El mundo
A la vuelta contó. Dijo que había contemplado desde arriba, la vida humana.
Y dijo que somos un mar de fueguitos.
—El mundo es eso —reveló— un montón de gente, un mar de fueguitos.
Cada persona brilla con luz propia entre todas las demás. No hay dos fuegos iguales. Hay fuegos grandes y fuegos chicos y fuegos de todos los colores. Hay gente de fuego sereno, que ni se entera del viento, y gente de fuego loco que llena el aire de chispas. Algunos fuegos, fuegos bobos, no alumbran ni queman; pero otros arden la vida con tanta pasión que no se puede mirarlos sin parpadear, y quien se acerca se enciende.
El libro de los abrazos, página 2
El libro de los abrazos, página 3
El libro de los abrazos, página 4
En la casa de las palabras había una mesa de los colores. En grandes fuentes se ofrecían los colores y cada poeta se servía del color que le hacía falta: amarillo limón o amarillo sol, azul de mar o de humo, rojo lacre, rojo sangre, rojo vino.
El libro de los abrazos, página 4
El libro de los abrazos, página 2
Era
el medio siglo de la muerte de César Vallejo, y hubo celebraciones. En España,
Julio Vélez organizó conferencias, seminarios, ediciones y una exposición que
ofrecía imágenes del poeta, su tierra, su tiempo y su gente.
Pero en esos días Julio Vélez conoció a José Manuel Castañón; y entonces todo homenaje le resultó enano.
José Manuel Castañón había sido capitán en la guerra española. Peleando por Franco había perdido una mano y había ganado algunas medallas.
Una noche, poco después de la guerra, el capitán descubrió por casualidad, un libro prohibido. Se asomó, leyó un verso, leyó dos versos y ya no pudo desprenderse. El capitán Castañón, héroe del ejército vencedor, pasó toda la noche en vela, atrapado, leyendo y releyendo a César Vallejo, poeta de los vencidos. Y al amanecer de esa noche, renunció al ejército y se negó a cobrar ni una peseta más del gobierno de Franco.
Después, lo metieron preso; y se fue al exilio.
Eduardo Galeano
El libro de los abrazos, página 5
Pero en esos días Julio Vélez conoció a José Manuel Castañón; y entonces todo homenaje le resultó enano.
José Manuel Castañón había sido capitán en la guerra española. Peleando por Franco había perdido una mano y había ganado algunas medallas.
Una noche, poco después de la guerra, el capitán descubrió por casualidad, un libro prohibido. Se asomó, leyó un verso, leyó dos versos y ya no pudo desprenderse. El capitán Castañón, héroe del ejército vencedor, pasó toda la noche en vela, atrapado, leyendo y releyendo a César Vallejo, poeta de los vencidos. Y al amanecer de esa noche, renunció al ejército y se negó a cobrar ni una peseta más del gobierno de Franco.
Después, lo metieron preso; y se fue al exilio.
El libro de los abrazos, página 5
Los
indios shuar, los llamados jíbaros, cortan la cabeza del vencido. La cortan y
la reducen hasta que cabe en un puño, para que el vencido no resucite. Pero el
vencido no está del todo vencido hasta que le cierran la boca. Por eso le cosen
los labios con una fibra que jamás se pudre.
Eduardo Galeano
El libro de los abrazos, página 6
El libro de los abrazos, página 6
El libro de los abrazos, página 6
El
Chinolope vendía diarios y lustraba zapatos en La Habana. Para salir de pobre,
se marchó a Nueva York.
Allá, alguien le regaló una vieja cámara de fotos. El Chinolope nunca había tenido una cámara en las manos, pero le dijeron que era fácil:
—Tú miras por aquí y aprietas allí.
Y se echó a las calles. Y a poco andar escuchó balazos y se metió en una barbería y alzó la cámara y miró por aquí y apretó allí.
En la barbería habían acribillado al gangster Joe Anastasia, que se estaba afeitando, y esa fue la primera foto de la vida profesional de Chinolope.
Se la pagaron una fortuna. Esa foto era una hazaña. El Chinolope había logrado fotografiar la muerte. La muerte estaba allí: no en el muerto, ni en el matador. La muerte estaba en la cara del barbero que la vio.
Eduardo Galeano
El libro de los abrazos, página 7
Allá, alguien le regaló una vieja cámara de fotos. El Chinolope nunca había tenido una cámara en las manos, pero le dijeron que era fácil:
—Tú miras por aquí y aprietas allí.
Y se echó a las calles. Y a poco andar escuchó balazos y se metió en una barbería y alzó la cámara y miró por aquí y apretó allí.
En la barbería habían acribillado al gangster Joe Anastasia, que se estaba afeitando, y esa fue la primera foto de la vida profesional de Chinolope.
Se la pagaron una fortuna. Esa foto era una hazaña. El Chinolope había logrado fotografiar la muerte. La muerte estaba allí: no en el muerto, ni en el matador. La muerte estaba en la cara del barbero que la vio.
El libro de los abrazos, página 7
Sueñan
las pulgas con comprarse un perro y sueñan los nadies con salir de pobres, que
algún mágico día llueva de pronto la buena suerte, que llueva a cántaros la
buena suerte; pero la buena suerte no llueve ayer, ni hoy, ni mañana, ni nunca,
ni en lloviznita cae del cielo la buena suerte, por mucho que los nadies la
llamen y aunque les pique la mano izquierda, o se levanten con el pie derecho,
o empiecen el año cambiando de escoba.
