Graham Hancock El espejo del paraíso

 
Procedentes de ese largo periodo de amnesia y de los límites de la historia, han llegado hasta nosotros algunos monumentos conmemorativos: templos tallados en piedra, círculos de megalitos y construcciones sagradas dispuestas en línea que cubren vastas distancias, como las alineaciones de piedras que se hallan en Carnac al norte de Francia. Gracias a la prueba del carbono-14, hemos podido situar el origen de uno de los montículos de tierra que contiene un pasaje megalítico orientado al amanecer del solsticio de invierno, en el 4700 a.C. En las islas Británicas, se cree que los círculos de piedras más antiguos, como por ejemplo Callanish en las Hébridas Exteriores, datan del 3000 a.C., pero podrían ser anteriores; nadie puede afirmarlo con absoluta certeza. Hay círculos megalíticos en Japón que jamás han sido excavados, y algunos templos megalíticos de Malta podrían remontarse al 4000 a.C. En Etiopía, las iglesias talladas en piedra de Lalibela y las trescientas toneladas de granito de la estela de Axum carecen de origen conocido y resulta imposible fecharlas a través de ninguna técnica objetiva. Las islas del Pacífico están plagadas de docenas de misteriosas construcciones megalíticas; no podemos olvidarnos de los numerosos monumentos de Egipto, México y Suramérica, donde bloques individuales de piedra llegan a pesar doscientas toneladas.
El origen de muchas de estas estructuras resulta incierto: se desconoce cuándo fueron construidas, cuál fue la razón que motivó su construcción, y cómo y quién las realizó. Para su construcción fueron utilizadas avanzadas técnicas de ingeniería y los resultados demuestran una gran precisión en el cálculo de las alineaciones astronómicas. Se cree que algunas avenidas de megalitos de Carnac se usaron como observatorio desde el que contemplar la Luna, de la misma forma que el círculo de piedra de Callanish parece orientarse deliberadamente para llamar la atención sobre un oscuro fenómeno lunar conocido por los astrónomos como el extremo sur de la mayor parada lunar, un acontecimiento que sucede únicamente una vez cada diecinueve años. Además, uno de los ejes principales que cruza Callanish está en línea con el punto por donde sale y se pone el sol en los equinoccios de primavera y otoño. Por contraste, el eje principal del mundialmente famoso círculo de Stonehenge, situado en el condado británico de Wiltshire, está firmemente orientado, a través del punto de mira conocido como heelstone (talón de piedra), hacia la salida del día del solsticio de verano (el punto más al norte del recorrido del Sol a lo largo del este) y el atardecer del solsticio de invierno (el punto más al sur de su recorrido por el oeste).
 
Graham Hancock
El espejo del paraíso, página 13
 
 
La primera mención de los druidas en los libros de historia aparece en la obra de Julio César La guerra de las Galias, escrita alrededor del año 50 a.C. La alusión es relativamente breve, no contiene más de mil palabras, pero en ella el general romano nos ofrece pistas muy importantes sobre cuáles eran las creencias de esa orden religiosa: En particular, desean inculcar la idea de que las almas no mueren, sino que pasan de un cuerpo a otro después de la muerte… También mantienen largas discusiones referidas a las estrellas y sus movimientos, la magnitud del mundo y de la Tierra, la naturaleza de las cosas
 
Graham Hancock
El espejo del paraíso, página 16
 
 
Los expertos no tienen ninguna duda acerca del gran interés que los druidas sentían por los números. Por alguna razón especial, veneraban el número setenta y dos, que, como ya explicaremos en capítulos posteriores, se deriva de observaciones astronómicas. Dicho número aparece a lo largo de toda la tradición de los druidas: incluso se necesitan 72 trazos para escribir los 22 caracteres del alfabeto ogham, usado por los sacerdotes para los comunicados más secretos. La escritura ogham también posee un código propio. Tal y como muestra el poeta Robert Graves en La diosa blanca, su completo estudio sobre los mitos célticos, «la proporción de todas las letras del alfabeto en relación con las vocales es de 22 a 7… que no es más que la fórmula matemática, antes secreta, que relaciona el área de un círculo con su diámetro». Actualmente, resulta fácil calcular el área de un círculo sin más ayuda que una pequeña calculadora: sólo tenemos que multiplicar su diámetro por el número pi, cuyo valor es 3,141 592… Si nos quedamos con sólo dos decimales podemos observar que la cifra resultante es la misma que se obtiene al dividir 22 entre 7 (3,142 857). Por lo tanto, cobra aún más fuerza la idea de que los druidas tenían abundantes conocimientos de matemáticas y geometría. Y, sin embargo, sigue siendo sólo una intuición; la verdad es que nada se sabe de los orígenes de esas gentes, ni siquiera cuánto tiempo llevaban existiendo antes de la mención que César hizo de ellos. Es más, aunque se les asocia con los celtas que entraron en Bretaña alrededor del año 600 a.C., hay quien sugiere que esta carismática orden podría haberse establecido en las islas británicas siglos, e incluso milenios, antes de la llegada de éstos. Debería verse a los druidas como a los herederos de las antiguas y genuinas tradiciones de Stonehenge, los encargados de honrarlas y preservarlas.
 
Graham Hancock
El espejo del paraíso, página 16
 
 
No hay duda de que existe una estrecha relación entre las pirámides de Gizeh, el monumento egipcio más conocido, y la época que va desde el 2600 al 2300 a.C., las mismas fechas de la construcción de Stonehenge. Se aprecian en ellas las mismas preocupaciones geométricas y astronómicas que aparecen en los megalitos, ligadas a la misma búsqueda de la inmortalidad (y con frecuencia al número 72). Y no sólo en Egipto sino también en una gran cantidad de culturas que dan la vuelta al globo y se remontan al pasado más remoto.
 
Graham Hancock
El espejo del paraíso, página 18
 
 
El proyecto común de todas esas culturas era desvelar los misterios del alma a través de la inteligencia y la intuición; exactamente igual que los druidas si nos fiamos del texto de César.
 
Se creía que esos monumentos eran la puerta de entrada a los reinos de la otra vida, tanto al cielo como al averno, y se asumía que quienes cruzaban ese umbral podían elegir cuál sería su destino último. En México, eligieron el infierno.
 
Graham Hancock
El espejo del paraíso, página 18-19
 
 
Era costumbre de los templos preservar las calaveras de las víctimas de los sacrificios en unos estantes especialmente diseñados para ello llamados tzompantli, «en edificios construidos para ese propósito». En uno de esos edificios, los soldados de Cortés contaron un total de ciento treinta y seis mil cráneos, «dispuestos para producir el más horrible de los efectos
 
Graham Hancock
El espejo del paraíso, página 27
 
 
En 1956, Laurette Sejourne, basándose en las abundantes fuentes etnográficas y el material religioso reunido por Sahagún, formuló una apreciable teoría acerca de los aztecas. Argüía que todo su culto al sacrificio humano provenía de un grotesco malentendido que distorsionaba un antiguo sistema de iniciación puramente espiritual vinculado con la búsqueda de la inmortalidad. Las horripilantes torturas físicas de los sacrificios aztecas —⁠desollar a las víctimas, arrancarles el corazón, quemarlos vivos, etc.— eran en su origen simples metáforas que pretendían explicar procesos espirituales que los iniciados debían superar. Por ejemplo, el hecho de desollarlos hacía referencia a las disciplinas que capacitaban al iniciado a quedar libre de sus ataduras espirituales; el corazón simbolizaba el alma, que debía ser amputada del cuerpo en el momento de la muerte y liberada en la tierra de la luz (representada naturalmente por el Sol); la hoguera era el fuego de la renovación del que surgiría el espíritu eterno, elevándose como un ave Fénix de las cenizas de su existencia anterior, tras abandonar la gastada envoltura física de una vida para renacer en otra. Si tomamos en cuenta tales metáforas, nos resulta más fácil comprender por qué los verdugos aztecas describían la terrible situación de la víctima como «el destino del ser humano». La renuncia por parte de la víctima a todas las cosas hermosas que poseía, que culminaba con la rotura de las flautas con las que había tocado bellas melodías, era una metáfora que pretendía simbolizar una de las últimas verdades aprendidas por los iniciados: en el momento de la muerte, el alma debe abandonar todas las pertenencias del mundo material.
 
Graham Hancock
El espejo del paraíso, página 28
 
 
Un fragmento de una antigua enseñanza en el idioma nahuatl hablado por los aztecas, transcrito por Sahagún en el siglo XVI, encierra esta verdad: Mi bien amado y dulce hijo… debes saber y entender que tu casa ya no está aquí… La casa donde naciste, [es decir, el cuerpo físico] no es más que un nido, una posada a la que has llegado para entrar en este mundo; aquí has brotado y florecido… tu verdadera casa es otra. De la misma forma, leemos: Llega el nacimiento, la vida viene a la Tierra. Durante un tiempo nos es prestada la gloria de aquél por quien todo vive. Llega el nacimiento, la vida viene a la Tierra. Sejourne defiende que el sistema de pensamiento originario de tan profundas ideas ya habría estado presente en el valle de México durante un periodo de tiempo desconocido que podría remontarse a miles de años antes de que los aztecas lo descubrieran. Ellos sólo fueron la tribu más feroz de entre todos los pueblos migratorios que compartieron el idioma nahuatl, conocidos como los chichimecas (una palabra que significa «bárbaros»), llegados a América Central procedentes del norte durante los siglos XIII y XII a.C. La carencia de una cultura propia les hizo apropiarse de los restos de la gran civilización mexicana que ellos habían aplastado, asimilando sus conocimientos de astronomía, agricultura, ingeniería y arquitectura, e incorporando algunos aspectos de su parafernalia religiosa. Se sintieron poderosamente atraídos por el color y el drama que caracterizaban a los rituales de iniciación y se dedicaron a copiarlos íntegramente. La tragedia fue que no entendieron —⁠o no quisieron entender⁠— que los rituales eran dramas metafóricos que debían representarse de forma meramente simbólica. Los tomaron al pie de la letra, con terroríficas consecuencias.
 
Graham Hancock
El espejo del paraíso, página 28
 
 
Los aztecas creían que su tribu había nacido de las cuevas en forma de útero formadas en el corazón de la montaña; que Aztlán, su hogar primitivo, se hallaba en una isla, de la que el dios Huitzilpochtli les había ordenado partir con la siguiente profecía: «Iréis a conquistar las cuatro esquinas del mundo, ganaréis y las someteréis… esto os costará sudor, trabajo y sangre pura[61]». El dios también predijo que algún día hallarían un águila apoyada en los espinos de un cactus que brotaba de una roca. Sólo en ese lugar debían edificar la capital de su imperio. Como los nazis seducidos por Hitler, los aztecas se dispusieron a llevar a cabo la visión de Huitzilpochtli y expulsaron con facilidad a cuantos vivían en el valle de México, usando la guerra de forma sistemática para debilitar y dominar a las otras tribus chichimecas. A principios del siglo XIV, en los pantanos del lago Texcoco, fue vista una roca de la que brotaba un cactus con un águila apoyada entre sus espinos y, cumpliendo los designios de la profecía, se iniciaron allí las obras de la ciudad de Tenochtitlán, que se convertiría en la capital del imperio azteca a partir del 1325 a.C.
 
(…)
 
Toda persona interesada en descubrir la identidad de estos «primeros hombres», y en qué época floreció su civilización, tropezará enseguida con enormes problemas que le impiden desvelar la historia de América Central anterior al periodo de la expansión azteca. Lo cierto es que, más allá del 1000 a.C., apenas hay rastro de esa historia. En consecuencia, los expertos actuales ignoran cuáles fueron los orígenes de las tres civilizaciones anteriores que se han identificado en la región: los olmecas, que supuestamente florecieron a lo largo de la costa de México desde el 1500 a.C. hasta la época de Cristo; los mayas, que coexistieron con los anteriores y cuyos descendientes aún se mantienen en la América Central actual; y la civilización que construyó el imponente dominio sagrado de Teotihuacán hace casi 2000 años. Laurette Sejourne, que llevó a cabo completas excavaciones en este último lugar, señaló en 1956: «Los orígenes de esta compleja cultura son un absoluto enigma».
 
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El espejo del paraíso, página 31
 
 
Sejourne concede una gran importancia al hecho de que el dios cuyo sacrificio da lugar al nacimiento del quinto Sol sea:
 
…  el que está lleno de costras, aquél cuyo cuerpo se desintegra; aquel que, una vez completada la tarea de reconciliar a los opuestos, ha empezado a separarse de una esencia fragmentada… Este relato, con todos sus detalles rituales y fórmulas secretas, parece constituirse como modelo para el juicio final en el proceso de Iniciación, el que conducirá a la vida eterna a través de la muerte.
 
Graham Hancock
El espejo del paraíso, página 33
 
 
Los mexicanos creían que los muertos debían superar siete tremendas y difíciles experiencias en la tierra del Misterio, siendo la última el juicio final ante la aterradora presencia del dios de la muerte. También se decía que fue el propio Quetzalcóatl quien abrió el camino para el triunfo a los futuros visitantes del otro mundo, trayendo de él los huesos de los antepasados que yacían escondidos y devolviéndolos a la vida, una función prácticamente idéntica a la que los antiguos egipcios atribuían a su poderoso dios Osiris, el señor de la resurrección y el renacimiento. Al igual que los egipcios, los habitantes de Centroamérica situaban esa otra vida en una zona del cielo por la que cruzaba la Vía Láctea. Otra curiosa similitud es que ambos pueblos parecen haber creído que las puertas del reino de la otra vida se abrían «durante el momento en que el brillo rojizo del crepúsculo precede a la oscuridad». Lo que resulta más asombroso es la importancia que ambos sistemas de iniciación concedían a la astronomía, en particular al conocimiento esotérico de los ciclos celestes; su aspiración era vivir entre las estrellas para siempre. Por esta razón, cuando se pedía a los sabios aztecas que explicaran el significado de la muerte, éstos respondían que «no morían, sino que despertaban de un sueño que habían vivido… y volvían a ser dioses o espíritus… Decían, también, que algunos se transformaban en Sol y otros en Luna». Esta apoteosis era la culminación de los iniciados en el sendero de Quetzalcóatl, «aquel que conoce el misterio de todos los encantamientos», de quien los mitos dijeron: «por encima de todo, enseñó al hombre la ciencia, mostrándole la forma de medir el tiempo y estudiar los movimientos de las estrellas
 
Graham Hancock
El espejo del paraíso, página 41
 
 
Imitación celeste
 
Con este fondo ideológico, no es extraño que la ciudad sagrada de Teotihuacán, con las pirámides dedicadas a Quetzalcóatl, al Sol y a la Luna, muestre un complejo diseño astronómico que constituye una intrincada conexión con los cielos. Hemos visto que el eje principal de la ciudad, la calle de los Muertos, está desviado deliberadamente 15 grados y 30 minutos hacia el este y el oeste del eje norte-sur. La explicación de esta desviación no debe hallarse en la propia calle de los Muertos, sino en la estructura dominante de Teotihuacán, la pirámide del Sol, cuya cara oeste está orientada 15 grados y 30 minutos al norte del oeste, y su cara este 15 grados y 30 minutos al sur del este. La trayectoria de la calle de los Muertos, en otras palabras, está determinada por la orientación de la cara oeste de la pirámide del Sol. Esta orientación no se produjo al azar. Señala el punto exacto del horizonte donde se pone el Sol en dos fechas astronómicamente significativas: el 19 de mayo y el 25 de julio, los únicos dos días del año en que el Sol del mediodía cruza verticalmente por encima del cénit en la latitud de Teotihuacán (19,5 grados al norte del ecuador). También se ha identificado en Teotihuacán una fuerte alineación con el lugar donde se encuentra el grupo de las Pléyades en la constelación de Tauro (y su ubicación alrededor del año 150 d.C., una época que concuerda con la arqueología del lugar). En esa época, durante el primero de los dos días anuales de tránsito por el zenit, las simulaciones realizadas por ordenador nos revelan que las Pléyades habrían realizado lo que los astrónomos llaman una elevación helicoidal, es decir, que habrían sido visibles en el este, sobre los rosados cielos que anteceden al crepúsculo. Para los antiguos mayas de América Central, de quienes se sabe que mantuvieron contactos regulares y prolongados con Teotihuacán cuando ésta estaba en el momento cumbre de su poder, la Vía Láctea era un elemento celeste particularmente importante. La concebían como la ruta que les conduciría a su propio más allá, Xibalba, que, como creían otros pueblos centroamericanos, estaba situado en el cielo. Stansbury Hagar, secretario del Departamento de Etnología del Instituto Brooklyn para las Artes y las Ciencias, enterado de esta cosmología, emprendió un extenso estudio arqueoastronómico en Teotihuacán. La ponencia académica, publicada alrededor de 1920, presentaba pruebas irrefutables que sugerían que la calle de los Muertos de Teotihuacán —⁠también conocida según otras tradiciones como el camino de las Estrellas⁠— podría haber sido un intento de representar la Vía Láctea, sirviendo así de sendero simbólico, por el que «los espíritus pasaban, comunicando la Tierra con el reino de las almas que se hallaba entre las estrellas». En el núcleo de esta idea provocadora observamos la concepción de. la Tierra como un espejo del cielo; en otras palabras, las obras arquitectónicas se construían abajo, en la Tierra, con el fin de imitar rasgos de arriba, específicamente celestes, y de alinearse con acontecimientos trascendentes que ocurrían en los cielos. Como veremos en capítulos posteriores, las tres grandes pirámides y el altiplano de la Esfinge de Gizeh en Egipto se dispusieron de acuerdo con un plan similar que, además, las relacionaba con el río Nilo, considerado como la representación terrestre de la Vía Láctea. Es probable que sea una coincidencia que precisamente el mismo sistema de ideas se encuentre en Teotihuacán, donde, de acuerdo con Hagar, «se reproducía en la Tierra una copia del mundo celestial donde habitaban los dioses y los espíritus de los muertos».
 
Graham Hancock
El espejo del paraíso, página 42
 
 
Las simulaciones por ordenador de los efectos de la oscilación precesional del eje de la Tierra sobre las posiciones de las estrellas demuestran que la fecha dada por Gurshtein puede calificarse de conservadora. Si su razonamiento es correcto debería ser tomada como la fecha más reciente posible de ese proceso de denominación: la constelación de Géminis ya había dejado entonces de albergar al Sol en el equinoccio de primavera, siendo inexorablemente substituida por su vecina Tauro, como resultado de la precesión. En el mismo periodo, en el solsticio de verano, Virgo cedía a Leo su puesto de constelación predominante, Sagitario era sustituido por Escorpio en el equinoccio de otoño, y Piscis por Acuario en el solsticio de invierno. En cambio, si retrocedemos 1600 años, hasta el 6000 a.C., hallamos que el Sol acaba de iniciar su viaje precesional saliendo de Géminis en el equinoccio de primavera, y por lo tanto de Virgo en el solsticio de verano, Sagitario en el equinoccio de otoño, y Piscis en el solsticio de invierno. La mayor implicación del argumento de Gurshtein es que estas constelaciones podrían haber sido reconocidas —⁠tal y como lo son actualmente⁠— en el 6000 a.C. como mínimo. Por ello, si está en lo cierto, el Zodíaco no es un invento de los griegos y de los babilonios, sino que éstos lo heredaron de una fuente anterior que, teóricamente, también habría podido ejercer su influencia sobre muchas otras culturas.
 
Graham Hancock
El espejo del paraíso, página 11
 
 
Todos los templos importantes de Utatlán «estaban orientados en función de la colocación helicoidal de las estrellas de Orión».
 
Graham Hancock
El espejo del paraíso, página 55
 
 
José Fernández y Robert Cormack, que «el asentamiento del núcleo de la ciudad de Utatlán» fue dispuesto «de acuerdo con un esquema celestial que refleja la forma de la constelación de Orión.
 
Graham Hancock
El espejo del paraíso, página 55
 
 
La Vía Láctea, en cuyo recorrido surge Orión, «era considerada un sendero celeste que conectaba el ombligo del firmamento con el centro del mundo inferior».
 
Graham Hancock
El espejo del paraíso, página 55
 
 
Es importante recordar el hecho, conocido por todos los estudiosos, de que hay una gran relación entre Orión y las creencias de renacimiento de los mayas; describen la constelación nada menos que como la localización del «lugar de la creación». Las tres estrellas de su cinturón son descritas en el Popol Vuh como tres piedras colocadas en el «fuego de la creación» o como la «tortuga del renacimiento», y existen escenas en el Códice de Madrid en las que el árbol del dios Milpa, símbolo del eje cósmico, resucita, saliendo del caparazón de una tortuga. Como ya veremos en la tercera parte, podemos hallar imágenes casi idénticas en los relieves de Angkor Vat en Camboya, donde se nos representa al dios Visnú encarnado en tortuga cargando sobre la espalda el eje del mundo, representado por el monte Mandera, mientras «agita el océano Lácteo» para producir el elixir de la inmortalidad. Mientras tanto, en Egipto, como veremos en la segunda parte, la constelación de Orión era considerada la imagen celeste de Osiris, el dios del renacimiento, y las tres estrellas del cinturón de Orión fueron el modelo celeste de las grandes pirámides de Gizeh, en un emplazamiento del que se creía que era «el lugar de la creación». En la tumba de Senmut situada en el Alto Egipto, se coloca a la constelación de Orión, fácilmente identificable por las tres estrellas del cinturón, en próxima yuxtaposición a las figuras de las dos tortugas asociadas por los mayas tanto con Orión como con el concepto de renacimiento. Y en un mural del templo de la Cruz Foliada situado en Palenque, en la provincia mexicana de Chiapas, vemos que la representación de la Vía Láctea es una milpa que se eleva desde «el lugar de la creación cercano a Orión». La Vía Láctea queda flanqueada por dos figuras: el espíritu del caballero Pacal, el fallecido dirigente de Palenque, y su hijo y sucesor Chan-Bahlum, quienes son mostrados comunicándose psíquicamente. Cuando el padre asciende a los cielos, el hijo se transforma de «aparente sucesor a rey». Al mismo tiempo, se entiende que los actos y ritos llevados a cabo por el hijo son esenciales para que se produzca el esperado renacimiento del padre entre las estrellas. En realidad, una de las enseñanzas centrales que se desprende del mural es que el padre es, de algún modo, engendrado por el hijo, una enseñanza que ha sido descrita por David Freidel, Linda Schele y Joy Parker como «el gran misterio central de la religión maya
 
Graham Hancock
El espejo del paraíso, página 55
 
 
Resulta extremadamente curioso que un misterio idéntico subyazca a las antiguas creencias del culto egipcio al renacimiento, en el que Osiris juega el papel del padre y Horus el de su hijo. Tanto en Egipto como entre los mayas, el contexto estelar implica a Orión y a la Vía Láctea. Tanto en Egipto como en México, los muertos deben emprender el viaje al más allá; en ambas culturas, las enseñanzas religiosas afirman que la vida es la oportunidad que tenemos de prepararnos para este viaje, una oportunidad que nunca deberíamos desperdiciar.
 
Graham Hancock
El espejo del paraíso, página 57
 
 
Sin precedentes Tales correspondencias nos hacen sospechar que las líneas básicas del antiguo ritual del renacimiento, envueltas en sofisticadas observaciones astronómicas y procedentes de un sistema cosmológico de alcance mundial que también dejó su huella en Egipto y en el sudeste asiático, están esparcidas y fragmentadas por todo México. Este sistema, que enseñaba la dualidad y la correspondencia entre el cielo y la tierra, entre la materia y el espíritu, obligaba al iniciado a deshacerse de las ataduras que le ligaban al mundo de los sentidos (forzándolo a soltar las flautas rotas), y a ascender hacia los reinos celestiales mediante el sacrificio de uno mismo y la búsqueda del conocimiento. No existe la menor duda de que estas creencias se profesaban en todas las civilizaciones primitivas de Centroamérica. El problema radica en que los estudiosos carecen de informaciones que confirmen cuál fue su origen. Simplemente están allí, completamente elaboradas desde el inicio de los mayas, completamente elaboradas desde el inicio de Teotihuacán. No hay precedentes, no sólo en sus dimensiones espirituales y cosmológicas, sino en aspectos tan prácticos como puede ser el extenso e impresionante trazado de la ciudad de Teotihuacán.
 
Graham Hancock
El espejo del paraíso, página 57
 
 
Tampoco se han hallado precedentes que justifiquen las profundas creencias espirituales de los mayas, ni los asombrosos logros de su arquitectura, ni los inmensos conocimientos de astronomía que poseían. Es más, la sorprendente precisión de su calendario, descrito por el historiador científico Otto Neugebauer como «uno de los inventos más fértiles de la humanidad», resulta aún más difícil de explicar. Se trata del calendario que ofrece los detalles más ricos acerca del vasto esquema de las épocas del mundo; en él, nuestra era aparece como el quinto Sol. Es una tarea que revela una enorme complejidad e incorpora un cálculo de la longitud del año solar más ajustado que el moderno calendario gregoriano, además de un cálculo exacto del periodo de la órbita de la Luna alrededor de la Tierra y de la revolución del sínodo de Venus. Sin embargo, y al contrario de otros inventos mayas, no podemos afirmar que este calendario carezca totalmente de precedentes. Al contrario, algunas inscripciones aceptadas por los expertos nos dicen que el uso de ese mismo sistema estaba en vigor precisamente en la época de los olmecas, civilización que forjó la llamada «cultura madre» de América Central. El único problema radica, una vez más, en que no disponemos de información sólida acerca del origen de los olmecas. Incluso su nombre es artificial, puesto por los arqueólogos, quienes admiten libremente que la fase protolmeca sigue siendo un enigma: «No se sabe en qué momento, o en qué lugar, la cultura olmeca tomó forma distintiva». De manera alarmante, todo lo que nos une con estos pueblos lejanos son unos centenares de extraordinarias construcciones de piedra que ellos realizaron deliberadamente con el fin de perdurar en el tiempo.
 
