Graham Hancock El espejo del paraíso
Procedentes de ese largo periodo de amnesia y de los límites
de la historia, han llegado hasta nosotros algunos monumentos conmemorativos:
templos tallados en piedra, círculos de megalitos y construcciones sagradas
dispuestas en línea que cubren vastas distancias, como las alineaciones de
piedras que se hallan en Carnac al norte de Francia. Gracias a la prueba del
carbono-14, hemos podido situar el origen de uno de los montículos de tierra
que contiene un pasaje megalítico orientado al amanecer del solsticio de
invierno, en el 4700 a.C. En las islas Británicas, se cree que los círculos de
piedras más antiguos, como por ejemplo Callanish en las Hébridas Exteriores,
datan del 3000 a.C., pero podrían ser anteriores; nadie puede afirmarlo con
absoluta certeza. Hay círculos megalíticos en Japón que jamás han sido
excavados, y algunos templos megalíticos de Malta podrían remontarse al
4000 a.C. En Etiopía, las iglesias talladas en piedra de Lalibela y las
trescientas toneladas de granito de la estela de Axum carecen de origen
conocido y resulta imposible fecharlas a través de ninguna técnica objetiva.
Las islas del Pacífico están plagadas de docenas de misteriosas construcciones
megalíticas; no podemos olvidarnos de los numerosos monumentos de Egipto, México
y Suramérica, donde bloques individuales de piedra llegan a pesar doscientas
toneladas.
El origen de muchas de estas estructuras resulta incierto:
se desconoce cuándo fueron construidas, cuál fue la razón que motivó su
construcción, y cómo y quién las realizó. Para su construcción fueron
utilizadas avanzadas técnicas de ingeniería y los resultados demuestran una
gran precisión en el cálculo de las alineaciones astronómicas. Se cree que
algunas avenidas de megalitos de Carnac se usaron como observatorio desde el
que contemplar la Luna, de la misma forma que el círculo de piedra de Callanish
parece orientarse deliberadamente para llamar la atención sobre un oscuro
fenómeno lunar conocido por los astrónomos como el extremo sur de la mayor
parada lunar, un acontecimiento que sucede únicamente una vez cada diecinueve
años. Además, uno de los ejes principales que cruza Callanish está en línea con
el punto por donde sale y se pone el sol en los equinoccios de primavera y
otoño. Por contraste, el eje principal del mundialmente famoso círculo de
Stonehenge, situado en el condado británico de Wiltshire, está firmemente
orientado, a través del punto de mira conocido como heelstone (talón de
piedra), hacia la salida del día del solsticio de verano (el punto más al norte
del recorrido del Sol a lo largo del este) y el atardecer del solsticio de
invierno (el punto más al sur de su recorrido por el oeste).
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El espejo del
paraíso, página 13
La primera mención de los druidas en los libros de historia aparece
en la obra de Julio César La guerra de las Galias, escrita alrededor del año
50 a.C. La alusión es relativamente breve, no contiene más de mil palabras,
pero en ella el general romano nos ofrece pistas muy importantes sobre cuáles
eran las creencias de esa orden religiosa: En particular, desean inculcar la
idea de que las almas no mueren, sino que pasan de un cuerpo a otro después de
la muerte… También mantienen largas discusiones referidas a las estrellas y sus
movimientos, la magnitud del mundo y de la Tierra, la naturaleza de las cosas
Graham Hancock
El espejo del
paraíso, página 16
Los expertos no tienen ninguna duda acerca del gran interés
que los druidas sentían por los números. Por alguna razón especial, veneraban
el número setenta y dos, que, como ya explicaremos en capítulos posteriores, se
deriva de observaciones astronómicas. Dicho número aparece a lo largo de toda
la tradición de los druidas: incluso se necesitan 72 trazos para escribir los
22 caracteres del alfabeto ogham, usado por los sacerdotes para los comunicados
más secretos. La escritura ogham también posee un código propio. Tal y como
muestra el poeta Robert Graves en La diosa blanca, su completo estudio sobre
los mitos célticos, «la proporción de todas las letras del alfabeto en relación
con las vocales es de 22 a 7… que no es más que la fórmula matemática, antes secreta,
que relaciona el área de un círculo con su diámetro». Actualmente, resulta
fácil calcular el área de un círculo sin más ayuda que una pequeña calculadora:
sólo tenemos que multiplicar su diámetro por el número pi, cuyo valor es
3,141 592… Si nos quedamos con sólo dos decimales podemos observar que la cifra
resultante es la misma que se obtiene al dividir 22 entre 7 (3,142 857). Por lo
tanto, cobra aún más fuerza la idea de que los druidas tenían abundantes
conocimientos de matemáticas y geometría. Y, sin embargo, sigue siendo sólo una
intuición; la verdad es que nada se sabe de los orígenes de esas gentes, ni
siquiera cuánto tiempo llevaban existiendo antes de la mención que César hizo
de ellos. Es más, aunque se les asocia con los celtas que entraron en Bretaña
alrededor del año 600 a.C., hay quien sugiere que esta carismática orden podría
haberse establecido en las islas británicas siglos, e incluso milenios, antes
de la llegada de éstos. Debería verse a los druidas como a los herederos de las
antiguas y genuinas tradiciones de Stonehenge, los encargados de honrarlas y
preservarlas.
Graham Hancock
El espejo del
paraíso, página 16
No hay duda de que existe una estrecha relación entre las
pirámides de Gizeh, el monumento egipcio más conocido, y la época que va desde
el 2600 al 2300 a.C., las mismas fechas de la construcción de Stonehenge. Se
aprecian en ellas las mismas preocupaciones geométricas y astronómicas que
aparecen en los megalitos, ligadas a la misma búsqueda de la inmortalidad (y
con frecuencia al número 72). Y no sólo en Egipto sino también en una gran
cantidad de culturas que dan la vuelta al globo y se remontan al pasado más
remoto.
Graham Hancock
El espejo del
paraíso, página 18
El proyecto común de todas esas culturas era desvelar los
misterios del alma a través de la inteligencia y la intuición; exactamente
igual que los druidas si nos fiamos del texto de César.
Se creía que esos monumentos eran la puerta de entrada a los
reinos de la otra vida, tanto al cielo como al averno, y se asumía que quienes
cruzaban ese umbral podían elegir cuál sería su destino último. En México,
eligieron el infierno.
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El espejo del
paraíso, página 18-19
Era costumbre de los templos preservar las calaveras de las
víctimas de los sacrificios en unos estantes especialmente diseñados para ello
llamados tzompantli, «en edificios construidos para ese propósito». En uno de
esos edificios, los soldados de Cortés contaron un total de ciento treinta y
seis mil cráneos, «dispuestos para producir el más horrible de los efectos
Graham Hancock
El espejo del
paraíso, página 27
En 1956, Laurette Sejourne, basándose en las abundantes
fuentes etnográficas y el material religioso reunido por Sahagún, formuló una
apreciable teoría acerca de los aztecas. Argüía que todo su culto al sacrificio
humano provenía de un grotesco malentendido que distorsionaba un antiguo
sistema de iniciación puramente espiritual vinculado con la búsqueda de la
inmortalidad. Las horripilantes torturas físicas de los sacrificios aztecas
—desollar a las víctimas, arrancarles el corazón, quemarlos vivos, etc.— eran
en su origen simples metáforas que pretendían explicar procesos espirituales
que los iniciados debían superar. Por ejemplo, el hecho de desollarlos hacía
referencia a las disciplinas que capacitaban al iniciado a quedar libre de sus
ataduras espirituales; el corazón simbolizaba el alma, que debía ser amputada
del cuerpo en el momento de la muerte y liberada en la tierra de la luz
(representada naturalmente por el Sol); la hoguera era el fuego de la
renovación del que surgiría el espíritu eterno, elevándose como un ave Fénix de
las cenizas de su existencia anterior, tras abandonar la gastada envoltura
física de una vida para renacer en otra. Si tomamos en cuenta tales metáforas,
nos resulta más fácil comprender por qué los verdugos aztecas describían la
terrible situación de la víctima como «el destino del ser humano». La renuncia
por parte de la víctima a todas las cosas hermosas que poseía, que culminaba
con la rotura de las flautas con las que había tocado bellas melodías, era una
metáfora que pretendía simbolizar una de las últimas verdades aprendidas por
los iniciados: en el momento de la muerte, el alma debe abandonar todas las
pertenencias del mundo material.
Graham Hancock
El espejo del
paraíso, página 28
Un fragmento de una antigua enseñanza en el idioma nahuatl
hablado por los aztecas, transcrito por Sahagún en el siglo XVI, encierra esta
verdad: Mi bien amado y dulce hijo… debes saber y entender que tu casa ya no
está aquí… La casa donde naciste, [es decir, el cuerpo físico] no es más que un
nido, una posada a la que has llegado para entrar en este mundo; aquí has
brotado y florecido… tu verdadera casa es otra. De la misma forma, leemos:
Llega el nacimiento, la vida viene a la Tierra. Durante un tiempo nos es
prestada la gloria de aquél por quien todo vive. Llega el nacimiento, la vida
viene a la Tierra. Sejourne defiende que el sistema de pensamiento originario
de tan profundas ideas ya habría estado presente en el valle de México durante
un periodo de tiempo desconocido que podría remontarse a miles de años antes de
que los aztecas lo descubrieran. Ellos sólo fueron la tribu más feroz de entre
todos los pueblos migratorios que compartieron el idioma nahuatl, conocidos
como los chichimecas (una palabra que significa «bárbaros»), llegados a América
Central procedentes del norte durante los siglos XIII y XII a.C. La
carencia de una cultura propia les hizo apropiarse de los restos de la gran
civilización mexicana que ellos habían aplastado, asimilando sus conocimientos
de astronomía, agricultura, ingeniería y arquitectura, e incorporando algunos
aspectos de su parafernalia religiosa. Se sintieron poderosamente atraídos por
el color y el drama que caracterizaban a los rituales de iniciación y se dedicaron
a copiarlos íntegramente. La tragedia fue que no entendieron —o no quisieron
entender— que los rituales eran dramas metafóricos que debían representarse de
forma meramente simbólica. Los tomaron al pie de la letra, con terroríficas
consecuencias.
Graham Hancock
El espejo del
paraíso, página 28
Los aztecas creían que su tribu había nacido de las cuevas
en forma de útero formadas en el corazón de la montaña; que Aztlán, su hogar
primitivo, se hallaba en una isla, de la que el dios Huitzilpochtli les había
ordenado partir con la siguiente profecía: «Iréis a conquistar las cuatro
esquinas del mundo, ganaréis y las someteréis… esto os costará sudor, trabajo y
sangre pura[61]». El dios también predijo que algún día hallarían un águila
apoyada en los espinos de un cactus que brotaba de una roca. Sólo en ese lugar
debían edificar la capital de su imperio. Como los nazis seducidos por Hitler,
los aztecas se dispusieron a llevar a cabo la visión de Huitzilpochtli y
expulsaron con facilidad a cuantos vivían en el valle de México, usando la
guerra de forma sistemática para debilitar y dominar a las otras tribus
chichimecas. A principios del siglo XIV, en los pantanos del lago Texcoco,
fue vista una roca de la que brotaba un cactus con un águila apoyada entre sus
espinos y, cumpliendo los designios de la profecía, se iniciaron allí las obras
de la ciudad de Tenochtitlán, que se convertiría en la capital del imperio
azteca a partir del 1325 a.C.
(…)
Toda persona interesada en descubrir la identidad de estos
«primeros hombres», y en qué época floreció su civilización, tropezará
enseguida con enormes problemas que le impiden desvelar la historia de América
Central anterior al periodo de la expansión azteca. Lo cierto es que, más allá
del 1000 a.C., apenas hay rastro de esa historia. En consecuencia, los expertos
actuales ignoran cuáles fueron los orígenes de las tres civilizaciones
anteriores que se han identificado en la región: los olmecas, que supuestamente
florecieron a lo largo de la costa de México desde el 1500 a.C. hasta la época
de Cristo; los mayas, que coexistieron con los anteriores y cuyos descendientes
aún se mantienen en la América Central actual; y la civilización que construyó
el imponente dominio sagrado de Teotihuacán hace casi 2000 años. Laurette
Sejourne, que llevó a cabo completas excavaciones en este último lugar, señaló
en 1956: «Los orígenes de esta compleja cultura son un absoluto enigma».