Los nadies: los hijos de nadie, los dueños de nada.
Los nadies: los ningunos, los ninguneados, corriendo la liebre, muriendo la vida, jodidos, rejodidos.
Que no son, aunque sean.
Que no hablan idiomas, sino dialectos.
Que no profesan religiones, sino supersticiones.
Que no hacen arte, sino artesanía.
Que no practican cultura, sino folklore.
Que no son seres humanos, sino recursos humanos.
Que no tienen cara, sino brazos.
Que no tienen nombre, sino número.
Que no figuran en la historia universal, sino en la crónica roja de la prensa local.
Los nadies, que cuestan menos que la bala que los mata.
Eduardo Galeano
El libro de los abrazos, página 27
El hambre
/2
Los nadies: los hijos de nadie, los dueños de nada.
Los nadies: los ningunos, los ninguneados, corriendo la liebre, muriendo la vida, jodidos, rejodidos.
Que no son, aunque sean.
Que no hablan idiomas, sino dialectos.
Que no profesan religiones, sino supersticiones.
Que no hacen arte, sino artesanía.
Que no practican cultura, sino folklore.
Que no son seres humanos, sino recursos humanos.
Que no tienen cara, sino brazos.
Que no tienen nombre, sino número.
Que no figuran en la historia universal, sino en la crónica roja de la prensa local.
Los nadies, que cuestan menos que la bala que los mata.
El libro de los abrazos, página 27
Un
sistema de desvínculo: El buey solo bien se lame.
El prójimo no es tu hermano, ni tu amante. El prójimo es un competidor, un enemigo, un obstáculo a saltar o una cosa para usar. El sistema, que no da de comer, tampoco da de amar: a muchos los condena al hambre de pan y a muchos más condena al hambre de abrazos.
Eduardo Galeano
El libro de los abrazos, página 31
El prójimo no es tu hermano, ni tu amante. El prójimo es un competidor, un enemigo, un obstáculo a saltar o una cosa para usar. El sistema, que no da de comer, tampoco da de amar: a muchos los condena al hambre de pan y a muchos más condena al hambre de abrazos.
El libro de los abrazos, página 31
Amares
Nos
amábamos rodando por el espacio y éramos una bolita de carne sabrosa y salsosa,
una sola bolita caliente que resplandecía y echaba jugosos aromas y vapores
mientras daba vueltas y vueltas por el sueño de Helena y por el espacio
infinito y rodando caía, suavemente caía, hasta que iba a parar al fondo de una
gran ensalada. Allí se quedaba, aquella bolita que éramos ella y yo; y desde el
fondo de la ensalada vislumbrábamos el cielo. Nos asomábamos a duras penas a
través del tupido follaje, de las lechugas, los ramajes de apio y el bosque del
perejil, y alcanzábamos a ver algunas estrellas que andaban navegando en lo más
lejos de la noche.
Eduardo Galeano
El libro de los abrazos, página 32
El libro de los abrazos, página 32
Fe
de erratas: donde el
antiguo testamento dice lo que dice, debe decir lo que quizá me ha confesado su
principal protagonista:
Lástima que Adán fuera tan bruto. Lástima que Eva
fuera tan sorda. Y lástima que yo no supe hacerme entender.
Adán y Eva eran los primeros seres humanos que de mi mano nacían, y reconozco que tenían ciertos defectos de estructura, armado y terminación. Ellos no estaban preparados para escuchar, ni para pensar. Y yo… bueno, quizá yo no estaba preparado para hablar. Antes de Adán y Eva, nunca había hablado con nadie. Yo había pronunciado bellas frases, como «Hágase la luz», pero siempre en soledad. Así que aquella tarde, cuando me encontré con Adán y Eva a la hora de la brisa, no fui muy elocuente. Me faltaba práctica.
Lo primero que sentí fue asombro. Ellos acababan de robar la fruta del árbol prohibido, en el centro del paraíso. Adán había puesto cara de general que viene de entregar la espada y Eva miraba al suelo, como contando hormigas. Pero los dos estaban increíblemente jóvenes y bellos y radiantes. Me sorprendieron. Yo los había hecho: pero no sabía que el barro podía ser luminoso.
Después, lo reconozco, sentí envidia. Como nadie puede darme órdenes, ignoro la dignidad de la desobediencia. Tampoco puedo conocer la osadía del amor, que exige dos. En homenaje al principio de autoridad, me aguanté las ganas de felicitarlos por haberse hecho súbitamente sabios en pasiones humanas.
Entonces, vinieron los equívocos. Ellos entendieron caída donde yo hablé de vuelo. Creyeron que un pecado merece castigo si es original. Dije que peca quien desama: entendieron que peca quien ama. Donde anuncié pradera de fiesta, ellos entendieron valle de lágrimas. Dije que el dolor era la sal que daba gustito a la aventura humana: entendieron que los estaba condenando al otorgarle la gloria de ser mortales y loquitos. Entendieron todo al revés. Y se lo creyeron.
