó de que fuera sinónimo del anterior) se podía «dar forma» a prácticamente cualquier comportamiento para que este fuera más o menos frecuente o incluso para que se «extinguiera» completamente. Si todos los organismos se comportaran de acuerdo a estas reglas universales, se podría estudiar algún organismo que fuera conveniente o cómodo de estudiar. La mayoría de la investigación sobre el comportamiento se realizó con ratas o con las favoritas de Skinner: palomas. A los conductistas les encantaban los datos, números absurdos que se generaban a partir de animales que apretaban o picoteaban unas palancas en las «cajas de condicionamiento operante» (también llamadas «cajas de Skinner»), Y cualquier descubrimiento que se realizase se aplicaba a cualquier especie. Una paloma es una rata es un niño, predicaba Skinner. Una fantasía desalmada. A menudo, los conductistas tenían razón en cuanto al comportamiento, pero se equivocaban en aspectos realmente importantes, ya que muchos comportamientos interesantes no siguen las reglas conductistas. Si crías a una rata o a un mono con una madre abusiva, se apegará más a ella. Y las reglas conductistas han fracasado cuando de repente los humanos aman a la persona abusiva incorrecta. Mientras tanto, la etología estaba emergiendo en Europa. A diferencia de la obsesión del conductismo con la uniformidad y universalidad de la conducta, a los etólogos les encantaba la variedad de comportamientos existentes. Hacían hincapié en cómo las especies habían desarrollado comportamientos únicos en respuesta a demandas únicas y en cómo había que tener la mente abierta para observar animales en sus hábitats naturales para poder comprenderlos (un proverbio de la etología dice que «estudiar el comportamiento social de una rata en una caja es como estudiar el comportamiento natatorio de un delfín en una bañera»). Se hacían preguntas como: ¿qué es objetivamente el comportamiento?, ¿qué lo desencadena?, ¿tenía que aprenderse?, ¿cómo evolucionó?, ¿cuál es el valor adaptativo del comportamiento? Las personas del siglo XIX iban a la naturaleza a cazar mariposas, deleitándose en la variedad de colores de sus alas y maravillándose de lo que Dios había creado. Los etólogos del siglo XX iban a la naturaleza a observar comportamientos, deleitándose con su variedad y maravillándose de lo que la evolución había originado. A diferencia de los conductistas de laboratorio, los etólogos pisoteaban los campos con sus botas de senderismo y tenían fascinantes rodillas huesudas.
Compórtate, página 96
No obstante, la información interoceptiva influye, si no determina, nuestras emociones. Algunas regiones cerebrales que juegan un papel protagonista en el procesamiento de las emociones sociales —la CPF, la corteza insular, la corteza cingulada anterior y la amígdala— reciben un montón de información interoceptiva. Esto ayuda a explicar el desencadenante fiable de la agresividad, llamado dolor, que activa la mayoría de estas regiones. Hay que volver a recalcar que el dolor no causa la agresividad; amplifica tendencias preexistentes que conducen a la agresividad. En otras palabras, el dolor hace que la gente agresiva sea más agresiva, mientras que causa lo contrario en los individuos no agresivos
Compórtate, página 109
La teoría de criminología de la «ventana rota» creada por James Q. Wilson y George Kelling. Proponen que signos pequeños de vandalismo urbano —basura, grafitis, ventanas rotas, embriaguez en público— forman una bola de nieve que conduce a signos mayores de vandalismo y que finalmente desembocan en un incremento del crimen. ¿Por qué? Porque si la basura y los grafitis son algo habitual, significa que a la gente no le importa o es incapaz de actuar al respecto, convirtiéndose así en una invitación a dejar más basura en la calle o algo peor.
Compórtate, página 115
¿Cómo es que, por todo el reino animal, y en todas las culturas humanas, los machos están asociados con la mayoría de los comportamientos agresivos y violentos? Bien, ¿qué tiene que ver la testosterona y algunas hormonas relacionadas (llamadas en su conjunto «andrógenos», un término que, a menos que se indique lo contrario, usaré de forma simplista como sinónimo de «testosterona»)? En casi todas las especies, los machos tienen más testosterona circulante que las hembras (estas secretan pequeñas cantidades de andrógenos a partir de las glándulas suprarrenales). Además, la agresividad de los machos está más presente cuando los niveles de testosterona son altos (en la adolescencia, y durante la época de apareamiento en los reproductores estacionales). Por lo tanto, existe una vinculación entre la testosterona y la agresividad. Además, hay niveles especialmente altos de receptores de testosterona en la amígdala, en la estación de paso desde donde se proyecta hacia el resto del cerebro (el núcleo del lecho de la estría terminal), y hacia sus objetivos principales (el hipotálamo, la sustancia gris central del mesencéfalo y el lóbulo frontal). Pero estos son simplemente datos correlativos. Demostrar que la testosterona es la causa de la agresividad requiere un experimento de «sustracción» además de uno de «sustitución». La sustracción implica castrar a un macho. ¿Bajan los niveles de agresividad? Sí (incluso en humanos). Esto demuestra que algo proveniente de los testículos es la causa de la agresividad. ¿Es la testosterona? La sustitución implica dar a ese individuo castrado testosterona de sustitución. ¿Se recuperan los niveles de agresividad previos a la castración? Sí (incluso en humanos). Por lo tanto, la testosterona causa la agresividad. Necesitamos tiempo para ver por qué esta afirmación es errónea. El primer indicio de que esta afirmación es conflictiva aparece después de la castración, cuando los niveles medios de agresividad caen en picado en todas las especies. Pero, y es importante recalcarlo, no caen hasta cero. Bien, puede que la castración no fuera perfecta, te dejaste algunos trocitos de los testículos. O puede que se secrete una cantidad suficiente de andrógenos suprarrenales menos importantes para mantener la agresividad. Pero no es así: incluso cuando se eliminan completamente la testosterona y los andrógenos, permanece algo de agresividad. Por consiguiente, una parte de la agresividad masculina es independiente de la presencia o no de la testosterona
Compórtate, página 119
Seguros de nosotros mismos y optimistas. Bien, los libros interminables de autoayuda nos instan a que seamos precisamente eso. Pero la testosterona hace que la gente esté demasiado segura de sí misma y sea demasiado optimista, con malas consecuencias. En un estudio determinado, pares de sujetos podían consultarse entre ellos antes de hacer elecciones individuales en una tarea. La testosterona hacía que aumentaran las probabilidades de que los sujetos pensaran que su opinión era la correcta e ignoraran la de su compañero. La testosterona hace que la gente sea arrogante, egocéntrica y narcisista
Compórtate, página 123
Por lo tanto, la testosterona produce efectos sutiles sobre el comportamiento. Sin embargo, esto no nos dice mucho, porque todo puede ser interpretado de todas las formas posibles. La testosterona incrementa la ansiedad —te sientes amenazado y como reacción te vuelves más agresivo—. La testosterona reduce la ansiedad —te sientes arrogante y demasiado confiado, entonces te vuelves más agresivo de forma preventiva—. La testosterona incrementa la asunción de riesgos —«Ey, juguemos e invadamos»—. La testosterona incrementa la asunción de riesgos —«Ey, juguemos y hagamos una oferta de paz»—. La testosterona te hace sentir bien —«Empecemos otra pelea, ya que la última fue fenomenal»—. La testosterona te hace sentir bien —«Cojámonos todos de las manos»—. Sí que existe coincidencia respecto a un concepto fundamental: los efectos de la testosterona son enormemente dependientes del contexto.
Compórtate, página 124
Hablemos ahora de algunas investigaciones importantes y desconcertantes. ¿Qué ocurre si el defender tu estatus requiere que seas amable? Este aspecto fue analizado en un estudio realizado por Christoph Eisenegger y Ernst Fehr, de la Universidad de Zúrich. Los sujetos participaban en el juego del ultimátum (hablamos de él en el capítulo 2), donde cada uno decide cómo repartir un dinero con otro jugador. La otra persona puede aceptar el reparto o rechazarlo, en cuyo caso ninguno de los dos obtiene nada. Investigaciones anteriores habían demostrado que cuando se rechaza la oferta de alguien, este se siente humillado, subordinado, especialmente si las noticias llegan a futuras rondas con otros jugadores. En otras palabras, en este escenario, el estatus y la reputación dependen de que uno sea justo. ¿Y qué ocurre si, de antemano, se les administra testosterona a los sujetos? La gente realizaba ofertas más generosas. Lo que las hormonas te hagan hacer depende de lo que en ese momento signifique ser un machote. Esto requiere algún cableado neuroendocrino elegante que es sensible al aprendizaje social. No podríamos encontrar otro hallazgo que contrarrestase más la reputación de la testosterona. El estudio contenía un hábil hallazgo adicional que alejó aún más el mito de la testosterona de la realidad. Como de costumbre, los sujetos o recibían testosterona o suero salino, sin saber cuál se les había administrado. Los sujetos que creían que era testosterona (independientemente de si eso era cierto) realizaban ofertas menos generosas. En otras palabras, la testosterona no hace que te comportes necesariamente de forma desagradable, pero sí que lo hace el hecho de que creas que sí que lo logra y que además creas que estás inundado de esa sustancia. Estudios adicionales muestran que la testosterona fomenta la prosocialidad en el ambiente adecuado. En uno de ellos, bajo circunstancias en las que el sentimiento de orgullo te hace ser honesto, la testosterona disminuía la cantidad de trampas que esa persona hacía en una partida. En otro, los sujetos decidían cuánta cantidad de una suma de dinero se guardarían y con qué parte contribuirían públicamente a una reserva común compartida por todos los jugadores; la testosterona hizo que la mayoría de los sujetos fueran más prosociales. ¿Qué significa esto? La testosterona hace que estemos más dispuestos a hacer lo que haga falta para alcanzar y mantener nuestro estatus. Y el punto clave es «lo que haga falta». Si se organizan las circunstancias sociales de forma correcta, el aumento de los niveles de testosterona durante un desafío hará que la gente compita como loca para realizar la mayor cantidad de actos de amabilidad al azar. En nuestro mundo acribillado de violencia machista, el problema no es que la testosterona incremente los niveles de agresividad. El problema es la frecuencia con la que recompensamos la agresividad.
Compórtate, página 128
Dicho científicamente, «la oxitocina inoculaba una aversión a la traición entre los inversores»; dicho crudamente, la oxitocina convierte a la gente en incautos irracionales; dicho de forma más angelical, la oxitocina hace que la gente ponga la otra mejilla.
Compórtate, página 136
Otros estudios mostraban que cuando a los sujetos se les administraba oxitocina, calificaban las caras de los demás como más fiables, y eran más confiados en los juegos experimentales económicos (la oxitocina no causó ningún efecto cuando alguien pensaba que estaba jugando contra un ordenador, lo que demostraba que el efecto tenía que ver con el comportamiento social). Este incremento en la confianza era interesante. Generalmente, si los demás jugadores hacen alguna trampa en el juego, los sujetos confían menos en las siguientes rondas; sin embargo, los inversores tratados con oxitocina no modificaban su comportamiento siguiendo ese patrón habitual. Dicho científicamente, «la oxitocina inoculaba una aversión a la traición entre los inversores»; dicho crudamente, la oxitocina convierte a la gente en incautos irracionales; dicho de forma más angelical, la oxitocina hace que la gente ponga la otra mejilla.
Compórtate, página 136
La oxitocina y la vasopresina son las hormonas más geniales del universo. Viértalas en el abastecimiento del agua, y la gente será más comprensiva, confiada y empática. Seríamos mejores padres y haríamos el amor, no la guerra (aunque en su mayor parte sería un amor platónico, ya que la gente que tuviera relaciones evitaría a todos los demás). Lo mejor de todo, compraríamos toda clase de tonterías inútiles, confiando en los anuncios promocionales de las tiendas una vez que la oxitocina empezara a salir a chorro por el sistema de ventilación de la tienda.
Compórtate, página 137
Un efecto contingente realmente interesante de la oxitocina es que mejora el comportamiento desinteresado…, pero solo en gente que ya lo manifestaba. Esto es lo mismo que ocurría con la testosterona, que solo incrementaba la agresividad de las personas que tenían propensión a ella. Las hormonas raramente actúan fuera del contexto del individuo y de su ambiente
Compórtate, página 139
La oxitocina te hace ser más prosocial con gente que es como tú (tus compañeros de equipo), pero que espontáneamente encuentres repugnantes a los otros, que son una amenaza. Tal como recalcó De Dreu, puede que la oxitocina desarrolle una competencia social para hacer que seamos mejores a la hora de identificar quién está con nosotros y quién no.
Compórtate, página 141
La oxitocina, la hormona del amor, nos hace ser más prosociales con los nuestros y peores con todos los demás. Eso no se puede catalogar como prosocialidad genérica. Eso es etnocentrismo y xenofobia. En otras palabras, las acciones de estos neuropéptidos dependen drásticamente del contexto —de quién eres, de tu ambiente y de quién es la otra persona—.
Compórtate, página 142
Justo en el momento previo a que llevemos a cabo algunos de nuestros comportamientos más importantes y significativos podemos estar abrumados por el estrés. Lo cual es muy malo, ya que el estrés influye en las decisiones que tomamos; rara vez para mejor.