Graham Hancock
El espejo del
paraíso, página 31
Sejourne concede una gran importancia al hecho de que el
dios cuyo sacrificio da lugar al nacimiento del quinto Sol sea:
… el que está lleno de costras, aquél cuyo cuerpo se
desintegra; aquel que, una vez completada la tarea de reconciliar a los
opuestos, ha empezado a separarse de una esencia fragmentada… Este relato, con
todos sus detalles rituales y fórmulas secretas, parece constituirse como
modelo para el juicio final en el proceso de Iniciación, el que conducirá a la
vida eterna a través de la muerte.
Graham Hancock
El espejo del
paraíso, página 33
Los mexicanos creían que los muertos debían superar siete
tremendas y difíciles experiencias en la tierra del Misterio, siendo la última
el juicio final ante la aterradora presencia del dios de la muerte. También se
decía que fue el propio Quetzalcóatl quien abrió el camino para el triunfo a
los futuros visitantes del otro mundo, trayendo de él los huesos de los
antepasados que yacían escondidos y devolviéndolos a la vida, una función
prácticamente idéntica a la que los antiguos egipcios atribuían a su poderoso
dios Osiris, el señor de la resurrección y el renacimiento. Al igual que los
egipcios, los habitantes de Centroamérica situaban esa otra vida en una zona
del cielo por la que cruzaba la Vía Láctea. Otra curiosa similitud es que ambos
pueblos parecen haber creído que las puertas del reino de la otra vida se
abrían «durante el momento en que el brillo rojizo del crepúsculo precede a la
oscuridad». Lo que resulta más asombroso es la importancia que ambos sistemas
de iniciación concedían a la astronomía, en particular al conocimiento
esotérico de los ciclos celestes; su aspiración era vivir entre las estrellas
para siempre. Por esta razón, cuando se pedía a los sabios aztecas que
explicaran el significado de la muerte, éstos respondían que «no morían, sino
que despertaban de un sueño que habían vivido… y volvían a ser dioses o
espíritus… Decían, también, que algunos se transformaban en Sol y otros en
Luna». Esta apoteosis era la culminación de los iniciados en el sendero de
Quetzalcóatl, «aquel que conoce el misterio de todos los encantamientos», de
quien los mitos dijeron: «por encima de todo, enseñó al hombre la ciencia,
mostrándole la forma de medir el tiempo y estudiar los movimientos de las
estrellas
Graham Hancock
El espejo del
paraíso, página 41
Imitación celeste
Con este fondo ideológico, no es extraño que la ciudad
sagrada de Teotihuacán, con las pirámides dedicadas a Quetzalcóatl, al Sol y a
la Luna, muestre un complejo diseño astronómico que constituye una intrincada
conexión con los cielos. Hemos visto que el eje principal de la ciudad, la
calle de los Muertos, está desviado deliberadamente 15 grados y 30 minutos
hacia el este y el oeste del eje norte-sur. La explicación de esta desviación
no debe hallarse en la propia calle de los Muertos, sino en la estructura
dominante de Teotihuacán, la pirámide del Sol, cuya cara oeste está orientada
15 grados y 30 minutos al norte del oeste, y su cara este 15 grados y 30
minutos al sur del este. La trayectoria de la calle de los Muertos, en otras
palabras, está determinada por la orientación de la cara oeste de la pirámide
del Sol. Esta orientación no se produjo al azar. Señala el punto exacto del
horizonte donde se pone el Sol en dos fechas astronómicamente significativas:
el 19 de mayo y el 25 de julio, los únicos dos días del año en que el Sol del
mediodía cruza verticalmente por encima del cénit en la latitud de Teotihuacán
(19,5 grados al norte del ecuador). También se ha identificado en Teotihuacán
una fuerte alineación con el lugar donde se encuentra el grupo de las Pléyades
en la constelación de Tauro (y su ubicación alrededor del año 150 d.C., una
época que concuerda con la arqueología del lugar). En esa época, durante el
primero de los dos días anuales de tránsito por el zenit, las simulaciones
realizadas por ordenador nos revelan que las Pléyades habrían realizado lo que
los astrónomos llaman una elevación helicoidal, es decir, que habrían sido
visibles en el este, sobre los rosados cielos que anteceden al crepúsculo. Para
los antiguos mayas de América Central, de quienes se sabe que mantuvieron
contactos regulares y prolongados con Teotihuacán cuando ésta estaba en el
momento cumbre de su poder, la Vía Láctea era un elemento celeste
particularmente importante. La concebían como la ruta que les conduciría a su
propio más allá, Xibalba, que, como creían otros pueblos centroamericanos,
estaba situado en el cielo. Stansbury Hagar, secretario del Departamento de
Etnología del Instituto Brooklyn para las Artes y las Ciencias, enterado de
esta cosmología, emprendió un extenso estudio arqueoastronómico en Teotihuacán.
La ponencia académica, publicada alrededor de 1920, presentaba pruebas
irrefutables que sugerían que la calle de los Muertos de Teotihuacán —también
conocida según otras tradiciones como el camino de las Estrellas— podría haber
sido un intento de representar la Vía Láctea, sirviendo así de sendero
simbólico, por el que «los espíritus pasaban, comunicando la Tierra con el
reino de las almas que se hallaba entre las estrellas». En el núcleo de esta
idea provocadora observamos la concepción de. la Tierra como un espejo del
cielo; en otras palabras, las obras arquitectónicas se construían abajo, en la
Tierra, con el fin de imitar rasgos de arriba, específicamente celestes, y de
alinearse con acontecimientos trascendentes que ocurrían en los cielos. Como
veremos en capítulos posteriores, las tres grandes pirámides y el altiplano de
la Esfinge de Gizeh en Egipto se dispusieron de acuerdo con un plan similar
que, además, las relacionaba con el río Nilo, considerado como la
representación terrestre de la Vía Láctea. Es probable que sea una coincidencia
que precisamente el mismo sistema de ideas se encuentre en Teotihuacán, donde,
de acuerdo con Hagar, «se reproducía en la Tierra una copia del mundo celestial
donde habitaban los dioses y los espíritus de los muertos».
Graham Hancock
El espejo del
paraíso, página 42
Las simulaciones por ordenador de los efectos de la
oscilación precesional del eje de la Tierra sobre las posiciones de las
estrellas demuestran que la fecha dada por Gurshtein puede calificarse de
conservadora. Si su razonamiento es correcto debería ser tomada como la fecha
más reciente posible de ese proceso de denominación: la constelación de Géminis
ya había dejado entonces de albergar al Sol en el equinoccio de primavera,
siendo inexorablemente substituida por su vecina Tauro, como resultado de la
precesión. En el mismo periodo, en el solsticio de verano, Virgo cedía a Leo su
puesto de constelación predominante, Sagitario era sustituido por Escorpio en
el equinoccio de otoño, y Piscis por Acuario en el solsticio de invierno. En
cambio, si retrocedemos 1600 años, hasta el 6000 a.C., hallamos que el Sol
acaba de iniciar su viaje precesional saliendo de Géminis en el equinoccio de
primavera, y por lo tanto de Virgo en el solsticio de verano, Sagitario en el
equinoccio de otoño, y Piscis en el solsticio de invierno. La mayor implicación
del argumento de Gurshtein es que estas constelaciones podrían haber sido
reconocidas —tal y como lo son actualmente— en el 6000 a.C. como mínimo. Por
ello, si está en lo cierto, el Zodíaco no es un invento de los griegos y de los
babilonios, sino que éstos lo heredaron de una fuente anterior que,
teóricamente, también habría podido ejercer su influencia sobre muchas otras
culturas.
Graham Hancock
El espejo del
paraíso, página 11
Todos los templos importantes de Utatlán «estaban orientados
en función de la colocación helicoidal de las estrellas de Orión».
Graham Hancock
El espejo del
paraíso, página 55
José Fernández y Robert Cormack, que «el asentamiento del
núcleo de la ciudad de Utatlán» fue dispuesto «de acuerdo con un esquema
celestial que refleja la forma de la constelación de Orión.
Graham Hancock
El espejo del
paraíso, página 55
La Vía Láctea, en cuyo recorrido surge Orión, «era
considerada un sendero celeste que conectaba el ombligo del firmamento con el
centro del mundo inferior».
Graham Hancock
El espejo del
paraíso, página 55
Es importante recordar el hecho, conocido por todos los
estudiosos, de que hay una gran relación entre Orión y las creencias de
renacimiento de los mayas; describen la constelación nada menos que como la
localización del «lugar de la creación». Las tres estrellas de su cinturón son
descritas en el Popol Vuh como tres piedras colocadas en el «fuego de la
creación» o como la «tortuga del renacimiento», y existen escenas en el Códice
de Madrid en las que el árbol del dios Milpa, símbolo del eje cósmico, resucita,
saliendo del caparazón de una tortuga. Como ya veremos en la tercera parte,
podemos hallar imágenes casi idénticas en los relieves de Angkor Vat en
Camboya, donde se nos representa al dios Visnú encarnado en tortuga cargando
sobre la espalda el eje del mundo, representado por el monte Mandera, mientras
«agita el océano Lácteo» para producir el elixir de la inmortalidad. Mientras
tanto, en Egipto, como veremos en la segunda parte, la constelación de Orión
era considerada la imagen celeste de Osiris, el dios del renacimiento, y las
tres estrellas del cinturón de Orión fueron el modelo celeste de las grandes
pirámides de Gizeh, en un emplazamiento del que se creía que era «el lugar de
la creación». En la tumba de Senmut situada en el Alto Egipto, se coloca a la
constelación de Orión, fácilmente identificable por las tres estrellas del
cinturón, en próxima yuxtaposición a las figuras de las dos tortugas asociadas
por los mayas tanto con Orión como con el concepto de renacimiento. Y en un
mural del templo de la Cruz Foliada situado en Palenque, en la provincia
mexicana de Chiapas, vemos que la representación de la Vía Láctea es una milpa
que se eleva desde «el lugar de la creación cercano a Orión». La Vía Láctea
queda flanqueada por dos figuras: el espíritu del caballero Pacal, el fallecido
dirigente de Palenque, y su hijo y sucesor Chan-Bahlum, quienes son mostrados
comunicándose psíquicamente. Cuando el padre asciende a los cielos, el hijo se
transforma de «aparente sucesor a rey». Al mismo tiempo, se entiende que los
actos y ritos llevados a cabo por el hijo son esenciales para que se produzca
el esperado renacimiento del padre entre las estrellas. En realidad, una de las
enseñanzas centrales que se desprende del mural es que el padre es, de algún
modo, engendrado por el hijo, una enseñanza que ha sido descrita por David
Freidel, Linda Schele y Joy Parker como «el gran misterio central de la
religión maya
Graham Hancock
El espejo del
paraíso, página 55
Resulta extremadamente curioso que un misterio idéntico
subyazca a las antiguas creencias del culto egipcio al renacimiento, en el que
Osiris juega el papel del padre y Horus el de su hijo. Tanto en Egipto como
entre los mayas, el contexto estelar implica a Orión y a la Vía Láctea. Tanto
en Egipto como en México, los muertos deben emprender el viaje al más allá; en
ambas culturas, las enseñanzas religiosas afirman que la vida es la oportunidad
que tenemos de prepararnos para este viaje, una oportunidad que nunca
deberíamos desperdiciar.
Graham Hancock
El espejo del
paraíso, página 57
Sin precedentes Tales correspondencias nos hacen sospechar
que las líneas básicas del antiguo ritual del renacimiento, envueltas en
sofisticadas observaciones astronómicas y procedentes de un sistema cosmológico
de alcance mundial que también dejó su huella en Egipto y en el sudeste
asiático, están esparcidas y fragmentadas por todo México. Este sistema, que
enseñaba la dualidad y la correspondencia entre el cielo y la tierra, entre la
materia y el espíritu, obligaba al iniciado a deshacerse de las ataduras que le
ligaban al mundo de los sentidos (forzándolo a soltar las flautas rotas), y a
ascender hacia los reinos celestiales mediante el sacrificio de uno mismo y la
búsqueda del conocimiento. No existe la menor duda de que estas creencias se
profesaban en todas las civilizaciones primitivas de Centroamérica. El problema
radica en que los estudiosos carecen de informaciones que confirmen cuál fue su
origen. Simplemente están allí, completamente elaboradas desde el inicio de los
mayas, completamente elaboradas desde el inicio de Teotihuacán. No hay
precedentes, no sólo en sus dimensiones espirituales y cosmológicas, sino en
aspectos tan prácticos como puede ser el extenso e impresionante trazado de la
ciudad de Teotihuacán.