Últimamente ando con problemas de insomnio. Desde hace algunos milenios, me cuesta dormir. Y dormir me gusta, me gusta mucho, porque cuando duermo, sueño. Entonces me hago amante o amanta, me quemo en el fuego fugaz de los amores de paso, soy cómico de la legua, pescador de alta mar o gitana adivinadora de la suerte: del árbol prohibido devoro hasta las hojas y bebo y bailo hasta rodar por los sueños…
Cuando despierto, estoy solo. No tengo con quien jugar, porque los ángeles me toman tan en serio, ni tengo a quien desear. Estoy condenado a desearme a mí mismo. De estrella en estrella ando vagando, aburriéndome en el universo vacío. Me siento muy cansado, me siento muy solo. Yo estoy solo, yo soy solo, solo por toda eternidad.
Eduardo Galeano
El libro de los abrazos, página 34
La noche /2
Adán y Eva eran los primeros seres humanos que de mi mano nacían, y reconozco que tenían ciertos defectos de estructura, armado y terminación. Ellos no estaban preparados para escuchar, ni para pensar. Y yo… bueno, quizá yo no estaba preparado para hablar. Antes de Adán y Eva, nunca había hablado con nadie. Yo había pronunciado bellas frases, como «Hágase la luz», pero siempre en soledad. Así que aquella tarde, cuando me encontré con Adán y Eva a la hora de la brisa, no fui muy elocuente. Me faltaba práctica.
Lo primero que sentí fue asombro. Ellos acababan de robar la fruta del árbol prohibido, en el centro del paraíso. Adán había puesto cara de general que viene de entregar la espada y Eva miraba al suelo, como contando hormigas. Pero los dos estaban increíblemente jóvenes y bellos y radiantes. Me sorprendieron. Yo los había hecho: pero no sabía que el barro podía ser luminoso.
Después, lo reconozco, sentí envidia. Como nadie puede darme órdenes, ignoro la dignidad de la desobediencia. Tampoco puedo conocer la osadía del amor, que exige dos. En homenaje al principio de autoridad, me aguanté las ganas de felicitarlos por haberse hecho súbitamente sabios en pasiones humanas.
Entonces, vinieron los equívocos. Ellos entendieron caída donde yo hablé de vuelo. Creyeron que un pecado merece castigo si es original. Dije que peca quien desama: entendieron que peca quien ama. Donde anuncié pradera de fiesta, ellos entendieron valle de lágrimas. Dije que el dolor era la sal que daba gustito a la aventura humana: entendieron que los estaba condenando al otorgarle la gloria de ser mortales y loquitos. Entendieron todo al revés. Y se lo creyeron.
Últimamente ando con problemas de insomnio. Desde hace algunos milenios, me cuesta dormir. Y dormir me gusta, me gusta mucho, porque cuando duermo, sueño. Entonces me hago amante o amanta, me quemo en el fuego fugaz de los amores de paso, soy cómico de la legua, pescador de alta mar o gitana adivinadora de la suerte: del árbol prohibido devoro hasta las hojas y bebo y bailo hasta rodar por los sueños…
Cuando despierto, estoy solo. No tengo con quien jugar, porque los ángeles me toman tan en serio, ni tengo a quien desear. Estoy condenado a desearme a mí mismo. De estrella en estrella ando vagando, aburriéndome en el universo vacío. Me siento muy cansado, me siento muy solo. Yo estoy solo, yo soy solo, solo por toda eternidad.
El libro de los abrazos, página 34
Arránqueme,
señora, las ropas y las dudas. Desnúdeme, desdúdeme.
Eduardo Galeano
El libro de los abrazos, página 36
El libro de los abrazos, página 36
Yo
me duermo a la orilla de una mujer: yo me duermo a la orilla de un abismo.
Eduardo Galeano
El libro de los abrazos, página 36
El libro de los abrazos, página 36
El sistema:
Con una mano roba lo que con la otra presta.
Sus víctimas:
Cuanto más pagan, más deben.
Cuanto más reciben, menos tienen.
Cuanto más venden, menos cobran.
El libro de los abrazos, página 41
El libro de los abrazos, página 41
Al
sur, la represión. Al norte, la depresión.
No son pocos los intelectuales del norte que se casan con las revoluciones del sur por el puro placer de enviudar. Prestigiosamente lloran, lloran a cántaros, lloran a mares, la muerte de cada ilusión; y nunca demoran demasiado en descubrir que el socialismo es el camino más largo para llegar del capitalismo al capitalismo.
La moda del norte, moda universal, celebra el arte neutral y aplaude a la víbora que se muerde la cola y la encuentra sabrosa. La cultura y la política se han convertido en artículos de consumo. Los presidentes se eligen por televisión, como los jabones, y los poetas cumplen una función decorativa. No hay más magia que la magia del mercado, ni más héroes que los banqueros.
La democracia es un lujo del norte. Al sur se le permite el espectáculo, que eso no se le niega a nadie. Y a nadie molesta mucho, al fin y al cabo, que la política sea democrática, siempre y cuando la economía no lo sea. Cuando cae el telón, una vez depositados los votos en las urnas, la realidad impone la ley del dinero. Así lo quiere el orden natural de las cosas. En el sur del mundo, enseña el sistema, la violencia y el hambre no pertenecen a la historia, sino a la naturaleza, y la justicia y la libertad han sido condenadas a odiarse entre sí.