Compórtate, página 151
Tanto el huir de un león como el lidiar durante años con atascos de tráfico es una pesada carga, lo que contrasta con el estrés que nos encanta. Nos encanta el estrés que es leve, pasajero y que se produce en un contexto benévolo. La amenaza estresante de un viaje en una montaña rusa es que nos podamos marear, no que nos decapiten; dura unos tres minutos, no tres días. Nos encanta esa clase de estrés, lo deseamos y pagamos para experimentarlo. ¿Cómo llamamos a esa cantidad óptima de estrés? Estamos comprometidos, participamos en ello y nos sentimos desafiados. Lo llamamos jugar. La base del estrés psicológico es la pérdida del control y la previsibilidad. Pero en un ambiente benévolo, renunciamos alegremente al control y la previsibilidad para ser desafiados por lo inesperado —un trayecto en la montaña rusa, un giro de la trama, un pase difícil que viene hacia nosotros, un movimiento de ajedrez inesperado de nuestro oponente—. Sorpréndame, es divertido. Esto nos trae un concepto clave, la llamada U invertida. La ausencia completa de estrés es aburrida. El estrés moderado, pasajero, es maravilloso —mejoran varios aspectos de la función cerebral; los niveles de glucocorticoides de ese rango aumentan la liberación de dopamina; las ratas empujan las palancas para recibir la cantidad justa de glucocorticoides—. Y a medida que el estrés se vuelve más severo y prolongado, esos efectos positivos desaparecen (existiendo, por supuesto, importantes diferencias individuales en lo que respecta a la transición entre los efectos estimulantes a los sobreestimulantes; la pesadilla de una persona es el hobby de otra
Compórtate, página 154
Más malas noticias: el estrés nos inclina hacia el egoísmo. En un estudio determinado, los sujetos respondían preguntas sobre la toma de decisiones morales en diversos escenarios, o después de un estresante social o en una situación neutral. Algunos escenarios tenían una intensidad emocional baja («En el supermercado usted espera su turno en la carnicería, y un anciano se le adelanta. ¿Se quejaría?»), en otros la intensidad era alta («Conoce al amor de su vida, pero está usted casado y tiene cinco hijos. ¿Dejaría a su familia?»). El estrés provocaba que los sujetos dieran respuestas más egoístas sobre las decisiones morales emocionalmente intensas (pero no en las más leves); cuanto más crecían los niveles de glucocorticoides, más egoístas eran las respuestas. Además, en el mismo paradigma, debido al estrés, a las personas altruistas les preocupaban menos las decisiones morales personales (cosa que no ocurría con las impersonales). Tenemos otro efecto endocrino contingente: el estrés hace que las personas sean más egoístas, pero solo en las circunstancias más emocionalmente intensas y personales. Esto se parece a otro caso de funcionamiento frontal mediocre —recuerde del capítulo 2 cómo los individuos con una lesión en el lóbulo frontal realizaban juicios razonables sobre los asuntos de los demás, pero cuanto más personal y emocionalmente intenso era el asunto, más incapaces eran—. Sentirse mejor por abusar de alguien inocente, o pensar más en las propias necesidades, no es compatible con sentir empatia. ¿Disminuye el estrés la empatia? Aparentemente sí, tanto en ratones como en hombres.
Compórtate, página 160
El estrés sostenido tiene algunos efectos bastante desagradables sobre el comportamiento. Sin embargo, hay circunstancias en las que el estrés logra sacar lo mejor en algunas personas.
Compórtate, página 162
El estrés puede alterar la cognición, el control de los impulsos, la regulación emocional, la toma de decisiones, la empatia y la prosocialidad.
Compórtate, página 163
Una importante desmitificación: el alcohol Ningún análisis de los sucesos biológicos que ocurren en el periodo que va de minutos a horas antes de que se realice un comportamiento puede omitir el alcohol. Como todo el mundo sabe, el alcohol reduce las inhibiciones, haciendo que la gente sea más agresiva. Eso es erróneo, y lo es en un sentido que nos es familiar: el alcohol solo provoca la aparición de la agresividad en (a) individuos propensos a ella (por ejemplo, los ratones con niveles más bajos de señalización de la serotonina en el lóbulo frontal y los hombres con la variante del gen receptor de la oxitocina que es menos receptivo a la oxitocina se comportan preferentemente de forma agresiva por el alcohol) y (b) los que creen que el alcohol te hace ser más agresivo, demostrando una vez más el poder que tiene el aprendizaje social para dar forma a la biología. El alcohol influye de manera distinta en cada uno de nosotros; por ejemplo, las borracheras han sido la causa de más de una boda rápida celebrada en Las Vegas que al amanecer del día siguiente no parece haber sido tan buena idea.
Compórtate, página 163
Resumen y algunas conclusiones
Compórtate, página 164
En su influyente trabajo, Organización de la conducta, Hebb propuso lo que acabó convirtiéndose en el paradigma dominante. Formar recuerdos no requiere nuevas sinapsis (y mucho menos nuevas ramas o neuronas); requiere el fortalecimiento de sinapsis preexistentes
Compórtate, página 167
La experiencia altera el número y la fortaleza de las sinapsis, la extensión del árbol dendrítico y los objetivos de las proyecciones de los axones.
Compórtate, página 178
La experiencia, la salud y las fluctuaciones hormonales pueden cambiar el tamaño de partes del cerebro en cuestión de meses. La experiencia también puede ocasionar cambios duraderos en el número de receptores de neurotransmisores y hormonas, en los niveles de canales iónicos y en el estado de los interruptores genéticos del cerebro
Compórtate, página 184
Básicamente, casi todo lo que puedas medir en el sistema nervioso puede cambiar como respuesta a un estímulo continuado. Y, muy importante, estos cambios son a menudo reversibles en un ambiente diferente.
Compórtate, página 184
Algunas conclusiones
Compórtate, página 185
La neuroplasticidad hace que la maleabilidad funcional del cerebro sea tangible, «demuestra científicamente» que el cerebro cambia.
Compórtate, página 186
Un mundo diferente hace posible una nueva concepción del mundo, lo que significa un cerebro diferente. Y cuanto más tangible y auténtica parezca la neurobiología que subyace en estos cambios, más fácil será imaginar que puede suceder de nuevo.
Compórtate, página 186
La neurobiología sugiere que la adolescencia es real, que el cerebro adolescente no es simplemente un cerebro adulto a medio cocinar o un cerebro infantil que se ha dejado fuera de la nevera demasiado tiempo. Además, la mayoría de las culturas tradicionales reconocen la adolescencia como un periodo diferente; es decir, te da algunos, pero no todos los derechos y responsabilidades típicas de un adulto. Sin embargo, lo que inventó Occidente es la adolescencia de más larga duración
Compórtate, página 188
La realidad de la adolescencia ¿Es auténtica la adolescencia? ¿Hay algo que sea cualitativamente diferente que la distinga del periodo anterior y posterior, en lugar de ser parte de una progresión suave que va desde la infancia a la madurez? Puede que la «adolescencia» sea tan solo un constructo cultural. En Occidente, el gozar de una mejor nutrición y salud dio como resultado que comenzara antes la pubertad, y las fuerzas educativas y económicas de la modernidad presionaron para lograr que se pudiera ser madre a edades más tardías, por lo que apareció un hueco en el proceso de desarrollo entre esas dos etapas. Voilá! Se inventó la adolescencia. Tal como veremos, la neurobiología sugiere que la adolescencia es real, que el cerebro adolescente no es simplemente un cerebro adulto a medio cocinar o un cerebro infantil que se ha dejado fuera de la nevera demasiado tiempo. Además, la mayoría de las culturas tradicionales reconocen la adolescencia como un periodo diferente; es decir, te da algunos, pero no todos los derechos y responsabilidades típicas de un adulto. Sin embargo, lo que inventó Occidente es la adolescencia de más larga duración. Lo que sí parece un constructo de las culturas individualistas es la consideración de la adolescencia como un periodo de conflicto intergeneracional; los jóvenes de las culturas colectivistas parecen menos propensos a poner mala cara a las tonterías de los adultos, empezando por los padres. Además, incluso en las culturas individualistas la adolescencia no es, en todos los casos, una época de acné de la psique, de tormenta pasional. Muchos de nosotros la superamos bastante bien.
Compórtate, página 188
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El cerebro tiene que ver con circuitos, con patrones de conectividad funcional entre regiones.
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Así que los adolescentes toman más riesgos y no los evalúan correctamente. Pero no es solo que los quinceañeros estén más dispuestos a asumir riesgos. Después de todo, los adolescentes y los adultos no sienten el mismo deseo de hacer algo que sea peligroso y los adultos no lo hacen simplemente debido a la madurez de su lóbulo frontal. Hay una diferencia de edad en la búsqueda de sensaciones —los adolescentes se sienten tentados a hacer puenting; los adultos se sienten tentados a saltarse su dieta baja en sal—. La adolescencia se caracteriza no solo por ser una época más arriesgada, sino también por una mayor búsqueda de experiencias nuevas
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La adolescencia tiene que ver con la asunción de riesgos y con la búsqueda de lo novedoso.
Compórtate, página 197
La vida adulta está llena de significativas bifurcaciones en medio del camino en las que la opción correcta es claramente la más difícil. Navegar a través de ellas con éxito es tarea del lóbulo frontal, y desarrollar la habilidad para hacerlo correctamente en cada contexto requiere que este vaya conformándose profundamente mediante la experiencia.
Compórtate, página 210
Las pruebas de la necesidad más básica proporcionada por una madre provienen de un lugar conflictivo. Al principio de la década de 1990, las tasas de delincuencia se desplomaron por todo Estados Unidos. ¿Por qué? Para los liberales, la respuesta era la economía floreciente. Para los conservadores era el aumento de los presupuestos de los servicios para mantener el orden, el crecimiento de los centros penitenciarios y las condenas basadas en la ley de los tres strikes. Mientras tanto, una explicación parcial fue aportada por el experto en derecho John Donohue, de Stanford, y por el economista Steven Levitt, de la Universidad de Chicago: fue la legalización del aborto. Los autores analizaron las leyes de liberalización del aborto estado a estado y los datos demográficos del descenso del crimen, lo que demostró que cuando el aborto se convirtió en una opción disponible en un área, los índices de delincuencia a manos de adultos jóvenes bajaron durante los veinte años posteriores. Sorprendentemente fue un estudio muy controvertido, pero a mí me parece totalmente lógico y deprimente. ¿Qué es lo que más predice una vida dedicada a la delincuencia? Nacer de una madre que, si hubiera podido, habría elegido que no nacieras. ¿Qué es lo más básico que proporciona una madre? Saber que le hace feliz que existas
Compórtate, página 230
Cualquier clase de madre es válida en una tormenta Harlow proporcionó otra lección importante, gracias a otro estudio que resulta doloroso ver. Los bebés mono eran criados con sustituías hechas de alambre que tenían inyectores de aire en la zona media de sus torsos. Cuando un bebé se agarraba, recibía un desagradable chorro de aire. ¿Qué predeciría un conductista que haría el mono al enfrentarse a un castigo como ese? Huir. Pero, al igual que ocurre en el mundo de los niños y parejas maltratados, los bebés se agarraban más fuerte. ¿Por qué solemos apegarnos a una fuente de refuerzo negativo, buscamos consuelo cuando nos sentimos angustiados precisamente en la causa de esa angustia? ¿Por qué incluso amamos a la persona equivocada, sufrimos maltrato y regresamos para recibir más? Las explicaciones psicológicas abundan. La causa es la baja autoestima, el creer que nunca lo harás mejor. O una convicción codependiente de que estás diciéndole a la persona que cambie. Puede que te identifiques con tu opresor, o que hayas decidido que es tu culpa y que el abuso es justificado, por lo que parece menos irracional y terrorífico. Todas estas son válidas y pueden tener un gran poder explicativo y terapéutico. Pero el trabajo de Regina Sullivan, de la NYU, demuestra que una parte de este fenómeno se halla a kilómetros de la psique humana. Sullivan condicionó crías de rata para que asociaran un olor neutro con una descarga. Si una cría que había sido condicionada cuando tenía diez días de edad o más («crías mayores») era expuesta al olor, ocurrían cosas lógicas —activación de la amígdala, secreción de glucocorticoides y evitación del olor—. Pero al hacerle lo mismo a una cría joven no se producía nada de eso; sorprendentemente, la cría se sentía atraída por el olor. ¿Por qué? Hay un matiz interesante que tiene que ver con el estrés en los recién nacidos. Los fetos de los roedores son perfectamente capaces de secretar glucocorticoides. Pero a las pocas horas de haber nacido, las glándulas suprarrenales se atrofian radicalmente, pasando a ser casi incapaces de secretarlos. Este «periodo de hiporrespuesta al estrés» (SHRP por sus siglas en inglés) va menguando durante las semanas venideras. ¿En qué consiste el SHRP? Los glucocorticoides tienen tantos efectos adversos sobre el desarrollo del cerebro (siga atento) que el SHRP representa una apuesta: «No secretaré glucocorticoides como respuesta al estrés, para que así me pueda desarrollar óptimamente; si ocurre algo estresante, mami se encargará de ello por mí». Por lo tanto, el privar a las crías de las ratas de la presencia de sus madres hará que en pocas horas sus glándulas suprarrenales se expandan y recobren su capacidad de secretar un montón de glucocorticoides. Durante el SHRP parece que las crías utilizan una regla más: «Si mamá está cerca (en cuyo caso no secreto glucocorticoides) debería apegarme a cualquier estímulo fuerte. No puede ser malo para mí; mamá no lo permitiría». Como prueba, si inyectamos glucocorticoides en la amígdala de las crías jóvenes durante el condicionamiento, la amígdala se activará y las crías desarrollarán una aversión al olor. En cambio, si se bloquea la secreción de glucocorticoides en las crías de más edad durante el condicionamiento, estas se sentirán atraídas por el olor. O las podemos condicionar estando presente su madre, no secretarán glucocorticoides y desarrollarán la atracción. En otras palabras, en las ratas jóvenes incluso cosas aversivas actúan como refuerzos en presencia de la madre, incluso si esta misma es la. fuente del estímulo aversivo. Tal como escribieron Sullivan y sus colegas, «el apego [en crías como esas] a recibir cuidados ha evolucionado para asegurar que la cría forme un vínculo con ese cuidador a pesar de la calidad del cuidado recibido». Cualquier clase de madre es válida en una tormenta. Si aplicamos esto a los humanos, ayuda a explicar por qué los individuos que han sido maltratados siendo niños se convierten en adultos propensos a tener relaciones en las que sufren abusos por parte de su cónyuge. ¿Pero qué podemos decir del reverso de la moneda? ¿Por qué un 33 por ciento de los adultos que fueron maltratados siendo niños se convierten en abusadores? Una vez más, abundan las explicaciones psicológicas útiles, construidas todas ellas alrededor de la identificación con el maltratador y de una racionalización apartada del terror. «Amo a mis hijos, pero les doy una bofetada cuando lo necesitan. Mi padre me hizo lo mismo, por lo tanto, también podría haberme amado». Pero una vez más, también se produce algo biológico, mucho más profundo —las crías de los monos que fueron maltratadas por sus madres tienen más probabilidades de convertirse en madres maltratadoras—.