Graham Hancock
El espejo del
paraíso, página 57
Tampoco se han hallado precedentes que justifiquen las
profundas creencias espirituales de los mayas, ni los asombrosos logros de su
arquitectura, ni los inmensos conocimientos de astronomía que poseían. Es más,
la sorprendente precisión de su calendario, descrito por el historiador
científico Otto Neugebauer como «uno de los inventos más fértiles de la
humanidad», resulta aún más difícil de explicar. Se trata del calendario que
ofrece los detalles más ricos acerca del vasto esquema de las épocas del mundo;
en él, nuestra era aparece como el quinto Sol. Es una tarea que revela una
enorme complejidad e incorpora un cálculo de la longitud del año solar más
ajustado que el moderno calendario gregoriano, además de un cálculo exacto del
periodo de la órbita de la Luna alrededor de la Tierra y de la revolución del
sínodo de Venus. Sin embargo, y al contrario de otros inventos mayas, no
podemos afirmar que este calendario carezca totalmente de precedentes. Al
contrario, algunas inscripciones aceptadas por los expertos nos dicen que el
uso de ese mismo sistema estaba en vigor precisamente en la época de los
olmecas, civilización que forjó la llamada «cultura madre» de América Central.
El único problema radica, una vez más, en que no disponemos de información
sólida acerca del origen de los olmecas. Incluso su nombre es artificial,
puesto por los arqueólogos, quienes admiten libremente que la fase protolmeca
sigue siendo un enigma: «No se sabe en qué momento, o en qué lugar, la cultura
olmeca tomó forma distintiva». De manera alarmante, todo lo que nos une con
estos pueblos lejanos son unos centenares de extraordinarias construcciones de
piedra que ellos realizaron deliberadamente con el fin de perdurar en el
tiempo.
Graham Hancock
El espejo del
paraíso, página 58
Estas huérfanas obras de arte incluyen las primeras
representaciones de la serpiente emplumada. Quetzalcóatl aparece envolviendo la
figura de un hombre, recordando el hecho de que en el simbolismo nahuatl «la
serpiente con plumas es… la señal del origen celeste del hombre». La presencia
de la serpiente emplumada entre los restos olmecas nos dice que el culto al
renacimiento y renovación espiritual de Quetzalcóatl se practicaba ya en
Centroamérica con toda su simbología al menos en el 1500 a.C., la supuesta fecha
de origen de la civilización olmeca.
Graham Hancock
El espejo del
paraíso, página 60
Desde sus inicios en La Venta, la arquitectura asociada a
ese culto incluyó la existencia de pirámides, consideradas siempre como
«puertas al otro mundo». y conectadas a «lo que rige el cielo y la tierra».
Alrededor del 2500 a.C.,
Graham Hancock
El espejo del
paraíso, página 61
Un culto con idénticos puntos de vista florecía en Egipto en
un lugar llamado Rostau, «la entrada hacia el otro mundo», en los sagrados
dominios de la Gran Pirámide.
Graham Hancock
El espejo del
paraíso, página 11
¿Es la Gran Pirámide un modelo matemático del hemisferio
norte de la Tierra construido deliberadamente a partir de una escala derivada
del movimiento característico de la Tierra, es decir, de la precesión de su
eje? La mayoría de los historiadores convencionales no quieren malgastar el
tiempo considerando las características astronómicas y geodésicas de la
pirámide ni de ningún otro monumento antiguo; una actitud que podría proceder
de una visión ortodoxa del pasado que nos lleva a considerar a nuestros antepasados
remotos como seres enormemente estúpidos, incapaces de haber realizado precisas
observaciones astronómicas y geodésicas. Es más, como señaló el escritor John
Michel, es sólo la naturaleza humana lo que hace que los académicos respetados
busquen proteger su territorio, prefiriendo obstinadamente «la imagen que ya se
han formado de la antigüedad primitiva a considerar cualquier hecho que pueda
distorsionarla». Los efectos astronómicos de la precesión y la velocidad a la
que se s producen, fueron oficialmente descubiertos por el astrónomo griego
Hiparco alrededor del año 100 a.C. Hasta ese momento, la humanidad los había
ignorado por completo. Esta opinión, aún presente en enciclopedias y libros de
texto, parece difícilmente aceptable a la luz del creciente número de
evidencias que prueban las observaciones de las constelaciones realizadas
durante la Edad de la Piedra, a las que ya hemos hecho referencia en el
capítulo anterior. Dichas pruebas, anómalas desde un punto de vista histórico,
fueron tomadas en serio por primera vez por la doctora Hertha von Dechend, de
la Universidad de Frankfurt, y más tarde por Giorgio de Santillana, catedrático
de Historia de la Ciencia del Instituto Tecnológico de Massachusetts. En su
extenso estudio Hamlet’s Mill, publicado en 1969, ambos autores defienden que
ya existía en el mundo un cuerpo consistente de conocimientos astronómicos al
menos «6000 años antes de Virgilio» (es decir, alrededor del 6000 a.C.) y que
esta tradición se basaba en convenciones mitológicas, precisas, peculiares y
ampliamente extendidas, cuyo fin, tal y como demuestran los cálculos
astronómicos posteriores, era describir los acontecimientos celestes que
sucedían en esa época. La evidente madurez de esas convenciones, incluso en
fechas tan tempranas, confundió a Santillana y a Von Dechend, quienes, al
final, y bastante inseguros al respecto, atribuyeron los orígenes de esa
tradición astronómica a «una increíble civilización anterior» que «se atrevió
por primera vez a entender el mundo como algo creado de acuerdo con el número,
la medida y el peso». Los dos académicos afirmaron después que esta cultura
perdida parecía haber ejercido una profunda influencia sobre culturas
posteriores, en lugares tan lejanos como Egipto, India, Grecia y México. De
alguna forma, antes de que se iniciaran los orígenes conocidos de la historia,
evolucionó una «metafísica despiadada: una teoría cosmológica de un alcance
prodigioso, que dilataba la mente más allá de los límites de lo soportable,
aunque sin eliminar el papel que desempeñaba el hombre en el cosmos». Entre las
pruebas más convincentes que apoyan la existencia de esta cultura perdida
encontramos el uso que se hace de valores precisos relacionados con la
precesión, en forma de números específicos en las tradiciones más antiguas del
género humano. Los valores dados y los símbolos que se utilizan son tan
coherentes que los autores se ven obligados a reconocer la existencia de
vestigios de una ciencia perdida, una tradición de conocimientos que posee su
propio código técnico; una «gran construcción, de alcance mundial», cuyos
restos «ya habían quedado sepultados por el polvo cuando los griegos entraron
en escena».
Graham Hancock
El espejo del
paraíso, página 63
Son necesarios 36 años para que el punto vernal (término
técnico que designa la guarida del Sol frente al fondo de las estrellas en el
equinoccio de primavera) se mueva medio grado por la banda del Zodíaco, y 72
años para completar el movimiento de un grado. Puesto que la luz del Sol oculta
totalmente las estrellas durante el día, los antiguos astrónomos sólo podían
llevar a cabo este tipo de observaciones durante la hora que precede al
amanecer, mirando hacia el este, cuando es posible distinguir las estrellas que
envuelven la salida del Sol. En términos observacionales, el movimiento de un
grado que genera la precesión cada 72 años —una vida humana completa— resulta
difícilmente perceptible, ya que su grosor equivale a la anchura de un dedo
alzado hacia el horizonte. Resultaría imposible obviar un cambio de 30 grados
—a través de una constelación zodiacal— pero harían falta muchas generaciones
de observadores para anotar y registrar todos los resultados (30 grados a 72
años por grado nos da un total de 2160 años). Un desplazamiento de 60 grados,
es decir a través de dos constelaciones zodiacales, requiere 4320 años
(2160 × 2 = 4320), lo que nos lleva a considerar que el movimiento de 360
grados (recorriendo todas las constelaciones del Zodíaco) implicaría un total
de 25 920 años. Éstos son los ingredientes básicos de un código numérico al que
podríamos llamar código precesional, cuya presencia en antiguos mitos y en
construcciones sagradas por todo el mundo fue demostrada por Santillana y Von
Dechend a lo largo de cientos de páginas de pruebas rigurosamente documentadas.
Como otros sistemas numéricos de índole esotérica, este código permite mover
puntos decimales a voluntad, a la derecha o a la izquierda, dando lugar a la
utilización de casi todas las combinaciones, permutaciones, multiplicaciones,
divisiones y fracciones concebibles de ciertos números esenciales (todos los
relacionados, de forma muy precisa, con el grado de precesión de los
equinoccios).
Graham Hancock
El espejo del
paraíso, página 65
El número que rige este código es el 72. A éste se le añadía
con frecuencia el 36, dando como resultado 108, y se permitía dividir este
último por dos para obtener el 54, que a su vez podía ser multiplicado por 10 y
expresado como 540 (o como 54 000, 540 000, 5.400 000, etc.). Otra cifra
significativa es 2160 (el número de años que son necesarios para que el punto
vernal recorra una constelación zodiacal completa); dividida por 10 daba 216, y
multiplicada por factores de 10, 216 000, 2.160 000, etc. El número 216 se
multiplicaba a veces también por 2 para conseguir el 4320 (o 43 200, 432 000,
4.320 000, etc.).
Graham Hancock
El espejo del
paraíso, página 66
En opinión del astrónomo británico del siglo XIX, sir J.
Norman Lockyer, no se trata de un fenómeno accidental; todos los templos
principales del antiguo Egipto, «fuese cual fuera el objeto de su adoración o
las ceremonias que se celebraran en ellos, fueron construidos sin ninguna duda
para servir de observatorios astronómicos, los primeros que se conocen en la
historia del mundo».
Graham Hancock
El espejo del
paraíso, página 70
Como observa Norman Lockyer, el eje de Karnak debe ser
entendido como un enorme «instrumento», casi como un telescopio diseñado para
enfocar la luz y «llevarla a los extremos del templo, al interior del
santuario, para que una vez al año… la luz penetre ininterrumpidamente por todo
el templo». Lockyer se muestra rotundo al afirmar que la visión de un
acontecimiento como éste se realizaba desde el nivel del suelo, «en el momento
exacto de la salida del Sol»: el efecto resultante habría sido un «resplandor»
en el santuario, visible al menos durante «un par de minutos». Tanto el
razonamiento como las observaciones suenan bastante lógicos. De modo que, si
Lockyer está en lo cierto, la fecha del resplandor en el santuario que indica
el ciclo de oblicuidad pasa a ser el 11 700 a.C., tal y como F. S. Richards
calculara en 1921.