Graham Hancock
El espejo del paraíso, página 58
 
 
Estas huérfanas obras de arte incluyen las primeras representaciones de la serpiente emplumada. Quetzalcóatl aparece envolviendo la figura de un hombre, recordando el hecho de que en el simbolismo nahuatl «la serpiente con plumas es… la señal del origen celeste del hombre». La presencia de la serpiente emplumada entre los restos olmecas nos dice que el culto al renacimiento y renovación espiritual de Quetzalcóatl se practicaba ya en Centroamérica con toda su simbología al menos en el 1500 a.C., la supuesta fecha de origen de la civilización olmeca.
 
Graham Hancock
El espejo del paraíso, página 60
 
 
Desde sus inicios en La Venta, la arquitectura asociada a ese culto incluyó la existencia de pirámides, consideradas siempre como «puertas al otro mundo». y conectadas a «lo que rige el cielo y la tierra». Alrededor del 2500 a.C.,
 
Graham Hancock
El espejo del paraíso, página 61
 
 
Un culto con idénticos puntos de vista florecía en Egipto en un lugar llamado Rostau, «la entrada hacia el otro mundo», en los sagrados dominios de la Gran Pirámide.
 
Graham Hancock
El espejo del paraíso, página 11
 
 
¿Es la Gran Pirámide un modelo matemático del hemisferio norte de la Tierra construido deliberadamente a partir de una escala derivada del movimiento característico de la Tierra, es decir, de la precesión de su eje? La mayoría de los historiadores convencionales no quieren malgastar el tiempo considerando las características astronómicas y geodésicas de la pirámide ni de ningún otro monumento antiguo; una actitud que podría proceder de una visión ortodoxa del pasado que nos lleva a considerar a nuestros antepasados remotos como seres enormemente estúpidos, incapaces de haber realizado precisas observaciones astronómicas y geodésicas. Es más, como señaló el escritor John Michel, es sólo la naturaleza humana lo que hace que los académicos respetados busquen proteger su territorio, prefiriendo obstinadamente «la imagen que ya se han formado de la antigüedad primitiva a considerar cualquier hecho que pueda distorsionarla». Los efectos astronómicos de la precesión y la velocidad a la que se s producen, fueron oficialmente descubiertos por el astrónomo griego Hiparco alrededor del año 100 a.C. Hasta ese momento, la humanidad los había ignorado por completo. Esta opinión, aún presente en enciclopedias y libros de texto, parece difícilmente aceptable a la luz del creciente número de evidencias que prueban las observaciones de las constelaciones realizadas durante la Edad de la Piedra, a las que ya hemos hecho referencia en el capítulo anterior. Dichas pruebas, anómalas desde un punto de vista histórico, fueron tomadas en serio por primera vez por la doctora Hertha von Dechend, de la Universidad de Frankfurt, y más tarde por Giorgio de Santillana, catedrático de Historia de la Ciencia del Instituto Tecnológico de Massachusetts. En su extenso estudio Hamlet’s Mill, publicado en 1969, ambos autores defienden que ya existía en el mundo un cuerpo consistente de conocimientos astronómicos al menos «6000 años antes de Virgilio» (es decir, alrededor del 6000 a.C.) y que esta tradición se basaba en convenciones mitológicas, precisas, peculiares y ampliamente extendidas, cuyo fin, tal y como demuestran los cálculos astronómicos posteriores, era describir los acontecimientos celestes que sucedían en esa época. La evidente madurez de esas convenciones, incluso en fechas tan tempranas, confundió a Santillana y a Von Dechend, quienes, al final, y bastante inseguros al respecto, atribuyeron los orígenes de esa tradición astronómica a «una increíble civilización anterior» que «se atrevió por primera vez a entender el mundo como algo creado de acuerdo con el número, la medida y el peso». Los dos académicos afirmaron después que esta cultura perdida parecía haber ejercido una profunda influencia sobre culturas posteriores, en lugares tan lejanos como Egipto, India, Grecia y México. De alguna forma, antes de que se iniciaran los orígenes conocidos de la historia, evolucionó una «metafísica despiadada: una teoría cosmológica de un alcance prodigioso, que dilataba la mente más allá de los límites de lo soportable, aunque sin eliminar el papel que desempeñaba el hombre en el cosmos». Entre las pruebas más convincentes que apoyan la existencia de esta cultura perdida encontramos el uso que se hace de valores precisos relacionados con la precesión, en forma de números específicos en las tradiciones más antiguas del género humano. Los valores dados y los símbolos que se utilizan son tan coherentes que los autores se ven obligados a reconocer la existencia de vestigios de una ciencia perdida, una tradición de conocimientos que posee su propio código técnico; una «gran construcción, de alcance mundial», cuyos restos «ya habían quedado sepultados por el polvo cuando los griegos entraron en escena».
 
Graham Hancock
El espejo del paraíso, página 63
 
 
Son necesarios 36 años para que el punto vernal (término técnico que designa la guarida del Sol frente al fondo de las estrellas en el equinoccio de primavera) se mueva medio grado por la banda del Zodíaco, y 72 años para completar el movimiento de un grado. Puesto que la luz del Sol oculta totalmente las estrellas durante el día, los antiguos astrónomos sólo podían llevar a cabo este tipo de observaciones durante la hora que precede al amanecer, mirando hacia el este, cuando es posible distinguir las estrellas que envuelven la salida del Sol. En términos observacionales, el movimiento de un grado que genera la precesión cada 72 años —⁠una vida humana completa⁠— resulta difícilmente perceptible, ya que su grosor equivale a la anchura de un dedo alzado hacia el horizonte. Resultaría imposible obviar un cambio de 30 grados —⁠a través de una constelación zodiacal⁠— pero harían falta muchas generaciones de observadores para anotar y registrar todos los resultados (30 grados a 72 años por grado nos da un total de 2160 años). Un desplazamiento de 60 grados, es decir a través de dos constelaciones zodiacales, requiere 4320 años (2160 × 2 = 4320), lo que nos lleva a considerar que el movimiento de 360 grados (recorriendo todas las constelaciones del Zodíaco) implicaría un total de 25 920 años. Éstos son los ingredientes básicos de un código numérico al que podríamos llamar código precesional, cuya presencia en antiguos mitos y en construcciones sagradas por todo el mundo fue demostrada por Santillana y Von Dechend a lo largo de cientos de páginas de pruebas rigurosamente documentadas. Como otros sistemas numéricos de índole esotérica, este código permite mover puntos decimales a voluntad, a la derecha o a la izquierda, dando lugar a la utilización de casi todas las combinaciones, permutaciones, multiplicaciones, divisiones y fracciones concebibles de ciertos números esenciales (todos los relacionados, de forma muy precisa, con el grado de precesión de los equinoccios).
 
Graham Hancock
El espejo del paraíso, página 65
 
 
El número que rige este código es el 72. A éste se le añadía con frecuencia el 36, dando como resultado 108, y se permitía dividir este último por dos para obtener el 54, que a su vez podía ser multiplicado por 10 y expresado como 540 (o como 54 000, 540 000, 5.400 000, etc.). Otra cifra significativa es 2160 (el número de años que son necesarios para que el punto vernal recorra una constelación zodiacal completa); dividida por 10 daba 216, y multiplicada por factores de 10, 216 000, 2.160 000, etc. El número 216 se multiplicaba a veces también por 2 para conseguir el 4320 (o 43 200, 432 000, 4.320 000, etc.).
 
Graham Hancock
El espejo del paraíso, página 66
 
 
En opinión del astrónomo británico del siglo XIX, sir J. Norman Lockyer, no se trata de un fenómeno accidental; todos los templos principales del antiguo Egipto, «fuese cual fuera el objeto de su adoración o las ceremonias que se celebraran en ellos, fueron construidos sin ninguna duda para servir de observatorios astronómicos, los primeros que se conocen en la historia del mundo».
 
Graham Hancock
El espejo del paraíso, página 70
 
 
Como observa Norman Lockyer, el eje de Karnak debe ser entendido como un enorme «instrumento», casi como un telescopio diseñado para enfocar la luz y «llevarla a los extremos del templo, al interior del santuario, para que una vez al año… la luz penetre ininterrumpidamente por todo el templo». Lockyer se muestra rotundo al afirmar que la visión de un acontecimiento como éste se realizaba desde el nivel del suelo, «en el momento exacto de la salida del Sol»: el efecto resultante habría sido un «resplandor» en el santuario, visible al menos durante «un par de minutos». Tanto el razonamiento como las observaciones suenan bastante lógicos. De modo que, si Lockyer está en lo cierto, la fecha del resplandor en el santuario que indica el ciclo de oblicuidad pasa a ser el 11 700 a.C., tal y como F. S. Richards calculara en 1921.
 
Graham Hancock
El espejo del paraíso, página 72
 
 
Edfú
 
Durante sus 3000 años de historia, los antiguos egipcios honraron una tradición que afirmaba que ningún emplazamiento podía considerarse sagrado si no había sido construido sobre los restos de un lugar sagrado anterior. Es una tradición ricamente expresada en el gran templo de Horus —⁠la deidad solar cuyos padres místicos fueron los dioses estelares Isis (Sirio) y Osiris (Orión)⁠— que se alza sobre la orilla occidental del Nilo, en Edfú (Alto Egipto). Como se deduce del magnífico estado de conservación actual del edificio, el templo no es un lugar antiguo, al menos según los estándares egipcios, ya que la construcción de las estructuras centrales no dio comienzo hasta el año 237 a.C., prosiguiéndose esporádicamente hasta el 57 a.C. Sin embargo, los arqueólogos afirman que existen en Edfú restos de obras de ingeniería mucho más antiguas. Por ejemplo, los muros interiores y exteriores del recinto del templo datan del Imperio Antiguo (2575-2134 a.C.), y un muro posterior construido alrededor de la muralla exterior data del Primer Periodo Intermedio (2134-2040 a.C.). Existen restos de otras estructuras fechados en el Segundo Periodo Intermedio (1640-1532 a.C.), y en el Imperio Nuevo (1550-1070 a.C.). En resumen, la arqueología nos dice que Edfú se mantuvo y desarrolló como lugar sagrado por un periodo de más de 2000 años, desde el tercer milenio a.C. hasta el nacimiento de Cristo. Esta evidencia confirma la precisión esencial de una enorme «biblioteca» de información escrita que ha llegado hasta nosotros en forma de kilómetros de jeroglíficos tallados sobre los muros de piedra caliza que conforman el templo. Estos Textos de la construcción de Edfú describen el templo repetidas veces afirmando que se trata de la copia de un original anterior, más puro, y hablan de las etapas de construcción y reconstrucción que precedieron a la forma en que ha llegado hasta nuestros días. La divergencia entre los textos y los datos arqueológicos reside en el marco temporal que conciben, un marco temporal que se escapa de toda la historia conocida y nos hace regresar hasta una era olvidada, miles de años antes de que el primer faraón de la dinastía I ocupase el trono de Egipto. Como ha demostrado la doctora Eve Reymond, de la Universidad de Liverpool, se tenía la siguiente certeza: La estructura del histórico templo estaba determinada por una entidad preexistente de naturaleza mística… El templo es, en sentido estricto, la concreción de su antepasado… «realizado como aquel que constaba en los planos desde el principio». Los textos hablan del santuario del histórico templo de Edfú como del «gran asiento del dios en la Primera Ocasión» y mencionan una y otra vez escritos antiguos que aparentemente fueron usados como guía en la construcción del templo. Al parecer, estos documentos habían llegado a sus manos procedentes de la época legendaria que los antiguos egipcios conocían como la Primera Ocasión (también llamada la Primera Época —⁠Zep Tepi⁠—, la era Primitiva, la era de Osiris, la era de Horusetc.)., Fue una época remota en la que se creía que un grupo de seres divinos conocidos unas veces como los «siete sabios» y otras como «los dioses constructores» se estableció en Egipto y señaló algunos montículos sagrados a lo largo del curso del río Nilo. Esos montículos debían ser utilizados como base para futuros templos, marcando además cuál debía ser su orientación. De forma más específica, y los Textos de Edfú se muestran muy claros en este punto, se pretendía que el desarrollo de esos lugares diera lugar a «la resurrección del antiguo reino de los dioses», un mundo que había sido completamente destruido. Nos dicen que este dominio perdido, el «hogar de los primitivos», era «una isla, parcialmente cubierta de juncos, que se alzaba en la oscuridad entre la niebla del agua primitiva…». Nos dicen que «la creación del mundo empezó en esta isla, y fue aquí donde se fundaron las primeras mansiones de los dioses». Sin embargo, en un momento de esa era Primitiva, este bendito primer mundo fue sorprendido, repentina y brutalmente, por una gran inundación; la mayoría de sus divinos habitantes murió ahogada y las «mansiones de los dioses quedaron destruidas por la acción del agua
 
Graham Hancock
El espejo del paraíso, página 75
 
 
Actualmente nos parece extraño que alguien pueda creer en el renacimiento de un templo, o incluso de todo un mundo anterior, ya que nuestra civilización está habituada a pensar en el tiempo como una línea recta y no en forma cíclica. Sin embargo, en el antiguo Egipto, la imagen del tiempo como una serpiente enrollada que nunca dejaba de morderse su propia cola condicionaba todos los pensamientos acerca del pasado, el presente y el futuro. Por esta razón, la gente creía sin ninguna dificultad que cada una de las almas vivas y conscientes, y cada una de las épocas características de la Tierra, volverían a existir una y otra vez. Por ello, los propios templos eran considerados seres vivos, descendientes de un antepasado común, «un templo que una vez existió realmente», como afirma Reymond, «en el oscuro pasado del Egipto anterior a las dinastías». Y añade: La tradición de Edfú, y quizá también la de muchos otros templos, tomaba ese lejano templo como una obra realizada por los dioses, en la que se completó la creación de la Tierra. La idea de que ese templo lejano citado por Reymond fuera a su vez la copia de un arquetipo anterior resulta absolutamente coherente con el carácter cíclico del marco temporal que desvelan los Textos de Edfú. Según éstos, cuando los dioses iniciaron las obras de construcción, planearon edificarlo en un lugar que «se creía que había existido desde antes de la creación del mundo». El nombre de ese lugar era Duat-N-Ba, literalmente el «otro mundo del alma». Hay un detalle curioso que ha llegado hasta nosotros a través de los Textos de Edfú y nos indica cuál era su ubicación celeste, como ya demostraremos en el capítulo siguiente. Esta inscripción informa de que el templo no se diseñó en línea con ninguno de los puntos de salida o puesta del Sol sino que su «orientación yace desde Orión en el sur hasta la Osa Mayor en el norte». Una inscripción relacionada confirma esta idea diciéndonos que el templo fue construido de acuerdo con un plano «que cayó del cielo».
 
Graham Hancock
El espejo del paraíso, página 78
 
 
De acuerdo con Clemente de Alejandría (Stromata VI), había 42 libros de Tot, una cifra que sirve de curioso equilibrio con el examen de la primera verdad —⁠la valoración de las acciones⁠— realizado a través de las 42 confesiones negativas. Se creía que estos libros de la segunda verdad —⁠la valoración de las palabras⁠— estaban divididos en siete categorías, incluyendo entre las materias cosmografía y geografía, construcción de templos, historia del mundo, adoración de los dioses, medicina, el significado oculto de los jeroglíficos, además de tratados de astrología y astronomía que daban cuenta del «orden de las estrellas fijas; las posiciones del Sol, la Luna y los planetas; las conjunciones de las fases del Sol y la Luna, y las horas a las que sale el Sol[238]».
 
Graham Hancock
El espejo del paraíso, página 88
 
 
Innegablemente poderosas e incluso inquietantes, las ideas que aparecen en los textos funerarios y de renacimiento del antiguo Egipto han sido descritas por Stephen Quirke, director del Departamento de Antigüedades Egipcias del Museo Británico, como pertenecientes a: un mundo eterno… donde el esfuerzo por sobrevivir eternamente alcanza su mayor grado de conciencia. Los textos explican con todo detalle las frases exactas que permiten a una persona muerta convertirse en un ser eternamente rejuvenecido. Hoy en día, damos a esos textos antiguos el nombre de literatura funeraria, pero esta denominación técnica no logra hacerles justicia: son textos para transfigurar a los muertos, para transformar a los seres humanos en dioses inmortales. Quirke informa de que los propios egipcios a menudo se referían a los textos con el nombre de sajú: que son las oraciones que transformarán a una persona en un aj, un espíritu transfigurado, después de la muerte. La única alternativa era morir y permanecer mut, «muerto». Las concepciones opuestas de aj y mut equivalen directamente al contraste que existe en la tradición europea entre los bienaventurados y los condenados. Como en la tradición europea, el paraíso es entrevisto en términos de luz; la misma palabra aj pertenece a un grupo que comparte la idea de luz y resplandor: de ella se deriva la palabra egipcia que designa al horizonte, ajet, el hogar de la luz. Ante ambas alternativas, los egipcios concentraron todos sus recursos en asegurarse este resplandor eterno.
 
Graham Hancock
El espejo del paraíso, página 96
 
 
Una vista por encima del altiplano de Gizeh muestra que la Gran Pirámide y la segunda pirámide se extienden en una diagonal trazada 45 grados al sur y al oeste de la cara este de la primera. La tercera pirámide… queda ligeramente desplazada hacia el este. Este patrón imita al cielo, donde las tres estrellas del cinturón de Orión también están situadas a lo largo de una diagonal imperfecta. Las dos primeras estrellas (Al Nitak y Al Nilam) están en línea recta, al igual que las dos primeras pirámides, y la tercera estrella (Mintaka) queda algo más hacia el este, fuera del eje que une a las otras dos. Una vez observada, esta correlación visual resulta por sí misma obvia e impresionante. Existe una aportación adicional a este significado simbólico: la Vía Láctea, considerada por los egipcios como la réplica celeste del Nilo y mencionada en textos funerarios arcaicos con el nombre de «canal tortuoso». En la bóveda celeste, las estrellas del cinturón de Orión están al oeste de la Vía Láctea, como si observaran sus orillas; en el suelo, las pirámides se hallan ubicadas sobre la orilla occidental del Nilo. Enfrentado a esta simetría, y a esta compleja interrelación entre la estructura arquitectónica y las ideas religiosas, resulta difícil resistirse a la conclusión de que las pirámides de Gizeh representan un intento triunfal de reconstruir el cinturón de Orión en la Tierra.
 
Graham Hancock
El espejo del paraíso, página 107
 
 
 
Después de todo, los antiguos egipcios veían la constelación de Orión como la imagen celestial de Osiris, el señor del Duat. ¿No resulta lógico tomar como modelo los cinturones de estrellas de Orión/Osiris para lograr que las pirámides se parezcan al cielo? Quizá sea éste el significado de uno de los Textos de los sarcófagos cuando dice: «Soy el constructor y poseo el conocimiento… Soy parecido a Osiris, soy la imagen de Osiris».
 
Graham Hancock
El espejo del paraíso, página 108
 
 
¿Pero de cuándo data esa imagen de Osiris? Puesto que Osiris era Orión, Bauval razonó que la respuesta a esta pregunta debía esconderse en las estrellas; para ser exactos, en los lentos movimientos de las posiciones estelares producidos por la precesión del eje de la Tierra. Varios programas informáticos de astronomía, el Skyglobe y el Redshift entre otros, permiten a los investigadores simular los efectos de la precesión en todas las estrellas del cielo y contemplar esas estrellas desde cualquier punto de la superficie terrestre. Lo que Bauval descubrió de la constelación de Orión, vista desde Gizeh, es que las tres estrellas de su cinturón aparentan deslizarse de un lado al otro del meridiano durante el ciclo precesional, 13 000 años hacia «arriba» (es decir, ganando altitud sobre el horizonte durante el tránsito del meridiano) y 13 000 años hacia «abajo» (perdiendo altitud sobre el horizonte durante el tránsito del meridiano). El punto más bajo del ciclo ocurrió por última vez alrededor del 10 500 a.C. y su punto álgido se producirá de nuevo entre el 2000 y el 3000 de nuestra era.
 
Bauval también advirtió que el ciclo precesional no afecta únicamente a la altitud de esas tres estrellas: también su orientación sufre continuos cambios en relación con el meridiano, desplazándose de forma casi imperceptible, siglo a siglo, en la dirección de las agujas del reloj. Usando el Skyglobe como herramienta para hacer que las estrellas retrocedan y comparar lo que vio en los cielos con el patrón de las tres grandes pirámides en el suelo, Bauval descubrió que hubo sólo una época en la que cielo y tierra encajaran de manera exacta. Fue la época del 10 500 a.C., el punto más bajo, el principio —⁠efectivamente, la Primera Época⁠— del actual ciclo precesional de la constelación de Orión. Es en ese momento, y no en ningún otro, cuando el modelo terrestre de las pirámides parece haber replicado exactamente el patrón celeste de las tres estrellas del cinturón de Orión. Por supuesto, podría ser sólo pura coincidencia que la correlación con Orión —⁠aunque evidente y obvia en cualquier momento⁠— sea sólo perfecta durante la «Primera Época» astronómica, en el 10 500 a.C., pero, si esto es así, también deberíamos tomar como mera casualidad el hecho de que los antiguos egipcios se refieran a Osiris/Orión como el «dios de la Primera Época».
 
Graham Hancock
El espejo del paraíso, página 108
 
 
Del mismo modo que debe ser una coincidencia (¿y cuántas llevamos ya?) que una segunda y dramática correlación tierra-cielo suceda en Gizeh exactamente en el mismo momento. Como se recoge en la obra El guardián del Génesis, esta correlación implica a la Esfinge, cuya mirada se alinea con sorprendente exactitud con el este, en la dirección de la salida del Sol durante el equinoccio de primavera. Simulaciones con ordenador muestran que en el 10 500 a.C., la constelación de Leo albergaba al Sol en el equinoccio de primavera; es decir, en esa época, una hora antes del amanecer, Leo se habría reclinado hacia el este a lo largo del horizonte hasta el lugar por donde saldría el Sol. Esto significa que el cuerpo de león de la Esfinge, orientado directamente hacia el este, habría dirigido su mirada esa mañana hacia la única constelación que podría ser considerada de forma razonable como su réplica celestial.
 
Graham Hancock
El espejo del paraíso, página 110
 
 
La sensación de que cielo y tierra forman un todo aumenta una hora después: Leo se va elevando y, en el momento exacto en que el extremo superior del disco solar rasga el horizonte por el este, queda perfectamente en línea con la mirada de la Esfinge. El ordenador nos muestra que en ese preciso instante las tres estrellas del cinturón de Orión habrían estado situadas en el sur, llegando a su punto culminante en el meridiano, mostrando
 
Graham Hancock
El espejo del paraíso, página 111
 
 
Misterioso e inexplicable
 
Los egiptólogos consideran que la «obsesión del Imperio Antiguo por la inmortalidad en el cielo»—y la aparente creencia de que las pirámides desempeñaban un papel en dicha búsqueda no es más que una bobada, una especie de magia infantil impulsada por el ingenuo deseo de vivir para siempre. Este punto de vista concuerda con la extendida teoría histórica que afirma que los antiguos habitantes eran estúpidos y que a su vez apoya la creencia de que las pirámides de Gizeh con un peso total de quince millones de toneladas y una precisa alineación con las direcciones cardinales de cielo y tierra fueron construidas con el mero propósito de servir de tumbas a faraones megalómanos cuyo único deseo era proyectar sus propios egos en la eternidad. No negaremos que se trata de una posibilidad. Sin embargo, en el caso específico de las pirámides de Gizeh, existen pocas pruebas que la confirmen. Cuando los aventureros árabes del siglo IX abrieron esas supuestas cámaras mortuorias, las hallaron vacías; nunca se ha encontrado el menor resto de tumbas faraónicas en el interior. Además, no hay en ellas ninguna inscripción —⁠ni una sola palabra⁠— que nos explique por qué las construyeron o cómo se usaron. De la misma forma, las tesis de los expertos que las definen como las tumbas de los faraones de la dinastía IV —⁠Keops, Kefrén y Mikerinos⁠—, construidas a lo largo de un periodo de ochenta años, entre el 2551 y el 2472 a.C., no puede considerarse un hecho establecido sino una hipótesis sin confirmar. Felizmente, esas teorías no suponen nuestra única guía hacia la verdadera naturaleza de los rituales religiosos que se practicaron en las cercanías de dichos monumentos. La gran cantidad de información que se encuentra en los antiguos textos funerarios y de renacimiento resulta mucho más fiable. De ellos, los restos más antiguos que han sobrevivido hasta nosotros corresponden a los Textos de las pirámides, llamados así porque aparecieron inscritos dentro de las pirámides de Saqqara, construidas para los faraones de las dinastías V y VI entre los siglos XXIV y XXII a.C. ¿Dónde y cuándo se escribieron estos textos? No hay discusión acerca de las fechas de la inscripción, pero todos los expertos opinan que el contenido de los Textos de las pirámides sugiere que ya eran viejos en el momento de las dinastías V y VI. Es más, existen pruebas inconfundibles de que habían sido copiados de documentos previos que no han llegado hasta nosotros.
 
Graham Hancock
El espejo del paraíso, página 113
 
 
¿No resulta misterioso y casi inexplicable que en ese momento, cuando el hombre prehistórico se puso por primera vez «al alcance de nuestras voces», ya existiera en Egipto una organización estable que disponía de los conocimientos y la energía suficientes para construir los gigantescos monumentos de la necrópolis de Menfis, dando muestras de una perfecta alineación científica, que incluye (cualquiera que sea su función) a la Gran Esfinge y las pirámides de Gizeh, y para promulgar un cuerpo ideológico tan complejo y evolucionado como el encontrado en los Textos de las pirámides?
 