Compórtate, página 232
Fundamentalmente, una infancia llena de adversidades incrementa las posibilidades de que un adulto sufra (a) depresión, ansiedad o consumo de sustancias ilegales; (b) capacidades cognitivas disminuidas, especialmente las relacionadas con el funcionamiento del lóbulo frontal; (c) deficiente control de los impulsos y regulación de las emociones; (d) comportamiento antisocial, incluido el uso de la violencia; y (e) relaciones que replican las adversidades sufridas durante la infancia (p. ej., quedarse con una pareja maltratadora[471]). Y a pesar de todo eso, algunos individuos superan infancias miserables bastante bien.
Compórtate, página 235
El perfil biológico Todas estas formas diferentes de adversidad son obviamente estresantes y causan anormalidades en la fisiología del estrés. En numerosas especies, los factores estresantes más importantes durante la primera etapa de la vida producen tanto niños como adultos con niveles elevados de glucocorticoides (además de CRH y ACTH, las hormonas hipotalámica y pituitaria que regulan la liberación de los glucocorticoides) y una hiperactividad del sistema nervioso simpático. Los niveles básales de glucocorticoides son elevados —la respuesta al estrés siempre está algo activada— y la recuperación del nivel basal después de la aparición de un agente estresante es retrasada. Michael Meaney, de la Universidad McGill, ha demostrado como el estrés en la fase inicial de la vida mitiga permanentemente la capacidad del cerebro de refrenar la secreción de glucocorticoides. Tal como dijimos en el capítulo 4, que el cerebro esté inundado de un exceso de glucocorticoides, especialmente durante el desarrollo, tiene efectos adversos sobre la cognición, el control de los impulsos, la empatia, etc. Se produce un deficiente aprendizaje dependiente del hipocampo en la vida adulta. Por ejemplo, los niños maltratados que desarrollan un trastorno de estrés postraumático tienen un volumen más reducido del hipocampo cuando son adultos. El psiquiatra de Stanford Víctor Carrión ha demostrado la existencia de un crecimiento reducido del hipocampo a los pocos meses de haber sufrido el maltrato. La causa más probable serían los glucocorticoides, que reducen la producción hipocámpica del factor de crecimiento conocido como factor neurotrófico derivado del cerebro. Por lo tanto, las adversidades sufridas durante la infancia perjudican el aprendizaje y la memoria. Y lo que también es muy importante es que perjudican la maduración y la función del lóbulo frontal; de nuevo, los glucocorticoides, a través de la inhibición del factor neurotrófico derivado del cerebro, son los culpables más probables. La conexión entre las adversidades de la infancia y la maduración del lóbulo frontal también se puede ver en el caso de la pobreza infantil. Los trabajos de Martha Farah, de la Universidad de Pensilvania, Tom Boyce, de la Universidad de California en San Francisco (UCSF), y otros demostraron algo bastante indignante: a los cinco años, cuanto menor es el estatus socioeconómico del niño, en promedio, (a) más altos son los niveles básales de glucocorticoides o más reactiva es la respuesta de estos al estrés, (b) más delgado es el lóbulo frontal y más bajo su metabolismo, y (c) más pobre es la función frontal relacionada con la memoria funcional, la regulación emocional, el control del impulso y la toma ejecutiva de decisiones; además, para alcanzar una regulación frontal equivalente, los niños con un estatus socioeconómico más bajo deben activar más el lóbulo frontal que los niños con un estatus socioeconómico mayor. Además, la pobreza infantil dificulta la maduración del cuerpo calloso, un haz de fibras axonales que conectan los dos hemisferios e integran su función. Es algo que está terriblemente mal —elegir estúpidamente una familia pobre en la que nacer, y ya en la guardería, las posibilidades de tener éxito en los test de malvaviscos de la vida ya están en tu contra—. Existe mucha investigación centrada en cómo la pobreza «se mete en la piel». Algunos mecanismos son específicos de los humanos —si eres pobre, tienes más probabilidades de crecer cerca de toxinas medioambientales, en un vecindario peligroso en el que hay más tiendas de venta de bebidas alcohólicas que mercados que vendan productos alimenticios; tienes menos probabilidades de ir a un buen colegio o de tener padres que tengan tiempo de leerte cuentos—. Es más probable que tu comunidad disponga de un capital social menor, y tú una autoestima baja. Pero parte del vínculo refleja los efectos corrosivos de la subordinación en todas las especies jerárquicas. Por ejemplo, en los babuinos, el tener una madre de rango bajo es un indicio de poseer un nivel elevado de glucocorticoides. De este modo, la adversidad vivida en la infancia puede atrofiar y mitigar el funcionamiento del hipocampo y del lóbulo frontal. Pero ocurre lo contrario en la amígdala —si sufres un montón de adversidades la amígdala se vuelve más grande e hiperreactiva—. Una consecuencia es el aumento del riesgo de padecer trastornos de ansiedad; cuando viene acompañado de un pobre desarrollo del lóbulo frontal, explica los problemas con la regulación de la emoción y del comportamiento, especialmente el control de los impulsos. La adversidad en la infancia acelera la maduración de la amígdala de una forma particular. Normalmente, una vez alcanzada la adolescencia, el lóbulo frontal logra la capacidad de inhibirla, diciendo: «Yo no lo haría si fuera tú». Pero después de sufrir la adversidad durante la infancia, la amígdala desarrolla la capacidad de inhibir al lóbulo frontal, diciendo: «Estoy haciendo esto e intenta detenerme». La adversidad infantil también daña el sistema de la dopamina (con su papel en la recompensa, la anticipación y el comportamiento dirigido hacia un objetivo) de dos formas. Primero, la adversidad en la primera etapa de la vida produce un organismo adulto más vulnerable a la adicción a las drogas y al alcohol. El camino que conduce a esta vulnerabilidad es, probablemente, triple: (a) los efectos sobre el desarrollo del sistema dopaminérgico; (b) la excesiva exposición del adulto a los glucocorticoides, lo cual incrementa el ansia de consumir drogas; (c) un lóbulo frontal deficientemente desarrollado. La adversidad infantil también incrementa substancialmente el riesgo del adulto a sufrir depresión. El síntoma definitorio de la depresión es la anhedonia, la incapacidad de sentir, anticipar o perseguir el placer. El estrés crónico agota la vía mesolímbica de la dopamina, generando anhedonia. El vínculo entre la adversidad infantil y la depresión adulta implica tanto efectos organizativos sobre el desarrollo del sistema mesolímibico como unos niveles elevados de glucocorticoides en el adulto, los cuales pueden mermar la dopamina. La adversidad infantil incrementa el riesgo de depresión a través de escenarios «secundarios» —reduciendo los umbrales de tal manera que los agentes estresantes adultos que la gente, generalmente, sabe manejar, desencadenan episodios depresivos—. Esta vulnerabilidad tiene sentido. La depresión es básicamente un sentido patológico de pérdida de control (lo que explica la descripción clásica de depresión, según la cual se trata de una «impotencia aprendida»). Si un niño experimenta una adversidad severa, incontrolable, la conclusión más afortunada que puede tener de adulto es: «Eran circunstancias terribles sobre las que yo no tenía ningún control». Pero cuando los traumas infantiles producen depresión, se produce una sobregeneralización distorsionada cognitivamente: «Y la vida siempre será incontrolablemente horrible».
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Hay dos tipos de adversidad que deberían ser considerados por separado:
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Un caso demoledor
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Es muy importante señalar que el estrés maternal influye en el desarrollo del feto. Hay rutas indirectas —por ejemplo, la gente estresada tiene dietas menos saludables y consume más sustancias adictivas—. De forma más directa, el estrés altera la presión sanguínea de la madre y sus defensas inmunológicas, lo que influye en el feto. Y, más importante, las madres estresadas secretan glucocorticoides, que se introducen en la circulación fetal y básicamente tienen las mismas consecuencias negativas que en los bebés y niños estresados.
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Conclusiones
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Desde un punto de vista reduccionista, la comprensión de algo complejo requiere separarlo en sus componentes, comprender esas partes, y luego, una vez juntadas, comprender el panorama completo. Y en este mundo reduccionista, para comprender las células, los órganos, los cuerpos y el comportamiento, la mejor parte constituyente que hay que estudiar son los genes.
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Los genes no tienen sentido fuera del contexto del ambiente.
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Algunos puntos clave que completan esta parte del capítulo
En cambio, los genes son regulados por el ambiente, el cual consiste en todo, abarcando desde sucesos situados en el interior de la célula hasta el universo.
Una gran parte de nuestro ADN traduce las influencias del ambiente en la transcripción génica, en lugar de en la codificación de los genes; además, la evolución tiene mucho que ver con cambios en la regulación de la transcripción génica, en lugar de cambiar los propios genes.
La epigenética puede lograr que los efectos del ambiente duren toda la vida o incluso sean multigeneracionales.
Y gracias a los transposones, las neuronas contienen todo un mosaico de genomas diferentes.
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Algunos científicos sociales informan de la existencia de influencias genéticas en el alcance de la implicación y la sofisticación política (independientemente de la orientación); hay artículos de genética del comportamiento que aparecen en el American Journal of Political Science. Genes, genes por todas partes. Se han descubierto numerosas contribuciones genéticas para cualquier cosa, desde la frecuencia con la que los adolescentes envían mensajes de texto hasta la aparición del miedo al dentista. ¿Significa eso que existe un gen «para» encontrar excitante el pelo que algunos tienen en el pecho, para la probabilidad de votar, para los sentimientos que te producen los dentistas? Es extremadamente improbable. En cambio, genes y comportamiento están a menudo conectados a través de rutas tortuosas. Piense en la influencia genética sobre el índice de participación en una votación; el factor mediador entre ambos resulta ser el sentido del control y la eficacia. La gente que vota regularmente siente que sus acciones importan, y este punto neurálgico de control refleja algunos rasgos de la personalidad que están influidos genéticamente (p. ej., optimismo alto, neurosis baja). ¿O qué decir del vínculo ente los genes y la autoconfianza? Algunos estudios muestran que la variable interviniente son los efectos genéticos sobre la altura; la gente alta es considerada más atractiva y se le trata mejor; lo que hace aumentar su autoconfianza, ¡maldita sea! En otras palabras, las influencias genéticas sobre el comportamiento a menudo funcionan a través de rutas muy indirectas, algo en lo que apenas se hace hincapié cuando las noticias sueltan frases hechas sobre la genética del comportamiento —«Los científicos informan sobre la existencia de la influencia genética en la estrategia a la hora de jugar al juego de la oca»—.
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Algunos puntos clave:
Incluso en el dominio de los rasgos heredados —por ejemplo, la herencia de cinco dedos como promedio en los humanos— no podemos decir realmente que existe una determinación genética en el sentido estricto de la palabra. Esto es debido a que la herencia de los efectos de un gen requiere que transmita no solo el gen, sino también el contexto que regula el gen de esa manera.