Eduardo Galeano
El libro de los abrazos, página 41
La
desmemoria /2
No son pocos los intelectuales del norte que se casan con las revoluciones del sur por el puro placer de enviudar. Prestigiosamente lloran, lloran a cántaros, lloran a mares, la muerte de cada ilusión; y nunca demoran demasiado en descubrir que el socialismo es el camino más largo para llegar del capitalismo al capitalismo.
La moda del norte, moda universal, celebra el arte neutral y aplaude a la víbora que se muerde la cola y la encuentra sabrosa. La cultura y la política se han convertido en artículos de consumo. Los presidentes se eligen por televisión, como los jabones, y los poetas cumplen una función decorativa. No hay más magia que la magia del mercado, ni más héroes que los banqueros.
La democracia es un lujo del norte. Al sur se le permite el espectáculo, que eso no se le niega a nadie. Y a nadie molesta mucho, al fin y al cabo, que la política sea democrática, siempre y cuando la economía no lo sea. Cuando cae el telón, una vez depositados los votos en las urnas, la realidad impone la ley del dinero. Así lo quiere el orden natural de las cosas. En el sur del mundo, enseña el sistema, la violencia y el hambre no pertenecen a la historia, sino a la naturaleza, y la justicia y la libertad han sido condenadas a odiarse entre sí.
El libro de los abrazos, página 41
El
miedo seca la boca, moja las manos y mutila. El miedo de saber nos condena a la
ignorancia; el miedo de hacer, nos reduce a la impotencia. La dictadura
militar, miedo de escuchar, miedo de decir, nos convirtió en sordomudos. Ahora
la democracia, que tiene miedo de recordar, nos enferma de amnesia: pero no se
necesita ser Sigmund Freud para saber que no hay alfombra que no pueda ocultar
la basura de la memoria.
Eduardo Galeano
El libro de los abrazos, página 42
El libro de los abrazos, página 42
El libro de los abrazos, página 42
¿Para qué
escribe uno, si no es para juntar sus pedazos? Desde que entramos en la escuela
o la iglesia, la educación nos descuartiza: nos enseña a divorciar el alma del
cuerpo y la razón del corazón.
Sabios doctores de Ética y Moral han de ser los pescadores de la costa colombiana, que inventaron la palabra sentipensante para definir el lenguaje que dice la verdad.
Eduardo Galeano
El libro de los abrazos, página 45
Sabios doctores de Ética y Moral han de ser los pescadores de la costa colombiana, que inventaron la palabra sentipensante para definir el lenguaje que dice la verdad.
El libro de los abrazos, página 45
Desatar
las voces, desensoñar los sueños: escribo queriendo revelar lo maravilloso, y
descubro lo real maravilloso en el exacto centro de lo real horroroso de
América.
En estas tierras, la cabeza del Dios Eleggúa lleva la muerte en la nuca y la vida en la cara. Cada promesa es una amenaza; cada pérdida un encuentro. De los miedos nacen los corajes; y de las dudas las certezas. Los sueños anuncian otra realidad posible y los delirios otra razón.
Al fin y al cabo, somos lo que hacemos para cambiar lo que somos. La identidad no es una pieza de museo, quietecita en la vitrina, sino la siempre asombrosa síntesis de las contradicciones nuestras de cada día.
En esa fe, fugitiva, creo. Me resulta la única fe digna de confianza, por lo mucho que se parece al bicho humano, jodido pero sagrado, y a la loca aventura de vivir en el mundo.
Eduardo Galeano
El libro de los abrazos, página 46
En estas tierras, la cabeza del Dios Eleggúa lleva la muerte en la nuca y la vida en la cara. Cada promesa es una amenaza; cada pérdida un encuentro. De los miedos nacen los corajes; y de las dudas las certezas. Los sueños anuncian otra realidad posible y los delirios otra razón.
Al fin y al cabo, somos lo que hacemos para cambiar lo que somos. La identidad no es una pieza de museo, quietecita en la vitrina, sino la siempre asombrosa síntesis de las contradicciones nuestras de cada día.
En esa fe, fugitiva, creo. Me resulta la única fe digna de confianza, por lo mucho que se parece al bicho humano, jodido pero sagrado, y a la loca aventura de vivir en el mundo.
El libro de los abrazos, página 46
Si
la contradicción es el pulmón de la historia, la paradoja ha de ser, se me
ocurre, el espejo que la historia usa para tomarnos el pelo.
Ni el propio hijo de Dios se salvó de la paradoja. Él eligió para nacer, un desierto subtropical donde jamás ha nevado, pero la nieve se convirtió en un símbolo universal de la navidad desde que Europa decidió europear a Jesús. Y para más inri, el nacimiento de Jesús es, hoy por hoy, el negocio que más dinero da a los mercaderes que Jesús había expulsado del templo.
Napoleón Bonaparte, el más francés de los franceses, no era francés. No era ruso José Stalin, el más rusos de los rusos; y el más alemán de los alemanes, Adolfo Hitler había nacido en Austria. Margherita Sarfatti, la mujer más amada por el antisemita Mussolini, era judía. José Carlos Mariátegui, el más marxista de los marxistas latinoamericanos, creía fervorosamente en Dios. El Che Guevara había sido declarado completamente inepto para la vida militar por el ejército argentino.