Graham Hancock
El espejo del paraíso, página 115
 
 
La historia de Horus es la historia de la resurrección de Osiris. Es la historia del camino que debe recorrer el iniciado para superar los juicios de la muerte, para «reunir sus huesos» y resurgir triunfalmente a la vida. Nos explica que el dios Osiris gobernó Egipto en la Primera Época de acuerdo con las reglas de la justicia cósmica. Asesinado en lo mejor de la vida por su envidioso hermano Set —⁠quien, según la tradición, lideró a setenta y dos conspiradores⁠— fue la magia de su hermana Isis la que le devolvió la vida material. Ésta adoptó la forma de una milana real y flotó sobre su falo, recibiendo así la semilla de Osiris y concibiendo a Horus. Éste se hizo adulto y logró vengarse de Set, subyugándole y restableciendo el reino terrenal de su padre. Sus acciones tuvieron el poder de devolver a su padre la vida espiritual en los cielos, donde Osiris resucitó convertido en el señor del Duat, encargado desde entonces y para toda la eternidad de presidir los juicios a las almas de los muertos. Este mito, muy parecido a las tradiciones centroamericanas relativas a Quetzalcóatl, estableció la base para el gobierno de los faraones, dioses y reyes a la vez del antiguo Egipto. Mientras vivía, el faraón era conocido como el rey Horus pero su aspiración era ascender a los cielos y unirse con Osiris después de la muerte; en realidad, su deseo era convertirse literalmente en un Osiris. En otras palabras, cada faraón se identificaba en vida directamente con el dios Horus y en la muerte con el dios Osiris, y también, en todo momento (por muy confuso que pueda parecemos), con Ra, el Sol, de quien los Textos de las pirámides afirman: «Horus ha provocado que acojas bajo tus brazos a todos los dioses». Resulta lógico asumir que la enseñanza de tales doctrinas habría venido de la mano de un grupo conocido como los seguidores de Horus establecido en Heliópolis, emplazamiento de la piedra Benben, barra de apoyo del pájaro Bennu, el primer dominio sagrado del antiguo Egipto donde, según la opinión unánime de los expertos, fueron recopiladas las más antiguas recensiones de los Textos de las pirámides que han sobrevivido hasta nosotros. Idénticos en todo excepto en el nombre a los sabios y los dioses constructores citados en los Textos de Edfú, se decía que los seguidores de Horus llevaban consigo el conocimiento de los orígenes divinos de Egipto y del divino propósito de esa tierra, «que una vez fue sagrada y solitaria, en la que los dioses, como recompensa a su devoción, se dignaron a permanecer en la Tierra». Además, hace poco que ha sido descubierto que dentro del término Shemsu Hor, la palabra Shemsu —⁠«seguidores»⁠— no debe ser entendida con el significado de compañeros o discípulos, sino como seguidores de Horus en sentido literal, «aquellos que siguen el sendero de Horus», es decir, el camino de Horus, también conocido como el camino del Sol o los senderos de Ra. Tal vez sea por causa de sus celebrados conocimientos acerca de este sendero especial de los cielos, o porque eran maestros capaces de transmitir a otros es
 
Graham Hancock
El espejo del paraíso, página 124
 
 
El sendero del renacimiento Los astrónomos modernos hablan a menudo del sendero de Ra, también conocido como trayectoria del Sol o, usando términos más técnicos, la Eclíptica. Se la define como «la extensión dentro de la esfera celeste del plano de revolución de la Tierra alrededor del Sol… En la medida en que concierne a los observadores terrestres, este círculo traza el movimiento anual del Sol en el cielo en relación con las estrellas lejanas». El Penguin Dictionary of Astronomy añade: Desde el punto de vista de un observador en la Tierra, el movimiento orbital relativo de la Tierra y el Sol produce la impresión de que el Sol viaja alrededor de la Tierra una vez al año. La trayectoria del Sol en la esfera celeste traza el plano eclíptico y a menudo se refleja como tal en las cartas astrales. Existe, por lo tanto, reconocida y etiquetada científicamente, una verdadera trayectoria del Sol: un camino circular que se extiende entre las estrellas y realiza un ciclo completo en 365 días y un cuarto aproximadamente, lo que dura el año solar. En base a ello, recientemente se ha considerado la posibilidad de que al nombrarse a sí mismos «seguidores de los caminos de Ra» (o del «camino del Sol»), los Shemsu Hor nos estuvieran dando una pista de sus verdaderos intereses, la posibilidad de rastrear a largo plazo los acontecimientos astronómicos que se producen a lo largo de ese trayecto. Si hubieran registrado anotaciones durante un periodo de tiempo suficientemente largo, esos «sacerdotes astrónomos» habrían logrado observar los efectos de la precesión; en particular, habrían advertido la rotación gradual de las doce constelaciones del Zodíaco sobre el fondo por donde sale el Sol en el amanecer del equinoccio de primavera.
 
Graham Hancock
El espejo del paraíso, página 127
 
 
EL CONCEPTO DE DISEÑAR UNA TIERRA a imagen y semejanza del cielo, poblada de templos cósmicos provistos de salas que simbolicen el firmamento no queda limitado al antiguo Egipto o al México precolombino. Exactamente la misma idea arraigó en el sureste de Asia, en las ciudades camboyanas de Angkor Vat y Angkor Thom —⁠de religión hindú y budista, respectivamente⁠—, unos mil años después de la caída del imperio faraónico.
 
Graham Hancock
El espejo del paraíso, página 128
 
 
Ningún historiador puede decir con exactitud dónde o cuándo se estableció la convención matemática y geodésica que divide a esferas y circunferencias en 360 grados.
 
Graham Hancock
El espejo del paraíso, página 130
 
 
A nuestros pies, a menos de dos kilómetros por delante, pero ocupando todo el campo de visión (su longitud es de casi cinco kilómetros), encontramos la cara sur de otro enorme foso. Dentro del foso hay una isla cuadrada rodeada por un muro de doce metros de altura, igualmente cuadrado, cuyos lados miden todos lo mismo (cuatro kilómetros cada lado, dieciséis kilómetros en total). El muro tiene cinco puertas, unidas por cinco filas de bloques de piedra que tiran del cuerpo de una enorme serpiente naja, una mítica cobra encapuchada también construida en piedra.
 
Aunque a mayor escala que Angkor Vat, ¿es este recinto geométrico, dividido por agua y piedra, otro mandala dedicado a promover los mandalas de la mente?
 
Su nombre es Angkor Thom, que significa «Angkor el Grande» (mientras que Angkor Vat significa «Angkor el Templo»), y contiene tres templos propios de notable interés: el Phimeanakas, el Baphuon y el Bayon. Cada una de las estructuras tiene forma de pirámide, con el Phimeanakas («el palacio del Cielo») situado al noroeste del centro del recinto y el Baphuon («la torre de Bronce»)[390] situado doscientos metros hacia el sur. El tercer templo, el Bayon («padre de Yantra»), está emplazado con precisión en el centro geométrico exacto de Angkor Thom.
 
Extraño, chocante, enorme y surrealista, el Bayon aparece coronado por una jungla de torres que casi logra disimular su forma piramidal. Sin embargo, su nombre es bastante revelador: un yantra es una forma especial de mandala que «proporciona un avanzado centro de meditación». Al igual que en el caso de Angkor Vat, hay un acuerdo general en que, aunque a primera vista pueda parecer raro e incomprensible, el Bayon y sus alrededores fueron utilizados como diagramas simbólicos del universo, un espacio donde los iniciados podían entrar con el fin de equipar a sus espíritus con ciertos conocimientos cósmicos y esotéricos.
 
Graham Hancock
El espejo del paraíso, página 136
 
 
Los principales monumentos de Angkor imitan a los sinuosos anillos de la boreal constelación del Dragón.
 
Graham Hancock
El espejo del paraíso, página 138
 
 
Como ya esperábamos, Orión quedaba situada casi tan al sur del meridiano como sucedía en el caso de Gizeh (la única diferencia venía dada por un cambio de perspectiva debido a que la latitud de Angkor —⁠13 grados y 26 minutos norte⁠— es más baja que la de Gizeh —⁠30 grados y 3 minutos norte⁠—). Como ya sabíamos, Leo estaba situado tan al este sobre el Sol naciente como lo estaba en Gizeh. De nuevo, la única diferencia era una ligera inclinación de la constelación como resultado del mencionado cambio de latitud. Entonces hicimos que el ordenador nos mostrara el norte; no esperábamos encontrar nada interesante ya que en Egipto nunca habíamos prestado gran atención a ese sector del cielo. Fue toda una sorpresa descubrir que, en el momento exacto de la salida del Sol en el equinoccio de primavera del año 10 500 a.C., la constelación del Dragón estaba al norte, en medio del cielo, cabalgando sobre el meridiano por encima del horizonte, siguiendo exactamente el mismo patrón que los templos de Angkor reproducían en la Tierra. Por lo tanto, sí existe una correlación entre cielo y tierra (como en Gizeh) que representa un momento real del ciclo precesional. Y, exactamente como sucedía en Gizeh, esta correlación sólo encaja perfectamente en una época muy remota. Cabe destacar que se trata del mismo momento para ambos emplazamientos, así como el hecho de que los templos de Angkor no imitan ninguna constelación al azar ni toman como modelo las mismas que Gizeh —⁠Orión y Leo⁠—, que marcaban el sur y el este del cielo al amanecer del equinoccio de primavera del 10 500 a.C. En su lugar, imitan el modelo sinuoso y serpenteante de la constelación del Dragón que en ese momento señalaba el norte. En Gizeh encontramos templos a Orión, esto es, pirámides que imitan la posición de dicha constelación en el año 10 500, y templos a Leo, materializados en la Gran Esfinge y sus estructuras adyacentes, que simulaban la posición de Leo en ese mismo año. Si existe algún vínculo oculto entre Gizeh y Angkor, ¿qué más apropiado en el caso de este último que continuar el diagrama oculto realizando sobre el suelo una exorbitante réplica de la constelación del Dragón, «la vieja serpiente», con el mismo aspecto que presentaba en el 10 500 a. C?
 
Graham Hancock
El espejo del paraíso, página 146
 
 
Aunque los académicos occidentales ortodoxos creen que el Ramayana se compuso alrededor del 300 a.C., la tradición india (que lo conoce por los nombres de Adikvaya o «Poema primigenio») afirma que describe unos acontecimientos que tuvieron lugar hace 870 000 años, que fue compuesto «poco después de esa fecha» y que todas las versiones posteriores no son más que simples copias
 
Graham Hancock
El espejo del paraíso, página 149
 
 
De acuerdo con los Textos de las pirámides, fue en Heliópolis donde se produjo el inicio de un nuevo ciclo, de una nueva época, de un nuevo episodio de la creación; lo mismo que sucedió tras la salida de Visnú/Brahma/Siva de la oscuridad: el despertar del dios absoluto que puso en marcha nuestro universo actual. Las escrituras indias nos dicen: «Este universo existía en forma de oscuridad, imperceptible, carente de marcas distintivas, inalcanzable a través de la razón, incognoscible, completamente sumergido…». En esa oscuridad, suspendido en las aguas del espacio-tiempo, «el dios supremo dormía sobre el regazo de la serpiente». ¿Por qué se conoce a esa serpiente con el nombre de Sesha, que significa «resto»? De acuerdo con el orientalista francés Alain Danielou: No puede dejar de existir después de la creación; el germen de todo lo que ha sido y lo que será debe permanecer, aunque sea de forma sutil, para que el mundo pueda levantarse de nuevo. Son los restos de los universos destruidos, encarnados en el cuerpo de esa serpiente que flota sobre el océano infinito, el lecho sobre el que descansa el durmiente Visnú. De acuerdo con Danielou, Sesha representa los ciclos temporales. En el Vishnu Purana, leemos que los bostezos de Sesha «causan temblores en los océanos y las selvas de la Tierra… Al final de cada periodo cósmico, vomita un abrasador fuego destructor que devora a toda la creación». Por lo tanto, las serpientes naga, omnipresentes en Angkor, están relacionadas con el nacimiento y la muerte de las épocas del mundo, y con la eterna regeneración del tiempo.
 
Graham Hancock
El espejo del paraíso, página 152
 
 
Según Santillana y Von Dechend, es este cambio en el engranaje celeste lo que se pretende simbolizar en Angkor Vat: el momento de transición entre una época del mundo y la siguiente.
 
Graham Hancock
El espejo del paraíso, página 161
 
 
Existen muchas razones para creer que tanto los templos de Angkor como las pirámides de Egipto estaban destinados a este fin: el triunfo sobre la muerte. Es más, una de las muchas estelas inscritas de Jayavarman VII, el constructor de Angkor, Thom y el Bayon, nos dice exactamente cuál era su objetivo al crear estas gigantescas «obras buenas»: conceder a los hombres «la ambrosía de los remedios con el fin de lograr la inmortalidad» y así «rescatar a todos los que luchan en las turbulentas aguas de la existencia». En otra estela, Jayavarman invocaba a los dioses para que recompensaran la construcción de esos grandes edificios dándole permiso para pasar libremente «de una existencia a otra». Sus palabras nos transmiten la idea de un monarca consciente de sus palabras, convencido de que los templos construidos servían como instrumentos de iniciación en una activa ciencia de la inmortalidad.
 
Graham Hancock
El espejo del paraíso, página 168
 
 
Los ciclos de las épocas
 
Los hindúes creen que a nosotros nos ha tocado vivir en la desgraciada y tumultuosa Kali Yuga; en teoría, se trata de la última edad del hombre, la más decadente del actual kalpa o ciclo de la creación. De acuerdo con los cálculos astronómicos del calendario indio, el Kali Yuga comenzó en el año 3100 a.C., una fecha que casi coincide con el inicio del quinto Sol según el cómputo de los antiguos mayas. Al igual que el Kali Yuga, el quinto Sol representa nuestra época actual. El calendario maya calcula no sólo el principio sino también la fecha en que un cataclismo global pondrá punto final a esta última era: el 23 de diciembre del año 2012.
 
Los números del esquema indio de las épocas del mundo 432 000 (o 432), 864 000 (u 864), 1.296 000 (o 1296) y 1.728 000 (o 1728) presentan un denominador común: pertenecen a una serie basada en el número 72, que ya constituía una unidad de medida muy importante en el calendario maya además de estar vinculado a la precesión de los equinoccios (hacen falta 72 años para que el Sol avance un grado en relación con el fondo de estrellas por donde sale en el momento del equinoccio). Si se dividen los 432 hat (una de las dimensiones de la calzada de Angkor) por 72, obtenemos el número 6; si repetimos la operación con los 864 hat, obtenemos el 12; 1296 entre 72 nos da 18, y 1728 entre 72, 24.
 
Así pues, si eliminamos primero el mil y luego dividimos las dimensiones por 72, vemos que la escala arquitectónica de Angkor reduce los yuga (Krita, Treta, Davpara y Kali) a una simple regresión matemática: 2418 126.
 
¿Es probable que se llegara a este orden por casualidad? ¿No merece la pena considerar la posibilidad de que en el momento de diseñar el esquema de los yuga sus autores tuvieran en mente el fenómeno de la precesión? Algo nos dice que no nos equivocamos.
 
Uno de los lapsos que rigen los marcos temporales del sistema yuga es el manvantara (período de Manu); se dice que «alrededor de 71 sistemas de cuatro yuga transcurren durante cada manvantara». Esta cifra sorprendentemente vaga alrededor de 71 supone una excepción a la norma general de la cosmología hindú. Claro que bien podría tratarse de la excepción que confirma la regla. Algunos astrónomos de hoy han calculado que un grado de movimiento precesional requiere exactamente 71,6 años, un poco menos de los 72 que afirmaba el antiguo mito. El carácter narrativo de los mitos hace necesario el uso de números enteros (uno difícilmente podría imaginarse a Set planeando el asesinato de Osiris con 71,6 conspiradores). De la misma forma, en la India el valor 71,6 pudo redondearse mediante la expresión «alrededor de 71».
 
Otro factor que nos hace pensar en la precesión es la naturaleza cíclica de los yugas, reminiscencia de las épocas del mundo que reflejaba el zodíaco y del eterno retorno del «gran año». Se trata de un sistema en el que, con el paso del tiempo, todo vuelve al punto de partida y comienza de nuevo. La primera época de los antiguos egipcios fue un nuevo principio. Lo mismo sucede con el nacimiento en México del quinto Sol, y también con el momento de la creación descrito en las tradiciones hindúes, cuando el dios Visnú/Brahma/Siva se despierta de su sueño milenario sobre los anillos de Sesha, la serpiente celestial, y da origen al orden actual. En todos los casos coinciden varios hechos: la existencia de mundos previos que ya han sido destruidos, la conciencia de que esta nueva creación también desembocará en destrucción, y la seguridad de que habrá futuros mundos que sufrirán el mismo final.
 
De acuerdo con el Mahabharata, este universo y todas las cosas que contiene se hallan en un estado de flujo constante que se inicia en la fase de creación —⁠la obra de Brahma, seguida por una época de mantenimiento (recordemos que Visnú es el Conservador) y finalmente por la destrucción a manos de Siva. Sin embargo, «tras la destrucción del universo, se renueva toda la creación y un nuevo Krita Yuga reinicia el ciclo de las cuatro épocas…»
 
Graham Hancock
El espejo del paraíso, página 170
 
 
La conclusión es que «en la época de Kali, todo decaerá, hasta que la raza humana se acerque a la aniquilación». También se predice quién será el responsable de ese apocalipsis: Kalki el Ejecutor. De acuerdo con el Bhagavata Purana: «En el ocaso de esta era, cuando todos los reyes sean ladrones, nacerá Kalki, el señor del universo». Vendrá «montado en un caballo blanco y empuñando una espada brillante como un cometa». Él castigará a los malhechores y consolará a los virtuosos: «Entonces destruirá el mundo. Más tarde, de los restos de la Tierra surgirá una nueva humanidad».
 
Graham Hancock
El espejo del paraíso, página 173
 
 
Avatares
 
A lomos de su caballo blanco, Kalki es un avatar —⁠una manifestación física⁠— del dios Visnú, el Apoyo y el Conservador, encargado de mantener el orden en el universo. Como tal, la tradición india le retrata como al último de una larga lista de salvadores y guías de la humanidad que acuden a rescatar la bondad y la verdad en tiempos dominados por las tinieblas.
 
Visnú tiende a encarnarse después de que se produzcan los pralayas (cataclismos, normalmente en forma de inundaciones que destruyen el mundo). Los textos antiguos nos dicen que su objetivo siempre ha sido el mismo: salvar algunos retazos de la sabiduría acumulada por las civilizaciones previas al diluvio y legarlos a la nueva humanidad.
 
Se cuenta, por ejemplo, que, con el fin de salvar a Manu Satyavrata —⁠el fundador de la humanidad actual⁠—, Visnú tomó la forma de un pez gigantesco. Antes de que llegara la inundación, ordenó a Manu que construyera un gran barco y lo cargara con dos ejemplares de cada una de las especies y con semillas de cada una de las plantas, y luego subiera a bordo. Cuando se elevó el nivel de las aguas, el dios arrastró el arca de Manu durante muchos días y muchas noches hasta depositarla plácidamente sobre la pendiente de una alta montaña.
 
Otra vez, cuando ya toda la Tierra había quedado «sumergida», Visnú, encarnado en un cerdo, «buceó hasta el fondo de las aguas para matar al demonio que había hundido la Tierra en las profundidades del mar. Después, rescató a la Tierra y volvió a colocarla flotando sobre el océano». En otra ocasión, como ya hemos visto, se encarnó en tortuga y jugó un destacado papel en «la agitación del océano Lácteo».
 
Visnú también se encarnó en un hombre león para desgarrar las entrañas de un genio que oprimía cruelmente a la Tierra; en un enano que cabalgó sobre el universo y plantó su semilla en tres lugares. Adoptó también la forma del heroico Rama (quien, en la antigüedad, marcó el comienzo de una era dorada de justicia y felicidad) y la de Krishna, «nacido para enseñar la religión del amor en los inicios de la era de la lucha» (dicho en otras palabras, el Kali Yuga, o época actual).
 
«En todos los momentos cruciales de la historia del mundo», resume el orientalista Alain Danielou, Visnú «aparece como entidad individual para guiar la evolución y el destino de los distintos órdenes de la creación, de todas las especies y de toda forma de vida»:
 
Cuando esas formas de conocimiento que son esenciales para la realización espiritual se hallan fuera del alcance del hombre, provocando que éste yerre en tal propósito, surge Visnú para devolverle la posibilidad de lograr esos conocimientos… Hay, por lo tanto, una encarnación por cada nuevo ciclo, para adaptar las revelaciones a las nuevas condiciones del mundo.
 
En la India, ese mesías reencarnado llega primero bajo la forma de Rama y luego como Krishna y, en los últimos días, bajo la forma de Kalki el Ejecutor. La misma figura se encuentra también en México: Quetzalcóatl, el monarca pasado y futuro. También aparece en Gran Bretaña con el nombre de rey Arturo. En Egipto, surge de nuevo, como representación del inicio de la dinastía, tomando la forma del dios-hombre Osiris, «el que camina a lo lejos», el señor universal, sensible a la muerte, pero capaz de renacer una y otra vez.
 
«Osiris», señala R. T. Rundle Clark, «viene en tu ayuda cuando alguien te maltrata. Es lo que los egipcios llamaban un neb tem, un maestro del universo, humano y misterioso, que sufre y exige a la vez». En los mitos y escrituras, él es la «voz misteriosa» que en ocasiones «reclama con autoridad, dando órdenes que pongan las cosas en su sitio cuando la estabilidad del mundo se ve amenazada…».
 
Lo que Rundle Clark llama la «intervención de un dios exigente que gobierna en el mundo actual» no difiere significativamente de las intervenciones de los avatares de Visnú en el mundo. Es más, tanto en las tradiciones egipcias como hindúes se entiende que el objetivo de tales intervenciones es siempre positivo: «El señor toma un cuerpo con el propósito de proteger a la Tierra, a los sacerdotes, a los dioses, a los santos, al conocimiento, a la justicia y a la prosperidad».
 
Quetzalcóatl juega un papel idéntico en la cultura de México: concede la vida, gobernando sobre una era dorada y ofreciendo a sus iniciados la flor de la inmortalidad.
 
Graham Hancock
El espejo del paraíso, página 173
 
 
Cuando esas formas de conocimiento que son esenciales para la realización espiritual se hallan fuera del alcance del hombre, provocando que éste yerre en tal propósito, surge Visnú para devolverle la posibilidad de lograr esos conocimientos… Hay, por lo tanto, una encarnación por cada nuevo ciclo, para adaptar las revelaciones a las nuevas condiciones del mundo. En la India, ese mesías reencarnado llega primero bajo la forma de Rama y luego como Krishna y, en los últimos días, bajo la forma de Kalki el Ejecutor. La misma figura se encuentra también en México: Quetzalcóatl, el monarca pasado y futuro. También aparece en Gran Bretaña con el nombre de rey Arturo. En Egipto, surge de nuevo, como representación del inicio de la dinastía, tomando la forma del dios-hombre Osiris, «el que camina a lo lejos», el señor universal, sensible a la muerte, pero capaz de renacer una y otra vez.
 
Graham Hancock
El espejo del paraíso, página 175
 
 
Quetzalcóatl juega un papel idéntico en la cultura de México: concede la vida, gobernando sobre una era dorada y ofreciendo a sus iniciados la flor de la inmortalidad.
 
Graham Hancock
El espejo del paraíso, página 176
 
 
¿Tiene o no tiene algún propósito la vida humana? ¿Tiene algún sentido o carece de él? ¿Es en realidad sublime o patética? De acuerdo con los rishis —⁠los hombres sabios de la antigua India⁠— nuestras vidas tienen un sentido, y un propósito muy específico. Llamaban a este propósito «comprensión» o «iluminación»: la habilidad del alma, que se ha materializado temporalmente en el cuerpo de un hombre, para entender la verdadera naturaleza de su propia existencia. Los rishis hablaban de esa realidad que nosotros aceptamos sin ninguna duda dándole el nombre de «mundo de formas». Afirmaban haber descubierto que este mundo no es en absoluto real, sino más bien una especie de siniestro juego virtual en el que todos participamos; una ilusión compleja e ingeniosa capaz de resistir el más elaborado test empírico: una alucinación en masa, de un alcance y una profundidad extraordinarios, diseñada para distraer a las almas del estrecho y recto camino de la conciencia que conduce a la vida inmortal. Con una sincronía que ha de parecer extraña a cualquiera que haya estudiado los enigmas de América Central, dieron a esa ilusión el nombre de Maya y enseñaron técnicas para superarla y disiparla. Dichas técnicas, que se unían en un corpus teórico formando una ciencia de la comprensión, incluían el firme propósito de la búsqueda del conocimiento espiritual, la meditación, la contemplación, la concentración de la mente a través del estudio de los mandalas (o yantras) y de la correcta realización de los rituales. El lector recordará que también en México se creía que la vida no es algo real sino sólo un sueño del que el alma despierta en el momento de la muerte. De la misma forma, en los textos herméticos recopilados en Alejandría alrededor del siglo II d.C., y que aparentemente no guardan la menor relación con todo esto, podemos leer que «todas las cosas de la Tierra son irreales… La ilusión es algo forjado por el trabajo de la realidad». La hermética enseña que el iniciado debe esforzarse diligentemente por superar la ilusión material de que su conciencia no sobrevivirá a su muerte física, «entrenándola continuamente durante esta vida para evitar que se pierda cuando entre en el otro mundo; allí, le estará permitido ver a Dios si encuentra el camino que conduce hacia Él…». Se creía que este entrenamiento era de vital importancia para el alma; por ello, los textos herméticos también se lamentan del hecho de que los ciclos del tiempo trajeran el declive y la ruina a la tierra de Egipto, «esa tierra que una vez fue sagrada; una tierra que amó a los dioses y obtuvo como recompensa el honor de albergarlos durante algún tiempo; una tierra que fue la maestra de la humanidad
 
Graham Hancock
El espejo del paraíso, página 176
 
 
En la India se cree que los Veda —⁠procedentes de la palabra sánscrita veda que significa «conocimiento» o «sabiduría y son la colección de textos religiosos más antigua de la India]»⁠— transmiten enseñanzas que provienen de la más remota antigüedad, de un momento anterior incluso a su recopilación. En realidad, se cree que, durante miles de años, los Veda fueron «transmitidos oralmente con total fidelidad por algunas familias especiales de las comunidades brahmánicas de la India» antes de ser transcritos dando lugar a los libros que han llegado hasta nosotros. Es más, incluso esos Veda orales no eran vistos como las escrituras originales sino como una repromulgación de enseñanzas aún más antiguas, anteriores al último pralaya. Se dice que la tarea fue acometida por siete rishis supervivientes del cataclismo con el deseo de «salvaguardar en los inicios de una nueva era el conocimiento que habían heredado de sus antepasados de la era anterior».
Encontramos tradiciones parecidas en Egipto recogidas en los Textos de Edfú: también nos hablan de los conocimientos que poseían siete hombres —⁠los «siete sabios»⁠— y de cómo llegaron al valle del Nilo en la Primera Época, realizando un esfuerzo espiritual que intentaba recrear el mundo primigenio de los dioses:
 
Después de ser constituido, el mundo antiguo se destruyó, y se convirtió en la base de un nuevo periodo de creación que al principio fue la recreación y la resurrección de lo que ya había existido en el pasado.
 