Las puntuaciones de heredabilidad guardan relación con los ambientes en los que los rasgos han sido estudiados. En cuantos más ambientes estudies un rasgo, es probable que menor sea la heredabilidad.
Las interacciones gen-ambiente son muy variadas y pueden ser drásticas. Por consiguiente, no podemos decir realmente qué es lo que «hace» un gen, solo qué es lo que hace en el ambiente en el que ha sido estudiado.
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Conclusiones
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Sin embargo, esa transmisión cultural no muestra progresión —las herramientas que utilizan hoy en día los chimpancés para abrir nueces es muy parecida a la misma que utilizaban hace cuatro mil años—. Y con escasas excepciones (que veremos más tarde) la cultura no humana tiene que ver únicamente con la cultura material (frente a, por ejemplo, la organización social).
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Para los propósitos de este capítulo, la lista asombrosamente larga de diferencias culturales en cómo se vive la vida, en los recursos y privilegios disponibles, en las oportunidades y trayectorias, nos resulta más interesante. Solo para empezar con algunas impresionantes estadísticas demográficas nacidas de las diferencias culturales: una niña nacida en Monaco tiene una esperanza de vida de noventa y tres años; una nacida en Angola, treinta y nueve. Letonia tiene un 99,9 por ciento de alfabetismo; Nigeria, el 19 por ciento. Más de un 10 por ciento de niños de Afganistán mueren en su primer año de vida, únicamente el 0,2 por ciento en Islandia. El PIB per cápita es de 137.000 dólares en Qatar, 609 dólares en la República Centroafricana. Una mujer de Sudán del Sur tiene aproximadamente mil veces más probabilidades de morir durante el parto que una mujer de Estonia[644]. La experiencia de la violencia también varía enormemente según la cultura. Alguien de Honduras tiene 450 veces más probabilidades de ser asesinado que alguien de Singapur. El 65 por ciento de las mujeres de África central sufren la violencia infligida por la pareja, el 16 por ciento en el Sudeste Asiático. Una mujer sudafricana tiene más de cien veces más probabilidades de ser violada que una de Japón. Si eres un escolar en Rumania, Bulgaria o Ucrania tienes más de diez veces más probabilidades de sufrir acoso escolar de forma crónica que si eres un niño de Suecia, Islandia o Dinamarca (siga atento a este tema, profundizaremos en él[645]). Desde luego, también están las tan bien conocidas diferencias culturales relacionadas con el género. En un extremo están los países escandinavos, que se acercan a la igualdad total de género, y Ruanda, con el 63 por ciento de los escaños de la cámara de representantes ocupados por mujeres, y en el otro extremo está Arabia Saudita donde a las mujeres no se les permite salir de casa a menos que vayan acompañadas de un guardián masculino, y Yemen, Qatar y Tonga, con un o por ciento de mujeres legisladoras (y con Estados Unidos, donde esa cifra ronda el 20 por ciento[646]). Y luego está Filipinas, donde el 93 por ciento de las personas dicen que se sienten felices y amadas, frente al 29 por ciento de armenios. En los juegos experimentales económicos, es más posible que la gente de Grecia y Omán gaste más recursos en castigar en demasía a los jugadores generosos que en castigar a los que son tramposos, mientras que entre los australianos ese «castigo antisocial» no existe. Y luego hay criterios muy diferentes respecto al comportamiento prosocial. En un estudio realizado con empleados de todo el mundo que trabajaban para el mismo banco multinacional, ¿cuál era según ellos la razón más importante para ayudar a alguien? Entre los estadounidenses era que la persona les hubiera ayudado a ellos previamente; para los chinos era que la persona tuviera un rango superior; en España, que fuera un amigo o un conocido[647]. Nuestra vida sería irreconociblemente diferente, dependiendo de en qué cultura nos hubiera depositado la cigüeña. Al navegar entre toda esta variabilidad, vemos que existen algunos patrones, contrastes y dicotomías pertinentes.
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Un niño privado del juego o que no muestra interés en él, rara vez alcanza una vida adulta socialmente satisfactoria.
Compórtate, página 249
El juego es vital. Para poder jugar, los animales dejan de lado buscar comida, gastan calorías, se distraen y se vuelven más visibles para los depredadores. Los organismos jóvenes malgastan energía en el juego durante las hambrunas. Un niño privado del juego o que no muestra interés en él, rara vez alcanza una vida adulta socialmente satisfactoria. Pero, por encima de todo, el juego es intrínsecamente placentero —¿por qué si no participar en una secuencia de comportamientos en un escenario irrelevante? —. Las vías dopaminérgicas se activan durante el juego; las ratas juveniles, cuando juegan, emiten las mismas vocalizaciones que producen cuando son recompensadas con comida; los perros gastan la mitad de sus calorías moviendo sus colas para anunciar feromónicamente su presencia y su disponibilidad para el juego. El psiquiatra Stuart Brown, fundador del Instituto Nacional del Juego, hizo hincapié en que lo opuesto al juego no es trabajar, es la depresión. Un desafío es comprender cómo codifica el cerebro las propiedades de refuerzo de las distintas variedades de juegos. Después de todo, el juego abarca un amplio espectro de actividades que van desde las bromas con cálculos hilarantes con las que se retan los matemáticos entre sí hasta los niños que se retan haciendo pedos con sus sobacos.
Compórtate, página 249
Las sociedades estratificadas están «más capacitadas [que las culturas igualitarias] para sobrevivir a la escasez de recursos limitando la mortalidad a las clases inferiores».
Compórtate, página 352
El trabajo crucial realizado por el epidemiólogo social Richard Wilkinson, de la Universidad de Nottingham, aportó algunas nuevas ideas: no es tanto que la pobreza prediga una mala salud; es la pobreza en medio de tanta abundancia —la desigualdad en los ingresos—. La forma más segura de hacer que alguien se sienta pobre es restregarle por la cara aquello que no posee. ¿Por qué los grados elevados de desigualdad en los ingresos (independientemente de los niveles absolutos de pobreza) hacen que los pobres tengan una mala salud? Dos vías que se solapan: Ichiro Kawachi, de Harvard, ha defendido una explicación psicosocial. Cuando el capital social disminuye (debido a la desigualdad), aumenta el estrés psicológico. Una enorme cantidad de literatura analiza el modo en que ese estrés —falta de control, previsibilidad, salidas para la frustración y de apoyo social— activa crónicamente la respuesta al estrés, la cual, tal como vimos en el capítulo 4, corroe la salud de numerosas formas.
Compórtate, página 355
La pobreza no es un pronosticador del crimen tanto como lo es la pobreza rodeada de opulencia.
Compórtate, página 357
El vínculo entre la desigualdad y la salud allana el camino para la comprensión de cómo la desigualdad también influye en el aumento de los crímenes y de la violencia. Podría copiar y pegar los párrafos anteriores, reemplazando «mala salud» por «aumento de crímenes» y serviría perfectamente. La pobreza no es un pronosticador del crimen tanto como lo es la pobreza rodeada de opulencia. Por ejemplo, la amplitud de la desigualdad en los ingresos es un pronosticador mejor de los índices de crímenes violentos en los distintos estados de Estados Unidos y en todas las naciones industrializadas
Compórtate, página 357
¿Por qué la desigualdad en los ingresos conduce a un aumento de los crímenes? De nuevo hay que decir que existe un ángulo psicosocial —la desigualdad significa menos capital social, menos confianza, cooperación y que la gente se preocupe menos por el prójimo—. Y luego está el ángulo neomaterialista —la desigualdad significa mayor separación de los ricos a la hora de contribuir al bien público—. Kaplan ha demostrado, por ejemplo, que estados con más desigualdad en los ingresos gastan proporcionalmente menos dinero en la herramienta fundamental para la lucha contra el crimen: la educación. Al igual que ocurre con la desigualdad y la salud, la ruta psicosocial y la neomaterial establecen sinergias.
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La vida urbana contribuye a que se forme una clase diferente de cerebro.
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Además del tamaño de una población, ¿qué podemos decir de su densidad? Un estudio que analizó treinta y tres países desarrollados describió la «opresión» de cada país —en qué grado su Gobierno es autocrático, en qué grado reprime la disensión, controla el comportamiento, castiga las transgresiones, regula la vida según la ortodoxia religiosa, y en qué grado los ciudadanos consideran inapropiados varios comportamientos (p. ej., cantar en un ascensor o decir palabrotas en una entrevista de trabajo)—.[698] Las densidades de población superiores coincidían con culturas más opresoras —tanto la densidad alta en el presente, como notable e históricamente, en el año 1500—. El tema de los efectos de la densidad de población sobre el comportamiento dio lugar a un fenómeno bien conocido, en su mayor parte conocido de forma errónea. En la década de 1950, John Calhoun, del Instituto Nacional de Salud Mental, se preguntó qué le ocurre al comportamiento de una rata si esta vive en densidades de población más altas, una investigación motivada por el crecimiento continuo de las ciudades de Estados Unidos. Y en diversos artículos, dirigidos tanto a científicos como a un público lego en la materia, Calhoun dio una respuesta clara: vivir en una ciudad con densidad alta produce un comportamiento «desviado» y una «patología social». Las ratas se volvían violentas; los adultos mataban y se comían entre ellos; las hembras eran agresivas con sus crías; existía una hipersexualidad indiscriminada entre los machos (p. ej., intentar copular con hembras que no estaban en celo). Todo lo escrito sobre el tema, empezando por el propio Calhoun, era muy pintoresco. La descripción anodina de «vida en una población con densidad alta» fue reemplazada por «hacinamiento». Se decía que los machos agresivos «se volvían como locos», y de las hembras se decía que su comportamiento era propio de las «amazonas». Las ratas que vivían en estos «tugurios atestados de ratas» se volvían «marginados sociales», «autistas» o «delincuentes juveniles». Un experto en el comportamiento de las ratas, A. S. Parkes, describió a las ratas de Calhoun como «madres nada maternales, homosexuales y zombis» (el típico trío que invitaría usted a cenar en la década de 1950). Ese trabajo fue enormemente influyente, enseñó a psicólogos, arquitectos y urbanistas; se solicitaron un millón de copias del reportaje original de Calhoun aparecido en Scientific American; sociólogos, periodistas y políticos compararon explícitamente a los residentes de proyectos de construcciones de viviendas con las ratas de Calhoun. En la caótica década de 1960, un mensaje se propagó por todo el corazón de Estados Unidos: en los barrios pobres se alimentaban la violencia, la patología y la perversión social. Las ratas de Calhoun eran mucho más complicadas que todo esto (algo a lo que no le dedicó la debida atención en sus escritos destinados a un público lego en la materia). Vivir en densidades elevadas de población no convierte a las ratas en más agresivas. En cambio, sí que hace que las ratas agresivas lo sean todavía más. (Esto confirma los hallazgos que demostraron que ni la testosterona, ni el alcohol, ni la violencia de los medios de comunicación implican un aumento de la violencia de manera uniforme. Pero sí que hacen que los individuos violentos sean más sensibles a las señales sociales evocadoras de violencia). En cambio, el hacinamiento hace que los individuos que no son agresivos sean más tímidos. En otras palabras, exagera las tendencias sociales preexistentes. Las conclusiones erróneas de Calhoun sobre las ratas tampoco se sostienen en el caso de los humanos. En algunas ciudades —Chicago, por ejemplo, alrededor de 1970— la densidad alta de población en los vecindarios no predice que haya más violencia. Sin embargo, algunos de los lugares del planeta que tienen una mayor densidad de población —Hong Kong, Singapur y Tokio— tienen índices de violencia muy bajos. La vida en un lugar con densidad alta no es sinónimo de agresividad, ni en ratas ni en humanos. Las secciones anteriores analizan los efectos de vivir rodeados de un montón de gente, y en espacios reducidos. ¿Cuáles son los efectos de vivir rodeados de diferentes clases de gente? Diversidad. Heterogeneidad. Mezcla. Mosaico de culturas.