Graham Hancock
El espejo del
paraíso, página 72
Edfú
Durante sus 3000 años de historia, los antiguos egipcios
honraron una tradición que afirmaba que ningún emplazamiento podía considerarse
sagrado si no había sido construido sobre los restos de un lugar sagrado
anterior. Es una tradición ricamente expresada en el gran templo de Horus —la
deidad solar cuyos padres místicos fueron los dioses estelares Isis (Sirio) y
Osiris (Orión)— que se alza sobre la orilla occidental del Nilo, en Edfú (Alto
Egipto). Como se deduce del magnífico estado de conservación actual del
edificio, el templo no es un lugar antiguo, al menos según los estándares
egipcios, ya que la construcción de las estructuras centrales no dio comienzo
hasta el año 237 a.C., prosiguiéndose esporádicamente hasta el 57 a.C. Sin
embargo, los arqueólogos afirman que existen en Edfú restos de obras de
ingeniería mucho más antiguas. Por ejemplo, los muros interiores y exteriores
del recinto del templo datan del Imperio Antiguo (2575-2134 a.C.), y un muro
posterior construido alrededor de la muralla exterior data del Primer Periodo
Intermedio (2134-2040 a.C.). Existen restos de otras estructuras fechados en el
Segundo Periodo Intermedio (1640-1532 a.C.), y en el Imperio Nuevo
(1550-1070 a.C.). En resumen, la arqueología nos dice que Edfú se mantuvo y
desarrolló como lugar sagrado por un periodo de más de 2000 años, desde el
tercer milenio a.C. hasta el nacimiento de Cristo. Esta evidencia confirma la
precisión esencial de una enorme «biblioteca» de información escrita que ha
llegado hasta nosotros en forma de kilómetros de jeroglíficos tallados sobre
los muros de piedra caliza que conforman el templo. Estos Textos de la
construcción de Edfú describen el templo repetidas veces afirmando que se trata
de la copia de un original anterior, más puro, y hablan de las etapas de
construcción y reconstrucción que precedieron a la forma en que ha llegado
hasta nuestros días. La divergencia entre los textos y los datos arqueológicos
reside en el marco temporal que conciben, un marco temporal que se escapa de
toda la historia conocida y nos hace regresar hasta una era olvidada, miles de
años antes de que el primer faraón de la dinastía I ocupase el trono de
Egipto. Como ha demostrado la doctora Eve Reymond, de la Universidad de
Liverpool, se tenía la siguiente certeza: La estructura del histórico templo
estaba determinada por una entidad preexistente de naturaleza mística… El
templo es, en sentido estricto, la concreción de su antepasado… «realizado como
aquel que constaba en los planos desde el principio». Los textos hablan del
santuario del histórico templo de Edfú como del «gran asiento del dios en la
Primera Ocasión» y mencionan una y otra vez escritos antiguos que aparentemente
fueron usados como guía en la construcción del templo. Al parecer, estos
documentos habían llegado a sus manos procedentes de la época legendaria que
los antiguos egipcios conocían como la Primera Ocasión (también llamada la
Primera Época —Zep Tepi—, la era Primitiva, la era de Osiris, la era de
Horusetc.)., Fue una época remota en la que se creía que un grupo de seres
divinos conocidos unas veces como los «siete sabios» y otras como «los dioses
constructores» se estableció en Egipto y señaló algunos montículos sagrados a
lo largo del curso del río Nilo. Esos montículos debían ser utilizados como
base para futuros templos, marcando además cuál debía ser su orientación. De
forma más específica, y los Textos de Edfú se muestran muy claros en este
punto, se pretendía que el desarrollo de esos lugares diera lugar a «la
resurrección del antiguo reino de los dioses», un mundo que había sido
completamente destruido. Nos dicen que este dominio perdido, el «hogar de los
primitivos», era «una isla, parcialmente cubierta de juncos, que se alzaba en
la oscuridad entre la niebla del agua primitiva…». Nos dicen que «la creación
del mundo empezó en esta isla, y fue aquí donde se fundaron las primeras
mansiones de los dioses». Sin embargo, en un momento de esa era Primitiva, este
bendito primer mundo fue sorprendido, repentina y brutalmente, por una gran
inundación; la mayoría de sus divinos habitantes murió ahogada y las «mansiones
de los dioses quedaron destruidas por la acción del agua
Graham Hancock
El espejo del
paraíso, página 75
Actualmente nos parece extraño que alguien pueda creer en el
renacimiento de un templo, o incluso de todo un mundo anterior, ya que nuestra
civilización está habituada a pensar en el tiempo como una línea recta y no en
forma cíclica. Sin embargo, en el antiguo Egipto, la imagen del tiempo como una
serpiente enrollada que nunca dejaba de morderse su propia cola condicionaba
todos los pensamientos acerca del pasado, el presente y el futuro. Por esta
razón, la gente creía sin ninguna dificultad que cada una de las almas vivas y
conscientes, y cada una de las épocas características de la Tierra, volverían a
existir una y otra vez. Por ello, los propios templos eran considerados seres
vivos, descendientes de un antepasado común, «un templo que una vez existió realmente»,
como afirma Reymond, «en el oscuro pasado del Egipto anterior a las dinastías».
Y añade: La tradición de Edfú, y quizá también la de muchos otros templos,
tomaba ese lejano templo como una obra realizada por los dioses, en la que se
completó la creación de la Tierra. La idea de que ese templo lejano citado por
Reymond fuera a su vez la copia de un arquetipo anterior resulta absolutamente
coherente con el carácter cíclico del marco temporal que desvelan los Textos de
Edfú. Según éstos, cuando los dioses iniciaron las obras de construcción,
planearon edificarlo en un lugar que «se creía que había existido desde antes
de la creación del mundo». El nombre de ese lugar era Duat-N-Ba, literalmente
el «otro mundo del alma». Hay un detalle curioso que ha llegado hasta nosotros
a través de los Textos de Edfú y nos indica cuál era su ubicación celeste, como
ya demostraremos en el capítulo siguiente. Esta inscripción informa de que el
templo no se diseñó en línea con ninguno de los puntos de salida o puesta del
Sol sino que su «orientación yace desde Orión en el sur hasta la Osa Mayor en
el norte». Una inscripción relacionada confirma esta idea diciéndonos que el
templo fue construido de acuerdo con un plano «que cayó del cielo».
Graham Hancock
El espejo del
paraíso, página 78
De acuerdo con Clemente de Alejandría (Stromata VI), había
42 libros de Tot, una cifra que sirve de curioso equilibrio con el examen de la
primera verdad —la valoración de las acciones— realizado a través de las 42 confesiones
negativas. Se creía que estos libros de la segunda verdad —la valoración de
las palabras— estaban divididos en siete categorías, incluyendo entre las
materias cosmografía y geografía, construcción de templos, historia del mundo,
adoración de los dioses, medicina, el significado oculto de los jeroglíficos,
además de tratados de astrología y astronomía que daban cuenta del «orden de
las estrellas fijas; las posiciones del Sol, la Luna y los planetas; las
conjunciones de las fases del Sol y la Luna, y las horas a las que sale el
Sol[238]».
Graham Hancock
El espejo del
paraíso, página 88
Innegablemente poderosas e incluso inquietantes, las ideas
que aparecen en los textos funerarios y de renacimiento del antiguo Egipto han
sido descritas por Stephen Quirke, director del Departamento de Antigüedades
Egipcias del Museo Británico, como pertenecientes a: un mundo eterno… donde el
esfuerzo por sobrevivir eternamente alcanza su mayor grado de conciencia. Los
textos explican con todo detalle las frases exactas que permiten a una persona
muerta convertirse en un ser eternamente rejuvenecido. Hoy en día, damos a esos
textos antiguos el nombre de literatura funeraria, pero esta denominación
técnica no logra hacerles justicia: son textos para transfigurar a los muertos,
para transformar a los seres humanos en dioses inmortales. Quirke informa de
que los propios egipcios a menudo se referían a los textos con el nombre de
sajú: que son las oraciones que transformarán a una persona en un aj, un
espíritu transfigurado, después de la muerte. La única alternativa era morir y
permanecer mut, «muerto». Las concepciones opuestas de aj y mut equivalen
directamente al contraste que existe en la tradición europea entre los
bienaventurados y los condenados. Como en la tradición europea, el paraíso es
entrevisto en términos de luz; la misma palabra aj pertenece a un grupo que
comparte la idea de luz y resplandor: de ella se deriva la palabra egipcia que
designa al horizonte, ajet, el hogar de la luz. Ante ambas alternativas, los
egipcios concentraron todos sus recursos en asegurarse este resplandor eterno.
Graham Hancock
El espejo del
paraíso, página 96
Una vista por encima del altiplano de Gizeh muestra que la
Gran Pirámide y la segunda pirámide se extienden en una diagonal trazada 45
grados al sur y al oeste de la cara este de la primera. La tercera
pirámide… queda ligeramente desplazada hacia el este. Este patrón imita al
cielo, donde las tres estrellas del cinturón de Orión también están situadas a
lo largo de una diagonal imperfecta. Las dos primeras estrellas (Al Nitak y Al
Nilam) están en línea recta, al igual que las dos primeras pirámides, y la tercera
estrella (Mintaka) queda algo más hacia el este, fuera del eje que une a las
otras dos. Una vez observada, esta correlación visual resulta por sí misma
obvia e impresionante. Existe una aportación adicional a este significado
simbólico: la Vía Láctea, considerada por los egipcios como la réplica celeste
del Nilo y mencionada en textos funerarios arcaicos con el nombre de «canal
tortuoso». En la bóveda celeste, las estrellas del cinturón de Orión están al
oeste de la Vía Láctea, como si observaran sus orillas; en el suelo, las
pirámides se hallan ubicadas sobre la orilla occidental del Nilo. Enfrentado a
esta simetría, y a esta compleja interrelación entre la estructura
arquitectónica y las ideas religiosas, resulta difícil resistirse a la
conclusión de que las pirámides de Gizeh representan un intento triunfal de
reconstruir el cinturón de Orión en la Tierra.
Graham Hancock
El espejo del
paraíso, página 107
Después de todo, los antiguos egipcios veían la constelación
de Orión como la imagen celestial de Osiris, el señor del Duat. ¿No resulta
lógico tomar como modelo los cinturones de estrellas de Orión/Osiris para
lograr que las pirámides se parezcan al cielo? Quizá sea éste el significado de
uno de los Textos de los sarcófagos cuando dice: «Soy el constructor y poseo el
conocimiento… Soy parecido a Osiris, soy la imagen de Osiris».
Graham Hancock
El espejo del
paraíso, página 108
¿Pero de cuándo data esa imagen de Osiris? Puesto que Osiris
era Orión, Bauval razonó que la respuesta a esta pregunta debía esconderse en
las estrellas; para ser exactos, en los lentos movimientos de las posiciones
estelares producidos por la precesión del eje de la Tierra. Varios programas
informáticos de astronomía, el Skyglobe y el Redshift entre otros, permiten a
los investigadores simular los efectos de la precesión en todas las estrellas
del cielo y contemplar esas estrellas desde cualquier punto de la superficie
terrestre. Lo que Bauval descubrió de la constelación de Orión, vista desde
Gizeh, es que las tres estrellas de su cinturón aparentan deslizarse de un lado
al otro del meridiano durante el ciclo precesional, 13 000 años hacia «arriba»
(es decir, ganando altitud sobre el horizonte durante el tránsito del
meridiano) y 13 000 años hacia «abajo» (perdiendo altitud sobre el horizonte
durante el tránsito del meridiano). El punto más bajo del ciclo ocurrió por
última vez alrededor del 10 500 a.C. y su punto álgido se producirá de nuevo
entre el 2000 y el 3000 de nuestra era.
Bauval también advirtió que el ciclo precesional no afecta
únicamente a la altitud de esas tres estrellas: también su orientación sufre
continuos cambios en relación con el meridiano, desplazándose de forma casi
imperceptible, siglo a siglo, en la dirección de las agujas del reloj. Usando
el Skyglobe como herramienta para hacer que las estrellas retrocedan y comparar
lo que vio en los cielos con el patrón de las tres grandes pirámides en el
suelo, Bauval descubrió que hubo sólo una época en la que cielo y tierra
encajaran de manera exacta. Fue la época del 10 500 a.C., el punto más bajo, el
principio —efectivamente, la Primera Época— del actual ciclo precesional de
la constelación de Orión. Es en ese momento, y no en ningún otro, cuando el
modelo terrestre de las pirámides parece haber replicado exactamente el patrón
celeste de las tres estrellas del cinturón de Orión. Por supuesto, podría ser
sólo pura coincidencia que la correlación con Orión —aunque evidente y obvia
en cualquier momento— sea sólo perfecta durante la «Primera Época»
astronómica, en el 10 500 a.C., pero, si esto es así, también deberíamos tomar
como mera casualidad el hecho de que los antiguos egipcios se refieran a
Osiris/Orión como el «dios de la Primera Época».
Graham Hancock
El espejo del
paraíso, página 108
Del mismo modo que debe ser una coincidencia (¿y cuántas
llevamos ya?) que una segunda y dramática correlación tierra-cielo suceda en
Gizeh exactamente en el mismo momento. Como se recoge en la obra El guardián
del Génesis, esta correlación implica a la Esfinge, cuya mirada se alinea con
sorprendente exactitud con el este, en la dirección de la salida del Sol
durante el equinoccio de primavera. Simulaciones con ordenador muestran que en
el 10 500 a.C., la constelación de Leo albergaba al Sol en el equinoccio de
primavera; es decir, en esa época, una hora antes del amanecer, Leo se habría
reclinado hacia el este a lo largo del horizonte hasta el lugar por donde
saldría el Sol. Esto significa que el cuerpo de león de la Esfinge, orientado
directamente hacia el este, habría dirigido su mirada esa mañana hacia la única
constelación que podría ser considerada de forma razonable como su réplica
celestial.
Graham Hancock
El espejo del
paraíso, página 110
La sensación de que cielo y tierra forman un todo aumenta
una hora después: Leo se va elevando y, en el momento exacto en que el extremo
superior del disco solar rasga el horizonte por el este, queda perfectamente en
línea con la mirada de la Esfinge. El ordenador nos muestra que en ese preciso
instante las tres estrellas del cinturón de Orión habrían estado situadas en el
sur, llegando a su punto culminante en el meridiano, mostrando
Graham Hancock
El espejo del
paraíso, página 111
Misterioso e inexplicable
Los egiptólogos consideran que la «obsesión del Imperio
Antiguo por la inmortalidad en el cielo»—y la aparente creencia de que las
pirámides desempeñaban un papel en dicha búsqueda no es más que una bobada, una
especie de magia infantil impulsada por el ingenuo deseo de vivir para siempre.