De manos de un escultor llamado Aleijadinho, que era el más feo de los brasileños, nacieron las más altas hermosuras del Brasil. Los negros norteamericanos, los más oprimidos, crearon el jazz, que es la más libre de las músicas. En el encierro de la cárcel fue concebido Don Quijote, el más andante de los caballeros. Y para colmo de paradojas, Don Quijote nunca dijo su frase más célebre. Nunca dijo: ladran sancho, señal que cabalgamos.
«Te noto nerviosa», dice el histérico. «Te odio», dice la enamorada. «No habrá devaluación» dice, en vísperas de devaluación, el ministro de Economía. «Los militares respetan la Constitución», dice en vísperas del golpe de estado el ministro de Defensa.
En su guerra contra la revolución sandinista, el gobierno de los Estados Unidos coincidía, paradógicamente con el Partido Comunista de Nicaragua. Y paradójicas habían sido, al fin y al cabo, las barricadas sandinistas durante la dictadura de Somoza: las barricadas que cerraban la calle, abrían el camino.
Eduardo Galeano
El libro de los abrazos, página 47
Ni el propio hijo de Dios se salvó de la paradoja. Él eligió para nacer, un desierto subtropical donde jamás ha nevado, pero la nieve se convirtió en un símbolo universal de la navidad desde que Europa decidió europear a Jesús. Y para más inri, el nacimiento de Jesús es, hoy por hoy, el negocio que más dinero da a los mercaderes que Jesús había expulsado del templo.
Napoleón Bonaparte, el más francés de los franceses, no era francés. No era ruso José Stalin, el más rusos de los rusos; y el más alemán de los alemanes, Adolfo Hitler había nacido en Austria. Margherita Sarfatti, la mujer más amada por el antisemita Mussolini, era judía. José Carlos Mariátegui, el más marxista de los marxistas latinoamericanos, creía fervorosamente en Dios. El Che Guevara había sido declarado completamente inepto para la vida militar por el ejército argentino.
De manos de un escultor llamado Aleijadinho, que era el más feo de los brasileños, nacieron las más altas hermosuras del Brasil. Los negros norteamericanos, los más oprimidos, crearon el jazz, que es la más libre de las músicas. En el encierro de la cárcel fue concebido Don Quijote, el más andante de los caballeros. Y para colmo de paradojas, Don Quijote nunca dijo su frase más célebre. Nunca dijo: ladran sancho, señal que cabalgamos.
«Te noto nerviosa», dice el histérico. «Te odio», dice la enamorada. «No habrá devaluación» dice, en vísperas de devaluación, el ministro de Economía. «Los militares respetan la Constitución», dice en vísperas del golpe de estado el ministro de Defensa.
En su guerra contra la revolución sandinista, el gobierno de los Estados Unidos coincidía, paradógicamente con el Partido Comunista de Nicaragua. Y paradójicas habían sido, al fin y al cabo, las barricadas sandinistas durante la dictadura de Somoza: las barricadas que cerraban la calle, abrían el camino.
El libro de los abrazos, página 47
Los
funcionarios no funcionan.
Los políticos hablan pero no dicen.
Los votantes votan pero no eligen.
Los medios de información desinforman.
Los centros de enseñanza enseñan a ignorar.
Los jueces condenan a las victimas.
Los militares están en guerra contra sus compatriotas.
Los policías no combaten los crímenes, porque están ocupados en cometerlos.
Las bancarrotas se socializan, las ganancias se privatizan.
Es más libre el dinero que la gente.
La gente está al servicio de las cosas.
Eduardo Galeano
El libro de los abrazos, página 48
Los políticos hablan pero no dicen.
Los votantes votan pero no eligen.
Los medios de información desinforman.
Los centros de enseñanza enseñan a ignorar.
Los jueces condenan a las victimas.
Los militares están en guerra contra sus compatriotas.
Los policías no combaten los crímenes, porque están ocupados en cometerlos.
Las bancarrotas se socializan, las ganancias se privatizan.
Es más libre el dinero que la gente.
La gente está al servicio de las cosas.
El libro de los abrazos, página 48
La
extorsión,
el insulto,
la amenaza,
el coscorrón,
la bofetada,
la paliza,
el azote,
el cuarto oscuro,
la ducha helada,
el ayuno obligatorio,
la comida obligatoria,
la prohibición de salir,
la prohibición de decir lo que se piensa,
la prohibición de hacer lo que se siente
y la humillación pública
son algunos de los métodos de penitencia y tortura tradicionales en la vida de familia. Para castigo de la desobediencia y escarmiento de la libertad, la tradición familiar perpetúa una cultura del terror que humilla a la mujer, enseña a los hijos a mentir y contagia la peste del miedo.
—Los derechos humanos tendrían que empezar por casa —me comenta, en Chile, Andrés Domínguez.
Eduardo Galeano
El libro de los abrazos, página 54
el insulto,
la amenaza,
el coscorrón,
la bofetada,
la paliza,
el azote,
el cuarto oscuro,
la ducha helada,
el ayuno obligatorio,
la comida obligatoria,
la prohibición de salir,
la prohibición de decir lo que se piensa,
la prohibición de hacer lo que se siente
y la humillación pública
son algunos de los métodos de penitencia y tortura tradicionales en la vida de familia. Para castigo de la desobediencia y escarmiento de la libertad, la tradición familiar perpetúa una cultura del terror que humilla a la mujer, enseña a los hijos a mentir y contagia la peste del miedo.