De acuerdo con los Textos de Edfú, el método adoptado por los siete sabios en este esfuerzo fue la construcción de algunos montículos sagrados, que habían de servir de guía para decidir las ubicaciones y formas de los futuros templos de Egipto. Estos templos, cuyas salas debían construirse de forma que se pareciesen al cielo, eran vistos como seres vivos que podían morir y renacer una y otra vez, descendientes todos del mismo antepasado común: «Un templo que existió realmente en el sombrío pasado del Egipto predinástico». Hemos visto que ese templo ancestral también respondía a la idea de copiar una región del cielo. Un espíritu armado con ese conocimiento podía esperar ganar millones de años de vida, «bien equipado tanto en el cielo como en la tierra, provisto de armas infalibles, constantes y eternas.
 
Graham Hancock
El espejo del paraíso, página 179
 
 
Las excavaciones han probado que tanto el templo de Horus en Edfú como todos los demás templos y pirámides de importancia, fueron construidos en emplazamientos que consideraban consagrados. También se cree que muchos de estos emplazamientos se utilizaron una y otra vez a lo largo de miles de años. Los templos más importantes de Angkor también muestran señales de haber sido construidos directamente sobre estructuras anteriores que, a su vez, ocupaban el lugar de otras aún más pretéritas. Por lo tanto, si no se trata de una coincidencia, no podemos eliminar del todo la posibilidad de que la extraordinaria correlación entre los templos naga de Angkor y las estrellas de la constelación del Dragón, tal y como aparecían en el cielo durante el equinoccio de primavera del año 10 500 a.C., fuera el resultado de un plan terrestre derivado de los montículos originales situados en Camboya en esa remota fecha.
 
Graham Hancock
El espejo del paraíso, página 181
 
 
en el caso de Angkor, las verdaderas preguntas no se refieren tanto a cuáles fueron las fechas concretas de construcción de los templos, ni siquiera de las estructuras que yacen debajo de ellos, sino más bien a otras cuestiones:
 
1.     ¿Por qué todo el diseño del emplazamiento parece señalar de forma tan insistente y específica el patrón de las estrellas de la región del cielo que rodea a la constelación del Dragón tal y como aparecía al amanecer del equinoccio de primavera del año 10 500 a.C?
 
2.     ¿Cómo podemos explicar el hecho de que sea exactamente esa fecha la que señalan las tres grandes pirámides y la Gran Esfinge de Gizeh, monumentos que no tenían a priori ninguna conexión con los templos de Angkor?
 
3.     ¿No resulta sorprendente que los tres grupos de monumentos usen la misma técnica que une la astronomía con la arquitectura para llamar la atención sobre esa fecha, imitando la forma de la constelación prominente presente en uno de los puntos cardinales del cielo en el equinoccio de primavera del 10 500 a.C. (el Dragón, al norte, en el caso de Angkor; Leo, al este, en el caso de la Gran Esfinge; Orión, al sur, en el caso de las pirámides)?
 
4.     ¿Podría existir algún tipo de conexión oculta?
 
Graham Hancock
El espejo del paraíso, página 183
 
 
las dos estrellas del norte a las que apuntan los canales de la Gran Pirámide se corresponden con dos prominentes templos de Angkor. Quizás esto sólo sea un nuevo accidente, una nueva coincidencia. Sin embargo, a lo largo de esta investigación hemos tenido a veces la extraña sensación de tropezar con pedazos de un juego magistral enigmático y tenebroso, un juego a escala planetaria que ha durado miles de años y que parece haber sido jugado en cuatro dimensiones principales: Primera dimensión: Arriba, las estrellas del cielo. Segunda dimensión: Abajo, los monumentos del suelo, esparcidos por el mundo como si se tratase de piezas de un inmenso rompecabezas, unidas unas a otras a través de ocultas pistas astronómicas. Tercera dimensión: El tiempo, medido por el lento ciclo de la precesión, el medio utilizado para ocultar a los ojos de los no iniciados cuáles eran las señales astronómicas que llevaban de un monumento a otro. Cuarta dimensión: El espíritu, la finalidad de todo, la búsqueda de la inmortalidad.
 
Graham Hancock
El espejo del paraíso, página 184
 
 
El juego —si de un juego se trata⁠— es un sistema hermoso y completo, provisto de engranajes y características que se relacionan mutuamente, dejando entrever un diseño inteligente y altamente organizado. Así, las tres pirámides de Gizeh no sólo yacen en el suelo siguiendo el modelo de las tres estrellas del cinturón de Orión, sino que una de ellas, la Gran Pirámide, tiene también un estrecho canal orientado directamente hacia el sur —⁠que apunta a su réplica en el cinturón de Orión⁠— y otros dos orientados hacia el norte, que apuntan a las estrellas llamadas Kochab y Thuban. Estas estrellas a su vez son representadas en el suelo por dos de los templos de Angkor como parte de un modelo superior que traza en el suelo la silueta de la constelación de Orión y la de algunas importantes estrellas vecinas. Cuando se añade la dimensión temporal, accedemos a un nuevo nivel del juego en el que el participante descubre que los diagramas cielo-tierra de la constelación del Dragón y Angkor por un lado, y de Orión y las pirámides por otro, encajan perfectamente, cara a cara sobre el meridiano, durante el amanecer del equinoccio de primavera del año 10 500 a.C. El jugador también se dará cuenta de que en ese preciso instante la constelación de Leo aparece directamente en el este, en línea con la mirada de la leonina Esfinge de Gizeh. El juego gana en profundidad por la evolución de los mitos de Orión/Osiris y por las maravillosas leyendas de dioses y diosas en forma de león que invadieron el ambiente cultural de los monumentos egipcios —⁠vinculados en todos los casos con los ciclos del tiempo⁠— así como por las hermosas tradiciones de las serpientes naga que ocuparon el ambiente cultural de los templos de Angkor, igualmente vinculados con los grandes ciclos temporales y con la creación y destrucción de las épocas del mundo. Lo más enigmático de todo es que existe una clara sensación de que los mitos señalan a toda una serie de vínculos posteriores, situados en un nivel superior del juego —⁠el nivel del espíritu⁠— que relacionarían el gran tema de la era del mundo, (que sólo alguien que domine el fenómeno de la precesión puede llegar a entender) y el misterio sombrío y fundamental que supone la inmortalidad del alma humana. Como sentencian los textos sagrados de la India, «el gran misterio de lo que nos aguarda después de la muerte, algo que ignoran incluso los antiguos dioses… algo difícil de aprender». ¿Qué mejores candidatos podría haber para ser los maestros de un juego cuyo fin es la inmortalidad que los seguidores de Horus los Shemsu Hor, los señores de la magia, los contadores de estrellas, quienes, según los antiguos textos, llegaron a Egipto en la Primera Época? En idioma egipcio, Anj-Hor significa «el rey Horus vive». En cualquier búsqueda de un nexo entre los templos de Angkor y los monumentos de Gizeh, deberemos tener en cuenta que el mito de Horus, la tradición de los Shemsu Hor, hace «segura referencia» a las estrellas de la constelación del Dragón, según el tratado de Richard Hinkley Allen, Catalogue of Star Names. En ese juego magistral, los vínculos entre las estrellas y los templos quedan velados tras los cambios marcados por la precesión, que sólo pueden entenderse por aquellos seres equipados para descender a cualquier cielo. Tales adeptos, conscientes de que el pulso del ciclo precesional late a un grado cada 72 años, no habrían tenido la menor dificultad para llegar hasta los templos en forma de la constelación del Dragón, situados a la distancia geodésica de 72 grados de longitud al este de las monumentales figuras que representaban en Gizeh a Leo y Orión. Pero la dimensión del tiempo aún encubre muchas cosas: el año 10 500 a.C. supone la fecha astronómica que marca el plan terrestre de las pirámides y de la Esfinge; el 2500 a.C. es la fecha astronómica que señalan los canales de la Gran Pirámide (apoyados por la evidencia arqueológica irrefutable de una intensa actividad que tuvo lugar en Gizeh alrededor de ese año); el 10 500 a.C. es la fecha astronómica para los planos terrestres de los templos naga de Angkor; y finalmente, el año 1150 de nuestra era es la fecha en que se completó la construcción de Angkor Vat, y existen sólidas pruebas arqueológicas que confirman que el periodo de construcción del conjunto monumental comprendió alrededor de cuatrocientos años (entre el 802 y el 1220 d.C.). ¿Qué poderosa fuente común de elevado conocimiento, qué idea espiritual compartida pudo haber sido lo bastante global, antigua y constante como para haber causado un impacto tan profundo sobre la cultura de Egipto en el año 2500 a.C. y, 3500 años más tarde, sobre la cultura jemer en Camboya? ¿Y por qué, en ambos casos, se tomó como centro el mismo remoto momento astronómico: el 10 500 a.C. en el calendario moderno?
 
Graham Hancock
El espejo del paraíso, página 184
 
 
Michael D. Coe mencionaba los «múltiples y sorprendentes parecidos» existentes entre el imperio jemer y los mayas clásicos
 
Graham Hancock
El espejo del paraíso, página 191
 
 
¿Es un accidente que los tres templos de Roluos, dos de ellos en primera línea y otro en un lugar menos evidente, reproduzcan en el suelo el patrón de las tres estrellas de la Corona Boreal (véase el diagrama)? La Corona, vecina a la constelación del Dragón, no habría sido visible desde Angkor en los siglos X y XI d.C., cuando fueron construidos los templos de Roluos; sin embargo, si aplicamos el retroceso precesional, sí que habrían resultado visibles al amanecer del día del equinoccio de primavera del año 10 500 a.C. cuando el Dragón alcanzaba el meridiano. Podríamos decir de nuevo que dicha relación es accidental, de no ser porque fue precisamente el periodo comprendido entre los siglos IX y XIII d.C. cuando se produjo la lenta colocación de cada uno de los templos que imitan la posición de Dragón sobre el meridiano en ese preciso momento del año 10 500 a.C. (y no sólo el de Dragón, sino también partes de otras constelaciones de la misma región celeste tales como las estrellas Zeta de la Osa Menor y Kochab, de la Osa Menor; Alkaid, de la Osa Mayor, y Deneb, de la constelación del Cisne). La idea de un patrón determinado que marca la construcción subyace a todo el plan. Poco a poco, completaron el diseño arquitectónico, aprovechándose en lo posible de las características naturales del paisaje; se incorporaron precisas orientaciones astronómicas y se reforzó la relación con la constelación del Dragón mediante esculturas que representaban serpientes y narraban mitos relacionados con ellas.
 
Graham Hancock
El espejo del paraíso, página 193
 
 
La sospecha de algún tipo de conexión oculta entre Angkor y el antiguo Egipto no es nueva. Al contrario, puede decirse que todos los viajeros que han visitado Angkor en el último siglo han sentido en ese lugar la misteriosa presencia de Egipto: algunas esculturas gigantescas guardan cierto parecido con el rostro de la Esfinge o con el coloso de Abu Simbel, hay pirámides por todas partes y la espectacularidad del conjunto recuerda la magnitud de las grandes pirámides de Gizeh.
 
Graham Hancock
El espejo del paraíso, página 198
 
 
Similitudes complejas La sospecha de algún tipo de conexión oculta entre Angkor y el antiguo Egipto no es nueva. Al contrario, puede decirse que todos los viajeros que han visitado Angkor en el último siglo han sentido en ese lugar la misteriosa presencia de Egipto: algunas esculturas gigantescas guardan cierto parecido con el rostro de la Esfinge o con el coloso de Abu Simbel, hay pirámides por todas partes y la espectacularidad del conjunto recuerda la magnitud de las grandes pirámides de Gizeh. Pese a la frecuencia con que se han dado este tipo de comparaciones, no podemos negar que se trata de meras impresiones carentes de todo valor científico. Nadie las ha tomado nunca en serio: los expertos están seguros de que no existe ninguna posibilidad de conectar la cultura jemer con la del antiguo Egipto. Todas las similitudes son atribuidas a la casualidad, y, por lo tanto, aunque resultan curiosas, no poseen verdadero interés. Si tenemos en cuenta la inmensa distancia física que separa Egipto de Camboya y la fecha de extinción del imperio egipcio muy anterior a la emergencia de Angkor, no cabe duda de que apostar por la casualidad resulta una opción altamente razonable. Sin embargo, desde nuestra perspectiva, el alcance y la gran cantidad de aspectos en común entre ambos lugares no nos permiten aceptar esta hipótesis. Por ejemplo, existe en Camboya una antigua tradición que afirma que los templos y pirámides de Angkor fueron construidos por Visvakarma, el arquitecto de los dioses, de quien se dice que fue el responsable de enseñar arquitectura a los hombres. A Imhotep, supuestamente el primer arquitecto de pirámides en el antiguo Egipto, se le atribuía el hecho de «haber inventado el arte de construir en piedra labrada»; posteriormente, alcanzó la categoría de dios. Además, hemos visto ya que tanto en Egipto como en Angkor existía el culto a la serpiente. En ambos lugares se eligió el símbolo de la cobra encapuchada; en ambos, los artistas la representaban como a una figura mitad humana, mitad reptil, o como una serpiente completa; en ambos casos se la mostraba erguida, con la capucha extendida (adoptando una forma parecida a la de los uraeus que llevaba el faraón en la corona). Según dicho culto, la serpiente podía vivir en el cielo o en la tierra, aunque en general se le atribuía naturaleza terrestre (e incluso subterránea); sin embargo, era frecuente ver representaciones de serpientes navegando por las regiones celestes. Esta ambigüedad queda patente tanto en el Libro de lo que hay en el Duat como en un texto hindú clásico, el Yajurveda, que nos habla de «serpientes que se mueven por la tierra, que están en el firmamento y en el cielo». Tanto en Egipto como en la antigua Camboya, la serpiente simbolizaba la imagen de la vida eterna y los ciclos del universo.
 
Graham Hancock
El espejo del paraíso, página 198
 
 
En las pirámides de las dinastías V y VI que se encuentran en Saqqara (Egipto), a sólo 10 kilómetros al sur de Gizeh, existen textos notablemente parecidos que se remontan al menos al siglo XXIII a.C. y se asocian con la gran escuela de sabiduría de Heliópolis. En ellos se invoca al omnipotente dios Atum, la réplica egipcia de Visnú/Brahma/Siva, para que se alce «en ayuda del rey, de esta construcción y de esta pirámide… para que la esencia del rey dure para siempre… Protege esta construcción de todos los dioses y de todos los muertos, y evita que algo malo le suceda». En el mismo párrafo, unas líneas más abajo, descubrimos que el difunto faraón es misteriosamente identificado con su pirámide y con el dios Osiris, como si la piedra y el hombre se hubieran fundido en un único cuerpo espiritual, un cuerpo glorioso en el que «este rey es Osiris, esta pirámide del rey es Osiris, ésta su construcción es también Osiris». Estas singulares ideas ya aparecen completamente elaboradas en los inicios de la antigua civilización egipcia, hace casi 5000 años. Pero resulta aún más curioso que exactamente las mismas ideas surjan en Camboya unos 4000 años más tarde como por arte de magia. De acuerdo con Paul Mus y Georges Coedes, en Angkor consideraban que el templo pirámide funerario «no era tanto un refugio para los muertos sino una especie de nuevo cuerpo arquitectónico, el lugar que sustituye a los restos mortales de un difunto “hombre cósmico” para que su alma mágica siga viviendo».
 
Graham Hancock
El espejo del paraíso, página 203
 
 
Las ideas sobre el alma imperantes en el antiguo Egipto que, como tantas otras, ya aparecían plenamente desarrolladas al principio del periodo histórico revelan un sistema de ideas sorprendentemente sofisticado que dividía la esencia inmortal del individuo en al menos cuatro manifestaciones o entidades principales:
 
1.     El ka, el «doble» o «gemelo»: ángel guardián y guía espiritual de los muertos, que era «independiente del hombre y podía alojarse en cualquiera de sus estatuas[605]». Según James Henry Breasted, el ka «era una especie de genio superior que tenía la misión específica de guiar los destinos de los egipcios en el otro mundo; al morir, todo egipcio hallaba allí a su propio ka, esperándole».
 
2.     El ba, o alma-corazón, estaba de alguna forma vinculado al ka, pero existía como persona, y poseía poderes que le permitían «subsistir y sobrevivir en la otra vida». El rasgo característico del alma o ba era el don de moverse sin ninguna traba. A menudo, el arte egipcio lo representa como una golondrina en pleno vuelo, o como una golondrina con la cabeza de un hombre, «un inmejorable símbolo de la libertad», como ha señalado el egiptólogo Stephen Quirke.
 
3.     El ab, o corazón, estaba íntimamente relacionado con el alma. De acuerdo con E. A. Wallis Budge: «La conservación del corazón de un hombre era de gran importancia; en el juicio, éste era el único miembro que era separado del cuerpo para ser examinado de forma aislada; aquí, sin embargo, se ve al corazón como el centro de la vida espiritual y mental…».
 
4.     Conocido en el juicio bajo el nombre de «justificación», el estadio superior en la evolución del alma era el sahu, o cuerpo espiritual, donde habitaba el akh, o espíritu transfigurado, «un ser etéreo que no morirá bajo ninguna circunstancia» y que por lo tanto poseerá la ansiada «vida de millones de años». En el antiguo idioma egipcio, la palabra aj (de la que se deriva ajet, horizonte) siempre transmite los conceptos de «luz», «claridad», «brillo» o «resplandor».
 
Graham Hancock
El espejo del paraíso, página 206
 
 
No obstante, aunque hayan llegado a este nivel de perfección, no todas las almas eligen pasar al nirvana. El budismo Mahayana nos dice que hay algunas, los bodhisattvas, que, repletos de generosidad y amor por sus semejantes, retrasan su transfiguración y siguen reencarnándose en el mundo material una y otra vez para ejercer en él de maestros y mostrar a sus semejantes cómo escapar del «océano de la existencia».
 
Graham Hancock
El espejo del paraíso, página 214
 
 
Un bodhisattva es un futuro buda. Se cree que Siddharta, el buda más reciente (vivió durante el siglo VI a.C.), era por tanto un bodhisattva antes de su iluminación («Buda» es un título, no un nombre propio, que significa «el despierto» o «el iluminado»). Los bodhisattvas también pueden encarnarse, sin llegar a ser budas, con el fin específico de ayudar a la raza humana en un momento de necesidad: Se asumía que tendrían que pasar muchos milenios entre la aparición de uno y otro buda en la tierra. Así que, para que el hombre no quedara completamente privado de ayuda en sus esfuerzos por conservar esta doctrina pura durante tan largo periodo de tiempo, se imaginaba la presencia de bodhisattvas celestiales…
 
Graham Hancock
El espejo del paraíso, página 214
 
 
Aunque hay diferencias, también existen similitudes evidentes entre estos «bodhisattvas celestiales» como puede ser el compasivo y misericordioso Avalokitesvara y el concepto hindú de los avatares de Visnú. En ambos casos, un ser plenamente realizado, inmortal y equipado, elige encarnarse de nuevo entre los hombres para ayudarles a superar una crisis de orden físico y espiritual. Un dato que contribuye a reducir la relevancia de estas diferencias podría ser que los hindúes ven al propio Buda como a un avatar de Visnú. Además, tanto el hinduismo como el budismo, prevén una encarnación posterior Kalki para los hindúes y Maitreya para los budistas que barrerá la maldad del mundo y volverá a promulgar las enseñanzas puras de la antigüedad.
 
Graham Hancock
El espejo del paraíso, página 214
 
 
Existen algunos aspectos de extrema importancia, partes de un rompecabezas, que, desde nuestro punto de vista, todavía no han sido aclarados. Entre ellos: Una explicación al súbito inicio de las obras en los sagrados dominios de Angkor que tuvo lugar a principios del siglo IX d.C. Una explicación que aclare el meticuloso avance de las obras, que se extendió durante aproximadamente cuatrocientos veinte años con un coste económico incalculable. Una explicación para conocer por qué esta construcción abrumadora y sin precedentes, de mayor envergadura y calidad que ninguna otra en la India, se realizó en un remoto rincón rural de Camboya. Una explicación que aclare por qué cesaron todas las obras en el siglo XIII, tras la muerte de Jayavarman VII y por qué nunca se intentó retomarlas, pese a que la ocupación de ese emplazamiento se mantuvo vigente al menos hasta el siglo XVI.
 
Graham Hancock
El espejo del paraíso, página 221
 
 
El hecho de que haya 72 estructuras en un emplazamiento que repetidas veces utiliza otros números que pertenecen a la secuencia de la precesión, como pueden ser el 54 o el 108 (y que, además, está situado a 72 grados de longitud al este de las pirámides de Gizeh) sugiere, bajo nuestro punto de vista, la existencia de un plan general. Además, en caso de que hubiera existido, ese plan se habría mantenido en vigor desde los inicios hasta el final de esa aislada fase de construcción de los templos en Angkor, que comenzó bruscamente con el reinado de Jayavarman II en el año 802 d.C. y terminó con la misma brusquedad tras la muerte de Jayavarman VII en 1219.
 
Graham Hancock
El espejo del paraíso, página 221
 
 
«Este templo envuelto en un profundo misterio…»
 
Cuando trasladamos al suelo el mapa estelar del año 10 500 a.C., el muro que rodea el perímetro de Angkor Thom delimita un recinto sagrado trazado alrededor del pecho o del corazón de la constelación naja del Dragón. En el centro geométrico de este recinto, el centro exacto, el punto de encuentro de las diagonales, se alza el sobrecogedor edificio conocido como el Bayon, considerado el logro arquitectónico más hermoso de Jayavarman VII.
 
¿Es un accidente que, de entre todos los templos que forman el conjunto global, el centro del Dragón señalado por el Bayon esté correlacionado con el polo norte eclíptico? El lector recordará que ése es el punto del cielo alrededor del cual circula el polo norte celeste como resultado de la precesión a razón de medio grado cada 36 años, tres cuartos de grado cada 54 años, un grado cada 72 años y 30 grados cada 2160 años. El rasgo arquitectónico distintivo más notable del Bayon, una pirámide muy baja que se alza en la cima de una estructura mucho más vieja y aún inexplorada, son las 54 torres de piedra que lo componen; al igual que las puertas de entrada a Angkor Thom, cada una de las torres está tallada, reproduciendo cuatro caras gigantescas de Lokesvara (al estilo egipcio) orientadas directamente hacia el norte, el sur, el este y el oeste, formando un total de 216 caras. De acuerdo con Jean Boisselier, director del Museo Nacional de Phnom Penh, las caras fueron esculpidas con «la típica expresión de un budista en ese estado mental activo al que las escrituras llaman brahmavira, las “cosas que complacen a Brahma»: el «estado sublime» que lleva a la mente hacia la caridad, la compasión, la alegría y la paz”».
 
Graham Hancock
El espejo del paraíso, página 225
 
 
Caben pocas dudas de que el propósito del Bayon fue siempre la transformación. Recordemos que su nombre se deriva de pa yantra, el padre o maestro de yantra. Es ésta una palabra perteneciente al idioma sánscrito cuyo significado literal es instrumento: en realidad, se trata de una clase de mandala: «un diagrama usado como apoyo en la meditación… Las partes que componen un yantra conducen al creyente a través de distintos pasos hasta llegar a la comprensión…».
 
Sospechamos que quienes comprendían completamente el significado de los monumentos de Angkor no eran creyentes, sino adeptos: los iniciados en un sistema de sabiduría cósmica que habían llegado hasta el Bayon en su búsqueda de los misterios últimos. Así, mediante una investigación diligente, lograrían estar equipados para descender a cualquier cielo, es decir, para realizar los cálculos precisos que les permitirían visualizar las posiciones de importantes estrellas en épocas anteriores.
 
En un sentido general, esos iniciados ya eran conscientes de que la disposición de los monumentos de Angkor pretendía llevar su atención hacia la región del cielo que se hallaba alrededor del polo norte celeste; en especial, como ya hemos visto en capítulos previos, hacia las estrellas de las constelaciones del Cisne, la Osa Menor, la Osa Mayor, la Corona Boreal y el Dragón…, sobre todo el Dragón. Para haber llegado tan lejos en sus descubrimientos, ellos se vieron obligados a retroceder, exactamente igual que hemos hecho nosotros, hasta el equinoccio de primavera del año 10 500 a.C. (aunque, por supuesto, ellos usaban un sistema de fechas distinto). Y tuvieron que advertir que un observador que mirase hacia el norte en el momento de la salida del Sol habría sido testigo de una equiparación perfecta, meridiano a meridiano, entre el dibujo que formaban las estrellas en el cielo y los templos sobre la Tierra.
 
Durante ese proceso de rebobinado estelar hasta la correlación perfecta, dichos adeptos habían descubierto necesariamente lo que sólo hoy podemos confirmar en las pantallas de nuestros ordenadores: la lenta y cíclica rotación del polo norte celeste alrededor del corazón de la constelación del Dragón, en otras palabras, el polo norte eclíptico. Es este corazón, ese punto abstracto en el espacio, el que encuentra su réplica terrestre en la Gran Pirámide del Bayon, un monumento que se eleva tres pisos desde una base cuadrada de ochenta metros por cada lado y que culmina en un inusual santuario circular, a una altura de cuarenta y cinco metros sobre el nivel del suelo.
 