Este punto de vista concuerda con la extendida teoría histórica que afirma que
los antiguos habitantes eran estúpidos y que a su vez apoya la creencia de que
las pirámides de Gizeh con un peso total de quince millones de toneladas y una
precisa alineación con las direcciones cardinales de cielo y tierra fueron
construidas con el mero propósito de servir de tumbas a faraones megalómanos
cuyo único deseo era proyectar sus propios egos en la eternidad. No negaremos
que se trata de una posibilidad. Sin embargo, en el caso específico de las
pirámides de Gizeh, existen pocas pruebas que la confirmen. Cuando los
aventureros árabes del siglo IX abrieron esas supuestas cámaras
mortuorias, las hallaron vacías; nunca se ha encontrado el menor resto de
tumbas faraónicas en el interior. Además, no hay en ellas ninguna inscripción
—ni una sola palabra— que nos explique por qué las construyeron o cómo se
usaron. De la misma forma, las tesis de los expertos que las definen como las
tumbas de los faraones de la dinastía IV —Keops, Kefrén y Mikerinos—,
construidas a lo largo de un periodo de ochenta años, entre el 2551 y el
2472 a.C., no puede considerarse un hecho establecido sino una hipótesis sin
confirmar. Felizmente, esas teorías no suponen nuestra única guía hacia la
verdadera naturaleza de los rituales religiosos que se practicaron en las
cercanías de dichos monumentos. La gran cantidad de información que se
encuentra en los antiguos textos funerarios y de renacimiento resulta mucho más
fiable. De ellos, los restos más antiguos que han sobrevivido hasta nosotros
corresponden a los Textos de las pirámides, llamados así porque aparecieron
inscritos dentro de las pirámides de Saqqara, construidas para los faraones de
las dinastías V y VI entre los siglos XXIV y XXII a.C. ¿Dónde y
cuándo se escribieron estos textos? No hay discusión acerca de las fechas de la
inscripción, pero todos los expertos opinan que el contenido de los Textos de
las pirámides sugiere que ya eran viejos en el momento de las dinastías V
y VI. Es más, existen pruebas inconfundibles de que habían sido copiados de
documentos previos que no han llegado hasta nosotros.
Graham Hancock
El espejo del
paraíso, página 113
¿No resulta misterioso y casi inexplicable que en ese
momento, cuando el hombre prehistórico se puso por primera vez «al alcance de
nuestras voces», ya existiera en Egipto una organización estable que disponía
de los conocimientos y la energía suficientes para construir los gigantescos
monumentos de la necrópolis de Menfis, dando muestras de una perfecta
alineación científica, que incluye (cualquiera que sea su función) a la Gran
Esfinge y las pirámides de Gizeh, y para promulgar un cuerpo ideológico tan complejo
y evolucionado como el encontrado en los Textos de las pirámides?
Graham Hancock
El espejo del
paraíso, página 115
La historia de Horus es la historia de la resurrección de
Osiris. Es la historia del camino que debe recorrer el iniciado para superar
los juicios de la muerte, para «reunir sus huesos» y resurgir triunfalmente a
la vida. Nos explica que el dios Osiris gobernó Egipto en la Primera Época de
acuerdo con las reglas de la justicia cósmica. Asesinado en lo mejor de la vida
por su envidioso hermano Set —quien, según la tradición, lideró a setenta y
dos conspiradores— fue la magia de su hermana Isis la que le devolvió la vida
material. Ésta adoptó la forma de una milana real y flotó sobre su falo,
recibiendo así la semilla de Osiris y concibiendo a Horus. Éste se hizo adulto
y logró vengarse de Set, subyugándole y restableciendo el reino terrenal de su
padre. Sus acciones tuvieron el poder de devolver a su padre la vida espiritual
en los cielos, donde Osiris resucitó convertido en el señor del Duat, encargado
desde entonces y para toda la eternidad de presidir los juicios a las almas de
los muertos. Este mito, muy parecido a las tradiciones centroamericanas
relativas a Quetzalcóatl, estableció la base para el gobierno de los faraones,
dioses y reyes a la vez del antiguo Egipto. Mientras vivía, el faraón era
conocido como el rey Horus pero su aspiración era ascender a los cielos y
unirse con Osiris después de la muerte; en realidad, su deseo era convertirse
literalmente en un Osiris. En otras palabras, cada faraón se identificaba en
vida directamente con el dios Horus y en la muerte con el dios Osiris, y
también, en todo momento (por muy confuso que pueda parecemos), con Ra, el Sol,
de quien los Textos de las pirámides afirman: «Horus ha provocado que acojas
bajo tus brazos a todos los dioses». Resulta lógico asumir que la enseñanza de
tales doctrinas habría venido de la mano de un grupo conocido como los
seguidores de Horus establecido en Heliópolis, emplazamiento de la piedra
Benben, barra de apoyo del pájaro Bennu, el primer dominio sagrado del antiguo
Egipto donde, según la opinión unánime de los expertos, fueron recopiladas las
más antiguas recensiones de los Textos de las pirámides que han sobrevivido
hasta nosotros. Idénticos en todo excepto en el nombre a los sabios y los
dioses constructores citados en los Textos de Edfú, se decía que los seguidores
de Horus llevaban consigo el conocimiento de los orígenes divinos de Egipto y
del divino propósito de esa tierra, «que una vez fue sagrada y solitaria, en la
que los dioses, como recompensa a su devoción, se dignaron a permanecer en la
Tierra». Además, hace poco que ha sido descubierto que dentro del término
Shemsu Hor, la palabra Shemsu —«seguidores»— no debe ser entendida con el
significado de compañeros o discípulos, sino como seguidores de Horus en
sentido literal, «aquellos que siguen el sendero de Horus», es decir, el camino
de Horus, también conocido como el camino del Sol o los senderos de Ra. Tal vez
sea por causa de sus celebrados conocimientos acerca de este sendero especial
de los cielos, o porque eran maestros capaces de transmitir a otros es
Graham Hancock
El espejo del
paraíso, página 124
El sendero del renacimiento Los astrónomos modernos hablan a
menudo del sendero de Ra, también conocido como trayectoria del Sol o, usando
términos más técnicos, la Eclíptica. Se la define como «la extensión dentro de
la esfera celeste del plano de revolución de la Tierra alrededor del Sol… En la
medida en que concierne a los observadores terrestres, este círculo traza el
movimiento anual del Sol en el cielo en relación con las estrellas lejanas». El
Penguin Dictionary of Astronomy añade: Desde el punto de vista de un observador
en la Tierra, el movimiento orbital relativo de la Tierra y el Sol produce la
impresión de que el Sol viaja alrededor de la Tierra una vez al año. La
trayectoria del Sol en la esfera celeste traza el plano eclíptico y a menudo se
refleja como tal en las cartas astrales. Existe, por lo tanto, reconocida y
etiquetada científicamente, una verdadera trayectoria del Sol: un camino
circular que se extiende entre las estrellas y realiza un ciclo completo en 365
días y un cuarto aproximadamente, lo que dura el año solar. En base a ello,
recientemente se ha considerado la posibilidad de que al nombrarse a sí mismos
«seguidores de los caminos de Ra» (o del «camino del Sol»), los Shemsu Hor nos
estuvieran dando una pista de sus verdaderos intereses, la posibilidad de
rastrear a largo plazo los acontecimientos astronómicos que se producen a lo
largo de ese trayecto. Si hubieran registrado anotaciones durante un periodo de
tiempo suficientemente largo, esos «sacerdotes astrónomos» habrían logrado observar
los efectos de la precesión; en particular, habrían advertido la rotación
gradual de las doce constelaciones del Zodíaco sobre el fondo por donde sale el
Sol en el amanecer del equinoccio de primavera.
Graham Hancock
El espejo del
paraíso, página 127
EL CONCEPTO DE DISEÑAR UNA TIERRA a imagen y semejanza del
cielo, poblada de templos cósmicos provistos de salas que simbolicen el
firmamento no queda limitado al antiguo Egipto o al México precolombino.
Exactamente la misma idea arraigó en el sureste de Asia, en las ciudades
camboyanas de Angkor Vat y Angkor Thom —de religión hindú y budista,
respectivamente—, unos mil años después de la caída del imperio faraónico.
Graham Hancock
El espejo del
paraíso, página 128
Ningún historiador puede decir con exactitud dónde o cuándo
se estableció la convención matemática y geodésica que divide a esferas y
circunferencias en 360 grados.
Graham Hancock
El espejo del
paraíso, página 130
A nuestros pies, a menos de dos kilómetros por delante, pero
ocupando todo el campo de visión (su longitud es de casi cinco kilómetros),
encontramos la cara sur de otro enorme foso. Dentro del foso hay una isla
cuadrada rodeada por un muro de doce metros de altura, igualmente cuadrado,
cuyos lados miden todos lo mismo (cuatro kilómetros cada lado, dieciséis
kilómetros en total). El muro tiene cinco puertas, unidas por cinco filas de
bloques de piedra que tiran del cuerpo de una enorme serpiente naja, una mítica
cobra encapuchada también construida en piedra.
Aunque a mayor escala que Angkor Vat, ¿es este recinto
geométrico, dividido por agua y piedra, otro mandala dedicado a promover los
mandalas de la mente?
Su nombre es Angkor Thom, que significa «Angkor el Grande»
(mientras que Angkor Vat significa «Angkor el Templo»), y contiene tres templos
propios de notable interés: el Phimeanakas, el Baphuon y el Bayon. Cada una de
las estructuras tiene forma de pirámide, con el Phimeanakas («el palacio del
Cielo») situado al noroeste del centro del recinto y el Baphuon («la torre de
Bronce»)[390] situado doscientos metros hacia el sur. El tercer templo, el
Bayon («padre de Yantra»), está emplazado con precisión en el centro geométrico
exacto de Angkor Thom.
Extraño, chocante, enorme y surrealista, el Bayon aparece
coronado por una jungla de torres que casi logra disimular su forma piramidal.
Sin embargo, su nombre es bastante revelador: un yantra es una forma especial
de mandala que «proporciona un avanzado centro de meditación». Al igual que en
el caso de Angkor Vat, hay un acuerdo general en que, aunque a primera vista
pueda parecer raro e incomprensible, el Bayon y sus alrededores fueron
utilizados como diagramas simbólicos del universo, un espacio donde los
iniciados podían entrar con el fin de equipar a sus espíritus con ciertos
conocimientos cósmicos y esotéricos.
Graham Hancock
El espejo del
paraíso, página 136
Los principales monumentos de Angkor imitan a los sinuosos
anillos de la boreal constelación del Dragón.
Graham Hancock
El espejo del
paraíso, página 138
Como ya esperábamos, Orión quedaba situada casi tan al sur
del meridiano como sucedía en el caso de Gizeh (la única diferencia venía dada
por un cambio de perspectiva debido a que la latitud de Angkor —13 grados y 26
minutos norte— es más baja que la de Gizeh —30 grados y 3 minutos norte—).
Como ya sabíamos, Leo estaba situado tan al este sobre el Sol naciente como lo
estaba en Gizeh. De nuevo, la única diferencia era una ligera inclinación de la
constelación como resultado del mencionado cambio de latitud. Entonces hicimos
que el ordenador nos mostrara el norte; no esperábamos encontrar nada
interesante ya que en Egipto nunca habíamos prestado gran atención a ese sector
del cielo. Fue toda una sorpresa descubrir que, en el momento exacto de la
salida del Sol en el equinoccio de primavera del año 10 500 a.C., la
constelación del Dragón estaba al norte, en medio del cielo, cabalgando sobre
el meridiano por encima del horizonte, siguiendo exactamente el mismo patrón
que los templos de Angkor reproducían en la Tierra. Por lo tanto, sí existe una
correlación entre cielo y tierra (como en Gizeh) que representa un momento real
del ciclo precesional. Y, exactamente como sucedía en Gizeh, esta correlación
sólo encaja perfectamente en una época muy remota. Cabe destacar que se trata
del mismo momento para ambos emplazamientos, así como el hecho de que los
templos de Angkor no imitan ninguna constelación al azar ni toman como modelo
las mismas que Gizeh —Orión y Leo—, que marcaban el sur y el este del cielo
al amanecer del equinoccio de primavera del 10 500 a.C. En su lugar, imitan el
modelo sinuoso y serpenteante de la constelación del Dragón que en ese momento
señalaba el norte. En Gizeh encontramos templos a Orión, esto es, pirámides que
imitan la posición de dicha constelación en el año 10 500, y templos a Leo,
materializados en la Gran Esfinge y sus estructuras adyacentes, que simulaban
la posición de Leo en ese mismo año. Si existe algún vínculo oculto entre Gizeh
y Angkor, ¿qué más apropiado en el caso de este último que continuar el
diagrama oculto realizando sobre el suelo una exorbitante réplica de la
constelación del Dragón, «la vieja serpiente», con el mismo aspecto que
presentaba en el 10 500 a. C?