—Los derechos humanos tendrían que empezar por casa —me comenta, en Chile, Andrés Domínguez.
El libro de los abrazos, página 54
Pedro
Algorta, abogado, me mostró el gordo expediente del asesinato de dos mujeres.
El doble crimen había sido a cuchillo, a fines de 1982, en un suburbio de
Montevideo.
La acusada, Alma Di Agosto, había confesado. Llevaba presa más de un año; y parecía condenada a pudrirse de por vida en la cárcel.
Según es costumbre, los policías la habían violado y la habían torturado. Al cabo de un mes de continuas palizas, le habían arrancado varias confesiones. Las confesiones de Alma Di Agosto no se parecían mucho entre sí, como si ella hubiera cometido el mismo asesinato de muy diversas maneras. En cada confesión había personajes diferentes, pintorescos fantasmas sin nombre ni domicilio, porque la picana eléctrica convierte a cualquiera en un fecundo novelista; y en todos los casos la autora demostraba tener la agilidad de una atleta olímpica, los músculos de una fuerzuda de feria y la destreza de una matadora profesional. Pero lo que más sorprendía era el lujo de detalles: en cada confesión, la acusada describía con precisión milimétrica ropas, gestos, escenarios, situaciones, objetos…
Alma Di Agosto era ciega.
Sus vecinos, que la conocían y la querían, estaban convencidos de que ella era culpable:
—¿Por qué? —preguntó el abogado.
—Porque lo dicen los diarios.
—Pero los diarios mienten —dijo el abogado.
—Es que también lo dice la radio —explicaron los vecinos—. ¡Y la tele!
Eduardo Galeano
El libro de los abrazos, página 56
La acusada, Alma Di Agosto, había confesado. Llevaba presa más de un año; y parecía condenada a pudrirse de por vida en la cárcel.
Según es costumbre, los policías la habían violado y la habían torturado. Al cabo de un mes de continuas palizas, le habían arrancado varias confesiones. Las confesiones de Alma Di Agosto no se parecían mucho entre sí, como si ella hubiera cometido el mismo asesinato de muy diversas maneras. En cada confesión había personajes diferentes, pintorescos fantasmas sin nombre ni domicilio, porque la picana eléctrica convierte a cualquiera en un fecundo novelista; y en todos los casos la autora demostraba tener la agilidad de una atleta olímpica, los músculos de una fuerzuda de feria y la destreza de una matadora profesional. Pero lo que más sorprendía era el lujo de detalles: en cada confesión, la acusada describía con precisión milimétrica ropas, gestos, escenarios, situaciones, objetos…
Alma Di Agosto era ciega.
Sus vecinos, que la conocían y la querían, estaban convencidos de que ella era culpable:
—¿Por qué? —preguntó el abogado.
—Porque lo dicen los diarios.
—Pero los diarios mienten —dijo el abogado.
—Es que también lo dice la radio —explicaron los vecinos—. ¡Y la tele!
El libro de los abrazos, página 56
La
televisión, ¿muestra lo que ocurre?
En nuestros países, la televisión muestra lo que ella quiere que ocurra; y nada ocurre si la televisión no lo muestra.
La televisión, esa última luz que te salva de la soledad y de la noche, es la realidad. Porque la vida es un espectáculo: a los que se portan bien, el sistema les promete un cómodo asiento.
Eduardo Galeano
El libro de los abrazos, página 57
En nuestros países, la televisión muestra lo que ella quiere que ocurra; y nada ocurre si la televisión no lo muestra.
La televisión, esa última luz que te salva de la soledad y de la noche, es la realidad. Porque la vida es un espectáculo: a los que se portan bien, el sistema les promete un cómodo asiento.
El libro de los abrazos, página 57
El libro de los abrazos, página 59
El
primer día de clase, el profesor trajo un frasco enorme:
—Esto está lleno de perfume —dijo a Miguel Brun y a los demás alumnos—. Quiero medir la percepción de cada uno de ustedes. A medida que vayan sintiendo el olor, levanten la mano.
Y destapó el frasco. Al ratito nomás, ya había dos manos levantadas. Y luego cinco, diez, treinta, todas las manos levantadas.
—¿Me permite abrir la ventana, profesor? —suplicó una alumna, mareada de tanto olor a perfume, y varias voces le hicieron eco. El fuerte aroma que pesaba en el aire, ya se había hecho insoportable para todos.
Entonces el profesor mostró el frasco a los alumnos, uno por uno. El frasco estaba lleno de agua.
Eduardo Galeano
El libro de los abrazos, página 59
—Esto está lleno de perfume —dijo a Miguel Brun y a los demás alumnos—. Quiero medir la percepción de cada uno de ustedes. A medida que vayan sintiendo el olor, levanten la mano.
Y destapó el frasco. Al ratito nomás, ya había dos manos levantadas. Y luego cinco, diez, treinta, todas las manos levantadas.
—¿Me permite abrir la ventana, profesor? —suplicó una alumna, mareada de tanto olor a perfume, y varias voces le hicieron eco. El fuerte aroma que pesaba en el aire, ya se había hecho insoportable para todos.
Entonces el profesor mostró el frasco a los alumnos, uno por uno. El frasco estaba lleno de agua.