Coedes ha dado al Bayon el apropiado nombre de «centro místico del imperio jemer», mientras que Bernard Groslier lo describe como el omphalos («ombligo») del universo de piedra de Angkor y John Audric señala que persisten rumores de un gran tesoro, que fue escondido en él hace mucho tiempo.
 
Ese tesoro no tenía por qué estar compuesto de oro o joyas.
 
Podría tratarse del conocimiento (gnosis) el elixir que todos los verdaderos iniciados deben buscar —⁠en cualquier época y en cualquier lugar⁠— si desean vivir durante millones de años.
 
Graham Hancock
El espejo del paraíso, página 227
 
 
Los guardianes del tiempo en el cielo
 
Los antiguos egipcios no representaban a la constelación del Dragón en forma de serpiente o de dragón, sino como a otro reptil monstruoso, el cocodrilo, al que conferían partes de hipopótamo y de león. El resultado era una deidad astronómica llamada Taweret, citada en los Textos de las pirámides y en el Libro de los muertos, y que ocupa el estadio central en el notable Zodíaco circular del templo de Dendera, en el Alto Egipto. Un aspecto interesante de este mapa estelar decepcionantemente simple…
… es que no sólo ubica correctamente a la constelación del Dragón en relación con otras constelaciones del norte tales como la Osa Menor (conocida por los antiguos egipcios como el Chacal) y la Osa Mayor (el Muslo), sino que también, como afirma el matemático francés R. A. Schwaller de Lubicz, «muestra el polo eclíptico, situado en el pecho del hipopótamo o constelación del Dragón». Schwaller señala que las figuras mitológicas de Dendera que representan las constelaciones del Zodíaco no están agrupadas en una sola circunferencia, como cabría esperar, sino que «se entrelazan en dos círculos: uno alrededor del polo norte celeste y otro en torno al polo norte eclíptico», provocando un remarcable y descentrado movimiento en espiral. De este modo, defiende Schwaller, el Zodíaco expresa un claro conocimiento de lo que sucede en el cielo cuando el polo norte celeste precesiona alrededor del polo de la Eclíptica. Un gran número de expertos ha observado que las características de Taweret (el cocodrilo, mitad hipopótamo y mitad león) son idénticas a las de Ammit, el terrible Devorador de los muertos que se halla presente en el momento de la medición del peso del corazón en la sala del Juicio de Osiris. Stephen Quirke, director del Departamento de Antigüedades Egipcias del Museo Británico, afirma que este híbrido incorpora: «a los tres animales voraces que podían ser reproducidos en el arte egipcio formal la cabeza de un cocodrilo, el torso de un león y los cuartos traseros de un hipopótamo». Por lo tanto, y con todo el simbolismo que ello conlleva, el monstruo de la escena del juicio es el Dragón, aguardando a la aniquilación del alma de la misma forma que Osiris espera su renacimiento y resurrección. Existe sin embargo una extraña ambigüedad que ya encontrábamos en los textos egipcios en relación con las serpientes naja: unas veces eran peligrosas mientras que otras se mostraban benevolentes. Así, pese a que los egipcios veían al Dragón en forma de Ammit como a un ser voraz y despiadado, el Dragón bajo la forma de Taweret era visto como un guía benigno, protector de las almas y patrón de los nacimientos. Es más, tan fuerte era esta percepción positiva del Dragón que era frecuente colocar sobre las tumbas egipcias amuletos de Taweret con el fin de «proteger el renacimiento del difunto en el reino de los muertos (el reino de Osiris)». La sensación de que existe un vínculo sutil entre las funciones de Orión-Osiris y Dragón-Taweret-Ammit cobra mayor intensidad gracias a las leyendas de origen egipcio que cuentan que un cocodrilo nadó hasta Osiris (después de que Set le ahogara) y llevó su cadáver «a orillas del Nilo». En algunos relatos se describe misteriosamente al propio Osiris como a un «gran dragón» tumbado en la arena, mientras que en otros más estrechamente relacionados con la simbología de Angkor leemos que el dios se transformó en serpiente cuando entró en el otro mundo. En el Libro de los muertos se nos cuenta que Osiris, como señor del Duat, reside en un palacio cuyos muros están formados por «cobras vivas».
Estas ideas encajan muy bien con el aspecto del cielo el día del equinoccio de primavera del año 10 500 a.C., un cielo que da la sensación de ser un extraño mecanismo heráldico:
 
En el amanecer, si miramos directamente hacia el oeste, el ordenador nos muestra que Acuario se ha puesto y que los «peces» de Piscis le siguen.
 
Si lo hacemos hacia el este, vemos cómo se alza el león de Leo, dejando el Sol a su espalda.
 
Hacia el sur, Orión-Osiris cabalga sobre el meridiano. La tradición india le conoce como Kal-Purush, «el hombre del tiempo», quien afirma en el Libro de los muertos: «Soy el tiempo y Osiris. Me he transformado, tomando el aspecto de diversas serpientes».
 
Hacia el norte, Dragón, ese dragón celestial (serpiente, cocodrilo o hipopótamo), el guardián secreto del polo norte eclíptico, cabalga sobre el meridiano, cara a cara con Orión.
 
Resulta fácil ver por qué los ancianos relacionaron la conducta del Dragón con la de Orión, así como sus funciones cósmicas. Además, como han confirmado las observaciones astronómicas, sí están relacionadas por el ciclo de la precesión, formando un enorme balancín cósmico que se mueve arriba y abajo como si fuera el propio péndulo del tiempo. Simulaciones hechas por ordenador han cubierto un espectro de miles de años, mostrando que cuando la altitud de Orión crece en el meridiano sur, desciende la del Dragón en el meridiano norte. Cuando el Dragón alcanza su punto más bajo, Orión llega a su punto culminante. Después, comienza el ciclo contrario: Dragón se eleva uniformemente al mismo tiempo que Orión desciende. El movimiento ascendente dura algo menos de 13 000 años, lo mismo que el movimiento descendente. Y así prosigue, 13 000 años hacia arriba y 13 000 hacia abajo, durante toda la eternidad. Lo que resulta particularmente inquietante es que los planos de Gizeh y Angkor tuvieron éxito al plasmar el punto más alto de la trayectoria del Dragón y el punto más bajo de la de Orión; en otras palabras, el final de medio ciclo de precesión y por tanto el inicio del siguiente. Sabemos que la última vez que esto sucedió fue en torno al año 10 500 a.C., época en la que el polo norte eclíptico estaba directamente al norte del polo norte celeste en el amanecer del día del equinoccio de primavera, y el patrón trazado por las estrellas en el cielo fue tomado como plantilla de los templos en Angkor y Gizeh. Desde esa edad dorada, desplazado debido al movimiento de la precesión, el polo celeste ha realizado un trayecto completo de medio circuito alrededor del polo eclíptico. El péndulo de Orión y del Dragón se ha balanceado hasta el punto más lejano que puede alcanzar: ahora el Dragón está en su punto más bajo y Orión en el más alto. En otras palabras, como sucedía en el año 10 500 a.C., los guardianes del tiempo en el cielo, que aguardan junto a las puertas de la inmortalidad, se han visto obligados a moverse en dirección contraria. Cualquier iniciado consciente del significado del aforismo hermético «así arriba como abajo» interpretaría esta configuración como una señal de que va a producirse un cambio inminente; un cambio que podría ser para bien o para mal, en función de las propias decisiones de la humanidad y de su conducta.
 
Graham Hancock
El espejo del paraíso, página 229
 
 
Kukulkán, que significa «serpiente emplumada», es la versión maya de Quetzalcóatl. Esta pirámide tiene poderosas características astronómicas y remite a una estructura anterior ubicada en el mismo lugar, de la cual forma parte esta misteriosa cámara. Las pintas del jaguar están compuestas por setenta y dos incrustaciones de jade. Este número está relacionado con el fenómeno astrológico conocido como precesión de los equinoccios y se encuentra en las dimensiones de las estructuras antiguas de todo el mundo.
 
Graham Hancock
El espejo del paraíso, página 234
 
 
El Bayon, en el corazón de Angkor Thom, fue concebido como un diagrama simbólico del universo. Está coronado por cincuenta y cuatro torres, cada una de ellas presenta esculpidas cuatro caras gigantescas: hay doscientas dieciséis en total.
 
Graham Hancock
El espejo del paraíso, página 236
 
 
El 54 es el número que aparece con mayor frecuencia en Angkor: 54 son las torres del Bayon y 54 los devas y asuras esculpidos a ambos lados de la calzada que lleva a Angkor Thom. Por lo tanto, resulta curioso que otro misterioso emplazamiento arqueológico de origen y propósito desconocido se encuentre ubicado en el océano Pacífico, a 54 grados de longitud este de Angkor. Este lugar recibe el nombre de Nan Madol y está compuesto de unas cien islas artificiales, hechas de basalto y coral, que flotan sobre las azules aguas de una laguna en la costa sureste de la isla de Pohnpei.
 
Graham Hancock
El espejo del paraíso, página 239
 
 
Aunque la disposición sea muy diferente, Nan Madol posee algunos rasgos comunes con Angkor. Los expertos creen que la mayor parte de la construcción de las islas templo se llevó a cabo entre los años 800 y 1250 d.C., precisamente el periodo más floreciente de Angkor; sin embargo, como sucedía también en Camboya, se ha detectado la existencia de una capa de construcción anterior. La estructura de mayor tamaño, Nan Douwas, está orientada hacia los puntos cardinales y su entrada principal mira hacia el oeste. Su forma recuerda la del mándala clásico: consta de dos muros concéntricos que rodean el perímetro, separados por un foso de agua salada, con un montículo piramidal en el centro. Los muros miden 7,6 metros de altura y están hechos de megalitos de basalto cristalino, bloques de piedra que en ocasiones llegan a alcanzar las 50 toneladas de peso y más de 6 metros de longitud.
 
Graham Hancock
El espejo del paraíso, página 239
 
 
Viajes después de la vida
 
Penetramos en Nan Douwas a través de la entrada occidental. Para ello, tuvimos que cruzar una serie de patios geométricos situados alrededor del centro del templo. Exactamente igual que en Angkor Vat, los patios están dispuestos de forma concéntrica y cada uno conduce a un nivel superior. Al llegar al punto más alto, nos encontramos con el sánctum, un recinto semisubterráneo y rectangular, excavado en la tierra a un metro y medio de profundidad y techado por troncos de basalto de cinco toneladas.
 
Una red de canales poco profundos, delimitados por bloques megalíticos, rodea Nan Douwas y se extiende por las cien islas artificiales que componen la ciudad sagrada de Nan Madol. Exploramos esos canales, pero no hallamos ninguna otra estructura o templo en el mismo estado de conservación que Nan Douwas. Algunos habían desaparecido completamente, sepultados por las aguas o la invasión de mangles.
 
¿Cuál era la función de éste, en otros tiempos, gran lugar sagrado?
 
El arqueólogo estadounidense Rufinio Mauricio lleva más de veinte años investigando este tema. En su opinión, existe una relación entre los templos de Nan Madol y las creencias indígenas sobre la vida después de la muerte. De acuerdo con éstas, el alma debe emprender un peligroso viaje después de la muerte en el que se verá obligada a enfrentarse a múltiples juicios y pruebas. Resulta evidente el obvio parecido que dichas creencias guardan con las que imperaban en el antiguo Egipto. Allí era el Duat, una región del cielo, el escenario de este viaje; en Pohnpei, este otro mundo se encuentra bajo las olas, tal vez en la propia Janimweiso, la ciudad sumergida. Como en el caso de las pirámides de Gizeh, abundantes detalles parecen sugerir que los templos de Nan Madol eran un intento de reproducir físicamente el reino de la otra vida; copias, reflejos exactos que habían de servir al alma para prepararse frente a ese peligroso viaje.
 
Graham Hancock
El espejo del paraíso, página 244
 
 
La prueba de Kimura
 
Después de abandonar Yonaguni, volamos hacia Okinawa. Allí mantuvimos una reunión con Masaaki Kimura, el geólogo japonés de la Universidad del Ryukus que defiende el origen artificial del monumento. El argumento de Kimura se apoya en un considerable número de pruebas que explicó personalmente a Schoch con la ayuda de planos y fotografías. Por ejemplo:
 
1.     Los bloques tallados durante la formación del monumento no se encuentran en los lugares donde deberían haber caído si sólo hubieran intervenido la gravedad y otras fuerzas naturales; en su lugar, parecen haber sido retirados artificialmente hacia un lado y en algunos casos han quedado completamente fuera del emplazamiento que habría resultado esperable.
 
2.     En zonas relativamente pequeñas del monumento es común encontrar rasgos muy próximos y que, sin embargo, resultan contradictorios. Por ejemplo, hallamos un borde elevado, agujeros circulares de dos metros de profundidad, una depresión escalonada limpiamente sesgada y una zanja estrecha absolutamente recta. Si las únicas fuerzas que hubieran actuado sobre el sitio hubieran sido las debidas a la naturaleza, cabría esperar un resultado más uniforme en la misma fracción de roca del monumento. Por lo tanto, esas asombrosas diferencias topográficas que se observan en un mismo lugar suponen un importante punto a favor del origen artificial del monumento.
 
3.     En las superficies más elevadas de la estructura existen varias zonas que se inclinan verticalmente hacia el sur. Kimura señala que en la zona norte de esas elevaciones pueden verse profundas zanjas simétricas, imposibles de atribuir a ningún proceso natural conocido.
 
4.     Una serie de escalones se eleva en intervalos regulares por la base de la cara sur del monumento, veintisiete metros bajo el agua, en dirección hacia su cima, a menos de seis metros bajo las olas. Una escalera similar puede advertirse en la cara norte del monumento.
 
5.     Un muro distintivo cierra el borde oeste del monumento. Resulta difícil explicar su presencia si lo atribuimos a procesos naturales, ya que está compuesto de bloques de caliza que no son originarios de la zona de Yonaguni.
 
6.     Algo parecido a un sendero ceremonial se extiende alrededor de las caras oeste y sur del monumento.
 
Graham Hancock
El espejo del paraíso, página 232
 
 
¿Una red?
 
Supongamos que un grupo de desconocidos navegantes y arquitectos de la era prehistórica hubiera dispuesto una red de monumentos diseminados por todo el mundo; una red que señalara la posición de los trópicos, dividiendo la Tierra en una cuadrícula de coordenadas de longitud y latitud, y vinculándola con el cielo a través de una secuencia de cifras precesionales: 54, 72, 108, 144, 180, 216, etc. Está claro que los cambios significativos producidos en la superficie terrestre (tales como el aumento del nivel del mar y el hundimiento de masas de tierra) habrían puesto en peligro esta red. Si se hubieran dado cambios de extrema gravedad, algunos monumentos podrían haber necesitado una reconstrucción o una variación en su ubicación, siendo desplazados al lugar más cercano posible. No cabe duda que resulta extraño que el último dato que se posee sobre el nivel de oblicuidad de la Tierra sugiera un medio ciclo de 216 siglos (21 600 años), un número precesional que habría resultado de gran interés para los antiguos astrónomos, fervientes defensores de representar en el suelo los cambios celestes. También es extraña la relación geodésica que une los monumentos de Angkor y Gizeh, separados por 72 grados de longitud, y los de Angkor y Pohnpei, que distan 54 grados de longitud. Si dirigimos nuestra mirada hacia el este del Pacífico, aún resulta más extraño el hallazgo en las islas Kiribati de estructuras megalíticas de origen desconocido que presentan alineaciones astronómicas, a 72 grados de longitud este de Angkor (y por tanto a 114 grados de distancia de Gizeh); y también en Tahití, situada a una distancia de 108 grados al este de Angkor (y a 180 grados de distancia de Gizeh). ¿Es una coincidencia que muchos de estos monumentos estén vinculados a ideas religiosas referentes al viaje que el alma emprende después de la vida? Ideas, por otro lado, parecidas a las que se expresaban en los grandes templos y pirámides de Egipto y en los textos jeroglíficos que aparecían en el Libro de los muertos. Además, los megalitos encontrados en el Pacífico no se limitan a los de Pohnpei, Kiribati y Tahití, sino que también surgen en lugares tan lejanos como Tonga, Samoa, las Marquesas y la isla Pitcairn, en longitudes que no parecen mantener ninguna relación con Gizeh y Angkor en términos precesionales. La mayor concentración de esas originales estructuras se produce, sin embargo, en la isla de Pascua, que, dado el actual nivel del mar, está situada tan cerca como físicamente es posible a los 144 grados de longitud este de Angkor. Antes de su descubrimiento, que tuvo lugar el 5 de abril, domingo de Pascua de 1722, de la mano de tres barcos holandeses comandados por el almirante Jacob Roggeveen, los indígenas conocían la isla de Pascua bajo dos sugestivos nombres: Te-Pito-O-Te-Henua, el Ombligo del Mundo, y Mata-Ki-Te-Rani, Ojos que Miran al Cielo.
 
Graham Hancock
El espejo del paraíso, página 269
 
 
La isla de los hechiceros
 
CONOCIDA POR SUS HABITANTES desde tiempos inmemoriales por los nombres de Te-Pito-O-Te-Henua, el Ombligo del Mundo, y Mata-Ki-Te-Rani, Ojos que miran al Cielo, la isla de Pascua se sitúa a 27 grados y 7 minutos de latitud al sur del ecuador y a una longitud de 109 grados y 22 minutos al oeste del meridiano de Greenwich. Estas coordenadas la colocan sólo levemente por encima de los 147 grados de longitud este del gran conjunto de templos de Angkor Vat, en Camboya. Puesto que las aguas del Pacífico rodean la isla y no hay ningún otro pedazo de tierra habitable en 3000 kilómetros a la redonda, la isla supone el intento más aproximado de conseguir sobre el nivel del mar la mágica cifra precesional de 144 grados de longitud este del meridiano de Angkor. Además, la isla forma parte de una masiva escarpa subterránea llamada promontorio del este del Pacífico, que casi llega a alcanzar la superficie en algunos puntos. Hace doce mil años, cuando los grandes trozos de hielo fruto de la última glaciación aún no habían comenzado a fundirse y el nivel del mar estaba cien metros por debajo del actual, el promontorio habría formado una cadena de empinadas y estrechas islas antediluvianas, tan larga como la cordillera de los Andes. Uno de los fragmentos de esa escarpada cadena habría estado situado a más de trescientos kilómetros al oeste del pico que más tarde recibiría el nombre de Te-Pito-O-Te-Henua y habría alcanzado un punto situado a 144 grados este de Angkor. ¿Es posible que, en tiempos remotos, este centro geodésico albergara algún tipo de observatorio solar o algún templo dedicado a las estrellas, que acabó sus días sepultado por el agua debido al incremento del nivel del mar?
 
Existe un hecho que parece apoyar una especulación de este estilo: cuando el submarino norteamericano Nautilus dio la vuelta al mundo en 1958, los científicos de a bordo «señalaron la presencia de un pico submarino sin identificar, pero sumamente elevado, cerca de la isla de Pascua». Es un hecho que H. W. Menard, profesor del Instituto de Recursos Marinos de la Universidad de California, identificase «una importante fractura en la zona que rodea a la isla de Pascua, paralela al archipiélago de las Marquesas», junto con «algo parecido a un inmenso banco, o una montaña, de sedimento». También es un hecho, difícil de tomar como una simple coincidencia, que las más antiguas tradiciones locales describan la isla de Pascua como «parte de un país mucho mayor». Estas tradiciones contienen elementos confusos y contradictorios, pero todas admiten que, en un pasado mítico y distante…
 
…  un poderoso ser sobrenatural llamado Uoke, procedente de un lugar llamado Hiva… viajó por el Pacífico con una palanca gigantesca con la que partió en dos islas enteras y esparció los trozos por el mar para que fueran engullidos por las aguas. Después de destruir muchas islas, llegó hasta Te-Pito-O-Te-Henua, entonces mucho mayor de lo que es hoy en día. Comenzó a separar partes de tierra y a lanzarlas dentro del mar, pero las rocas de la isla oponían demasiada resistencia a la palanca de Uoke, hasta que acabaron rompiéndola. Así, fue incapaz de disponer del último fragmento: la isla que hoy conocemos.
 
Otras leyendas de los habitantes de la isla de Pascua nos explican algo más acerca de Hiva, la misteriosa tierra de la que partió Uoke. Cuentan que, en el pasado, se alzó orgullosa como una isla de inmenso tamaño, pero también hubo de sufrir las consecuencias del «gran cataclismo» y «desapareció bajo las aguas[738]». Después, un grupo de trescientos supervivientes surcó el océano a bordo de dos grandes canoas hasta llegar a Te-Pito-O-Te-Henua; la magia les había proporcionado el conocimiento de la existencia de esa isla y de cómo llegar hasta ella sin más ayuda que las estrellas
 
Graham Hancock
El espejo del paraíso, página 271
 
 
Misterios
 
En una tarde próxima al solsticio de junio —⁠mitad del invierno en el hemisferio sur⁠— observamos las blancas arenas que cubrían la playa comprendida entre los dos promontorios rocosos de la bahía de Anakena. A nuestra espalda estaba Ahu Nau Nau, una densa pirámide escalonada de grandes bloques que culminaban en una larga repisa plana. Allí, de espaldas al mar, se elevaban siete estatuas extraordinarias: una era sólo un torso, otra aparecía decapitada, otra intacta pero con la cabeza desnuda, y cuatro con gigantescas coronas de piedra roja. Algunos expertos han especulado en torno a estos siete moai (literalmente, «imágenes»), afirmando que representan a los siete sabios que exploraron la isla de Pascua, la avanzadilla enviada por Hotu Matua. No podemos estar en absoluto seguros, especialmente si tenemos en cuenta que existe una octava estatua, achaparrada y extraña, que se alza en un lado de la bahía en la cercana Ahu Ature Huki. En realidad, nada se sabe acerca del propósito o significado de ninguna de las casi seiscientas estatuas emplazadas en la isla de Pascua. Representan un misterio arcaico que ha sido investigado por generaciones de científicos a lo largo de los últimos tres siglos, pero que nadie ha logrado resolver.
 
Ese misterio incluye la existencia de una tierra primigenia desaparecida —⁠la legendaria isla de Hiva, que fue tragada por las aguas⁠— y de un pequeño grupo de supervivientes del cataclismo provocado por la palanca de Uoke que acabó estableciéndose en el pico rocoso, aún por encima del nivel del mar, dándole el nombre de Te-Pito-O-Te-Henua. ¿Vamos a desdeñar dicho relato? ¿O tal vez hay en él algo de verdad?
 
También incluye a ciertas personas que tuvieron que ser expertos marineros, ya que sólo navegantes consumados pudieron llegar sanos y salvos a un punto tan remoto como Te-Pito-O-Te-Henua con los barcos intactos.
 
Y, por último, también incluye a un pueblo que, a su llegada a la isla de Pascua, ya poseía desarrollados conocimientos de arquitectura e ingeniería. No se advierten en el lugar restos que indiquen ensayos previos a la construcción de los grandes moai. Al contrario, el coherente y concienzudo canon artístico que expresan estas obras únicas parece haber estado completamente elaborado ya en los inicios de la fase escultórica de la isla de Pascua: es más, a menudo los mejores moai son los más antiguos. Lo mismo puede decirse de las masivas plataformas de piedra conocidas como ahu, sobre las que se alzan muchos de los moai: una vez más, los ejemplos más antiguos tienden a tener una calidad superior a los construidos posteriormente.
 
Los arqueólogos creen, y probablemente estén en lo cierto, que han logrado fijar una exacta cronología para la isla de Pascua:
 
La primera evidencia aceptada de vida humana aparece en forma de juncos, que los análisis con carbono sitúan en el 318 d.C., encontrados en una tumba en el importante emplazamiento moai de Ahu Tepeu.
 
La siguiente evidencia la componen restos de carbón vegetal, fechados en el año 380 d.C., que fueron encontrados en una acequia de la península de Poike.
 
Las siguientes pruebas hechas con la técnica del carbono-14 nos datan en 690 d.C. otro importante emplazamiento moai, Ahu Tahai, como resulta del análisis de los materiales orgánicos aparentemente incorporados a la propia plataforma en el momento de su construcción.
 
Por lo tanto, los arqueólogos consideran que Ahu Tahai fue la «primera de esas estructuras». Por otro lado, se cree que el moai (al que no se le pueden aplicar las pruebas de carbono) podría haber sido añadido mucho más tarde. Esto es así porque lo que se conoce como la primera estatua clásica conocida de la isla de Pascua se alza sola, justo al norte de Tahau. La evidencia proporcionada por el contexto y por las pruebas de radiocarbono en materiales orgánicos asociados, han persuadido a los arqueólogos a fechar este moai, de veinte toneladas y cinco metros de alto, en el siglo XII d.C. Sin embargo, paralelamente, se ven obligados a admitir que «la forma clásica de la estatua ya estaba desarrollada en esa época».
 
La escultura de gran número de moai se prolongó durante aproximadamente medio milenio, hasta que el último, de cuatro metros de altura, fue erigido en Hanga Kioe alrededor del año 1650 d.C. Setenta y cinco años más tarde, después de una serie de guerras genocidas que enfrentaron a los dos principales grupos étnicos de la isla (los orejas largas y los orejas cortas), la disminuida población tuvo su primer y decisivo contacto con los barcos europeos. Como era predecible, los asesinatos, los secuestros, la captura sistemática de esclavos y las epidemias de fiebre del heno y tuberculosis, alcanzaron tal intensidad que hacia el año 1870 la población de la isla de Pascua se había visto reducida a sólo ciento once individuos. Este pequeño grupo de supervivientes no contenía a un solo miembro que hubiera pertenecido a la dinastía de maestros e iniciados, los ma’ori-ko-hau-rongorongo, cuyos miembros habían sido secuestrados durante una feroz captura de esclavos llevada a cabo por Perú en 1862.
 