Graham Hancock
El espejo del
paraíso, página 146
Aunque los académicos occidentales ortodoxos creen que el
Ramayana se compuso alrededor del 300 a.C., la tradición india (que lo conoce
por los nombres de Adikvaya o «Poema primigenio») afirma que describe unos
acontecimientos que tuvieron lugar hace 870 000 años, que fue compuesto «poco
después de esa fecha» y que todas las versiones posteriores no son más que
simples copias
Graham Hancock
El espejo del
paraíso, página 149
De acuerdo con los Textos de las pirámides, fue en
Heliópolis donde se produjo el inicio de un nuevo ciclo, de una nueva época, de
un nuevo episodio de la creación; lo mismo que sucedió tras la salida de
Visnú/Brahma/Siva de la oscuridad: el despertar del dios absoluto que puso en
marcha nuestro universo actual. Las escrituras indias nos dicen: «Este universo
existía en forma de oscuridad, imperceptible, carente de marcas distintivas,
inalcanzable a través de la razón, incognoscible, completamente sumergido…». En
esa oscuridad, suspendido en las aguas del espacio-tiempo, «el dios supremo
dormía sobre el regazo de la serpiente». ¿Por qué se conoce a esa serpiente con
el nombre de Sesha, que significa «resto»? De acuerdo con el orientalista
francés Alain Danielou: No puede dejar de existir después de la creación; el
germen de todo lo que ha sido y lo que será debe permanecer, aunque sea de
forma sutil, para que el mundo pueda levantarse de nuevo. Son los restos de los
universos destruidos, encarnados en el cuerpo de esa serpiente que flota sobre
el océano infinito, el lecho sobre el que descansa el durmiente Visnú. De
acuerdo con Danielou, Sesha representa los ciclos temporales. En el Vishnu
Purana, leemos que los bostezos de Sesha «causan temblores en los océanos y las
selvas de la Tierra… Al final de cada periodo cósmico, vomita un abrasador
fuego destructor que devora a toda la creación». Por lo tanto, las serpientes
naga, omnipresentes en Angkor, están relacionadas con el nacimiento y la muerte
de las épocas del mundo, y con la eterna regeneración del tiempo.
Graham Hancock
El espejo del
paraíso, página 152
Según Santillana y Von Dechend, es este cambio en el
engranaje celeste lo que se pretende simbolizar en Angkor Vat: el momento de
transición entre una época del mundo y la siguiente.
Graham Hancock
El espejo del
paraíso, página 161
Existen muchas razones para creer que tanto los templos de
Angkor como las pirámides de Egipto estaban destinados a este fin: el triunfo
sobre la muerte. Es más, una de las muchas estelas inscritas de Jayavarman VII,
el constructor de Angkor, Thom y el Bayon, nos dice exactamente cuál era su
objetivo al crear estas gigantescas «obras buenas»: conceder a los hombres «la
ambrosía de los remedios con el fin de lograr la inmortalidad» y así «rescatar
a todos los que luchan en las turbulentas aguas de la existencia». En otra
estela, Jayavarman invocaba a los dioses para que recompensaran la construcción
de esos grandes edificios dándole permiso para pasar libremente «de una
existencia a otra». Sus palabras nos transmiten la idea de un monarca
consciente de sus palabras, convencido de que los templos construidos servían
como instrumentos de iniciación en una activa ciencia de la inmortalidad.
Graham Hancock
El espejo del
paraíso, página 168
Los ciclos de las épocas
Los hindúes creen que a nosotros nos ha tocado vivir en la
desgraciada y tumultuosa Kali Yuga; en teoría, se trata de la última edad del
hombre, la más decadente del actual kalpa o ciclo de la creación. De acuerdo
con los cálculos astronómicos del calendario indio, el Kali Yuga comenzó en el
año 3100 a.C., una fecha que casi coincide con el inicio del quinto Sol según
el cómputo de los antiguos mayas. Al igual que el Kali Yuga, el quinto Sol
representa nuestra época actual. El calendario maya calcula no sólo el
principio sino también la fecha en que un cataclismo global pondrá punto final
a esta última era: el 23 de diciembre del año 2012.
Los números del esquema indio de las épocas del mundo
432 000 (o 432), 864 000 (u 864), 1.296 000 (o 1296) y 1.728 000 (o 1728)
presentan un denominador común: pertenecen a una serie basada en el número 72,
que ya constituía una unidad de medida muy importante en el calendario maya
además de estar vinculado a la precesión de los equinoccios (hacen falta 72
años para que el Sol avance un grado en relación con el fondo de estrellas por
donde sale en el momento del equinoccio). Si se dividen los 432 hat (una de las
dimensiones de la calzada de Angkor) por 72, obtenemos el número 6; si
repetimos la operación con los 864 hat, obtenemos el 12; 1296 entre 72 nos da
18, y 1728 entre 72, 24.
Así pues, si eliminamos primero el mil y luego dividimos las
dimensiones por 72, vemos que la escala arquitectónica de Angkor reduce los
yuga (Krita, Treta, Davpara y Kali) a una simple regresión matemática:
2418 126.
¿Es probable que se llegara a este orden por casualidad? ¿No
merece la pena considerar la posibilidad de que en el momento de diseñar el
esquema de los yuga sus autores tuvieran en mente el fenómeno de la precesión?
Algo nos dice que no nos equivocamos.
Uno de los lapsos que rigen los marcos temporales del
sistema yuga es el manvantara (período de Manu); se dice que «alrededor de 71
sistemas de cuatro yuga transcurren durante cada manvantara». Esta cifra
sorprendentemente vaga alrededor de 71 supone una excepción a la norma general
de la cosmología hindú. Claro que bien podría tratarse de la excepción que
confirma la regla. Algunos astrónomos de hoy han calculado que un grado de
movimiento precesional requiere exactamente 71,6 años, un poco menos de los 72
que afirmaba el antiguo mito. El carácter narrativo de los mitos hace necesario
el uso de números enteros (uno difícilmente podría imaginarse a Set planeando
el asesinato de Osiris con 71,6 conspiradores). De la misma forma, en la India
el valor 71,6 pudo redondearse mediante la expresión «alrededor de 71».
Otro factor que nos hace pensar en la precesión es la
naturaleza cíclica de los yugas, reminiscencia de las épocas del mundo que
reflejaba el zodíaco y del eterno retorno del «gran año». Se trata de un
sistema en el que, con el paso del tiempo, todo vuelve al punto de partida y
comienza de nuevo. La primera época de los antiguos egipcios fue un nuevo
principio. Lo mismo sucede con el nacimiento en México del quinto Sol, y
también con el momento de la creación descrito en las tradiciones hindúes,
cuando el dios Visnú/Brahma/Siva se despierta de su sueño milenario sobre los
anillos de Sesha, la serpiente celestial, y da origen al orden actual. En todos
los casos coinciden varios hechos: la existencia de mundos previos que ya han
sido destruidos, la conciencia de que esta nueva creación también desembocará
en destrucción, y la seguridad de que habrá futuros mundos que sufrirán el
mismo final.
De acuerdo con el Mahabharata, este universo y todas las
cosas que contiene se hallan en un estado de flujo constante que se inicia en
la fase de creación —la obra de Brahma, seguida por una época de mantenimiento
(recordemos que Visnú es el Conservador) y finalmente por la destrucción a
manos de Siva. Sin embargo, «tras la destrucción del universo, se renueva toda
la creación y un nuevo Krita Yuga reinicia el ciclo de las cuatro épocas…»
Graham Hancock
El espejo del
paraíso, página 170
La conclusión es que «en la época de Kali, todo decaerá,
hasta que la raza humana se acerque a la aniquilación». También se predice
quién será el responsable de ese apocalipsis: Kalki el Ejecutor. De acuerdo con
el Bhagavata Purana: «En el ocaso de esta era, cuando todos los reyes sean
ladrones, nacerá Kalki, el señor del universo». Vendrá «montado en un caballo
blanco y empuñando una espada brillante como un cometa». Él castigará a los
malhechores y consolará a los virtuosos: «Entonces destruirá el mundo. Más
tarde, de los restos de la Tierra surgirá una nueva humanidad».
Graham Hancock
El espejo del
paraíso, página 173
Avatares
A lomos de su caballo blanco, Kalki es un avatar —una
manifestación física— del dios Visnú, el Apoyo y el Conservador, encargado de
mantener el orden en el universo. Como tal, la tradición india le retrata como
al último de una larga lista de salvadores y guías de la humanidad que acuden a
rescatar la bondad y la verdad en tiempos dominados por las tinieblas.
Visnú tiende a encarnarse después de que se produzcan los
pralayas (cataclismos, normalmente en forma de inundaciones que destruyen el
mundo). Los textos antiguos nos dicen que su objetivo siempre ha sido el mismo:
salvar algunos retazos de la sabiduría acumulada por las civilizaciones previas
al diluvio y legarlos a la nueva humanidad.
Se cuenta, por ejemplo, que, con el fin de salvar a Manu
Satyavrata —el fundador de la humanidad actual—, Visnú tomó la forma de un
pez gigantesco. Antes de que llegara la inundación, ordenó a Manu que
construyera un gran barco y lo cargara con dos ejemplares de cada una de las
especies y con semillas de cada una de las plantas, y luego subiera a bordo.
Cuando se elevó el nivel de las aguas, el dios arrastró el arca de Manu durante
muchos días y muchas noches hasta depositarla plácidamente sobre la pendiente
de una alta montaña.
Otra vez, cuando ya toda la Tierra había quedado «sumergida»,
Visnú, encarnado en un cerdo, «buceó hasta el fondo de las aguas para matar al
demonio que había hundido la Tierra en las profundidades del mar. Después,
rescató a la Tierra y volvió a colocarla flotando sobre el océano». En otra
ocasión, como ya hemos visto, se encarnó en tortuga y jugó un destacado papel
en «la agitación del océano Lácteo».
Visnú también se encarnó en un hombre león para desgarrar
las entrañas de un genio que oprimía cruelmente a la Tierra; en un enano que
cabalgó sobre el universo y plantó su semilla en tres lugares. Adoptó también
la forma del heroico Rama (quien, en la antigüedad, marcó el comienzo de una
era dorada de justicia y felicidad) y la de Krishna, «nacido para enseñar la
religión del amor en los inicios de la era de la lucha» (dicho en otras
palabras, el Kali Yuga, o época actual).
«En todos los momentos cruciales de la historia del mundo»,
resume el orientalista Alain Danielou, Visnú «aparece como entidad individual
para guiar la evolución y el destino de los distintos órdenes de la creación,
de todas las especies y de toda forma de vida»:
Cuando esas formas de conocimiento que son esenciales para
la realización espiritual se hallan fuera del alcance del hombre, provocando
que éste yerre en tal propósito, surge Visnú para devolverle la posibilidad de
lograr esos conocimientos… Hay, por lo tanto, una encarnación por cada nuevo
ciclo, para adaptar las revelaciones a las nuevas condiciones del mundo.
En la India, ese mesías reencarnado llega primero bajo la
forma de Rama y luego como Krishna y, en los últimos días, bajo la forma de
Kalki el Ejecutor. La misma figura se encuentra también en México:
Quetzalcóatl, el monarca pasado y futuro. También aparece en Gran Bretaña con
el nombre de rey Arturo. En Egipto, surge de nuevo, como representación del
inicio de la dinastía, tomando la forma del dios-hombre Osiris, «el que camina
a lo lejos», el señor universal, sensible a la muerte, pero capaz de renacer
una y otra vez.
«Osiris», señala R. T. Rundle Clark, «viene en tu ayuda
cuando alguien te maltrata. Es lo que los egipcios llamaban un neb tem, un
maestro del universo, humano y misterioso, que sufre y exige a la vez». En los
mitos y escrituras, él es la «voz misteriosa» que en ocasiones «reclama con
autoridad, dando órdenes que pongan las cosas en su sitio cuando la estabilidad
del mundo se ve amenazada…».
Lo que Rundle Clark llama la «intervención de un dios
exigente que gobierna en el mundo actual» no difiere significativamente de las
intervenciones de los avatares de Visnú en el mundo. Es más, tanto en las
tradiciones egipcias como hindúes se entiende que el objetivo de tales
intervenciones es siempre positivo: «El señor toma un cuerpo con el propósito
de proteger a la Tierra, a los sacerdotes, a los dioses, a los santos, al
conocimiento, a la justicia y a la prosperidad».