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Compórtate, página 367
Existen multitud de teorías que analizan la razón por la que los humanos inventaron la religión. Es algo que va más allá del hecho de que un humano sintiera una atracción hacia lo sobrenatural; tal como expresaba un artículo: «Mickey Mouse tenía poderes supernaturales, pero nadie le adora o pelearía —o moriría— por él. Nuestros cerebros sociales pueden ayudarnos a explicar por qué los niños de todo el mundo se sienten atraídos a hablar a las tazas de té, pero la religión es mucho más que eso». ¿Por qué apareció la religión? Porque hacía que los grupos fueran más cooperadores y viables (siga atento, ampliaremos este aspecto en el próximo capítulo). Porque los humanos necesitan personificación y ver una intención y una causalidad cuando se enfrentan a lo desconocido. O puede que el inventarse deidades sea un subproducto emergente de la arquitectura de nuestros cerebros sociales. En medio de todas estas especulaciones, resulta mucho más incomprensible la variedad de miles de religiones que hemos inventado. Varían en el número y género de las deidades; si hay o no vida después de la muerte, cómo es esta y qué hay que hacer para entrar; si las deidades juzgan o interfieren en la vida de los humanos; si ya nacemos siendo pecadores o puros y si la sexualidad cambia esos estados; si el mito del fundador de una religión es sagrado desde el inicio (tanto que, por ejemplo, los hombres sabios visitaron al fundador siendo este un bebé) o es el caso de un sibarita que se ha reformado (p. ej., la transición de Siddhartha desde la vida palaciega hasta convertirse en Buda); si el objetivo de la religión es atraer a nuevos seguidores (por ejemplo, con noticias excitantes, como un ángel me visitó en Manchester, Nueva York, y me dio unas placas de oro) o retener a los miembros (hemos hecho un pacto con Dios, así que quédate con nosotros). Etcétera, etcétera. Hay algunos patrones pertinentes entre toda esta variación. Como ya señalamos, las culturas del desierto son propensas a tener religiones monoteístas; los habitantes de las selvas tropicales, en cambio, se decantan por las politeístas. Las deidades de los pastores nómadas tienden a valorar la guerra y el valor en el campo de batalla como entrada a una buena vida después de la muerte. Las culturas basadas en la agricultura inventaron dioses que alteran el tiempo meteorológico. Como dijimos, una vez que las culturas se hicieron lo suficientemente grandes como para que los actos anónimos fueran posibles, empezaron a inventar dioses moralistas. Los dioses y la ortodoxia religiosa dominan más en las culturas que sufren amenazas frecuentes (guerra, desastres naturales), desigualdad e índices elevados de mortalidad infantil. Antes de aparcar este tema hasta el capítulo final, quiero destacar tres obviedades: (a) una religión refleja los valores de la cultura que la inventó o adaptó, y transmite muy eficazmente esos valores; (b) la religión promueve nuestros mejores y peores comportamientos; (c) es complicada.
Compórtate, página 368
A primera vista, parece que somos un gran ejemplo de una especie en la que la fuerza impulsora del comportamiento es la maximización del éxito reproductivo, siendo una persona la forma que tiene un huevo de hacer otro huevo, y siendo una especie donde triunfan los genes egoístas. Fíjese tan solo en la ventaja tradicional de los hombres poderosos: ser polígamos. El faraón Ramsés II, asociado en la actualidad de forma inapropiada con una marca de condones, tuvo 160 hijos y seguramente no pudo diferenciar a ninguno de ellos de Moisés. Medio siglo después de su muerte en 1953, Ibn Saud, el fundador de la dinastía saudí, tenía más de tres mil descendientes. Los estudios genéticos sugieren que alrededor de dieciséis millones de personas que viven en la actualidad son descendientes de Gengis Khan. Y en las décadas recientes, el rey Sobhuza II de Suazilandia, el rey Saud, que era el hijo de Ibn Saud, el dictador Jean-Bédel Bokassa, de la República Centroafricana, más varios líderes fundamentalistas mormones, habían concebido más de cien hijos cada uno.
Compórtate, página 441
La dicotomía Nosotros-Ellos basada en la compartición de rasgos mínimos tiene más que ver con los efectos psicológicos en lugar de genéticos de la barba verde. Hacemos asociaciones positivas con las personas que comparten los rasgos que parece que tienen menos sentido.
Compórtate, página 468
La fuerza de la dicotomía Nosotros-Ellos se ve en su aparición temprana en los niños. Con tres o cuatro años, los niños ya agrupan a las personas por su raza y género, tienen opiniones más negativas de Ellos y perciben las caras de las demás razas como más enfadadas que las de la propia. E incluso antes. Los bebés reconocen mejor las caras de su misma raza que las de las demás. (¿Cómo saberlo? Muéstrele repetidamente a un bebé una fotografía de alguien; cada vez la mirará durante menos tiempo. Muéstrele luego una cara diferente: si no puede distinguirlas apenas le echará un vistazo. Pero si reconoce que es nueva, se produce una excitación, y mira durante más tiempo).
Compórtate, página 469
Hay cinco reflexiones importantes sobre la creación de esa dicotomía en los niños:
- ¿Aprenden los niños estos prejuicios de sus padres? No necesariamente. Los niños crecen en ambientes cuyos estímulos no aleatorios sientan tácitamente las bases para que se produzca la dicotomía. Si un bebé ve caras solo de un color de piel, lo que más le llamará la atención cuando vea una cara con un color de piel distinto será precisamente eso, el color de la piel.
- Las dicotomías raciales se forman durante un periodo del desarrollo que es crucial. Como prueba de ello, los niños adoptados antes de los ocho años por alguien de una raza diferente desarrollan una pericia en el reconocimiento de las caras de la raza de sus padres adoptivos.
- Los niños aprenden las dicotomías sin ninguna mala intención. Cuando una profesora de la guardería les dice: «Buenos días, niños y niñas», a los niños se les está enseñando que dividir el mundo de esa forma tiene más sentido que decir: «Buenos días, a aquellos de vosotros a los que se les ha caído un diente y a aquellos a los que todavía no se les ha caído ninguno». Está en todas partes, desde que «ella» y «él» significan cosas diferentes hasta esos lenguajes en los que existe tanta afición a crear dicotomías de género que a objetos inanimados se les atribuyen gónadas honorarias.
- La creación de una dicotomía racial Nosotros-Ellos parece estar indeleblemente arraigada en los niños debido a que la mayoría de los intentos de los progenitores en prevenirla son a menudo una chapuza. Como se ve en algunos estudios, los liberales se sienten habitualmente incómodos al hablar del tema de la raza con sus hijos. En cambio, optan por mostrarles esa dicotomía con abstracciones que no significan nada para los niños: «Es maravilloso poder ser amigo de todo el mundo» o «Barney es púrpura, y amamos a Barney».
- De este modo, la solidez de la dicotomía Nosotros-Ellos se ve en: (a) la velocidad y los mínimos estímulos sensoriales que se requieren para que el cerebro procese las diferencias de grupo; (b) la automaticidad inconsciente de tales procesos; (c) su presencia en otros primates y en humanos muy jóvenes; y (d) la tendencia a agrupar según diferencias arbitrarias, y luego a dotar a esos marcadores de poder.
Compórtate, página 470
La estrechez de miras del grupo a menudo tiene que ver más con que Nosotros les ganemos a Ellos que con que a Nosotros nos vaya bien. Esta es la esencia de la tolerancia de la desigualdad en nombre de la lealtad. Resulta coherente, pues, que potenciar la lealtad fortalezca el favoritismo y la identificación dentro del grupo, mientras que potenciar la igualdad consigue justo lo opuesto
Compórtate, página 474
La naturaleza de la pertenencia a un grupo puede ser sangrientamente polémica en cuanto a la relación de las personas con el Estado. ¿Es algo contractual? La gente paga impuestos, obedece leyes, se alista en el Ejército: el Gobierno proporciona servicios sociales, construye carreteras y presta ayuda después de los huracanes. ¿O es una de esas relaciones basadas en valores sagrados? La gente obedece fielmente y el Estado proporciona los mitos de la tierra natal. Pocos de esos ciudadanos pueden entender que, si la cigüeña los hubiera depositado arbitrariamente en otro lugar, sentirían fervientemente y de forma innata una pertenencia a una clase diferente de grupo excepcional, que marcharían con el paso de la oca al oír una música militar diferente.
Compórtate, página 477
Pero Ellos no solo provocan una sensación de amenaza; a veces se trata de repugnancia. Volviendo al tema de la corteza insular, que en la mayoría de los animales tiene que ver con la repugnancia gustativa —darle un bocado a un alimento podrido—, pero que en el caso de los humanos incluye también la repugnancia moral y estética. Ver fotografías de drogadictos o de personas sin hogar generalmente activa la ínsula, no la amígdala. Sentirse asqueado por las creencias abstractas de otro grupo no es, naturalmente, el papel de la ínsula, que evolucionó para encargarse de aborrecer gustos y olores desagradables. Los marcadores Nosotros-Ellos proporcionan un primer peldaño. Que Ellos te hagan sentir repugnancia porque comen cosas repulsivas, sagradas o adorables, se untan con aromas rancios, se visten de formas escandalosas —todo eso son cosas a las que la ínsula puede hincar el diente—.
Compórtate, página 478
El dar por sentado el hecho de que Ellos comen cosas asquerosas nos proporciona el impulso necesario para decidir que Ellos también tienen ideas repugnantes sobre, por ejemplo, ética deontológica.
Compórtate, página 479
La magnitud que adquiere el papel de la repugnancia a la hora de definir a los demás grupos (Ellos) explica algunas diferencias individuales. Concretamente, las personas que muestran las actitudes más negativas en contra de los inmigrantes, los extranjeros y los grupos socialmente anormales suelen tener umbrales bajos para la repugnancia interpersonal (p. ej., se resisten a llevar la prenda de un extraño o a sentarse en un asiento que acaba de desocuparse).
Compórtate, página 479
Algunos grupos catalogados como Ellos son ridiculizados, es decir, son objeto de mofa y burla, el humor como hostilidad. Burlarse de los grupos externos es un arma de los débiles, que daña a los poderosos y reduce el dolor de la subordinación. Cuando un grupo se burla de otro, es para consolidar los estereotipos negativos y cosificar la jerarquía. Consistente con esto, está el hecho de que es mucho más probable que los individuos con una gran «orientación a la dominancia social» (aceptación de la jerarquía y de la desigualdad del grupo) disfruten de los chistes sobre los grupos externos.
Compórtate, página 479
Compórtate, página 480
· ¿Qué es primero, la pobreza o la mala salud? Abrumadoramente lo primero. Recuerde que desarrollarse en un útero de SES bajo supone que sea mucho más probable tener una mala salud de adulto.
Compórtate, página 530
Robert M. Sapolsky
Compórtate, página 538
Robert M. Sapolsky
Compórtate, página 539
Compórtate, página 539
La ideología política es solo una manifestación del talante intelectual y emocional de la persona…
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Resumen y conclusiones
· Somos iguales a muchas otras especies sociales en cuanto a que tenemos marcadas diferencias de estatus entre los individuos y jerarquías que surgen a partir de esas diferencias. Al igual que muchas de esas otras especies, estamos perfectamente adaptados a esas diferencias de estatus, nos sentimos lo suficientemente fascinados por ellas como para controlar cuáles son las relaciones de estatus en individuos que son irrelevantes para nosotros, y podemos percibir las diferencias de estatus en un abrir y cerrar de ojos. Y lo encontramos profundamente inquietante, siendo la amígdala la protagonista cuando las relaciones de estatus son ambiguas y cambiantes.
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La toma de decisiones morales también puede variar drásticamente de una cultura a otra. La vaca sagrada de una cultura es el alimento de otra, y la discrepancia puede ser angustiosa.
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Una buena parte de la variabilidad intercultural más drástica en los juicios morales tiene que ver con la cooperación y la competencia. Este aspecto fue revelado de manera extraordinaria en un artículo aparecido en la revista Science en 2008 escrito por un equipo de economistas británicos y suizos.
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Nuestro anclaje moral en la justicia en las sociedades grandes es un residuo y extensión de nuestro pasado como cazadores-recolectores y de nuestro pasado primate no humano. La vida transcurría en pequeños grupos, en los que la justicia estaba impulsada sobre todo por la selección por parentesco y por escenarios sencillos de altruismo recíproco. Ya que el tamaño de nuestra comunidad ha ido creciendo y ahora tenemos mayormente interacciones con extraños con los que no tenemos parentesco, nuestra prosocialidad solo representa una expansión de nuestra mentalidad de grupo pequeño, y utilizamos varios marcadores tipo barba verde como indicio de parentesco. Con mucho gusto daría mi vida por dos hermanos, ocho primos o por un tipo que sea hincha de los Packers. Los fundamentos morales del sentido de la justicia se encuentran en las instituciones culturales y en las mentalidades que inventamos a medida que nuestros grupos se hicieron más grandes y más sofisticados (como se puede comprobar en la aparición de los mercados, economías monetarias y cosas parecidas).
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Esta es una forma intelectualizada, incruenta de afrontar este tema. La siguiente es otra forma.