El libro de los abrazos, página 59
El
colonialismo visible te mutila sin disimulo: te prohíbe decir, te prohíbe
hacer, te prohíbe ser. El colonialismo invisible, en cambio, te convence de que
la servidumbre es tu destino y la impotencia tu naturaleza: te convence de
que no se puede decir, no se puede hacer, no
se puede ser.
Eduardo Galeano
El libro de los abrazos, página 60
El libro de los abrazos, página 60
Creen
los que mandan que mejor es quien mejor copia. La cultura oficial exalta las
virtudes del mono y del papagayo. La alineación en América latina: un
espectáculo de circo. Importación, impostación: nuestras ciudades están llenas
de arcos de triunfos, obeliscos y partenones. Bolivia no tiene mar, pero tiene
almirantes disfrazados de lord Nelson. Lima no tiene lluvia, pero tiene techos
a dos aguas y canaletas. En Managua, una de las ciudades más calientes del
mundo, condenada al hervor perpetuo, hay mansiones que ostentan soberbias
estufas de leña, y en las fiestas de Somoza las damas de sociedad lucían
estolas de zorro plateado.
Eduardo Galeano
El libro de los abrazos, página 61
El libro de los abrazos, página 61
Arturo
Alape me cuenta que Manuel Marulanda Vélez, el famoso guerrillero colombiano no
se llamaba así. Hace cuarenta años, cuando se alzó, él se llamaba Pedro Antonio
Marín. Por entonces, Marulanda era otro: negro de piel, grandote de tamaño,
albañil de oficio y zurdo de ideas. Cuando los policías golpearon a Marulanda
hasta matarlo, sus compañeros se reunieron en asamblea y decidieron que
Marulanda no se podía acabar. Por unanimidad le dieron el nombre a Marín, que
desde entonces lo lleva.
También el mexicano Pancho Villa llevaba el nombre de un amigo que le mató la policía.
Eduardo Galeano
El libro de los abrazos, página 62
También el mexicano Pancho Villa llevaba el nombre de un amigo que le mató la policía.
El libro de los abrazos, página 62
El libro de los abrazos, página 64
A
principios del siglo veinte, el Uruguay era un país del siglo veintiuno. A
fines del siglo veinte, el Uruguay es un país del siglo diecinueve.
En el reino del aburrimiento, las buenas costumbres prohíben todo lo que la rutina no impone. Los hombres sueñan con jubilarse y las mujeres sueñan con casarse.
Los jóvenes, culpables del delito de ser jóvenes, sufren pena de soledad o destierro, a menos que puedan probar que son viejos.
Eduardo Galeano
El libro de los abrazos, página 64
En el reino del aburrimiento, las buenas costumbres prohíben todo lo que la rutina no impone. Los hombres sueñan con jubilarse y las mujeres sueñan con casarse.
Los jóvenes, culpables del delito de ser jóvenes, sufren pena de soledad o destierro, a menos que puedan probar que son viejos.
El libro de los abrazos, página 64
Mis
certezas desayunan dudas. Y hay días en que me siento extranjero en Montevideo
y en cualquier otra parte. En esos días, días sin sol, noches sin luna, ningún
lugar es mi lugar y no consigo reconocerme en nada, ni en nadie. Las palabras
no se parecen a lo que nombran y ni siquiera se parecen a su propio sonido.
Entonces no estoy donde estoy. Dejo mi cuerpo y me voy, lejos, a ninguna parte,
y no quiero estar con nadie, ni siquiera conmigo, y no tengo, ni quiero tener,
nombre ninguno entonces pierdo las ganas de llamarme o ser llamado.
Eduardo Galeano
El libro de los abrazos, página 64
El libro de los abrazos, página 64
Tiempo
de los camaleones: nadie ha enseñado tanto a la humanidad como estos humildes
animalitos.
Se considera culto a quien bien oculta, se rinde culto a la cultura del disfraz. Se habla el doble lenguaje de los artistas del disimulo. Doble lenguaje, doble contabilidad, doble moral: una moral para decir, otra moral para hacer. La moral para hacer se llama realismo.
La ley de la realidad es la ley del poder. Para que la realidad no sea irreal, nos dicen los que mandan, la moral ha de ser inmoral.
Eduardo Galeano
El libro de los abrazos, página 67
Se considera culto a quien bien oculta, se rinde culto a la cultura del disfraz. Se habla el doble lenguaje de los artistas del disimulo. Doble lenguaje, doble contabilidad, doble moral: una moral para decir, otra moral para hacer. La moral para hacer se llama realismo.
La ley de la realidad es la ley del poder. Para que la realidad no sea irreal, nos dicen los que mandan, la moral ha de ser inmoral.
El libro de los abrazos, página 67
El libro de los abrazos, página 68
El libro de los abrazos, página 72
El libro de los abrazos, página 73
El libro de los abrazos, página 75
Rosario,
la hechicera andaluza, llevaba muchos años peleando contra los demonios. El
peor de los satanases había sido su suegro. Este malvado había muerto acostado
en la cama, la noche que exclamó: ¡Me cago en dios! y el
crucifijo de bronce se desprendió de la pared y le partió el cráneo.
Rosario se ofreció a desdiablarnos. Nos tiró a la basura nuestra bella máscara mexicana de Lucifer y desparramó una humareda de ruda, mejorana y laurel bendito. Después clavó en la puerta una herradura con las puntas hacia afuera, colgó algunos ajos y derramó, aquí y allá puñaditos de sal y montones de fe.