Graham Hancock
El espejo del paraíso, página 276
 
 
El estilo de escritura de las tablas de Rongorongo ha despertado un interés especial debido a que forman: …  una secuencia rara, llamada «bustrófedon inverso», que consiste en que, al llegar al borde de la tabla, cada línea de escritura regresa en sentido contrario para formar la línea siguiente. Esto implica que, si alguien quiere leer la inscripción completa, debe ir girando la tabla al final de cada línea. No cabe duda de que esta escritura fue realizada por expertos y que posee un elevado valor artístico, además de informativo
 
Graham Hancock
El espejo del paraíso, página 279
 
 
Hasta el momento, existen cuatro aspectos a estudiar si queremos resolver el misterio de la isla de Pascua: El misterio de Hiva, la tierra legendaria de donde salieron los dioses que fue supuestamente arrasada por una inundación. El misterio de los expertos marineros que guiaron a la primera flota de refugiados desde Hiva a las remotas orillas de Te-Pito-O-Te-Henua. El misterio de los expertos arquitectos que idearon el gran ahu y el moai. El misterio de los escribas que eran capaces de entender las inscripciones de las tablas de Rongorongo.
 
Todos estos sofisticados conocimientos indican una avanzada civilización. El hecho de que todos se unan para concentrar sus esfuerzos en una remota isla del Pacífico, resulta extremadamente difícil de explicar si seguimos los habituales procesos evolutivos que rigen la formación y el desarrollo de las sociedades humanas. Muchos expertos han tenido en cuenta una alternativa: la posibilidad de que los indígenas de la isla de Pascua no desarrollaran estas habilidades aisladamente, sino que las recibieran como una influencia, como un legado procedente de cualquier otro lugar.
 
Graham Hancock
El espejo del paraíso, página 281
 
 
Las incompletas leyendas que intentan explicar la llegada a la isla de Pascua de los siete sabios y de la dinastía del rey dios Hotu Matua contienen elementos que nos recuerdan los Textos de Edfú. En ambos casos, tenemos una isla, originalmente habitada por los dioses (Hiva en el caso de los indígenas de la isla de Pascua y el hogar de los primigenios en el caso de los egipcios). Ambas islas fueron destruidas cuando una violenta tormenta asoló la zona, hundiéndola en el mar: los habitantes de la isla de Pascua atribuyen la tormenta a la palanca de Uoke, y el rico simbolismo egipcio representa la causa del cataclismo mediante una «gran serpiente». «La agresión fue tan violenta que destruyó la tierra sagrada y causó la muerte a sus divinos habitantes.». En ambos casos, el «agua sepultó a los dioses que vivían en esa primera tierra». En ambos casos, los supervivientes zarparon a bordo de un barco y llegaron a una nueva tierra donde decidieron establecerse. En ambos casos, un rey dios les dirigía y entre los supervivientes había arquitectos y astrónomos. Y, también en ambos casos, dichos supervivientes pusieron un especial interés en la construcción de montículos sagrados.
 
Graham Hancock
El espejo del paraíso, página 284
 
 
En el antiguo idioma egipcio la palabra aj o aju, a veces escrita bajo la forma ahu, tiene varios significados: «ser de luz», «morador del horizonte», «resplandeciente» o «espíritu transfigurado». En la isla de Pascua la palabra aku significa «espíritu sobrenatural». Volviendo a Egipto, encontramos que la misma palabra se usaba regularmente para honrar a los Shemsu Hor, los seguidores de Horus: Aju Shemsu Hor era el título completo que se daba al misterioso culto de reyes divinos que, según la leyenda, gobernó el valle del Nilo durante miles de años antes de que el primer faraón de la dinastía I ocupara el trono. También nos tropezamos con un curioso pasaje del Libro de lo que hay en el Duat que explica al iniciado que él debe «levantarse con los dioses erguidos (ahau)». Se decía que eran seres sobrenaturales que medían nueve codos, aproximadamente seis metros de altura
 
Graham Hancock
El espejo del paraíso, página 286
 
 
El proceso de construcción de esas figuras que incluye el transporte de tallas tan gigantescas hacia Ahu desde todos los puntos de la isla, su alzamiento y la elección de algunas para ser coronadas con increíbles moños que pesan muchas toneladas cada uno, ha sido calificada acertadamente como «una cima importante de la ingeniería». Mucho se ha escrito sobre cómo una gesta de esta magnitud se consiguió en una isla remota, con una población que jamás, ni en sus momentos de mayor esplendor, superó los cuatro mil individuos. Puesto que la isla de Pascua se ha convertido en un tema endiablado debido a la fobia de algunos científicos hacia lo que ellos califican de excéntricas explicaciones pertenecientes a lunáticos, todos y cada uno de los arqueólogos que se ocupan del tema ponen su máximo esfuerzo en parecer absolutamente cuerdos, racionales y científicos. Sin duda, ésta es la razón por la que ni un solo experto ortodoxo se haya tomado en serio ni siquiera por un momento las numerosas tradiciones de la isla de Pascua que afirman, de forma contundente, que los moai fueron desplazados y alzados por el poder de mana, que literalmente significa brujería, esa carismática fuerza que los egipcios llamaban hekau.
 
Graham Hancock
El espejo del paraíso, página 288
 
 
Lo que esas leyendas pretenden conservar es el confuso recuerdo de un episodio perteneciente a un pasado remoto; a un momento en el que los grandes magos sabían cómo mover estatuas con «palabras salidas de sus bocas». Los magos usaban para ello una piedra redonda llamada Te Pito Kura «para concentrar su poder mana y así ordenar a las estatuas que caminasen». En ocasiones, se decía que los jefes tenían suficiente mana como para conseguir que las estatuas caminaran o flotaran en el aire: «La gente debía trabajar duro para tallar los moai, pero cuando éstos estaban acabados, el rey les concedía el mana de moverlos
 
Graham Hancock
El espejo del paraíso, página 288
 
 
Una vez más, hallamos un proceso casi idéntico en la cultura egipcia. Gran parte de los monumentos más espectaculares están vinculados a tradiciones que hablan de magia. En un papiro representativo leemos algo sobre Hor, un mago etíope que:
 
construyó una enorme bóveda de piedra, de doscientos codos de largo y cincuenta de ancho, para que cubriera las cabezas del faraón y de su princesa; la bóveda amenazaba con caerse y matarlos a todos. Cuando el rey y su corte se dieron cuenta, huyeron gritando. En cambio, Hor pronunció un hechizo provocando la llegada de un gran barco fantasma que se llevó la bóveda para siempre.
 
Graham Hancock
El espejo del paraíso, página 289
 
 
Los primeros españoles que llegaron a América del Sur también hallaron tradiciones parecidas referentes a construcciones milagrosas en la misteriosa ciudad andina de Tiahuanaco (ver quinta parte), con sus estatuas megalíticas y sus muros y pirámides gigantescos. Las leyendas hablan de grandes bloques que descendieron de las canteras de la montaña «por sí solos, al compás de una trompeta» y ocuparon «las posiciones correctas». Mucho más al norte, en la ciudad maya de Uxmal, en América Central, se cuentan historias casi idénticas acerca de la llamada pirámide del Mago. Se dice que su construcción fue realizada en una sola noche gracias a un enano que poseía poderes mágicos: sólo tenía que silbar para que «las pesadas rocas acudieran a él[800]». De la misma forma, hay tradiciones muy arraigadas que atribuyen la fundación de la ciudad megalítica de Nan Madol, en la isla de Pohnpei, a la brujería de Olosopa y Olosipa, sus dioses fundadores: «Gracias a sus hechizos mágicos, las grandes masas de piedra volaron por los aires una a una como si fueran pájaros, colocándose cada una en su lugar».
 
Graham Hancock
El espejo del paraíso, página 289
 
 
Ya sean las pirámides de Egipto, los templos de Angkor, las ciudades de piedra en América Central y América del Sur, los fantasmales muros basálticos de Nan Madol o el ahu y los moai de la isla de Pascua, lo cierto es que lo ignoramos casi todo acerca de nuestra propia prehistoria. Pudo tratarse de un periodo evolutivo largo, lento y monótono, como muchos expertos prefieren creer. Pero también podría haber sido
 
Graham Hancock
El espejo del paraíso, página 290
 
 
Quizá sea un error desdeñar todas esas leyendas. Quizá los historiadores y los arqueólogos debieran dedicar un poco menos de esfuerzo a una búsqueda diligente de explicaciones prosaicas y aburridas para los misterios del pasado y prestar un poco más de atención a esas posibilidades extraordinarias. Ya sean las pirámides de Egipto, los templos de Angkor, las ciudades de piedra en América Central y América del Sur, los fantasmales muros basálticos de Nan Madol o el ahu y los moai de la isla de Pascua, lo cierto es que lo ignoramos casi todo acerca de nuestra propia prehistoria. Pudo tratarse de un periodo evolutivo largo, lento y monótono, como muchos expertos prefieren creer. Pero también podría haber sido muy distinto, un tiempo mucho más complejo y sutil, rebosante de vitalidad e imaginación, esperanza y desesperación. Tal vez existieron civilizaciones que hoy yacen olvidadas en los oscuros valles de nuestro pasado colectivo, borradas por innombrables cataclismos que sucedieron hace millones de años. Tal vez eran capaces de usar técnicas avanzadas, muy distintas a las que poseemos hoy en día. Tal vez incluso habían aprendido a ir más allá de las soluciones técnicas y a manipular el mundo físico gracias al poder mental de la concentración, que les permitía realizar tareas tales como el alzamiento y el transporte de enormes bloques de piedra.
 
Graham Hancock
El espejo del paraíso, página 290
 
 
Estamos casi seguros, y así lo hemos manifestado en libros anteriores, que hubo al menos un gran episodio olvidado en la historia de la humanidad, una civilización perdida que fue destruida debido a los grandes cataclismos que asolaron el mundo al final de la última glaciación. Existen muchas pruebas que vinculan esta civilización con el 10 500 a.C. Pero lo que estamos considerando aquí es algo aún más importante: la posibilidad de que algunos supervivientes rescataran el sistema de conocimientos de esa cultura e idearan métodos para distribuirlo por todo el mundo y transmitirlo así a futuras generaciones, tal vez incluso hasta la actualidad. Esto explicaría por qué lo que parece ser el mismo sistema de iniciación espiritual que usa la dualidad cielo-tierra en la búsqueda de la inmortalidad del alma un sistema de origen y antigüedad desconocidos sea capaz de resurgir renovado en el Egipto de la era de las pirámides; en los textos herméticos de principios de la era cristiana; en Camboya y América Central a finales del primer milenio d.C.; tal vez en Micronesia, como veíamos en el capítulo anterior; y tal vez incluso en la isla de Pascua, conocida por los indígenas como Te-Pito-O-Te-Henua, el ombligo del mundo, y Mata-Ki-Te-Rani, ojos que miran al cielo.
 
Graham Hancock
El espejo del paraíso, página 291
 
 
El gran templo camboyano de Angkor Vat está orientado hacia dos momentos clave: el amanecer en el solsticio de diciembre y el amanecer en el equinoccio de marzo (respectivamente, pleno invierno y principio de la primavera en el hemisferio norte). Las tradiciones de la isla de Pascua afirman que hay dos momentos del año particularmente significativos en que los moai de Ahu Akivi vuelven a la vida. Son el solsticio de junio y el equinoccio de septiembre (respectivamente, pleno invierno y el principio de la primavera en esas latitudes
 
Graham Hancock
El espejo del paraíso, página 293
 
 
Los ombligos del mundo
 
A la isla de Pascua la llamaban ojos que miran al cielo, pero también Te-Pito-O-Te-Henua, el Ombligo del Mundo, un nombre que recibió supuestamente del mismísimo rey dios Hotu Matua. Lo que es extraño, tal y como veremos en la quinta parte, es que comparte su nombre con Cuzco, que significa «ombligo» la increíble capital megalítica del Imperio Inca situada en lo alto de los Andes peruanos. Además, el mismo nombre o idea se aplicaba en tiempos antiguos a muchos otros centros de honor de carácter ritual y sagrado. En todos los casos en que hay pruebas suficientes para emitir un juicio, se revelan como lugares de culto dedicados a la geodesia, a la geometría y al arte relacionado de la geomancia, palabra que significa literalmente «adivinación terrestre».
 
Se ha demostrado que es frecuente que estos ombligos de la Tierra tengan alguna relación con los meteoritos, rocas caídas del cielo. Muchos disponen de su propia piedra ombligo, o piedra del Sol, o piedra fundacional, que a veces va acompañada de un mito relacionado con una vara, o un pilar hundido en la tierra o bien un obelisco que se eleva sobre ella. Todos son descritos como un centro de creación primitivo del que todo crece: «El Altísimo creó el mundo como a un embrión. Del mismo modo que el embrión sale del ombligo hacia el exterior, Dios empezó a crear el mundo partiendo de su ombligo, desde el que se proyectó en diferentes direcciones».
 
La isla de Pascua posee arraigadas tradiciones relativas a los meteoritos, a los que sus habitantes daban el nombre de ure ti’oti’o moana. Se supone que existen tres «enterrados en las profundidades de la isla». Además, cerca de Ahu Te Pito Kura, a dos kilómetros al este de Anakena, se puede ver actualmente una misteriosa «roca redondeada» de unos setenta y cinco centímetros de diámetro: el ombligo de la isla. Es ésta la roca que hemos mencionado anteriormente y que era utilizada por los magos para «concentrar su mana y hacer caminar a las estatuas». Su nombre, Te Pito Kura, ha sido traducido como «el ombligo dorado» y «el ombligo de la luz». También podría significar el «ombligo del Sol», un concepto estrechamente ligado a la piedra Benben del antiguo Egipto, la piedra solar caída del cielo que se erigía en forma de pilar en el centro de la mansión del Fénix, el núcleo de la ciudad sagrada de Heliópolis, concebida como centro del universo creado y emplazamiento del montículo primigenio.
 
En Israel existen ideas similares relativas a la ciudad sagrada de Jerusalén:
 
La Tierra Santa es el punto central de la superficie de la Tierra, Jerusalén es el centro de Palestina y el templo está situado en el centro de la ciudad sagrada. En el mismo santuario, el Arca sagrada [de la alianza] ocupa el centro… construido sobre la Piedra Fundacional [«Eben Shetiyah»], que es, por lo tanto, el centro de la Tierra.
 
En las leyendas judías se añade que esta Eben Shetiyah era la piedra que utilizó como almohada el patriarca Jacob cuando tuvo su famoso sueño de la escalera (que habla de una conexión entre el cielo y la tierra). Cuando despertó, Jacob:
 
Cogió la piedra y la colocó en forma de columna; tomó el aceite que había caído del cielo y lo vertió por encima; entonces Dios hundió esa piedra ungida en el abismo para que sirviera de centro de la Tierra; la misma piedra, la Eben Shetiyah, que forma el centro del santuario donde está enterrado el Nombre Inefable, cuyo conocimiento convierte a un hombre en el señor de la naturaleza, de la vida y de la muerte.
 
Ha habido algunas especulaciones que afirmaban que la Eben Shetiyah podía ser una «piedra de fuego; por ejemplo, un meteorito», una idea que halla su confirmación en el Libro de las Crónicas y en el Libro de Samuel; en ambos se habla de «una bola de fuego que cae del cielo» sobre el altar de Jerusalén. Es posible, por tanto que fuera uno más de esos objetos.
 
De ellos, quizás el ejemplo más famoso sea el célebre omphalos de Delfos, en Grecia, el centro geomántico más prestigioso del mundo clásico. Como en los casos de la piedra Benben y la Eben Shetiyah, se creía que este ombligo que es lo que significa la palabra omphalos señalaba el centro de la Tierra y que había caído desde el cielo. En la mitología griega se le identificaba específicamente con la piedra que había tragado el monstruoso Cronos —⁠el dios del tiempo que devoró a sus propios hijos⁠— creyendo que era Zeus. Cuando Zeus se hizo un hombre, se vengó de Cronos «arrojándole a las profundidades del universo» después de haberle obligado a vomitar la piedra: «Ésta aterrizó en el centro exacto del mundo: el santuario de Delfos».
 
Delfos está situada en la ladera del monte Parnaso, en un valle de una enorme belleza natural con vistas al golfo de Corinto. Su omphalos era una piedra fálica, en forma de pilar y algo cónica. El original no ha llegado a nuestros días, pero en su lugar se encontró una copia realizada durante el período helenístico. En la superficie de la piedra aparece grabado en relieve algo parecido a una red; los arqueólogos lo describen como «el modelo de una red de lana», o de algún otro tejido. Al igual que la telaraña tejida por el arácnido moteado, es difícil ver dónde empieza y dónde acaba.
 
Las tradiciones griegas establecen una estrecha relación entre el omphalos de Delfos y los pájaros; tal vez esto no debería sorprendernos, puesto que los brujos griegos practicaban el arte de la adivinación a partir del vuelo de las aves. Se dice que en la parte superior del omphalos aparecía la efigie de dos águilas doradas, en conmemoración de una leyenda. Según el mito, Zeus había liberado a dos águilas doradas desde lados opuestos de la Tierra haciéndolas volar hacia el centro; naturalmente, las dos aves se encontraron en Delfos.
 
Puesto que se dice que un pájaro voló desde el este y el otro desde el oeste, sus caminos debieron de trazar un gran arco, un semicírculo, alrededor de la Tierra: una línea de latitud. Tal y como confirma el historiador de la ciencia Livio Catullo Stecchini: «en la antigua iconografía, estos dos pájaros [que a veces son representados por palomas y otras por águilas] representan un símbolo clásico del trazado de los meridianos y los paralelos». Stecchini también dice que la telaraña grabada en el omphalos de Delfos pretendía representar «una red de paralelos y meridianos».
 
Delfos era un ombligo del mundo. Como también lo era el Bayon en la red de templos de Angkor; en palabras de Bernard Groslier, «el omphalos en el cosmos de piedra de Angkor». El sagrado dominio de Gizeh/Heliópolis en Egipto compartía esa misma función, que fue gobernado por la encarnación más antigua de Osiris: Sokar, el dios de la orientación y el equilibrio, quien también dominó la quinta división del Duat (los textos antiguos suelen llamarla el «reino de Sokar»).
 
En el Libro de lo que hay en el Duat, el reino de Sokar nos muestra la destacada representación de un omphalos sobre el que se posan dos pájaros. El arqueólogo americano G. A. Reisner encontró un ejemplo real de un omphalos parecido durante las excavaciones que realizó en el Alto Egipto, en el santuario del gran templo de Amón en Karnak, lo que supuso una confirmación de las leyendas griegas que hablaban de «palomas» que volaban de Karnak a Delfos. Autoridades como Peter Tompkins, que trabajó junto a Stecchini, y John Michel, en su importante estudio At the Centre of the World, presentan pruebas convincentes de que la red que unía tales centros, en constante comunicación unos con otros, se extendió por todo el planeta:
 
Como consecuencia de su avanzada ciencia geodésica y geográfica, Egipto se convirtió en el centro geodésico del mundo conocido. Otros países situaron sus templos y sus capitales según el modelo egipcio del meridiano cero, como, por ejemplo, Nimrod, Sardis, Susa, Persépolis y aparentemente incluso la antigua capital china An-Yang… Puesto que cada uno de estos centros geodésicos constituía un ombligo político y geográfico del mundo, allí se ponía un omphalos o un ombligo de piedra para representar el hemisferio norte, desde el Ecuador al polo, marcado con meridianos y paralelos, y para mostrar la dirección y la distancia en relación con otros ombligos similares.
 
Graham Hancock
El espejo del paraíso, página 309
 
 
En una cuadrícula mundial imaginaria que tendría a Gizeh-Heliópolis como eje central, los templos de Angkor están situados a 72 grados este del meridiano cero; las ruinas de Nan Madol en Pohnpei, una isla del Pacífico, se encuentran a 54 grados este de Angkor, y los megalitos de Kiribati y Tahití se hallan, respectivamente, a 72 grados y a 108 grados este de Angkor. Si esta red se basa en la escala precesional, el siguiente número significativo debería ser el 144. Cuando nos desplazamos a 144 de longitud este de Angkor (que resulta ser también 144 de longitud oeste de Gizeh), observamos que la única opción posible en los 165 millones de kilómetros cuadrados del océano Pacífico es la isla de Pascua, que está apenas a 320 kilómetros de ese punto. Por lo tanto, lo que sugerimos es que la isla de Pascua pudo ser establecida originariamente para que fuera una especie de faro o indicador geodésico, ejerciendo algunas funciones hasta ahora ignoradas en un sistema global ancestral de coordinadas cielo-tierra que unía a muchos ombligos del mundo.
 
Graham Hancock
El espejo del paraíso, página 315
 
 
Quienes diseñaron el candelabro intentaron que pudiera ser visto desde el norte. En realidad, ninguna otra perspectiva muestra una imagen tan satisfactoria: el observador debe mirar hacia el sur, hacia la pendiente donde fue grabado. Un examen del diagrama desde la base hacia arriba hace que la mirada del observador se dirija hacia el sector sur del cielo, concretamente hacia el meridiano sur. Aunque puede tratarse de una coincidencia, las simulaciones por ordenador nos dicen que, alrededor de la medianoche del equinoccio de marzo de hace unos 2000 años —⁠la época en que probablemente se realizó el candelabro⁠— la constelación conocida con el nombre de la Cruz del Sur habría podido ser vista sobre el meridiano sur a una altitud de cincuenta y dos grados. En ese momento, un observador que contemplara la escena desde un bote como el nuestro, anclado a un kilómetro al norte del candelabro, habría sido capaz de ver la Cruz del Sur suspendida en el cielo, directamente sobre este inmenso diagrama.
 
Graham Hancock
El espejo del paraíso, página 318
 
 
El largo eje central y la forma triangular de la constelación nos hacen pensar que el candelabro puede ser la imagen terrestre de la Cruz del Sur. Es más, aunque los marinos europeos no reconocieron la existencia de esta constelación hasta el siglo XVI, los sacerdotes astrónomos de los Andes la conocían desde mucho antes. Hubo un tiempo en que las estrellas de la Cruz fueron estudiadas por los astrónomos griegos y egipcios, hasta que el ciclo precesional llevó a la constelación por debajo del horizonte, a latitudes situadas más hacia el norte. La Cruz del Sur forma parte de la Vía Láctea, pero, como ya veremos en el capítulo siguiente, lo más sorprendente de ella es que se halla en el sector específico de la Vía Láctea que los incas y sus antepasados consideraban la entrada a la tierra de los muertos. Se encuentra también junto a dos constelaciones nebulosas oscuras, que adoptan la forma de un zorro y de una llama. Desde tiempos inmemoriales, las tradiciones andinas han asociado estos tenebrosos animales celestes, formados de polvo de estrellas, con una mítica riada que destruyó la Tierra en la antigüedad; una inundación de la que un «conjunto de estrellas» avisó a una raza humana anterior. Desde nuestro punto de vista, este tipo de historias y su localización física en los cielos guardan un parecido demasiado evidente con las creencias que hemos encontrado en lugares tan lejanos como Egipto, México y Camboya para que podamos conformarnos con esa explicación. En todas estas culturas, la Vía Láctea —⁠el océano Lácteo, la corriente tortuosa, la calle de los Muertos, etc.— desempeña un importante papel en el viaje del alma después de la vida. En todas ellas existe también una relación con los ciclos celestes que destruyen y renuevan constantemente los cielos debido a los avances y retrocesos provocados por la precesión.
 
Graham Hancock
El espejo del paraíso, página 318
 
 
Como las pirámides de Gizeh, Teotihuacán y Angkor, resulta lógico asumir, como sugiere el arqueólogo Johan Reinhard, que las pirámides de Cahuachi «servían de paisaje simbólico, donde las formas arquitectónicas y las imágenes de los dioses reflejaban la geografía sacra».
 
En Egipto, México y Camboya, estas estructuras eran utilizadas como instrumentos de iniciación en un poderoso sistema de conocimiento espiritual, idéntico en todo el mundo. El mismo conocimiento que se enseñó siempre. Y, en todos los lugares, se usó la misma técnica, obligando al iniciado a pensar en términos de cielo y suelo, y a explorar el laberíntico misterio que unía ambos planos:
 
Cielo arriba, cielo abajo;
estrellas arriba, estrellas abajo;
todo lo que está encima, debajo se muestra.
Feliz aquel que el acertijo resuelva.
 
¿El hecho de que la misma adivinanza se halle en Nazca, donde las montañas pirámide de Cahuachi se alzan entre grandes constelaciones de dibujos en la arena que miran directamente hacia el cielo, es una coincidencia o un acto deliberado?
 
Graham Hancock
El espejo del paraíso, página 331
 
 
EN 1910, EL HISTORIADOR SIR CLEMENTS MARKHAM, máxima autoridad en lo que concierne al estudio del pueblo inca, mencionó la existencia de un «misterio aún no resuelto en la llanura del lago Titicaca… El enigma se refiere a las ruinas de una gran ciudad que se hallaba en la parte sur del lago. Ignoramos quién la construyó».
Un siglo más tarde seguimos sin tener la respuesta. La ciudad en ruinas, hoy conocida con el nombre de Tiahuanaco (una denominación relativamente reciente), era conocida en la antigüedad como Taypicala, «la Piedra en el Centro». Los arqueólogos no se han puesto de acuerdo en la fecha de su construcción: algunos la sitúan en el segundo milenio a.C., mientras que otros la datan en una época más reciente, entre los siglos II y IX d.C.
 
Graham Hancock
El espejo del paraíso, página 332
 
 
Uno de los escasos puntos acerca de Tiahuanaco en que los expertos parecen estar de acuerdo es que este sistema inteligente, poderoso y eficazmente organizado, no tuvo nada que ver con la conocida cultura inca, que floreció entre los siglos XV y XVI d.C. Este punto de vista académico se fundamenta en las tradiciones de los indios aimara, que vivieron en las proximidades de Tiahuanaco desde tiempo inmemorial.
 
Graham Hancock
El espejo del paraíso, página 333
 
En el siglo XVI, el cronista español Cieza de León preguntó a los aimara si las múltiples estructuras megalíticas de la ciudad eran obra de los incas:
 
Se rieron ante la pregunta, afirmando que eran muy anteriores al dominio inca y… que sus antepasados contaban que todo lo que estaba a la vista surgió de repente, en el transcurso de una sola noche
 
Graham Hancock
El espejo del paraíso, página 334
 
 
Ha quedado constancia de la versión andina en escritos del siglo XVI recogidos por el noble Huaman Poma, cuyo nombre, literalmente «halcón león», nos recuerda mucho a las representaciones de Horus en el antiguo Egipto.
 