Quetzalcóatl juega un papel idéntico en la cultura de
México: concede la vida, gobernando sobre una era dorada y ofreciendo a sus
iniciados la flor de la inmortalidad.
Graham Hancock
El espejo del
paraíso, página 173
Cuando esas formas de conocimiento que son esenciales para
la realización espiritual se hallan fuera del alcance del hombre, provocando
que éste yerre en tal propósito, surge Visnú para devolverle la posibilidad de
lograr esos conocimientos… Hay, por lo tanto, una encarnación por cada nuevo
ciclo, para adaptar las revelaciones a las nuevas condiciones del mundo. En la
India, ese mesías reencarnado llega primero bajo la forma de Rama y luego como
Krishna y, en los últimos días, bajo la forma de Kalki el Ejecutor. La misma
figura se encuentra también en México: Quetzalcóatl, el monarca pasado y
futuro. También aparece en Gran Bretaña con el nombre de rey Arturo. En Egipto,
surge de nuevo, como representación del inicio de la dinastía, tomando la forma
del dios-hombre Osiris, «el que camina a lo lejos», el señor universal,
sensible a la muerte, pero capaz de renacer una y otra vez.
Graham Hancock
El espejo del
paraíso, página 175
Quetzalcóatl juega un papel idéntico en la cultura de
México: concede la vida, gobernando sobre una era dorada y ofreciendo a sus
iniciados la flor de la inmortalidad.
Graham Hancock
El espejo del
paraíso, página 176
¿Tiene o no tiene algún propósito la vida humana? ¿Tiene
algún sentido o carece de él? ¿Es en realidad sublime o patética? De acuerdo
con los rishis —los hombres sabios de la antigua India— nuestras vidas tienen
un sentido, y un propósito muy específico. Llamaban a este propósito
«comprensión» o «iluminación»: la habilidad del alma, que se ha materializado
temporalmente en el cuerpo de un hombre, para entender la verdadera naturaleza
de su propia existencia. Los rishis hablaban de esa realidad que nosotros
aceptamos sin ninguna duda dándole el nombre de «mundo de formas». Afirmaban
haber descubierto que este mundo no es en absoluto real, sino más bien una
especie de siniestro juego virtual en el que todos participamos; una ilusión
compleja e ingeniosa capaz de resistir el más elaborado test empírico: una
alucinación en masa, de un alcance y una profundidad extraordinarios, diseñada
para distraer a las almas del estrecho y recto camino de la conciencia que
conduce a la vida inmortal. Con una sincronía que ha de parecer extraña a
cualquiera que haya estudiado los enigmas de América Central, dieron a esa
ilusión el nombre de Maya y enseñaron técnicas para superarla y disiparla.
Dichas técnicas, que se unían en un corpus teórico formando una ciencia de la
comprensión, incluían el firme propósito de la búsqueda del conocimiento
espiritual, la meditación, la contemplación, la concentración de la mente a
través del estudio de los mandalas (o yantras) y de la correcta realización de
los rituales. El lector recordará que también en México se creía que la vida no
es algo real sino sólo un sueño del que el alma despierta en el momento de la
muerte. De la misma forma, en los textos herméticos recopilados en Alejandría
alrededor del siglo II d.C., y que aparentemente no guardan la menor
relación con todo esto, podemos leer que «todas las cosas de la Tierra son
irreales… La ilusión es algo forjado por el trabajo de la realidad». La
hermética enseña que el iniciado debe esforzarse diligentemente por superar la
ilusión material de que su conciencia no sobrevivirá a su muerte física,
«entrenándola continuamente durante esta vida para evitar que se pierda cuando
entre en el otro mundo; allí, le estará permitido ver a Dios si encuentra el
camino que conduce hacia Él…». Se creía que este entrenamiento era de vital
importancia para el alma; por ello, los textos herméticos también se lamentan
del hecho de que los ciclos del tiempo trajeran el declive y la ruina a la
tierra de Egipto, «esa tierra que una vez fue sagrada; una tierra que amó a los
dioses y obtuvo como recompensa el honor de albergarlos durante algún tiempo;
una tierra que fue la maestra de la humanidad
Graham Hancock
El espejo del
paraíso, página 176
En la India se cree que los Veda —procedentes de la palabra
sánscrita veda que significa «conocimiento» o «sabiduría y son la colección de
textos religiosos más antigua de la India]»— transmiten enseñanzas que
provienen de la más remota antigüedad, de un momento anterior incluso a su
recopilación. En realidad, se cree que, durante miles de años, los Veda fueron
«transmitidos oralmente con total fidelidad por algunas familias especiales de
las comunidades brahmánicas de la India» antes de ser transcritos dando lugar a
los libros que han llegado hasta nosotros. Es más, incluso esos Veda orales no
eran vistos como las escrituras originales sino como una repromulgación de
enseñanzas aún más antiguas, anteriores al último pralaya. Se dice que la tarea
fue acometida por siete rishis supervivientes del cataclismo con el deseo de
«salvaguardar en los inicios de una nueva era el conocimiento que habían
heredado de sus antepasados de la era anterior».
Encontramos tradiciones parecidas en Egipto recogidas en los
Textos de Edfú: también nos hablan de los conocimientos que poseían siete
hombres —los «siete sabios»— y de cómo llegaron al valle del Nilo en la
Primera Época, realizando un esfuerzo espiritual que intentaba recrear el mundo
primigenio de los dioses:
Después de ser constituido, el mundo antiguo se destruyó, y
se convirtió en la base de un nuevo periodo de creación que al principio fue la
recreación y la resurrección de lo que ya había existido en el pasado.
De acuerdo con los Textos de Edfú, el método adoptado por
los siete sabios en este esfuerzo fue la construcción de algunos montículos
sagrados, que habían de servir de guía para decidir las ubicaciones y formas de
los futuros templos de Egipto. Estos templos, cuyas salas debían construirse de
forma que se pareciesen al cielo, eran vistos como seres vivos que podían morir
y renacer una y otra vez, descendientes todos del mismo antepasado común: «Un
templo que existió realmente en el sombrío pasado del Egipto predinástico».
Hemos visto que ese templo ancestral también respondía a la idea de copiar una
región del cielo. Un espíritu armado con ese conocimiento podía esperar ganar
millones de años de vida, «bien equipado tanto en el cielo como en la tierra,
provisto de armas infalibles, constantes y eternas.
Graham Hancock
El espejo del
paraíso, página 179
Las excavaciones han probado que tanto el templo de Horus en
Edfú como todos los demás templos y pirámides de importancia, fueron
construidos en emplazamientos que consideraban consagrados. También se cree que
muchos de estos emplazamientos se utilizaron una y otra vez a lo largo de miles
de años. Los templos más importantes de Angkor también muestran señales de
haber sido construidos directamente sobre estructuras anteriores que, a su vez,
ocupaban el lugar de otras aún más pretéritas. Por lo tanto, si no se trata de
una coincidencia, no podemos eliminar del todo la posibilidad de que la
extraordinaria correlación entre los templos naga de Angkor y las estrellas de
la constelación del Dragón, tal y como aparecían en el cielo durante el
equinoccio de primavera del año 10 500 a.C., fuera el resultado de un plan
terrestre derivado de los montículos originales situados en Camboya en esa
remota fecha.
Graham Hancock
El espejo del
paraíso, página 181
en el caso de Angkor, las verdaderas preguntas no se
refieren tanto a cuáles fueron las fechas concretas de construcción de los
templos, ni siquiera de las estructuras que yacen debajo de ellos, sino más
bien a otras cuestiones:
1.
¿Por qué todo el diseño del emplazamiento parece
señalar de forma tan insistente y específica el patrón de las estrellas de la
región del cielo que rodea a la constelación del Dragón tal y como aparecía al
amanecer del equinoccio de primavera del año 10 500 a.C?
2.
¿Cómo podemos explicar el hecho de que sea
exactamente esa fecha la que señalan las tres grandes pirámides y la Gran
Esfinge de Gizeh, monumentos que no tenían a priori ninguna conexión con los
templos de Angkor?
3.
¿No resulta sorprendente que los tres grupos de
monumentos usen la misma técnica que une la astronomía con la arquitectura para
llamar la atención sobre esa fecha, imitando la forma de la constelación
prominente presente en uno de los puntos cardinales del cielo en el equinoccio
de primavera del 10 500 a.C. (el Dragón, al norte, en el caso de Angkor; Leo,
al este, en el caso de la Gran Esfinge; Orión, al sur, en el caso de las
pirámides)?
4.
¿Podría existir algún tipo de conexión oculta?
Graham Hancock
El espejo del
paraíso, página 183
las dos estrellas del norte a las que apuntan los canales de
la Gran Pirámide se corresponden con dos prominentes templos de Angkor. Quizás
esto sólo sea un nuevo accidente, una nueva coincidencia. Sin embargo, a lo
largo de esta investigación hemos tenido a veces la extraña sensación de
tropezar con pedazos de un juego magistral enigmático y tenebroso, un juego a
escala planetaria que ha durado miles de años y que parece haber sido jugado en
cuatro dimensiones principales: Primera dimensión: Arriba, las estrellas del
cielo. Segunda dimensión: Abajo, los monumentos del suelo, esparcidos por el
mundo como si se tratase de piezas de un inmenso rompecabezas, unidas unas a
otras a través de ocultas pistas astronómicas. Tercera dimensión: El tiempo,
medido por el lento ciclo de la precesión, el medio utilizado para ocultar a
los ojos de los no iniciados cuáles eran las señales astronómicas que llevaban
de un monumento a otro. Cuarta dimensión: El espíritu, la finalidad de todo, la
búsqueda de la inmortalidad.
Graham Hancock
El espejo del
paraíso, página 184
El juego —si de un juego se trata— es un sistema hermoso y
completo, provisto de engranajes y características que se relacionan
mutuamente, dejando entrever un diseño inteligente y altamente organizado. Así,
las tres pirámides de Gizeh no sólo yacen en el suelo siguiendo el modelo de
las tres estrellas del cinturón de Orión, sino que una de ellas, la Gran
Pirámide, tiene también un estrecho canal orientado directamente hacia el sur
—que apunta a su réplica en el cinturón de Orión— y otros dos orientados hacia
el norte, que apuntan a las estrellas llamadas Kochab y Thuban. Estas estrellas
a su vez son representadas en el suelo por dos de los templos de Angkor como
parte de un modelo superior que traza en el suelo la silueta de la constelación
de Orión y la de algunas importantes estrellas vecinas. Cuando se añade la
dimensión temporal, accedemos a un nuevo nivel del juego en el que el
participante descubre que los diagramas cielo-tierra de la constelación del
Dragón y Angkor por un lado, y de Orión y las pirámides por otro, encajan
perfectamente, cara a cara sobre el meridiano, durante el amanecer del
equinoccio de primavera del año 10 500 a.C. El jugador también se dará cuenta
de que en ese preciso instante la constelación de Leo aparece directamente en el
este, en línea con la mirada de la leonina Esfinge de Gizeh. El juego gana en
profundidad por la evolución de los mitos de Orión/Osiris y por las
maravillosas leyendas de dioses y diosas en forma de león que invadieron el
ambiente cultural de los monumentos egipcios —vinculados en todos los casos
con los ciclos del tiempo— así como por las hermosas tradiciones de las
serpientes naga que ocuparon el ambiente cultural de los templos de Angkor,
igualmente vinculados con los grandes ciclos temporales y con la creación y
destrucción de las épocas del mundo. Lo más enigmático de todo es que existe
una clara sensación de que los mitos señalan a toda una serie de vínculos
posteriores, situados en un nivel superior del juego —el nivel del espíritu—
que relacionarían el gran tema de la era del mundo, (que sólo alguien que
domine el fenómeno de la precesión puede llegar a entender) y el misterio
sombrío y fundamental que supone la inmortalidad del alma humana. Como
sentencian los textos sagrados de la India, «el gran misterio de lo que nos
aguarda después de la muerte, algo que ignoran incluso los antiguos dioses…
algo difícil de aprender». ¿Qué mejores candidatos podría haber para ser los
maestros de un juego cuyo fin es la inmortalidad que los seguidores de Horus
los Shemsu Hor, los señores de la magia, los contadores de estrellas, quienes,
según los antiguos textos, llegaron a Egipto en la Primera Época? En idioma
egipcio, Anj-Hor significa «el rey Horus vive». En cualquier búsqueda de un
nexo entre los templos de Angkor y los monumentos de Gizeh, deberemos tener en
cuenta que el mito de Horus, la tradición de los Shemsu Hor, hace «segura
referencia» a las estrellas de la constelación del Dragón, según el tratado de
Richard Hinkley Allen, Catalogue of Star Names. En ese juego magistral, los
vínculos entre las estrellas y los templos quedan velados tras los cambios
marcados por la precesión, que sólo pueden entenderse por aquellos seres
equipados para descender a cualquier cielo. Tales adeptos, conscientes de que
el pulso del ciclo precesional late a un grado cada 72 años, no habrían tenido
la menor dificultad para llegar hasta los templos en forma de la constelación
del Dragón, situados a la distancia geodésica de 72 grados de longitud al este
de las monumentales figuras que representaban en Gizeh a Leo y Orión. Pero la
dimensión del tiempo aún encubre muchas cosas: el año 10 500 a.C. supone la
fecha astronómica que marca el plan terrestre de las pirámides y de la Esfinge;
el 2500 a.C. es la fecha astronómica que señalan los canales de la Gran
Pirámide (apoyados por la evidencia arqueológica irrefutable de una intensa
actividad que tuvo lugar en Gizeh alrededor de ese año); el 10 500 a.C. es la
fecha astronómica para los planos terrestres de los templos naga de Angkor; y
finalmente, el año 1150 de nuestra era es la fecha en que se completó la
construcción de Angkor Vat, y existen sólidas pruebas arqueológicas que
confirman que el periodo de construcción del conjunto monumental comprendió
alrededor de cuatrocientos años (entre el 802 y el 1220 d.C.). ¿Qué poderosa
fuente común de elevado conocimiento, qué idea espiritual compartida pudo haber
sido lo bastante global, antigua y constante como para haber causado un impacto
tan profundo sobre la cultura de Egipto en el año 2500 a.C. y, 3500 años más
tarde, sobre la cultura jemer en Camboya? ¿Y por qué, en ambos casos, se tomó
como centro el mismo remoto momento astronómico: el 10 500 a.C. en el
calendario moderno?