—Al mal tiempo, buena cara y a las hambres, guitarrazos —dijo.
Y dijo que ahora nos tocaba a nosotros, porque la suerte no ayuda si uno no la ayuda a ayudar.
Eduardo Galeano
El libro de los abrazos, página 76
Rosario se ofreció a desdiablarnos. Nos tiró a la basura nuestra bella máscara mexicana de Lucifer y desparramó una humareda de ruda, mejorana y laurel bendito. Después clavó en la puerta una herradura con las puntas hacia afuera, colgó algunos ajos y derramó, aquí y allá puñaditos de sal y montones de fe.
—Al mal tiempo, buena cara y a las hambres, guitarrazos —dijo.
Y dijo que ahora nos tocaba a nosotros, porque la suerte no ayuda si uno no la ayuda a ayudar.
El libro de los abrazos, página 76
En
pleno centro de Medellín:
La letra con sangre entra.
Y abajo, firmado:
Sicario alfabetizador.
En la ciudad uruguaya de Melo:
Ayude a la policía: Tortúrese.
En un muro de Masatepe, en Nicaragua, poco después de la caída de la Dictadura de Somoza:
Se morirán de nostalgia, pero no volverán.
Eduardo Galeano
El libro de los abrazos, página 79
La letra con sangre entra.
Y abajo, firmado:
Sicario alfabetizador.
En la ciudad uruguaya de Melo:
Ayude a la policía: Tortúrese.
En un muro de Masatepe, en Nicaragua, poco después de la caída de la Dictadura de Somoza:
Se morirán de nostalgia, pero no volverán.
El libro de los abrazos, página 79
El libro de los abrazos, página 85
En los suburbios de La Habana, llaman al amigo mi tierra o mi sangre.
En Caracas, el amigo es mi pana o mi llave; pana por panadería, la fuente del buen pan para las hambres del alma; y llave por…
—Llave por llave —me dice Mario Benedetti.
Y me cuenta que cuando vivía en Buenos Aires, en los tiempos del terror, él llevaba cinco llaves ajenas en su llavero: cinco llaves, de cinco casas, de cinco amigos: las llaves que lo salvaron.
El libro de los abrazos, página 93
En
los suburbios de La Habana, llaman al amigo mi tierra o mi
sangre.
En Caracas, el amigo es mi pana o mi llave; pana por panadería, la fuente del buen pan para las hambres del alma; y llave por…
—Llave por llave —me dice Mario Benedetti.
Y me cuenta que cuando vivía en Buenos Aires, en los tiempos del terror, él llevaba cinco llaves ajenas en su llavero: cinco llaves, de cinco casas, de cinco amigos: las llaves que lo salvaron.
Eduardo Galeano
El libro de los abrazos, página 94
En Caracas, el amigo es mi pana o mi llave; pana por panadería, la fuente del buen pan para las hambres del alma; y llave por…
—Llave por llave —me dice Mario Benedetti.
Y me cuenta que cuando vivía en Buenos Aires, en los tiempos del terror, él llevaba cinco llaves ajenas en su llavero: cinco llaves, de cinco casas, de cinco amigos: las llaves que lo salvaron.
El libro de los abrazos, página 94
El libro de los abrazos, página 100
El libro de los abrazos, página 105
Estaba
suave el sol, el aire limpio y el cielo sin nubes.
Hundida en la arena, humeaba la olla de barro. En el camino de la mar a la boca, los camarones pasaban por las manos de Zé Fernando, maestro de ceremonias, que los bañaba en agua bendita y sal y cebollas y ajo.
Había buen vino. Sentados en rueda, los amigos compartíamos el vino y los camarones y la mar que se abría, libre y luminosa, a nuestros pies.
Mientras ocurría, esa alegría estaba siendo ya recordada por la memoria y soñada por el sueño. Ella no iba a terminarse nunca, y nosotros tampoco, porque somos todos mortales hasta el primer beso y el segundo vaso, y eso lo sabe cualquiera, por poco que sepa.
Eduardo Galeano
El libro de los abrazos, página 105
Hundida en la arena, humeaba la olla de barro. En el camino de la mar a la boca, los camarones pasaban por las manos de Zé Fernando, maestro de ceremonias, que los bañaba en agua bendita y sal y cebollas y ajo.
Había buen vino. Sentados en rueda, los amigos compartíamos el vino y los camarones y la mar que se abría, libre y luminosa, a nuestros pies.
Mientras ocurría, esa alegría estaba siendo ya recordada por la memoria y soñada por el sueño. Ella no iba a terminarse nunca, y nosotros tampoco, porque somos todos mortales hasta el primer beso y el segundo vaso, y eso lo sabe cualquiera, por poco que sepa.
El libro de los abrazos, página 105
Silba
el viento dentro de mí.
Estoy desnudo. Dueño de nada, dueño de nadie, ni siquiera dueño de mis certezas, soy mi cara en el viento, a contraviento, y soy el viento que me golpea la cara.
Eduardo Galeano
El libro de los abrazos, página 107
Estoy desnudo. Dueño de nada, dueño de nadie, ni siquiera dueño de mis certezas, soy mi cara en el viento, a contraviento, y soy el viento que me golpea la cara.
El libro de los abrazos, página 107
No hay comentarios:
Publicar un comentario