Graham Hancock
El espejo del paraíso, página 339
 
 
El dios barbudo y el quinto Sol
 
De acuerdo con las tradiciones andinas, este nuevo mundo surgió de las palabras del dios Viracocha. Como Atum en el antiguo Egipto, o Visnú para los hindúes, se trataba principalmente del símbolo de un gran poder en el cosmos, capaz de generar la vida. Se le identificaba con el Sol, y, como hemos visto antes, podía adoptar forma humana. En este aspecto —⁠y exactamente igual que Quetzalcóatl, el pacífico dios de México⁠— se le describía como: «un hombre blanco… con barba y ojos azules… de gran estatura y porte autoritario… En muchos lugares, instruyó a los hombres sobre cómo debían vivir…».
 
Puesto que los historiadores no aceptan la posibilidad de una relación o influencia entre México y los Andes en el periodo precolombino, el parecido de dicha descripción es calificado de simple coincidencia: ambas culturas adoraban a un dios civilizador, un dios de piel blanca y larga barba. Pero ¿también se trata de una coincidencia que ambas culturas creyeran estar viviendo en la quinta época de la Tierra y que ambas caracterizaran específicamente ésta era con el nombre de «quinto Sol»?
 
En la primera parte, nos detuvimos a explicar la versión mexicana de ese sistema de creencias. Ha quedado constancia de la versión andina en escritos del siglo XVI recogidos por el noble Huaman Poma, cuyo nombre, literalmente «halcón león», nos recuerda mucho a las representaciones de Horus en el antiguo Egipto. También el sacerdote español Martín de Murúa explicó las creencias de los Andes a este respecto: «Desde que el mundo fuera creado hasta ahora han pasado cuatro soles, sin contar con el que nos ilumina en la actualidad».
 
Como en México, se creía que los cuatro soles previos habían sido destruidos y arrasados por cuatro grandes cataclismos debidos al efecto del agua, la caída del cielo, el aire y el fuego. También en ambos lugares se creía que el quinto Sol estaba a punto de ser aniquilado; en México, se atribuía la causa a un gran movimiento de Tierra y en los Andes, a un pachacuti. Literalmente, pachacuti significa «vuelco del mundo» (según la traducción de sir Clements Markham) y «vuelco del espacio-tiempo», de acuerdo con la de William Sullivan.
 
Graham Hancock
El espejo del paraíso, página 338
 
 
En los Andes se creía que el dios Viracocha era el responsable de la creación de mundos nuevos y el encargado de destruir los antiguos.
 
Se decía que su primera creación había sido la de «un mundo donde no había luz ni calor». Para que poblaran este «limbo de oscuridad», Viracocha creó «hombres grandes y fuertes de tamaño superior al normal, que vivieron en las sombras de la irrealidad, como si fueran animales». Cuando estos gigantes le enojaron, «provocó una inundación, una pachacuti, y el mundo quedó anegado por las aguas»:
 
Entonces, tras la inundación, apareció de nuevo sobre la isla de Titicaca y trajo a una raza de hombres de su propia estatura la normal entre los hombres y ordenó al Sol, la Luna y las estrellas que ocuparan su lugar en los cielos… para iluminarlos de día y de noche.
 
Ésta es la leyenda que se esconde tras la creencia andina de que Titicaca, la isla del Sol, y en particular el acantilado del León situado en el lado este de la isla —⁠el lugar por donde Viracocha emergió de las aguas del lago⁠—, fue el origen sagrado de la creación. Siguiendo este gran esquema de geografía espiritual, Tiahuanaco, «con sus grandes y antiguos monumentos», fue la primera ciudad que construyó Viracocha después de la creación.
 
No existen diferencias significativas entre este concepto y la antigua idea egipcia que aseguraba que fue en Heliópolis donde dio comienzo la creación. En ella, el dios Atum «surgió de las aguas del Nun en forma de una alta montaña y brilló como la piedra Benben en el templo del Fénix]».
 
Otro aspecto curioso lo constituye el acantilado oriental de Titicaca —⁠el acantilado del León⁠—, asociado específicamente con la creación de la época actual. La Gran Esfinge de Egipto no es otra cosa que un león tallado en una de las montañas de Gizeh. Una estela que sostiene entre sus garras nos dice que «marca el espléndido lugar de la Primera Época», es decir, el principio de nuestra época presente.
 
Graham Hancock
El espejo del paraíso, página 340
 
 
Los incas se referían al primer sacerdote del Coricancha con el nombre de uilac-umu, «aquel que habla de temas divinos». Era asistido en sus funciones por una casta de sabios sacerdotes llamados amautas, cuyos miembros procedían de una escuela de Tarpuntaes, que formaba a reputados astrónomos. «Su tarea consistía en estudiar los cuerpos de los astros, registrar los avances y retrocesos del Sol, fijar el solsticio y el equinoccio y predecir los eclipses. Para ello usaban una secuencia de monolitos conocidos como sucanas (de los que desgraciadamente no queda ninguno), que una vez, según cuentan los cronistas, “se alzaron sobre los horizontes montañosos del valle de Cuzco, en puntos estratégicos visibles desde el Coricancha y desde allí marcaron los azimuts de los solsticios de verano y de invierno”».
 
Graham Hancock
El espejo del paraíso, página 346
 
 
Viajes en la otra vida
 
Los sacerdotes de Heliópolis declaraban haber heredado su sistema religioso de los seguidores de Horus; dicho sistema combinaba precisas observaciones astronómicas que requerían la posesión de sofisticados conocimientos acerca de materias tan misteriosas como la precesión de los equinoccios, con la búsqueda de la inmortalidad del alma. Hemos hallado restos de esa misma búsqueda en México y en los templos camboyanos de Angkor. ¿Es una coincidencia que ése fuera el mismo objetivo también en los Andes, no sólo el del pueblo inca sino el de todos sus antepasados milenarios?
 
Cabe destacar que tanto la cultura de los Andes como la del antiguo Egipto defendían que las almas de los muertos deben emprender un viaje hacia las estrellas y encontrar la puerta que les conducirá al otro mundo. Los egipcios lo conocían con el nombre de Duat y lo ubicaban en una región específica del cielo, entre las constelaciones de Leo y Orión/Tauro, una región cruzada limpiamente por la Vía Láctea. Equidistante entre Leo y Tauro, la constelación de Géminis marca el punto de intersección de la Vía Láctea con la Eclíptica. Según las creencias andinas, este punto suponía «el cruce de caminos entre la tierra de los vivos y la tierra de los muertos».
 
En el año 2500 a.C., los egipcios creían que el Duat entraba en actividad —⁠es decir, abría sus puertas⁠— en el momento del solsticio de verano. Los incas del año 1500 d.C. también creían que la puerta al otro mundo se abría durante un solsticio; en su caso, durante los cuatro días próximos al solsticio de invierno: el momento en que el Sol descansaba sobre el trópico de Capricornio marcaba «la apertura de la tierra de los muertos a la tierra de los vivos».
 
Los incas creían que «este mundo suponía para ellos el exilio de su tierra natal en el mundo celeste» y que, tras la muerte, el alma que había llevado una vida de iniciación podría regresar al cielo y buscar refugio de nuevo en su gloria celestial. Los antiguos Textos de las pirámides, que hablan de la búsqueda del iniciado en pos de «una vida de millones de años», afirman de forma contundente: «La Tierra es el objeto odiado del rey… Este rey está vinculado al cielo… Este rey es uno de esos seres… que nunca caerán del cielo a la Tierra».
 
Eran exactamente las mismas ideas que inspiraron la construcción de los templos de Angkor en Camboya. También es fácil encontrarlas en los textos herméticos y en los escritos de los gnósticos que circularon por Egipto y por muchos otros lugares durante la Edad Media en los primeros siglos de la era cristiana. El código hermético conocido como Kore Kosmou se acerca mucho a la creencia de los incas, describiendo el exilio de las almas de los reinos celestes para encarnarse en el mundo bajo forma humana. «¡Pobres de nosotras!», protestan las almas, «q¡ué penalidades nos aguardan! ¡Qué odiosas acciones deberemos cometer para satisfacer las necesidades de este cuerpo que debe morir tan pronto!». Para reducir el sufrimiento, las almas piden al creador que les provoque amnesia: «Haznos olvidar las bendiciones que hemos perdido, y el mundo malvado al que nos dirigimos».
 
Todos estos sistemas religiosos enseñaban que el alma que había experimentado una encarnación debía salir victoriosa de terribles vicisitudes si deseaba encontrar el camino de vuelta al cielo. Los relatos andinos a menudo simbolizaban estas terribles vicisitudes con la siguiente metáfora: el alma debía cruzar por un puente hecho de cabello humano que colgaba sobre las turbulentas aguas de un río. Los incas también creían que el alma podía cruzar el río «con la ayuda de perros negros», una idea que nos hace pensar en el papel que jugaban los perros negros Anubis y Upuaut como guías del alma, según consta en el antiguo Libro de los muertos.
 
Como parte de estas creencias comunes, se suponía que la mayor esperanza de salvación para el alma recaía en que fuera capaz de usar las oportunidades que le brindaba su existencia material para adquirir algunos conocimientos secretos. Esta gnosis podía ayudar al alma caída a elevarse de la materia y volver a los cielos, pero requería un largo y doloroso proceso de iniciación espiritual que era «difícil de completar para alguien que ocupaba un cuerpo». De un modo u otro, todas las fuentes antiguas advierten al iniciado que ha decidido seguir esta búsqueda de que «tenga como guía la mente y como maestro, la razón. Ellas te salvarán de la destrucción y de otros peligros». Si un peregrino se dedicaba a cultivar eficazmente la mente y la razón, lograría comprender por qué «el Señor lo creó todo envuelto en misterio» y por qué dijo: «Haré las cosas abajo tal y como las hice arriba».
 
Para aquellos que completaban la búsqueda, el premio consistía en «existir eternamente en la niebla de una humanidad moribunda». Hemos demostrado que, en Egipto, México y Angkor, esta búsqueda se materializó en la construcción de grandes monumentos astronómicamente alineados en parajes que recordaran al cielo.
 
En Egipto, el Nilo representaba la réplica terrestre de la Vía Láctea. Los incas veían el valle de Cuzco hasta el Machu Picchu como un reflejo del cielo, y al río Vilcamayu como la representación de la Vía Láctea en la Tierra. Las orillas del Nilo y del Vilcamayu eran el escenario de rituales que se celebraban en los días próximos al solsticio de junio. En ambos lugares, los encargados de realizarlos eran reyes dioses, ya fueran incas o faraones. Y en ambos lugares, el escenario venía marcado por unas estructuras megalíticas que habían sido construidas en tiempos remotos.
 
Hemos presentado pruebas que demuestran que la Esfinge y los templos megalíticos de Gizeh que la rodean se remontan a unos 12 000 años de antigüedad. Puesto que se sabe tan poco de los orígenes de las estructuras megalíticas que se hallan en Cuzco y Tiahuanaco, no deberíamos descartar la posibilidad de que también pudieran haber sido construidas durante ese misterioso periodo.
 
Graham Hancock
El espejo del paraíso, página 340
 
 
El problema de las grandes piedras
 
Una hora antes del anochecer subimos al montículo de piedra que forma la mandíbula superior del león y dirigimos la mirada hacia el sur, hacia los «dientes» megalíticos de la mandíbula inferior. Hay más de mil bloques de piedra; todos enormes (muchos pesan alrededor de doscientas toneladas), pero los mayores se hallan en la superficie más baja. De acuerdo con las medidas y cálculos del doctor John Hemming, miembro de la Real Sociedad de Geografía de Londres, una de ellas posee una altura de 8,5 metros y pesa 355 toneladas, siendo posiblemente «la piedra más grande jamás usada en la construcción de una estructura». Hemming también nos advierte de las características poligonales de la mampostería: cada piedra tiene un tamaño y una forma distintas, entrecruzándose «de forma compleja y enigmática».
 
El conjunto de tres pisos alcanza una altura cercana a los quince metros. Desde nuestro punto de observación, bajo la luz del crepúsculo, sus contornos se mezclaban para dar lugar a un imaginario castillo fantástico, con las piedras subiendo hacia el cielo. A medida que el Sol descendía por el oeste, las sombras trazadas por los dientes del león y proyectadas en los espacios que las separan iban haciéndose cada vez más largas, dándonos la impresión de que el monumento en su conjunto había sido diseñado para seguir la trayectoria del Sol.
 
Bajamos del montículo y caminamos por la «boca del león», hoy cubierta de hierba, hasta llegar al primero de los muros en zigzag. Las grandes piedras, pesadas y oscuras, se cernían sobre nosotros. Enfrentados a su aspecto imponente y a su tremendo peso, nos resultaba tan difícil como a Garcilaso imaginar cómo pudieron ser transportadas desde canteras situadas a varios kilómetros, y aún menos cómo se las arreglaron para colocarlas una a una en la posición correcta y luego encajarlas entre sí con tal precisión.
 
Aunque no todos los arqueólogos se han mostrado de acuerdo —⁠y entre los disidentes encontramos a una figura tan importante como sir Clements Markham⁠—, la teoría predominante atribuye Sacsahuamán a los incas. Sostiene que todo el conjunto fue construido mediante «un sistema de ensayo y error que incluía múltiples movimientos para cada piedra, por muy laborioso que pueda parecer». No se ha publicado todavía ningún estudio sobre el funcionamiento de este sistema de ensayo y error. Además, se admite que las grandes paredes megalíticas de Sacsahuamán «ya habían sido completadas o abandonadas antes de la llegada de los españoles, sin que los incas dejaran ningún rastro ni proporcionaran la menor información sobre sus métodos».
 
De hecho, la única prueba que tenemos de que los incas tratasen de mover un auténtico megalito (tal y como aparece en la obra Comentarios reales de los incas de Garcilaso de la Vega), sugiere que no dominaban en exceso las técnicas que esto implica: el intento acabó en desastre. Garcilaso nos habla de una gran roca de «increíbles» dimensiones que «más de veinte mil indígenas arrastraban por la montaña, subiendo y bajando escarpadas pendientes… Hasta que, de repente, la roca escapó de sus manos y se despeñó por un precipicio, aplastando a más de tres mil hombres».
 
No dudamos de que los incas fueran hábiles albañiles, ni de que gran parte de las estructuras menores del interior de Sacsahuamán hoy en día, prácticamente desaparecidas fueron obra suya (como también lo es gran parte de la ciudad de Cuzco). Sin embargo, si mover una sola piedra suponía para los incas una experiencia tan difícil, debemos preguntarnos cómo pudieron sacar adelante el traslado de cientos de piedras monstruosas, de un tamaño colosal, necesarias para construir los muros en zigzag de Sacsahuamán. Una posibilidad alternativa supondría darle la razón a Clements Markham y aceptar que los muros son en realidad el legado de una época anterior, «la era megalítica, cuando se transportaban piedras gigantescas y era común construir edificios de exageradas dimensiones».
 
Graham Hancock
El espejo del paraíso, página 353
 
 
Gigantes
 
Regresamos a examinar el montículo rocoso —⁠la «mandíbula superior» del león⁠—, que se halla doscientos metros al norte de los muros en zigzag. Sus contornos han sido profusamente tallados por la mano del hombre; una obra que los historiadores tradicionalmente han atribuido a los incas. Sin embargo, sigue sin existir la menor evidencia de que los incas tuvieran nada que ver en ello. Puesto que no disponemos de ningún examen fidedigno para medir la antigüedad de ciertos monumentos, es teóricamente posible que seres de una raza distinta se encargaran de tallar el montículo mucho antes de la llegada de los incas, quienes se habrían «apoderado» de dicha obra al entrar en escena durante el siglo XV. No resulta imprescindible que se produjera un rompimiento absoluto entre esa hipotética cultura anterior y la de los incas; al contrario, estos últimos habrían heredado parte de las tradiciones y de la sabiduría de los primeros, intentando, a menor escala, imitar sus formidables obras. Hay pruebas de un proceso parecido en numerosos lugares sagrados distribuidos por todo el mundo, especialmente en México, Egipto y Angkor, donde ya se ha convertido en una norma descubrir que los monumentos estaban construidos sobre los cimientos previos de otros edificios homólogos, que a su vez se habían alzado sobre restos anteriores, y así indefinidamente, retrocediendo hasta el origen de todo.
 
Los mitos andinos refuerzan esta explicación de Sacsahuamán. Relatan los mágicos logros arquitectónicos y de ingeniería conseguidos por el pálido, barbudo y rubio dios Viracocha y sus compañeros —⁠los «mensajeros», «los que resplandecen»⁠— quienes surgieron del lago Titicaca al principio del tiempo. También existe una tradición paralela referente a una raza de constructores prehistórica, a los que se conocía como los «huari». Se les describe como «blancos gigantes barbudos que crearon el lago Titicaca, desde donde comenzaron a civilizar los Andes…».
 
A esos gigantes se les atribuyen megalitos que se encuentran esparcidos por todo el mundo, desde Stonehenge a las Américas. Todos son estructuras talladas en piedra, muy parecidas al montículo rocoso de Sacsahuamán. Éste está dividido en una gran profusión de terrazas, peldaños, ángulos, canales, recesos triangulares y asientos de piedra, que nos recuerdan el diseño del monumento submarino de Yonaguni, en Japón, y a las cuevas talladas en el interior del cráter del Rano Raraku, allá en la isla de Pascua.
 
Esa misma cosecha de rocas, talladas formando confusos diseños, se da repetidas veces en el área de Cuzco. Uno de los montículos más intrigantes es el de Qenko, 1,5 kilómetros al este de Sacsahuamán. Allí, una maciza y pesada piedra caliza ha sido tallada por dentro y por fuera para crear una montaña en la que se respira una atmósfera cercana al misticismo: ese efecto produce la combinación de cuevas, repisas, pasadizos y nichos ocultos. En la cima, también labrada en la misma piedra desnuda, hallamos una protuberancia ovalada con una doble cumbre. A ambos lados de la montaña tallaron canales zigzagueantes, profundos y estrechos, en forma de animales —⁠un puma, un cóndor y una llama⁠— y una sucesión de peldaños y repisas que de nuevo nos hacen pensar en el aspecto general de Yonaguni. En la base de la montaña, rodeado por un muro bajo en forma de elipse, se halla un monolito dentado de casi cuatro metros de altura, parecido al talón de piedra de Stonehenge.
 
No existe ningún hecho comprobado acerca de los monumentos de piedra de los Andes. Todos parecen haber sido construidos hace tanto tiempo que casi parece imposible lograr entender a las mentes que los diseñaron. Dan la sensación de expresar una ética, hoy en día no muy común, que siempre huyó del camino fácil en busca de la perfección, enfrentándose para ello a los más duros desafíos. En Egipto, esa ética dio lugar a las pirámides de Gizeh; en Angkor, al mayor conjunto de templos nunca visto; en Nazca, a ambiciosos dibujos sobre la tierra que sólo resultan visibles desde el aire. La misma ética que produjo edificios sagrados, hechos con bloques de piedra que pesan cientos de toneladas cada uno, en las inexpugnables altitudes andinas.
 
Graham Hancock
El espejo del paraíso, página 355
 
 
Ollantaytambo
 
Aunque la magnitud de Sacsahuamán resulte inverosímil, debemos admitir que queda superado en todos los sentidos por el curioso templo-montículo de Ollantaytambo, sesenta kilómetros al noroeste. Al entrar en el lugar, nos encontramos frente a un gran anfiteatro escalonado, que se extendía por una ladera cóncava hacia un risco plano, ochenta metros por encima de nosotros.
 
Subimos los peldaños de una escalera hundida, advirtiendo que los niveles inferiores estaban hechos de piedras relativamente pequeñas. Paradójicamente, a medida que íbamos ascendiendo el tamaño de los bloques parecía hacerse cada vez mayor. Después llegamos a un nivel donde yacían varios bloques de granito esparcidos sin ningún orden. Su peso debía oscilar entre las cincuenta y las setenta toneladas y habían sido transportados a una altura de al menos sesenta metros.
 
Antes de proseguir con nuestro ascenso, recorrimos una estrecha repisa situada bajo una pared de bloques trapezoidales fuertemente encajados donde se había dispuesto una hilera de diez nichos poligonales. El extremo sur de la repisa pasaba por debajo de una entrada megalítica coronada por una piedra dintel, que daba paso a un pequeño mirador oval colgado del borde de la montaña.
 
Retrocedimos hasta llegar a una escalera tallada en el propio muro trapezoidal. Tras subir por los peldaños, salimos a la cima de Ollantaytambo, parte montaña y parte templo. Allí vimos más megalitos esparcidos, de un peso que debía oscilar entre las cien y las doscientas toneladas; en el punto más alto había una estructura cuadrada y baja formada por seis contundentes megalitos, cada uno de dos metros de anchura y alrededor de un metro de profundidad, con alturas que variaban de 3,4 metros a 4,3 metros. Tuvimos la impresión de que estas piedras gigantescas habrían servido en el pasado para cubrir el muro trasero de una de las salas, mientras que los megalitos volcados habrían formado los otros tres lados. Estaban colocadas en el borde de un montículo superior, lleno de megalitos por todas partes (de los que al menos treinta rondaban las doscientas toneladas de peso).
 
Lo más destacable de estos bloques de pórfido —⁠brillantes y duros como una joya rosácea⁠— cuyo único parecido con el resto de piedras de Cuzco y Sacsahuamán es el tamaño, es el increíble trayecto que tuvieron que realizar para llegar hasta allí. Los geólogos han localizado las canteras de donde se extrajeron: se hallan a casi ocho kilómetros y a unos novecientos metros de altura, en la orilla opuesta del río Vilcamayu. Esto significa que tuvieron que ser transportadas primero hasta el suelo del valle, luego por el río, y después subidas por la empinada colina hasta la cima de Ollantaytambo; una tarea que casi podríamos calificar de sobrehumana.
 
Los bloques de Ollantaytambo nos recuerdan especialmente la arquitectura de Tiahuanaco. Una gran distancia separa los dos emplazamientos, ya que Tiahuanaco se halla más allá del lago Titicaca, en dirección sureste. Ambas construcciones muestran megalitos macizos, laminados, de borde recto, que presentan inexplicables protuberancias y muescas por todas partes, encajados con una habilidad y precisión abrumadoras.
 
Esto tal vez logre explicar por qué uno de los típicos monumentos simbólicos de Tiahuanaco, la pirámide escalonada, aparezca varias veces en el bajorrelieve de una de las láminas superiores del muro de Ollantaytambo. En los jeroglíficos del antiguo Egipto se usaba exactamente el mismo símbolo para representar la piedra Benben, el emblema de la inmortalidad. Y, al igual que sucedía en Egipto, en Tiahuanaco y en Angkor, una de las características distintivas de Ollantaytambo era una técnica de construcción que usaba abrazaderas metálicas en forma de I para unir los bloques.
 
Graham Hancock
El espejo del paraíso, página 357
 
 
Nosotros opinamos que los incas eran el último eslabón de una cadena espiritual que tuvo su origen en unos antepasados desconocidos, aquellos que construyeron los megalitos andinos. También sugerimos que esos constructores megalíticos se relacionaban por todo el mundo con otros cuyos nombres ignoramos, y que todos ellos enseñaban el mismo sistema.
 
Graham Hancock
El espejo del paraíso, página 360
 
 
… resulta enormemente significativo, como demuestra el extenso estudio sobre cosmología andina realizado por William Sullivan, que se usara el mismo «lenguaje técnico-mítico» para transmitir información compleja acerca de la precesión de los equinoccios tanto en el Viejo Mundo como por los incas y sus antepasados en los Andes de la época precolombina.
En opinión de Sullivan, «una percepción espiritual muy poco común, que muestra una profunda comprensión de los mecanismos de la mente humana» subyace tras la formulación de «este lenguaje de revelaciones sacras basadas en la observación empírica».
 
Graham Hancock
El espejo del paraíso, página 361
 
 
Acertijos
 
Para nosotros, Tiahuanaco es el conjunto de muchos acertijos envueltos en uno mayor.
 
El primero hace referencia a las enormes piedras. En el Puma Punku, una pirámide baja y escalonada cuya base mide aproximadamente 60 × 50 metros, se calcula que uno de los bloques pesa 447 toneladas. Muchos otros se hallan en una franja que va de 100 a 200 toneladas. Las canteras principales de donde se extrajeron todas las piedras del emplazamiento de Tiahuanaco, estaban a 60 kilómetros; las de piedra arenisca roja, a 15 kilómetros. Resulta un absoluto enigma, que nadie puede resolver recurriendo a imágenes mentales de miles de indígenas primitivos tirando de cuerdas. Después de todo, Tiahuanaco está a 4115 metros sobre el nivel del mar, y la organización, motivación y alimentación de semejante fuerza de trabajo a esta altitud entraña un esfuerzo de dimensiones colosales. Sean quienes sean los responsables, está claro que esta ciudad sagrada no fue obra de seres primitivos.
 
Otro acertijo, muy evidente en el Puma Punku, es que muchos de los megalitos estaban unidos mediante abrazaderas metálicas, algunas de gran tamaño. Durante mucho tiempo se creyó que estas abrazaderas en forma de I y de T habían sido forjadas y luego enfriadas en las muescas talladas en los bloques. Un estudio más exhaustivo con un microscopio electrónico ha revelado sorprendentes pruebas de que ya llegaban fundidas a estas muescas, lo que implica la existencia de un horno de fundición portátil que iba de bloque en bloque en el propio emplazamiento, prueba de un nivel tecnológico muy superior al que nunca se atribuyó a la Suramérica precolombina.
 
Otro misterio es que el análisis espectrográfico de una de las escasas abrazaderas que han sobrevivido la muestra como el resultado de una inusual aleación que contiene un 2,05 por ciento de arsénico, un 95,15 por ciento de cobre, un 0,26 por ciento de acero, un 0,84 por ciento de silicona y un 1,70 por ciento de níquel. No existe ningún yacimiento de níquel en toda Bolivia. Es más, la «infrecuente» mezcla de níquel y arsénico habría requerido un horno que operara a temperaturas extremadamente elevadas.
 