Por ejemplo, decido que sería bueno poner fotografías en esta sección que ilustren el relativismo cultural, mostrando un acto que es de sentido común en una cultura, pero que en otra es profundamente perturbador. «Ya sé —pienso—, pondré algunas fotos de un mercado del Sudeste Asiático donde venden carne de perro; al igual que yo, la mayoría de los lectores quieren a los perros». Buen plan. Abro Google Images, y el resultado es que me paso horas absorto, incapaz de parar, torturándome con una fotografía tras otra de perros que son llevados al mercado, perros que son descuartizados, cocinados y vendidos, fotografías de humanos en su trabajo diario en el mercado, indiferentes ante una jaula llena hasta arriba de perros que están sufriendo. Imagino el miedo que sienten esos perros, cómo se sienten acalorados, sedientos, doloridos. Pienso: «¿Y si estos perros llegaron a confiar en los humanos?». Pienso en su miedo y confusión. Pienso: «¿Y si uno de los perros a los que he querido tuviera que pasar por algo así? ¿Y si eso le ocurriera a un perro que aman mis hijos?». Y con mi corazón latiendo a toda velocidad, me doy cuenta de que odio a esta gente, odio a todos y cada uno de ellos y desprecio su cultura. Y me cuesta un esfuerzo enorme admitir que no puedo justificar ese odio y desprecio, que es una simple intuición moral, que hay cosas que hago que provocarían la misma respuesta en alguna persona distante cuya humanidad y moralidad no son, sin duda, inferiores a la mía, y que solo por la aleatoriedad del lugar en el que nacemos podría haber pensado como ellos. Lo que hace que la tragedia de la moralidad basada en el sentido común sea tan trágica es la intensidad con la que sabes que Ellos están profundamente equivocados. En líneas generales, nuestras instituciones culturales recubiertas de moralidad —religión, nacionalismo, orgullo étnico, espíritu de equipo— nos predisponen hacia nuestros mejores comportamientos cuando somos pastores que nos enfrentamos a la tragedia potencial de los bienes comunes. Nos hacen menos egoístas en situaciones de Yo frente a Nosotros. Pero nos precipitan hacia nuestros peores comportamientos cuando nos enfrentamos a Ellos y sus moralidades diferentes. La naturaleza dual del proceso de toma de decisiones morales nos muestra algunos detalles sobre cómo evitar estos dos tipos diferentes de tragedias. En el contexto Yo frente a Nosotros, nuestras intuiciones morales son compartidas, y el enfatizarlas resuena con la prosocialidad de nuestra pertenencia al grupo (Nosotros). Esto quedó demostrado en un estudio de Greene, David Rand, de Yale, y sus compañeros, en el que los sujetos participaban en un juego de una sola oportunidad sobre bienes públicos que simulaba la tragedia de los bienes comunes. A los sujetos se les daban diferentes cantidades de tiempo para decidir con cuánto dinero contribuirían a un bote común (frente a la opción contraria de quedárselo para ellos en detrimento de todos los demás). Y cuanto menos tiempo tenían para tomar la decisión, más cooperaban. Lo mismo se conseguía si se condicionaba a los sujetos para que valorasen la intuición (haciendo que lo relacionaran con un tiempo en el que la intuición les condujo a tomar una buena decisión o donde el razonamiento cuidadoso les hizo hacer lo contrario). Y a la inversa, si se instruía a los sujetos para que «consideraran cuidadosamente» su decisión, o se les condicionaba para que valorasen la reflexión por encima de la intuición, el resultado es que eran más egoístas. Cuanto más tiempo para pensar, más tiempo para decantarse por una versión de «sí, todos estamos de acuerdo en que la cooperación es algo bueno… Pero en esta ocasión debería estar exento» —que es lo que los autores denominan «avaricia calculada»—.
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¿Qué ocurriría si los sujetos jugaran con alguien claramente diferente, el humano más diferente que puedas encontrar, según los estándares de comodidad y familiaridad del sujeto? Aunque ese estudio no se ha realizado (y obviamente sería muy difícil llevarlo a cabo), se puede predecir que las decisiones rápidas e intuitivas irían abrumadoramente en la dirección de un egoísmo sosegado y libre, saltando las alarmas de xenofobia que gritan «¡Ellos! ¡Ellos!» y creencias automáticas de «¡No confíes en Ellos!» que se desencadenarían instantáneamente. Cuando nos enfrentamos a dilemas morales sobre la resistencia al egoísmo que implican un Yo frente a un Nosotros, nuestras intuiciones rápidas son buenas, están afinadas por la selección evolutiva para cooperar en un mar de marcadores de barba verde. Y en esas circunstancias, regular y formalizar la prosocialidad (es decir, trasladarla del ámbito de la intuición al de la cognición) puede incluso ser contraproducente, un punto que fue recalcado por Samuel Bowles. Por el contrario, cuando tomamos una decisión moral durante un escenario de Nosotros frente a Ellos, hay que mantener las intuiciones lo más lejos posible. En cambio, piense, razone y cuestione: sea profundamente pragmático y estratégicamente utilitarista; adopte su perspectiva, intente pensar como ellos, intente sentir como ellos. Respire profundamente, y luego vuelva a hacer todo ese proceso una vez más.
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La activación de la CCA, la CPFdl y las regiones vecinas frontales está asociada con el hecho de mentir cuando se les ordena hacerlo
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Los límites categóricos en la extensión de la empatía también son paralelos a las líneas socioeconómicas, pero de una forma asimétrica. ¿Qué significa eso? Que cuando se trata de empatía y compasión, los ricos suelen ser muy malos. Este aspecto ha sido analizado en profundidad en una serie de estudios de Dacher Keltner, de la Universidad de Berkeley. A lo largo del espectro socioeconómico, y por término medio, los ricos son los que menos empatía muestran hacia la gente que sufre y los que actúan con menos compasión. Además, los ricos son menos hábiles a la hora de reconocer las emociones de los demás y en los escenarios experimentales son más codiciosos y es mucho más probable que hagan trampas o roben. Los medios de comunicación encontraron irresistibles dos de sus hallazgos: (a) es mucho menos probable que los ricos (reconocidos como tales por el valor del coche que conducían) se paren en los pasos de peatones que los pobres; (b) supongamos que hay un cuenco lleno de caramelos en el laboratorio; invitamos a una serie de sujetos del estudio a que, después de que hayan finalizado alguna tarea, cojan algún caramelo cuando salgan, diciéndoles que los que queden se los daremos a algunos niños…, los ricos cogen más caramelos. Así pues, ¿se vuelve rica la gente que es miserable, codiciosa, nada empática, o el ser rico aumenta las posibilidades de que la persona se vuelva de esa manera? Keltner llevó a cabo una interesante manipulación. Condicionó a los sujetos a que se centraran o en su éxito socioeconómico (preguntándoles que se compararan con gente con una situación económica inferior a la suya) o en lo contrario. Haga que la gente se sienta más rica y les dejarán menos caramelos a los niños. ¿Qué puede explicar este patrón? Una serie de factores interrelacionados, creados en torno al sistema de justificación descrito en el capítulo 12: es mucho más posible que los ricos encuentren que la codicia es algo bueno que consideren que el sistema de clases es justo y meritocrático y que vean su éxito como un acto de independencia…, todas esas son buenas formas de decidir que el sufrimiento de otra persona no es de tu incumbencia.
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Por lo tanto, cuando se trata de estados empáticos, «emoción» y «cognición» son dicotomías completamente falsas; usted necesita ambas, pero con el equilibrio entre las dos cambiando sobre un continuo, y cuyo extremo cognitivo tiene que hacer el trabajo pesado cuando las diferencias entre usted y la persona que sufre superan inicialmente a las similitudes.
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Mientras que la actividad de las neuronas espejo se correlaciona con intentos de comprender las acciones de las demás personas, su implicación no parece que sea ni necesaria ni suficiente y tiene más que ver con aspectos concretos, de bajo nivel, de dicha comprensión.
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La cuestión, por supuesto, es por qué hacer el bien puede sentarle bien, lo que hace que surja la clásica cuestión: ¿existe algún acto desinteresado que no contenga ningún elemento de egoísmo? ¿Sienta bien hacer el bien porque le aporta algo a usted? No abordaré este tema desde una perspectiva filosófica. Para los biólogos, la actitud más frecuente está basada en el punto de vista evolutivo del capítulo 10 sobre la cooperación y el altruismo, uno que siempre contiene algún elemento de egoísmo. ¿Es sorprendente? La generosidad o desinterés puro será sin duda una batalla difícil si la parte del cerebro más fundamental para la aparición de un estado empático —la CCA— evolucionó para observar y aprender del dolor de los demás para nuestro propio beneficio. Las recompensas que recibe un individuo por actuar compasivamente son infinitas. Está lo interpersonal —dejando al beneficiario de nuestro acto en deuda, convirtiendo de este modo el altruismo en altruismo recíproco—. Luego están los beneficios públicos de la reputación y la aclamación —el famoso que acude a un campo de refugiados para una sesión fotográfica con niños hambrientos que disfrutan por su incandescente presencia—. Y está esa versión extraña de reputación que aparece en las pocas culturas que han inventado un dios moralizador, uno que controla el comportamiento de los humanos y recompensa o castiga según sea este; tal como vimos en el capítulo 9, es solo cuando las culturas se vuelven lo suficientemente grandes y se producen interacciones anónimas entre extraños que tienden a inventar dioses moralizadores. Un estudio reciente muestra que, a lo largo de todo un rango de religiones del mundo, cuanto más percibe la gente que su dios (o dioses) controla y castiga, más prosociales son en una interacción anónima. Por lo tanto, existe un beneficio propio al inclinar la escala cósmica a favor de uno mismo. Y seguramente más inaccesible es esa recompensa puramente interna del altruismo —el cálido resplandor de haber hecho el bien, la reducción del aguijonazo de la culpa, la sensación aumentada de conexión con los demás, el sentido consolidado de ser capaz de incluir la bondad entre las cualidades que le definen a uno—. La ciencia ha sido capaz de captar el componente egoísta de la empatía en el acto desempeñado. Como hemos señalado, una parte de ese interés propio refleja una preocupación por la autodefinición de uno mismo: los perfiles de personalidad muestran que cuanto más caritativa es una persona, más tiende a autodefinirse por su generosidad. ¿Qué va primero? Es imposible decirlo, pero la gente que es muy generosa suele haber sido criada por padres que también lo eran y que recalcaban que los actos de caridad eran un imperativo moral (especialmente en un contexto religioso). ¿Qué podemos decir de las recompensas sobre la reputación personal por el hecho de ser altruista, el prestigio de la llamativa generosidad en lugar de la utilización visible? Tal como recalcamos en el capítulo xo, la gente se vuelve más prosocial cuando la reputación depende de ello, y los perfiles de personalidad también muestran que la gente altamente caritativa suele ser especialmente dependiente de la aprobación externa. Dos de los estudios que hemos citado que muestran la existencia de una activación dopaminérgica cuando la gente era generosa tenían una trampa. A los sujetos se les daba dinero y, siendo analizados en un escáner cerebral, decidían si quedarse el dinero o donarlo. El ser caritativo activaba los sistemas de «recompensa» de la dopamina… cuando había un observador presente. Cuando no había nadie presente, la dopamina tendía a crecer cuando los sujetos se quedaban el dinero para sí mismos. Tal como recalcó el filósofo del siglo XII Moisés Maimónides, la forma más pura de caridad, la más desprendida de egoísmo, es cuando tanto el dador como el receptor son anónimos. Y, como se ve en esos escáneres cerebrales, puede que también sea la forma menos común. Intuitivamente, si los actos buenos han de estar motivados por el interés propio, el motivo de la reputación, el deseo de ser el que más gasta en subastas benéficas, parece que es toda una ironía. En cambio, la motivación de pensar en uno mismo como buena persona parece más benigna. Después de todo, todos buscamos unas señas de identidad, y es mejor ese sentido particular que asegurarse a usted mismo que es duro, da miedo y que no hay que meterse con usted.
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Los resultados fueron complejos e interesantes:
- La mayor activación de los sistemas de recompensa dopaminérgicos se producía cuando los sujetos recibían dinero inesperadamente, la menor activación era cuando o estaban gravados o se les pedía que donasen. En otras palabras, cuanto mayor era el amor por el dinero, más doloroso resultaba separarse de él. En eso no hay nada de sorprendente.
- Cuanta mayor activación dopaminérgica se producía cuando alguien estaba gravado, más voluntariamente caritativo era. Estar gravados con un impuesto podría no ser bien recibido por los más egoístas —se les quitaba dinero—. Para los sujetos que en cambio mostraron una fuerte activación de los sistemas dopaminérgicos en esa circunstancia, el malestar por perder dinero era más que compensado por el conocimiento de que gente que lo necesitaba era ayudada. Esto conecta con la exploración de la aversión a la desigualdad del último capítulo y es coherente con los hallazgos que muestran que, en algunas circunstancias, cuando a un par de extraños se les dan cantidades desiguales como recompensa, existe una activación dopaminérgica en el que tiene mejor suerte cuando una parte de la recompensa es transferida posteriormente para hacer que las cosas sean más equitativas. Por lo tanto, no sorprende que en el presente estudio los sujetos que se alegraran al reducir la desigualdad, incluso a pesar de que eso les supusiera un coste a ellos mismos, eran también los más caritativos. Los autores interpretan apropiadamente que esto refleja un acto compasivo con elementos independientes de interés propio.
- Se produce una mayor activación dopaminérgica (y los sujetos afirmaban que sentían una mayor satisfacción) cuando la gente daba voluntariamente que cuando era gravada con impuestos. En otras palabras, un componente de la forma de ser caritativa tenía que ver con el interés propio —era más placentero cuando aquellos que lo necesitan eran ayudados gracias a los esfuerzos voluntarios que cuando las donaciones eran forzosas—.
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Deshumanización, pseudoespeciación. Las herramientas de los propagandistas del odio. Describirles a Ellos como asquerosos. Ellos como roedores, como un cáncer, como especies transicionales. Ellos como apestosos, viviendo en hervideros caóticos que no podría soportar ningún ser humano normal. Ellos como mierda. Logre que las ínsulas de sus seguidores confundan lo literal con lo metafórico, y ya ha avanzado el 99 por ciento del camino.
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¿Debería ser abolido el sistema de justicia penal?»
- Qué hacer con el poder y la ubicuidad de los prejuicios automáticos, implícitos (que conducen, por ejemplo, a que los jurados impongan decisiones más rigurosas a los acusados afroamericanos con piel más oscura). ¿Se debería utilizar el test de asociación implícita en la selección del jurado para eliminar de esta forma a gente que tenga prejuicios severos y pertinentes?
- Si la información obtenida por neuroimagen referente al cerebro del acusado debería ser admisible en un tribunal. Esto se ha vuelto menos polémico a medida que los estudios de neuroimágenes han pasado de un enfoque revolucionario a otro más normalizado en la caja de herramientas de la ciencia. Pero sigue existiendo la duda de si los jurados deberían ver las neuroimágenes reales —el problema es que los legos en la materia se impresionan fácilmente con las imágenes excitantes y a todo color del cerebro (resulta que es menos problemático de lo que se temía)—.
- Si los datos de los estudios de neuroimagen referentes a la veracidad de alguien tendrían lugar en los tribunales (o en el puesto de trabajo, en cuanto a las acreditaciones de seguridad). Básicamente, no conozco a ningún experto que piense que la técnica es suficientemente precisa. Sin embargo, hay empresarios que venden ese enfoque (incluyendo, y no le estoy engañando, una compañía llamada No Lie MRI (neuroimágenes sin mentiras). Este tema se extiende a versiones menos tecnológicas, pero igual de poco fiables, relacionadas con la pregunta: ¿está mintiendo ese cerebro? Entre estas están los electroencefalogramas, que se admiten en los tribunales de India.
- ¿Cuál debería ser el coeficiente de inteligencia límite para determinar que alguien es lo suficientemente inteligente como para ser ejecutado? El estándar es un coeficiente de 70 o superior, y el debate está en si debería ser una media de 70 alcanzada en varios test de inteligencia, o si alcanzar una sola vez ese número cualifica a la persona en cuestión para ser ejecutada. Este tema corresponde a aproximadamente un 20 por ciento de las personas que están en el corredor de la muerte.
- Qué hacer con el hecho de que los hallazgos científicos pueden generar nuevos tipos de prejuicios cognitivos en los jurados. Por ejemplo, la creencia de que la esquizofrenia es un trastorno biológico hace que los jurados tiendan menos a considerar culpables a los esquizofrénicos por sus acciones, pero es más probable que los vean como peligrosos incurables.
- El sistema legal distingue entre pensamientos y acciones; ¿qué hay que hacer a medida que la neurociencia revela cada vez más la importancia de lo primero? ¿Nos estamos acercando a la detección antes de que se cometa el crimen, prediciendo quién lo cometerá? En palabras de un experto: «Tendremos que tomar una decisión sobre el cráneo como un dominio privado».
- Y, por supuesto, está el problema de los jueces que juzgan con más severidad cuando sus estómagos están rugiendo
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Así es como siempre me he imaginado que es el libre albedrío mitigado: está el cerebro —neuronas, sinapsis, neurotransmisores, receptores, factores de transcripción específicos del cerebro, efectos epigenéticos, transposiciones génicas durante la neurogénesis—. Los diversos aspectos de la función cerebral pueden verse influidos por el ambiente prenatal de uno, los genes y las hormonas, si sus progenitores eran autoritarios o si su cultura era igualitaria, si en su infancia fueron testigos de actos violentos, de cuándo desayunaban. Es todo el paquete completo, todo este libro.
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Edad, madurez de los grupos y madurez de los individuos
Otro punto de vista contrario no cuestiona si una persona de diecisiete años es tan madura como un adulto, sino si es suficientemente madura. Sandra Day O’Connor, al discrepar de la sentencia de Roper, escribió: «El hecho de que los adolescentes son por regla general menos culpables por sus malos actos que los adultos no significa necesariamente que un asesino de diecisiete años no sea suficientemente culpable como para merecer la pena de muerte» (el énfasis es suyo). Otra persona que discrepaba, el difunto Antonin Scalia, escribió que ”es absurdo pensar que uno tiene que ser lo suficientemente maduro para conducir con precaución, beber responsablemente o votar inteligentemente, para demostrar que se es lo suficientemente maduro como para comprender que asesinar a otro ser humano está profundamente mal”.
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Decidir si abortar o no implica un razonamiento lógico sobre asuntos morales, sociales e interpersonales, que puede durar de días a semanas. En cambio, decidir, por ejemplo, disparar a alguien puede implicar asuntos relacionados con el control de impulsos en un plazo de tiempo de segundos. La inmadurez frontal del cerebro adolescente se ve más en temas cuya resolución dura segundos y que implican el control de impulsos en lugar de los procesos que implican un razonamiento lento y deliberado. O en un escenario de libre albedrío mitigado, se pueden producir comportamientos impulsivos cuando el homúnculo se ha ausentado para ir al baño.
Robert M. Sapolsky
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Robert M. Sapolsky
Compórtate, página 712
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Esto establece una dicotomía de lo que supuestamente hay detrás de lo que hacemos: 
 
 
| Causas biológicas | Aguante homuncular | 
| Impulsos sexuales destructivos | Resistirse a actuar siguiendo esos impulsos | 
| Oír voces imaginarias | Resistirse a sus órdenes destructivas | 
| Proclividad hacia el alcoholismo | No beber | 
| Tener ataques epilépticos | No conducir sin haberse tomado la medicación | 
| No es oro todo lo que reluce | Ponerse en marcha cuando las cosas se ponen difíciles | 
| Resistirse a ponerse ese enorme y espantoso anillo en la nariz | 
Robert M. Sapolsky
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Explicando un montón y prediciendo muy poco
Si una persona se rompe una pierna, ¿cuán predecible es que tenga problemas al caminar? Creo que sería muy seguro predecirlo con una precisión cercana al cien por cien. Si padece una enfermedad pulmonar seria, ¿con qué precisión podemos predecir que en ocasiones su respiración será dificultosa y que se cansará fácilmente? De nuevo, cerca del cien por cien. Lo mismo se diría para los efectos de un bloqueador importante del flujo sanguíneo en las piernas o de una cirrosis generalizada de su hígado.
Pasemos al cerebro y a la disfunción neurológica. ¿Qué podemos decir de una persona que ha tenido una lesión cerebral, y las neuronas de la zona del tejido cicatrizado se reconectan de tal forma que pueden tanto estimularse ellas mismas como entre ellas? ¿Con qué precisión podemos decir que esa persona sufrirá convulsiones? ¿Qué decir si tiene una debilidad congénita en las paredes de los vasos sanguíneos del cerebro? ¿Qué probabilidad tendrá de sufrir un aneurisma cerebral en algún momento? ¿Qué decir si tiene una mutación en el gen que produce la enfermedad de Huntington? ¿Qué probabilidades tiene de sufrir un trastorno neuromuscular cuando tenga sesenta años? La respuesta es que tiene realmente muchas probabilidades en todos los casos; probablemente alrededor del cien por cien.
Y ahora el comportamiento. Si alguien ha sufrido una lesión frontocortical generalizada, ¿con qué precisión podemos decir que notaremos que hay algo extraño en él, respecto al comportamiento, después de una conversación de cinco minutos? Alrededor del 75 por ciento.
Consideremos ahora un rango más amplio de comportamientos. ¿Con qué precisión podemos decir que esta persona con una lesión frontal hará algo terriblemente violento en algún momento? ¿O alguien que sufrió repetidamente abuso infantil se convertirá en un abusador de adulto? ¿O un soldado que ha sobrevivido a una batalla en la que murieron todos sus compañeros desarrollará TEPT? ¿O que una persona con la versión polígama del «ratón de montaña» del promotor del gen receptor de la vasopresina sufrirá numerosos fracasos matrimoniales? ¿O que una persona con un conjunto particular de subtipos de receptores de glutamato a lo largo de su corteza e hipocampo tendrá un coeficiente de inteligencia por encima de 140? ¿O que alguien que ha tenido una infancia llena de adversidades y pérdidas tendrá un trastorno depresivo severo? Todos por debajo del 50 por ciento, a menudo muy por debajo.
Así pues, ¿por qué son diferentes, por un lado, el hecho de que una pierna rota dificulta inevitablemente la locomoción y los casos del párrafo previo? ¿Acaso los segundos implican «menos» biología? ¿Es la clave el hecho de que el cerebro contiene un homúnculo no biológico y no lo tengan los huesos de la pierna?
Esperemos que después de todas estas páginas sea aparente que empezamos a vislumbrar una respuesta. No se trata de que haya «menos» biología en esas circunstancias relacionadas con el comportamiento social. Es que se trata de una biología cualitativamente diferente.
Cuando un hueso se rompe, se producen una serie de pasos relativamente consecutivos que conducen a la inflamación y al dolor, lo que impedirá que la persona pueda andar (aunque intente hacerlo una hora después). Esos pasos encadenados de biología no se ven alterados por una variación convencional en su genoma, su exposición hormonal prenatal, la cultura en la que ha crecido o si desayunó mucho. Pero tal como hemos visto, todas esas variables pueden influir en los comportamientos sociales que dan forma a nuestros mejores y peores momentos.
La biología de los comportamientos que nos interesan es, en todos los casos, multifactorial, lo cual constituye la tesis de este libro.
Veamos qué significa «multifactorial» en un sentido práctico. Piense en alguien que sufre frecuentemente de depresión que hoy está visitando a un amigo, desahogándose contándole sus problemas ¿Cuántas probabilidades hay de que hubiéramos podido predecir ese comportamiento conociendo su biología?
Supongamos que «conocer su biología» consiste únicamente en saber qué versión del gen transportador de serotonina es la que posee. ¿Cuánto poder predictivo nos daría ese conocimiento? Tal como vimos en el capítulo 8, no mucho —digamos, por ejemplo, un 10 por ciento—. ¿Y cuánto si «conocer su biología» consiste en saber cuál es la versión de ese gen además de saber si uno de sus progenitores falleció cuando nuestro sujeto era un niño? Más, puede que un 25 por ciento. ¿Y si conocemos la versión del gen + las adversidades sufridas durante su infancia + si está viviendo solo en condiciones de pobreza? Puede que llegáramos al 40 por ciento. Añadamos que sabemos cuál es el nivel medio de glucocorticoides que tiene hoy en su torrente sanguíneo. Puede que un poco más. Añadamos que sabemos si vive en una cultura individualista o colectivista. Tendremos una mayor capacidad de predicción. Si sabemos si está menstruando (lo que generalmente exacerba los síntomas en las mujeres con depresión severa, haciendo que sea más probable que sean más reservadas socialmente en lugar de abrirse a alguien). Más predictibilidad. Puede que incluso ya pasemos del 50 por ciento. Si añadimos suficientes factores, muchos de los cuales, posiblemente la mayoría de ellos, todavía no han sido descubiertos, finalmente nuestro conocimiento biológico multifactorial nos dará el mismo poder predictivo que teníamos en el caso del hueso roto. No son cantidades diferentes de causalidad biológica; son diferentes tipos de causalidad.
El pionero en inteligencia artificial Marvin Minsky definió una vez el libre albedrío como «fuerzas internas que no comprendo». La gente cree intuitivamente en el libre albedrío, no porque tengamos esta terrible necesidad humana de gozar de voluntad, sino también porque mucha gente no sabe nada sobre estas fuerzas internas. E incluso el neurocientífico que está testificando en un juicio no puede predecir con precisión qué individuo con una lesión frontal extensa se convertirá en asesino en serie, porque la ciencia como conjunto solo conoce un puñado de esas fuerzas internas. La serie «hueso roto inflamación— movimiento restringido» es fácil de predecir. «Neurotransmisores + hormonas + infancia +_____+_____+» no lo es
Robert M. Sapolsky
Compórtate, página 719
No puedo ni imaginar cómo viviríamos nuestra vida si no hubiera libre albedrío. Puede que nunca sea posible vernos a nosotros mismos como la suma de nuestra biología. Puede que tengamos que asegurarnos de que nuestros mitos homunculares son benignos, y dejar el trabajo pesado que supone pensar racionalmente para cuando sea importante…, cuando juzgamos a los demás con dureza.
Robert M. Sapolsky
Compórtate, página 734
¿De verdad se ha vuelto menos horrible la gente?