El mayor acertijo de Tiahuanaco es su edad. La propuesta de la mayoría de los arqueólogos la sitúan en el periodo comprendido entre el 1500 a.C. y el 900 d.C., pero los estudios geológicos del lugar han derribado la hipótesis al mostrar una relación con el lago Titicaca que como mínimo se estableció hace 10 000 años. Sobre las serpientes situadas a un lado de la figura de Viracocha en el templo semisubterráneo hay representaciones de una especie animal parecida al toxodonte, una bestia parecida a un hipopótamo que se extinguió en Tiahuanaco hace más de 12 000 años. Y en la cara oriental de la Puerta del Sol hallamos la representación de una criatura que recuerda a un elefante, tal vez el proboscidio conocido en el Nuevo Mundo como cuvieronius, que también se extinguió de la zona 12 000 años atrás.
 
Los alineamientos astronómicos de Tiahuanaco suponen pruebas sustanciales que remontan el lugar a una fecha extremadamente antigua. Fue el arqueólogo boliviano Arthur Posnansky quien los apuntó por primera vez a principios del siglo XX. Sus cálculos se basan en los cambios en la oblicuidad de la Tierra (la oblicuidad de la Eclíptica, ver capítulo doce) que se suceden a razón de cuarenta segundos de arco por siglo. Su efecto consiste en alterar la franja del amanecer a lo largo de todo el horizonte de un solsticio a otro, con los puntos máximos moviéndose hacia los extremos norte y sur para luego retroceder otra vez, como lo haría un columpio cósmico, en una trayectoria que dura decenas de miles de años. El cálculo de Posnansky sugiere que los alineamientos principales de Tiahuanaco debieron realizarse hace más de 17 000 años. Basándonos en las lecturas de los satélites modernos, el arqueoastrónomo norteamericano Neil Steede ha conseguido definir con más exactitud esta fecha, situándola 12 000 años atrás.
 
Graham Hancock
El espejo del paraíso, página 368
 
 
Lo que resulta extraño es que, a partir de argumentos geológicos y astronómicos, se ha sugerido que tanto Gizeh como Tiahuanaco puedan tener más de 12 000 años de antigüedad; que ambos lugares muestran indicios de haber sido construidos encima de profundas salas unidas por laberínticos pasadizos y que existen rumores de que podría encontrarse algún tipo de mensaje procedente de una civilización perdida.
 
Graham Hancock
El espejo del paraíso, página 375
 
 
En el friso este (de Tiahuanaco), la cabeza de Viracocha aparece coronada por diecinueve rayos solares, como le es propio al dios Sol. William Sullivan ha señalado que estos rayos no se refieren al Sol, sino que indican el conocimiento del ciclo metónico lunar de diecinueve años: «el número de años que necesita una fase lunar para coincidir en la misma fecha solar; en otras palabras, si en tu cumpleaños hay luna llena, harán falta diecinueve años para que esto suceda de nuevo». Lejos de Tiahuanaco, como ya vimos en la introducción, el círculo megalítico de Callanish (Hébridas Exteriores) está diseñado para «capturar» la Luna una vez cada diecinueve años cuando se halla parada en el extremo sur. Nuestra conclusión es que tanto Callanish como Tiahuanaco, y muchos otros monumentos que hemos investigado por todo el mundo, formaban parte de un arcaico proyecto científico de gran magnitud, cuyo objetivo era la inmortalidad del alma humana. A no ser que encontremos una especie de piedra de Rosetta en las salas ocultas de Gizeh y Tiahuanaco, necesitaremos años de paciente investigación para comprender del todo cómo funcionaba esa ciencia, o dónde y cuándo se originó. Pero lo que sí sabemos es que usó ciertos emblemas distintivos. Por lo tanto, no nos sorprende en absoluto que a cada lado del Viracocha del friso este haya tres filas horizontales de seres a los que se ha descrito como «ángeles»: hombres con alas de pájaro, a veces con cabezas de pájaro y otras de seres humanos. Un icono idéntico en esencia, aves con cabeza humana, se usó en Egipto para simbolizar uno de los aspectos esenciales del alma: el ba, o «alma corazón». El lector recordará que se pensaba que el ba era capaz de sobrevivir en la otra vida como una entidad independiente y tenía poder para volar por el Duat. Por ello, se usaba a un pájaro como símbolo. Las almas ba son representadas frecuentemente en Egipto recibiendo rayos de influencia (energía, vida, etc.) procedentes de cuerpos celestes: el Sol, las estrellas y la Luna. Nos da la sensación de que las cuarenta y ocho figuras del hombre pájaro que hay en la Puerta del Sol, veinticuatro a cada lado de Viracocha (aunque la mayoría hayan sido víctimas de la erosión), pueden estar haciendo exactamente lo mismo, ya que se agrupan de izquierda a derecha —⁠como mariposas alrededor de una llama⁠— hacia el dios del Sol y de la Luna. El mapa de la Akapana intuido por Oswaldo Rivera, el plinto en forma de pirámide a los pies de Viracocha, es también el símbolo de la piedra Benben, en sí misma el símbolo de la inmortalidad.
 
Graham Hancock
El espejo del paraíso, página 376
 
 
UNA GRAN TEORÍA CULTURAL sobre el significado y el misterio de la muerte y la posibilidad de la vida eterna iluminó el mundo de nuestros antepasados. Unida a esta teoría existió una ciencia de la inmortalidad cuya meta era liberar al espíritu del estorbo de la materia. A su modo, esta ciencia era tan rigurosa y empírica como pueden serlo la astrofísica, la medicina o la ingeniería genética. No obstante, a diferencia de las ciencias modernas, esta sabiduría vieja como las montañas ya aparece absolutamente desarrollada desde sus inicios, con adeptos y profesores trabajando en ella ya desde los albores de la historia, en lugares tan distantes como el norte de Europa, Egipto, Mesopotamia, la India védica, el Pacífico, Japón, China, el Sureste asiático y las Américas.
 
Graham Hancock
El espejo del paraíso, página 378
 
 
Seguimos convencidos de que la fuente más probable de todas estas ideas es una civilización perdida. Una hipótesis específica, que ya apuntábamos en Las huellas de los dioses, es que esta civilización habría florecido antes del año 10 500 a.C., desapareciendo sin dejar rastro en el gran cataclismo que asoló la Tierra a finales de la última glaciación. Sostenemos que los supervivientes de esa debacle se repartieron por todo el mundo, estableciéndose en distintos continentes. Y sugerimos que en cada uno de los lugares donde se establecieron construyeron un culto a la sabiduría basado en el conocimiento astronómico, ofreciendo a sus iniciados el santo grial de la inmortalidad. Esa red de cultos dio la vuelta al globo, en radios que procedían de nodos geodésicos a los que se solía denominar mediante un término técnico: ombligos de la Tierra. Hemos aportado pruebas de que al menos algunos emplazamientos pueden haber sido elegidos deliberadamente para que guarden relación entre sí de acuerdo con unos determinados cálculos astronómicos: por ejemplo, separados por 72 grados de longitud, o por 54, o por 108, o por 114… las cifras que genera la precesión de los equinoccios. También resulta chocante que, si aplicamos los cálculos precesionales a monumentos que presentan alineaciones astronómicas como pueden ser las pirámides de Gizeh, la Esfinge o los setenta y dos templos de Angkor en Camboya nos aparece marcada una misma fecha, una misma estación e incluso un mismo momento: el amanecer del equinoccio de primavera del 10 500 a.C. Admitimos que la Esfinge, las pirámides de Egipto y los templos camboyanos, fueron construidos en épocas distintas. Puesto que todos llevan la marca de un propósito común y fueron diseñados para servir a la misma idea espiritual, deducimos que el culto que los utilizó debe de remontarse a tiempos muy remotos y haber existido durante muchos siglos, logrando sus objetivos en Egipto en el 2500 a.C. y en Angkor en el 1150 d.C. No vemos ninguna buena razón que impida que las raíces de ese culto retrocedan hasta el año 10 500 a.C., la época que los monumentos señalan de forma tan insistente. Es más, resulta posible que ese mismo culto siga existiendo en la actualidad, y prosiga con su búsqueda en pos de los mismos objetivos.
 
Graham Hancock
El espejo del paraíso, página 381
 
 
Los mercaderes de la luz
 
En el siglo XVII, el filósofo inglés Francis Bacon empezó a trabajar en un libro extraordinario titulado La Nueva Atlántida, pero murió antes de poder terminarlo. Esta obra proponía la existencia, «en medio de las aguas salvajes», de una isla, «Bensalem», gobernada por un grupo de hombres sabios. Los habitantes de Bensalem eran geómetras y astrónomos brillantes y científicamente avanzados, constructores de aviones y submarinos («poseemos instrumentos para volar por los aires; tenemos barcos para ir bajo el agua»). Bacon atribuye a los isleños conocimientos de ingeniería genética, la capacidad de «ver objetos lejanos» y de manejar «distintas artes mecánicas». Eran también expertos navegantes y exploradores, pero a la vez reservados y poco dados a revelar su existencia: «Conocemos la mayor parte del mundo habitable, pero nadie nos conoce a nosotros».
 
La historia de Bacon era una ficción que le servía de medio para expresar sus ideas filosóficas y políticas. Sin embargo, hay un apartado en que describe a los sacerdotes astrónomos de Bensalem como poseedores de una forma especial de sabiduría que llegó a sus manos de una gran civilización pasada, una cultura que fue destruida por un diluvio mundial. Nos dice que buscaban «el conocimiento de las causas y las nociones secretas de las cosas», y que su misión era nutrir «a la primera criatura de Dios, la luz»; una misión que extendieron por todas partes de manera constante a través de «doce hombres que viajaron a países extranjeros bajo las banderas de otras naciones (ya que no deseábamos revelar nuestra identidad) …Les llamamos los mercaderes de la luz».
 
Si La Nueva Atlántida era una absoluta invención, o si Bacon optó por ocultar una parte especial de la historia bajo el disfraz de una fábula inofensiva, es un tema que trataremos en otro libro. Lo que podemos asegurar es que, durante la historia del mundo, en épocas separadas por miles de años, algunos videntes y sabios sin relación aparente han jugado un papel crucial al guiar a culturas independientes por los mismos senderos del crecimiento espiritual. Se decía que estos maestros procedían de algún otro lugar, a menudo una isla, y que habían llegado a bordo de un barco.
 
Quizá fueran los auténticos mercaderes de la luz: los Aku Shemsu Hor del antiguo Egipto, las serpientes emplumadas de México, el Viracocha andino, los reyes dios de los jemeres. Y quizá pertenecían a una sociedad secreta, tal y como sugiere Bacon: una «academia invisible» dedicada a la conservación de un misterioso legado de conocimientos anteriores a la inundación; una isla de luz rodeada por oscuras aguas.
 
Graham Hancock
El espejo del paraíso, página 382
 
 
La Organización
 
Todas las ideas religiosas que hemos tenido en cuenta en El espejo del paraíso son de naturaleza esencialmente gnóstica: tanto en Angkor, como en México o en el antiguo Egipto, a los iniciados se les enseñaba a descubrir el conocimiento del misterio de la vida a través de la experiencia directa. Pero también hubo una religión llamada gnosis —⁠literalmente, «el conocimiento» o el «conocimiento secreto»⁠— que fue muy común en la Edad Media y en los siglos anteriores e inmediatamente posteriores a la era cristiana.
 
El núcleo de esta religión hay que hallarlo en Egipto; a finales de la década de 1940, se encontró un gran conjunto de textos gnósticos que habían sido enterrados en Nag Hammadi, muy cerca del templo de Dendera. Fechados en el tercer milenio d.C., estos papiros —⁠a los que se conoce bajo los nombres de Evangelios gnósticos o Biblioteca de Nag Hammadi⁠— hacen frecuentes alusiones a la existencia de una sociedad secreta, «la Organización». En un gran número de textos el propósito de esta «Organización» se especifica de forma explícita: construir monumentos «que representen los lugares espirituales» (es decir, las estrellas), y oponerse a las fuerzas universales de la oscuridad y la ignorancia de las que se dice que han:
 
metido a sus seguidores en grandes problemas, llevándoles por el camino de la decepción. Se hicieron viejos sin haber disfrutado. Murieron sin haber hallado la verdad y sin conocer al auténtico Dios. Y así toda la creación pasó a estar esclavizada para siempre, desde los inicios del mundo hasta hoy.
 
Como sucedía con los antiguos egipcios, los jemeres o los mexicanos, los gnósticos veían en el universo una escuela de experiencias, creada para dar «a las almas imperfectas» las oportunidades de aprender y crecer a base de enfrentarse con los desafíos y elecciones de la existencia material:
 
Las creaciones visibles… han llegado a existir por todos aquellos que necesitan educación, enseñanzas y formación, para que en su pequeñez puedan ir creciendo poco a poco. Fue por esta razón por la que Dios creó a la humanidad…
 
Los gnósticos también creían en la existencia de dos potentes fuerzas espirituales que trabajan en el universo: la fuerza de la luz y el amor, y la fuerza de la oscuridad y el nihilismo. El propósito de la fuerza de la oscuridad es impedir que los seres humanos adviertan la chispa de divinidad que poseen en su interior, «hacerles beber el agua del olvido… para que nunca sepan de dónde vinieron». La oscuridad trabaja con el fin de anestesiar la inteligencia y extender el cáncer de la «ceguera mental» porque «la ignorancia es la madre de todo mal… La ignorancia implica esclavitud; el conocimiento, libertad».
 
En cambio, «la Organización» sirve a la fuerza de la luz y su propósito sagrado es liberar a los seres humanos de su estado de esclavitud iniciándoles en el culto del conocimiento. No existe una tarea más importante o más urgente: desde el punto de vista de la religión gnóstica, el ser humano es el foco, o el fulcro, de una lucha cósmica; la elección individual del mal procede de la ignorancia, y por lo tanto tiene ramificaciones que van más allá de lo meramente material, del plano mortal y humano. Por estas razones los gnósticos dicen: «No luchamos contra la carne y la sangre sino contra los dirigentes mundiales de la oscuridad, contra los espíritus del mal».
 
Graham Hancock
El espejo del paraíso, página 3
 
 
El arcón y la serpiente
 
Los gnósticos vivían en contacto íntimo con los vestigios de una antigua religión egipcia y coexistieron con el judaísmo y con los inicios del cristianismo. Honraban a Osiris, el antiguo dios egipcio del renacimiento, «que se alza frente a la oscuridad como guardián de la luz». En cambio, veían a Jehová, el dios de los judíos del Antiguo Testamento y de los cristianos, como una fuerza oscura, como uno de esos «dirigentes mundiales de la oscuridad»: un «arcón» cuyo propósito era mantener a la humanidad encadenada en la ignorancia espiritual para toda la eternidad. Aunque esto pueda conmocionar a judíos y cristianos, la versión que hacen los gnósticos de la tentación de Adán y Eva en el jardín del Edén nos presenta a la serpiente no como al villano sino como al héroe, el gran benefactor de la humanidad.
 
«¿Qué te dijo Dios? —preguntó la serpiente a Eva⁠—, ¿qué no comieras del árbol de la sabiduría [gzzoszs]?». Ella respondió: «Él dijo: no sólo no lo comas, ni siquiera lo toques o morirás». La serpiente la tranquilizó con estas palabras: «No tengas miedo. No morirás con la muerte; fueron los celos los que le hicieron hablarte así. Tus ojos se abrirán y te convertirás en un dios capaz de reconocer el bien y el mal».
 
Según los gnósticos, Adán y Eva, la primera pareja humana, comieron del fruto del árbol del conocimiento y experimentaron el despertar y la iluminación de su propia naturaleza brillante e inmortal. Esta concienciación no garantizaba por sí sola la inmortalidad, pero era una premisa esencial para aquellos que querían «comer del árbol de la vida».
 
Los arcones sintieron celos y dijeron:
 
¡Cuidaos de Adán! Se ha convertido en uno de nosotros y ahora conoce la diferencia entre la luz y la oscuridad. Tal vez vaya ahora al árbol de la vida, coma de él y logre la inmortalidad. ¡Expulsémosle del Paraíso y hagámosle descender a la Tierra de la que salió, para que nunca más pueda reconocer nada!…  Y así, echaron a Adán y a su mujer del Paraíso. Pero esto no era bastante para ellos; fueron al árbol de la vida y lo rodearon de monstruos… y pusieron una espada en llamas entre la niebla para que girara veloz durante toda la eternidad e impidiera que ningún ser terrestre se acercara al lugar.
 
Graham Hancock
El espejo del paraíso, página 386
 
 
«Popol Vuh»
 
No hay ninguna ruta reconocida por la que las ideas gnósticas pudieran llegar hasta los antiguos mayas quiché que vivían en México y Guatemala. Vimos en la primera parte que los quiche fueron los constructores de Utatlán, la «ciudad estelar» de Orión. El único libro sagrado que se conserva, escrito poco después de que se iniciara la conquista, pero reflejo de enseñanzas mucho más antiguas, es el Popol Vuh. Extrañamente, al igual que sucede en los textos gnósticos, nos habla de una remota era dorada y de los primeros hombres que vivieron allí:
 
Dotados de inteligencia, vieron, y al instante vislumbraron lo que estaba lejos; lograron ver, lograron conocer todo lo que hay en el mundo. Vieron las cosas que se ocultan en la distancia sin tener que moverse… Grande era su sabiduría; su vista llegaba hasta las selvas, las rocas, los lagos, los mares, las montañas y los valles. Lo cierto es que eran hombres admirables… Capaces de conocerlo todo, examinaron las cuatro esquinas, los cuatros puntos del arco celeste y la redonda superficie de la Tierra.
 
Los logros de los primeros hombres iban a ser su perdición; causaron la ira de los dioses, quienes decidieron castigarlos con la amnesia:
 
Entonces el corazón del cielo creó la niebla y la puso en sus ojos, enturbiando su vista como si fuera un espejo empañado. Con los ojos cubiertos, sólo podían ver lo que tenían cerca, lo que estaba claro para ellos… De este modo, se destruyó toda la sabiduría y el conocimiento que tenían los primeros hombres…
 
El único resto que puede contarnos los logros que habían alcanzado anteriormente fue el libro Popol Vuh, al que los mayas llamaban «La luz que vino del mar».
 
 
Encontramos nociones muy parecidas, que datan de casi 5000 años atrás, en textos sumerios y egipcios, pueblos con los que en principio no hubo ningún contacto. Y en lugares tan lejanos como Micronesia, el sureste de Asia, China, Perú, Grecia y la India, existe una persistente tradición —⁠tan antigua como las montañas⁠— que nos habla de un tesoro secreto que fue acumulado mucho tiempo antes por una raza de superhombres que habían sido cruelmente castigados por los dioses. Las leyendas y escrituras nos dicen que el tesoro no consiste en oro o joyas sino en un oculto conocimiento, quizás en forma de libros o archivos.
 
Graham Hancock
El espejo del paraíso, página 389
 
 
En la versión india del mito del diluvio, por ejemplo, el dios Visnú avisa a Manu, su protegido, de la inminente inundación diciéndole que «esconda las sagradas escrituras en lugar seguro» para conservar el conocimiento de la era previa a la destrucción. De la misma forma, en la tradición mesopotámica, un héroe llamado Utnapishtim recibe instrucciones del dios Ea para que «ponga por escrito el principio, la mitad y el final de todo lo que estaba consignado y luego lo entierre en la ciudad del Sol, en Sippara». Después de que se retiraran las aguas, se instruyó a los supervivientes para que se dirigieran a la ciudad del Sol «en busca de esos escritos que contenían conocimientos beneficiosos para las futuras generaciones de seres humanos».
 
Graham Hancock
El espejo del paraíso, página 390
 
 
Estos relatos tienen en común la noción de una era dorada perdida, la idea de una inundación —⁠o cualquier otro tipo de cataclismo⁠— que supuso un fuerte revés a los progresos del conocimiento humano, y la de un pequeño grupo de supervivientes que intentaban transmitir a las generaciones futuras la preciada sabiduría acumulada por una civilización anterior. En toda época y lugar, esa sabiduría se refería a lo que los textos gnósticos llaman el «objetivo de la búsqueda del hombre, el descubrimiento inmortal». Sus enseñanzas decían que los iniciados deben esforzarse por obtener la «vida de millones de años» que no está al alcance de todos, ni se consigue mediante buenas obras o gracias a una fe ciega: es un premio que «algunas almas humanas pueden ganar».
 
Graham Hancock
El espejo del paraíso, página 391
 
 
Nuestra conclusión es que los antiguos monumentos, mitos y textos que hemos explorado a lo largo de El espejo del paraíso forman parte del vasto aparato de un arcaico sistema espiritual que aspira a capacitar a todos aquellos que han demostrado su valía a iniciarse en el misterio de la vida eterna. También afirmamos, como ya dejaban traslucir los textos gnósticos, que tuvo que existir alguna forma de «organización» coherente detrás de este sistema. Por referirnos tan sólo a dos de los ejemplos más representativos de todo el conjunto de pruebas que hemos presentado, resulta difícil explicar de otro modo las sorprendentes similitudes que se dan entre Gizeh y Angkor, pese a las diferencias en el espacio y el tiempo (ambos emplazamientos están separados por 8000 kilómetros y casi 4000 años). ¿Cómo explicaríamos, pues, el hecho de que en ambos lugares se encuentren enormes monumentos diseñados de acuerdo con la posición de un grupo de cuatro constelaciones —⁠Leo, Orión, Dragón y Acuario⁠— en el amanecer del equinoccio de primavera del año 10 500 a. C? Al amanecer del equinoccio de primavera del año 10 500 a.C., Acuario se ponía por el oeste, Leo se alzaba por el este, Orión se situaba en el sur sobre el meridiano y el Dragón en el norte del meridiano. Es una coincidencia difícil de explicar que dos de esas constelaciones (Leo y Orión) sirvan como modelo en Gizeh y una tercera (Dragón) en Angkor, máxime si tenemos en cuenta que cada una se orienta hacia un punto cardinal distinto. Parece obvio que debió existir un plan cuidadoso, un esquema tenue y sutil, que sólo podía ser trazado en el marco de una organización. Dicha organización deseaba llevar a término un gran proyecto mundial; por lo tanto, nuestro siguiente paso iba encaminado a encontrar un templo en algún lugar de la Tierra, construido en algún momento de la historia, que tomara como modelo la constelación de Acuario, la cuarta en ese mágico cielo del año 10 500 a.C. Para que encajara con el esquema global, ese templo parecido a Acuario debería estar orientado hacia el oeste, ya que el complejo de Angkor mira en dirección norte, las pirámides de Gizeh en dirección sur y la Gran Esfinge en dirección este. También debería hallarse a una distancia significativa de Gizeh y Angkor (separados entre sí por 72 grados de longitud, el número que rige el código precesional).
 
Graham Hancock
El espejo del paraíso, página 391
 
 
Aunque habitualmente se representaba a Acuario mediante la imagen de un hombre que tiraba agua desde una jarra, algunas culturas prefirieron usar la imagen de un pájaro emprendiendo el vuelo. Los romanos dibujaron la constelación en forma de pavo y también de ganso; los mayas la identificaron con Coz, el halcón celeste; y en la década de los veinte, la experta inglesa Katherine Maltwood mostró que los antiguos hindúes identificaban Acuario con su mítico hombre pájaro, Garuda, que tenía «la cabeza, las alas, las garras y el pico de un águila, y el cuerpo y las extremidades de un hombre».
 
Maltwood también comparó a Garuda, el rey de los pájaros, con la figura del Fénix de las mitologías griega y egipcia, señalando que se asociaba a Garuda con los largos ciclos del tiempo (se decía que pasó quinientos años en el huevo antes de eclosionar). Además, la cualidad principal del Fénix era la inmortalidad y Garuda es especialmente recordado en los mitos de la India por haber robado a los dioses el elixir de la inmortalidad. Como el árbol de la vida del jardín del Edén, los mitos afirman que el elixir fue puesto fuera del alcance de los hombres, en un lugar arriesgado envuelto en llamas y protegido, no por una espada, sino «por una brillante rueda gigantesca de bordes afilados que giraba continuamente». Garuda logró apagar las llamas, rompió la rueda y voló con la preciada copa que contenía el elixir de la vida. Debido a ello, a menudo se representa a Garuda llevando una copa llena de líquido, lo que de algún modo parece conectarle algo más con Acuario, el portador del agua en los zodíacos modernos. Es más, si Acuario es Garuda y Garuda equivale al Fénix, no resulta tan descabellado, señala Maltwood, considerar a Acuario la imagen estelar del Fénix. En realidad, tal vez hallemos esta imagen en el inmenso territorio zodiacal, sólo visible desde el aire, que rodea a la ciudad sagrada de Glastonbury en Inglaterra. En la iconografía típica de Egipto y también en los jeroglíficos, el Fénix «nació antes de que existiera la muerte» y simbolizaba el eterno retorno de todas las cosas, el triunfo del espíritu sobre la materia. Por lo tanto, la visión actual de ese Fénix (Acuario) alzándose durante el equinoccio, supone un poderoso símbolo celeste de la idea de renacimiento. Si todo lo que pasa abajo está determinado por lo que sucede arriba, resulta legítimo que nos hagamos la siguiente pregunta: ¿hay algo a punto de renacer?
 
Graham Hancock
El espejo del paraíso, página 394
 
 
En el vértice del cambio de milenio, a finales de un siglo caracterizado por la avaricia, la crueldad y el derramamiento de sangre, la humanidad debe elegir entre materia y espíritu, entre la oscuridad y la luz. Tanto la religión como la ciencia nos han abandonado; ya no hallamos en ellas consuelo ni nada que nos sirva de guía. Tal vez, como predijeron unos sabios hace mucho tiempo: Algún día, de un pasado sin esperanza y cruel surgirá una especie de «renacimiento» en el que algunas ideas volverán a la vida. No dejemos a nuestros nietos sin la oportunidad de acercarse a ese legado que llega hasta ellos desde el amanecer de los tiempos.
 
Graham Hancock
El espejo del paraíso, página 396
 
 
 
 
 
 
 
 

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