Esto ha resultado ser muy conflictivo. Pinker resume su parecer en una frase: «Puede que estemos viviendo en la época más pacífica de toda la existencia de nuestra especie». El hecho que más impulsa este optimismo es que, excepto por las guerras de los Balcanes, Europa lleva viviendo en paz desde 1945, el periodo más largo de la historia. Para Pinker, esta «Paz Duradera» representa que Occidente ha entrado en razón después de la ruina de la Segunda Guerra Mundial, viendo cómo las ventajas de ser un mercado común son superiores a convertirse en un continente perpetuamente enfrentado, además de sembrar empatía en todo su territorio. Los críticos caracterizan esto como eurocentrismo. Puede que los países occidentales se lleven bien entre ellos, pero seguro que hacen la guerra en algún otro sitio —Francia en Indochina y Argelia; Gran Bretaña en la península de Malaca y Kenia; Portugal en Angola y Mozambique; la URSS en Afganistán; Estados Unidos en Vietnam, Corea y Latinoamérica—. Además, muchas zonas del mundo en vías de desarrollo han estado continuamente en guerra durante décadas —piense, por ejemplo, en el este del Congo—. Y más importante todavía, esas guerras han sido más sangrientas porque Occidente inventó la idea de tener Estados clientes que hagan la guerra de forma indirecta por ellos. Después de todo, el pasado siglo XX vio cómo Estados Unidos y la URSS armaron a las enfrentadas Somalia y Etiopía, solo para cambiar de parecer y armar al otro bando en un par de años. La Paz Duradera ha sido para los occidentales. La crítica de que la violencia se ha ido reduciendo constantemente durante el último milenio también debe dar cabida a todo el sangriento siglo XX.
Robert M. Sapolsky
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Unos ángeles algo mejores
Cuando se trata de nuestros mejores y peores comportamientos, el mundo es asombrosamente diferente de aquel de un pasado no tan distante. En los albores del siglo XIX, la esclavitud estaba presente en todo el mundo, incluyendo las colonias de una Europa que disfrutaba de la Ilustración. El trabajo infantil era universal y pronto alcanzaría su edad dorada explotadora con la Revolución Industrial. Y no había ni un solo país que castigara el maltrato hacia los animales. Ahora todos los países han prohibido la esclavitud, y la mayoría intentan cumplirlo; muchos tienen leyes sobre el trabajo infantil y su presencia ha disminuido, y cada vez más se trata de niños que trabajan junto a sus padres en sus casas; la mayoría de los países regulan de alguna forma el trato hacia los animales.
El mundo también es más seguro. En la Europa del siglo XV se producían 41 homicidios por cada 100.000 personas por año. En la actualidad solo El Salvador, Venezuela y Honduras, con 62, 64 y 85 homicidios respectivamente, son peores; el promedio mundial es de 6,9, en Europa es de 1,4, y luego están Islandia, Japón y Singapur con 0,3.
Hay cosas que son más escasas en los siglos recientes: matrimonios forzosos, niñas casadas, mutilación genital, maltrato hacia las mujeres, poligamia, inmolación de viudas. Persecución de homosexuales, epilépticos, albinos. Palizas a escolares, maltrato a las bestias de carga. Que un país sea gobernado por un ejército ocupante, un cacique colonial o un dictador no electo. Analfabetismo, muerte durante la infancia, muerte al nacer, muerte por enfermedades evitables. Pena capital.
Y estas son cosas inventadas durante el último siglo. Prohibición de utilizar ciertos tipos de armas. La Corte Internacional y el concepto de crímenes contra la humanidad. Naciones Unidas y el despliegue de fuerzas pacificadoras plurinacionales. Acuerdos internacionales para impedir el tráfico de diamantes de sangre, colmillos de elefante, cuernos de rinoceronte, pieles de leopardo y humanos. Agencias que recogen dinero para ayudar a las víctimas de desastres naturales en cualquier lugar del planeta, facilitar la adopción intercontinental de huérfanos, luchar contra pandemias globales y enviar personal médico a cualquier lugar que viva un conflicto.
Sí, lo sé, soy bastante ingenuo si creo que las leyes se cumplen universalmente. Por ejemplo, en 1981 Mauritania se convirtió en el último país en prohibir la esclavitud; sin embargo, hoy en día aproximadamente el 20 por ciento de su gente son esclavos, y el Gobierno ha procesado a tan solo un propietario de esclavos. Reconozco que en algunos lugares las cosas han cambiado muy poco; he pasado décadas en África viviendo entre gente que creía que los epilépticos estaban poseídos y que los órganos de los albinos tienen poderes sanadores mientras que maltratar a las esposas, los hijos y los animales es algo normal, como lo es con cinco años conducir el ganado y transportar leña, niñas pubescentes a las que se extirpa el clítoris y se entregan a ancianos como terceras esposas. Sin embargo, en todo el mundo, las cosas han mejorado.
El relato definitivo de todo esto lo podemos encontrar en el monumental libro de Pinker titulado Los ángeles que llevamos dentro. El declive de la violencia y sus implicaciones. Es un trabajo académico que es dolorosamente eficiente documentando lo mal que se hacían las cosas en un tiempo. Pinker describe gráficamente la espantosa inhumanidad histórica de los humanos. Aproximadamente medio millón de personas murieron en el Coliseo romano proporcionando a un público formado por decenas de miles de personas el placer de ver cómo los prisioneros eran violados, desmembrados, torturados y comidos por animales. A lo largo de la Edad Media, ejércitos arrasaron Eurasia, destruyendo pueblos, asesinando a todos los hombres y condenando a todas las mujeres y niños a la esclavitud. La aristocracia ocasionó una cantidad desproporcionada de violencia, devastando a los campesinos con impunidad. Las autoridades religiosas y gubernamentales, desde las europeas a las persas, chinas, hindús, polinesias, aztecas, africanas y las nativas americanas, inventaron métodos de tortura. Para un aburrido parisino del siglo XIV, el entretenimiento podía consistir en quemar un gato, la ejecución de un animal «criminal» o la pelea de osos, en la que un oso, encadenado a un poste, era despedazado por perros. Era un mundo tremendamente diferente.
Robert M. Sapolsky
Compórtate, página 735
los humanos muestran una fuerte aversión natural a matar de cerca.
Robert M. Sapolsky
Compórtate, página 773
La fraternización entre soldados enemigos es algo sorprendentemente frecuente en una guerra. Es más común cuando son de la misma raza y religión y cuando se trata de reclutas en lugar de oficiales. También es más común cuando se encuentran entre sí enemigos individuales, en lugar de grupos, cuando es la misma persona un día tras otro (p. ej., el soldado que vigila el puente frente a usted), cuando alguien podría haberle disparado, pero no lo hizo. La fraternización rara vez implica discusiones sobre la vida, la muerte y la geopolítica; en cambio, se trata de cosas como intercambiar alimentos (ya que las raciones del otro bando no pueden ser tan malas como las suyas), cigarrillos o alcohol o quejarse de la miserable climatología y de los miserables oficiales
Robert M. Sapolsky
Compórtate, página 791
- Es genial si su lóbulo frontal le posibilita evitar caer en la tentación, permitiéndole hacer aquello que es lo mejor y lo más difícil. Pero habitualmente es más efectivo si hacer lo mejor se ha convertido en algo tan automático que deja de ser difícil. Y a menudo, es más fácil evitar la tentación con la distracción y la reevaluación más que con la fuerza de voluntad.
- Aunque es genial que haya tanta plasticidad en el cerebro, no resulta sorprendente: tiene que funcionar de esa forma.
- Las adversidades sufridas durante la infancia pueden dejar cicatrices en nuestro ADN o en nuestras culturas, y los efectos pueden durar toda la vida, incluso durar muchas generaciones. Sin embargo, muchas consecuencias adversas pueden revertirse más de lo que se pensaba. Pero cuanto más se espere a intervenir, más difícil será.
- Los cerebros y las culturas coevolucionan constantemente.
- Cosas que ahora parecen moralmente obvias e intuitivas no eran necesariamente así en el pasado; muchas empezaron mediante un razonamiento inconformista.
- Repetidamente, los factores biológicos (p. ej., las hormonas) más que causar un comportamiento lo modulan y nos sensibilizan a él, reduciendo los umbrales según los cuales lo causan los estímulos ambientales.
- a cognición y el afecto siempre interactúan. Lo que resulta interesante es el momento en el que uno de los dos domina.
- Los genes tienen diferentes efectos en diferentes ambientes; una hormona puede hacer que seas más amable o más despreciable, dependiendo de nuestros valores; no hemos evolucionado para ser «egoístas» o «altruistas» o cualquier otra cosa: hemos evolucionado para comportarnos de formas particulares en escenarios particulares. Contexto, contexto, contexto.
- Biológicamente, el amor intenso y el odio intenso no son opuestos. El opuesto a cada uno de ellos es la indiferencia.
- La adolescencia nos muestra que la parte más interesante del cerebro evolucionó para que fuera moldeada mínimamente por los genes y en una proporción muchísimo mayor por la experiencia.
- Los límites arbitrarios creados sobre un continuo pueden resultar útiles. Pero nunca hay que olvidar que son arbitrarios.
- Muy a menudo nos dedicamos más a la anticipación y la persecución del placer que a experimentarlo.
- No se puede entender la agresividad sin comprender el miedo (y que la amígdala tiene que ver con ambos).
- Los genes no tienen que ver con la inevitabilidad; tienen que ver con potenciales y vulnerabilidades. Y no determinan nada por sí mismos. Las interacciones gen-ambiente están por todas partes. La evolución es más relevante cuando altera la regulación de los genes, más que los genes en sí mismos.
- Dividimos implícitamente el mundo en Nosotros y Ellos, y preferimos a los primeros. Somos manipulados con mucha facilidad, incluso subliminalmente y en cuestión de segundos, en cuanto a quién cuenta como miembro de cada uno de esos grupos.
- No somos chimpancés, y no somos bonobos. En el sentido más estricto no somos ni una especie que forma parejas ni una especie que compite por el apareamiento. Hemos evolucionado para ser algo que está entre medias de todas esas categorías y de otras muchas que están claramente definidas en otros animales. Eso nos hace ser una especie más moldeable y resiliente. También hace que nuestra vida social sea mucho más confusa y desordenada, llena de imperfecciones y giros equivocados.
- El homúnculo (como el Emperador del cuento) no tiene ropa. Mientras que la vida transicional de los cazadores-recolectores durante cientos de miles de años debió de ser un poco aburrida, no era constantemente aburrida. En los años que han pasado desde que los humanos abandonaron el estilo de vida de los cazadores-recolectores, hemos inventado muchas cosas. Una de las más interesantes y desafiantes son los sistemas sociales en los cuales podemos vernos rodeados de extraños y en los que podemos actuar de forma anónima. Decir que un sistema biológico funciona «correctamente» es una evaluación carente de valores; puede costar disciplina, trabajo duro y fuerza de voluntad para alcanzar tanto algo maravilloso como algo espantoso. «Hacer lo correcto» siempre depende del contexto.
- Muchos de nuestros mejores momentos de moralidad y compasión tienen raíces mucho más profundas y antiguas en lugar de ser meros productos de la civilización humana. Sospeche de quien diga que otros tipos de personas somos como pequeñas cosas reptantes e infecciosas.
- Cuando los humanos inventaron el estatus socioeconómico, inventaron una forma de subordinar que no se parece en nada a lo logrado por los primates jerárquicos anteriormente.
- «Yo» frente a «nosotros» (ser prosocial dentro de su grupo) es más fácil que «nosotros» frente a «ellos» (prosocialidad entre grupos).
- No es ideal si alguien cree que está bien que la gente cometa algún acto horrible y dañino. Pero muchas de las miserias del mundo surgen a partir de personas que, por supuesto, se oponen a ese acto horrible…, pero citan determinadas circunstancias particulares que deberían contar como excepciones. El camino hacia el infierno está pavimentado de racionalización.
- La certidumbre con la que actuamos ahora parecerá espantosa no solo a las generaciones futuras, sino también en nuestro propio futuro.
- Ni la capacidad para el razonamiento moral sofisticado y exclusivo ni el sentir una gran empatia se traduce necesariamente en hacer algo que realmente sea difícil, valiente y compasivo.
- La gente mata y está dispuesta a que la maten por valores sagrados simbólicos. Las negociaciones pueden establecer la paz con los demás grupos (Ellos); comprender y respetar la intensidad de sus valores sagrados puede hacer que la paz sea duradera.
- Estamos siendo moldeados constantemente por estímulos aparentemente irrelevantes, información subliminal y fuerzas internas de las que no sabemos nada.
- Nuestros peores comportamientos, que condenamos y castigamos, son producto de nuestra biología. Pero no hay que olvidar que lo mismo se puede decir de nuestros mejores comportamientos.
- Individuos que no son más excepcionales que el resto de nosotros nos proporcionan ejemplos imponentes de nuestros mejores comportamientos.
Robert M. Sapolsky
Compórtate, página 800
Si el lector quiere reducir este libro a una única frase, sería: «Es complicado». Nada parece que cause nada; en cambio todo lo modula todo. Los científicos siguen diciendo: «Solíamos pensar X, pero ahora nos damos cuenta de que…». Arreglar una cosa suele estropear diez más, mientras siga vigente la ley de las consecuencias no intencionadas. En un asunto importante y grande, parece como si el 51 por ciento de los estudios científicos saque una conclusión, y el 49 por ciento saque la conclusión opuesta. Y así sucesivamente. Finalmente puede parecer inútil que usted pueda arreglar realmente algo, que pueda hacer que las cosas mejoren. Pero no nos queda otra opción que intentarlo.
Robert M. Sapolsky
Compórtate, página 804
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