Graham Hancock
El espejo del
paraíso, página 184
Michael D. Coe mencionaba los «múltiples y sorprendentes
parecidos» existentes entre el imperio jemer y los mayas clásicos
Graham Hancock
El espejo del
paraíso, página 191
¿Es un accidente que los tres templos de Roluos, dos de
ellos en primera línea y otro en un lugar menos evidente, reproduzcan en el
suelo el patrón de las tres estrellas de la Corona Boreal (véase el diagrama)?
La Corona, vecina a la constelación del Dragón, no habría sido visible desde
Angkor en los siglos X y XI d.C., cuando fueron construidos los templos de
Roluos; sin embargo, si aplicamos el retroceso precesional, sí que habrían
resultado visibles al amanecer del día del equinoccio de primavera del año
10 500 a.C. cuando el Dragón alcanzaba el meridiano. Podríamos decir de nuevo
que dicha relación es accidental, de no ser porque fue precisamente el periodo
comprendido entre los siglos IX y XIII d.C. cuando se produjo la lenta
colocación de cada uno de los templos que imitan la posición de Dragón sobre el
meridiano en ese preciso momento del año 10 500 a.C. (y no sólo el de Dragón,
sino también partes de otras constelaciones de la misma región celeste tales
como las estrellas Zeta de la Osa Menor y Kochab, de la Osa Menor; Alkaid, de
la Osa Mayor, y Deneb, de la constelación del Cisne). La idea de un patrón
determinado que marca la construcción subyace a todo el plan. Poco a poco,
completaron el diseño arquitectónico, aprovechándose en lo posible de las
características naturales del paisaje; se incorporaron precisas orientaciones
astronómicas y se reforzó la relación con la constelación del Dragón mediante
esculturas que representaban serpientes y narraban mitos relacionados con
ellas.
Graham Hancock
El espejo del
paraíso, página 193
La sospecha de algún tipo de conexión oculta entre Angkor y
el antiguo Egipto no es nueva. Al contrario, puede decirse que todos los
viajeros que han visitado Angkor en el último siglo han sentido en ese lugar la
misteriosa presencia de Egipto: algunas esculturas gigantescas guardan cierto
parecido con el rostro de la Esfinge o con el coloso de Abu Simbel, hay
pirámides por todas partes y la espectacularidad del conjunto recuerda la
magnitud de las grandes pirámides de Gizeh.
Graham Hancock
El espejo del
paraíso, página 198
Similitudes complejas La sospecha de algún tipo de conexión
oculta entre Angkor y el antiguo Egipto no es nueva. Al contrario, puede
decirse que todos los viajeros que han visitado Angkor en el último siglo han
sentido en ese lugar la misteriosa presencia de Egipto: algunas esculturas
gigantescas guardan cierto parecido con el rostro de la Esfinge o con el coloso
de Abu Simbel, hay pirámides por todas partes y la espectacularidad del
conjunto recuerda la magnitud de las grandes pirámides de Gizeh. Pese a la
frecuencia con que se han dado este tipo de comparaciones, no podemos negar que
se trata de meras impresiones carentes de todo valor científico. Nadie las ha
tomado nunca en serio: los expertos están seguros de que no existe ninguna
posibilidad de conectar la cultura jemer con la del antiguo Egipto. Todas las
similitudes son atribuidas a la casualidad, y, por lo tanto, aunque resultan
curiosas, no poseen verdadero interés. Si tenemos en cuenta la inmensa
distancia física que separa Egipto de Camboya y la fecha de extinción del
imperio egipcio muy anterior a la emergencia de Angkor, no cabe duda de que apostar
por la casualidad resulta una opción altamente razonable. Sin embargo, desde
nuestra perspectiva, el alcance y la gran cantidad de aspectos en común entre
ambos lugares no nos permiten aceptar esta hipótesis. Por ejemplo, existe en
Camboya una antigua tradición que afirma que los templos y pirámides de Angkor
fueron construidos por Visvakarma, el arquitecto de los dioses, de quien se
dice que fue el responsable de enseñar arquitectura a los hombres. A Imhotep,
supuestamente el primer arquitecto de pirámides en el antiguo Egipto, se le
atribuía el hecho de «haber inventado el arte de construir en piedra labrada»;
posteriormente, alcanzó la categoría de dios. Además, hemos visto ya que tanto
en Egipto como en Angkor existía el culto a la serpiente. En ambos lugares se
eligió el símbolo de la cobra encapuchada; en ambos, los artistas la
representaban como a una figura mitad humana, mitad reptil, o como una
serpiente completa; en ambos casos se la mostraba erguida, con la capucha
extendida (adoptando una forma parecida a la de los uraeus que llevaba el
faraón en la corona). Según dicho culto, la serpiente podía vivir en el cielo o
en la tierra, aunque en general se le atribuía naturaleza terrestre (e incluso
subterránea); sin embargo, era frecuente ver representaciones de serpientes
navegando por las regiones celestes. Esta ambigüedad queda patente tanto en el
Libro de lo que hay en el Duat como en un texto hindú clásico, el Yajurveda,
que nos habla de «serpientes que se mueven por la tierra, que están en el
firmamento y en el cielo». Tanto en Egipto como en la antigua Camboya, la
serpiente simbolizaba la imagen de la vida eterna y los ciclos del universo.
Graham Hancock
El espejo del
paraíso, página 198
En las pirámides de las dinastías V y VI que se encuentran
en Saqqara (Egipto), a sólo 10 kilómetros al sur de Gizeh, existen textos
notablemente parecidos que se remontan al menos al siglo XXIII a.C. y se
asocian con la gran escuela de sabiduría de Heliópolis. En ellos se invoca al
omnipotente dios Atum, la réplica egipcia de Visnú/Brahma/Siva, para que se
alce «en ayuda del rey, de esta construcción y de esta pirámide… para que la
esencia del rey dure para siempre… Protege esta construcción de todos los
dioses y de todos los muertos, y evita que algo malo le suceda». En el mismo
párrafo, unas líneas más abajo, descubrimos que el difunto faraón es
misteriosamente identificado con su pirámide y con el dios Osiris, como si la
piedra y el hombre se hubieran fundido en un único cuerpo espiritual, un cuerpo
glorioso en el que «este rey es Osiris, esta pirámide del rey es Osiris, ésta
su construcción es también Osiris». Estas singulares ideas ya aparecen
completamente elaboradas en los inicios de la antigua civilización egipcia,
hace casi 5000 años. Pero resulta aún más curioso que exactamente las mismas
ideas surjan en Camboya unos 4000 años más tarde como por arte de magia. De
acuerdo con Paul Mus y Georges Coedes, en Angkor consideraban que el templo
pirámide funerario «no era tanto un refugio para los muertos sino una especie
de nuevo cuerpo arquitectónico, el lugar que sustituye a los restos mortales de
un difunto “hombre cósmico” para que su alma mágica siga viviendo».
Graham Hancock
El espejo del
paraíso, página 203
Las ideas sobre el alma imperantes en el antiguo Egipto que,
como tantas otras, ya aparecían plenamente desarrolladas al principio del
periodo histórico revelan un sistema de ideas sorprendentemente sofisticado que
dividía la esencia inmortal del individuo en al menos cuatro manifestaciones o
entidades principales:
1.
El ka, el «doble» o «gemelo»: ángel guardián y
guía espiritual de los muertos, que era «independiente del hombre y podía
alojarse en cualquiera de sus estatuas[605]». Según James Henry Breasted, el ka
«era una especie de genio superior que tenía la misión específica de guiar los
destinos de los egipcios en el otro mundo; al morir, todo egipcio hallaba allí
a su propio ka, esperándole».
2.
El ba, o alma-corazón, estaba de alguna forma
vinculado al ka, pero existía como persona, y poseía poderes que le permitían
«subsistir y sobrevivir en la otra vida». El rasgo característico del alma o ba
era el don de moverse sin ninguna traba. A menudo, el arte egipcio lo
representa como una golondrina en pleno vuelo, o como una golondrina con la
cabeza de un hombre, «un inmejorable símbolo de la libertad», como ha señalado
el egiptólogo Stephen Quirke.
3.
El ab, o corazón, estaba íntimamente relacionado
con el alma. De acuerdo con E. A. Wallis Budge: «La conservación del corazón de
un hombre era de gran importancia; en el juicio, éste era el único miembro que
era separado del cuerpo para ser examinado de forma aislada; aquí, sin embargo,
se ve al corazón como el centro de la vida espiritual y mental…».
4.
Conocido en el juicio bajo el nombre de
«justificación», el estadio superior en la evolución del alma era el sahu, o
cuerpo espiritual, donde habitaba el akh, o espíritu transfigurado, «un ser
etéreo que no morirá bajo ninguna circunstancia» y que por lo tanto poseerá la
ansiada «vida de millones de años». En el antiguo idioma egipcio, la palabra aj
(de la que se deriva ajet, horizonte) siempre transmite los conceptos de «luz»,
«claridad», «brillo» o «resplandor».
Graham Hancock
El espejo del
paraíso, página 206
No obstante, aunque hayan llegado a este nivel de
perfección, no todas las almas eligen pasar al nirvana. El budismo Mahayana nos
dice que hay algunas, los bodhisattvas, que, repletos de generosidad y amor por
sus semejantes, retrasan su transfiguración y siguen reencarnándose en el mundo
material una y otra vez para ejercer en él de maestros y mostrar a sus
semejantes cómo escapar del «océano de la existencia».
Graham Hancock
El espejo del
paraíso, página 214
Un bodhisattva es un futuro buda. Se cree que Siddharta, el
buda más reciente (vivió durante el siglo VI a.C.), era por tanto un
bodhisattva antes de su iluminación («Buda» es un título, no un nombre propio,
que significa «el despierto» o «el iluminado»). Los bodhisattvas también pueden
encarnarse, sin llegar a ser budas, con el fin específico de ayudar a la raza
humana en un momento de necesidad: Se asumía que tendrían que pasar muchos
milenios entre la aparición de uno y otro buda en la tierra. Así que, para que
el hombre no quedara completamente privado de ayuda en sus esfuerzos por
conservar esta doctrina pura durante tan largo periodo de tiempo, se imaginaba
la presencia de bodhisattvas celestiales…
Graham Hancock
El espejo del
paraíso, página 214
Aunque hay diferencias, también existen similitudes
evidentes entre estos «bodhisattvas celestiales» como puede ser el compasivo y
misericordioso Avalokitesvara y el concepto hindú de los avatares de Visnú. En
ambos casos, un ser plenamente realizado, inmortal y equipado, elige encarnarse
de nuevo entre los hombres para ayudarles a superar una crisis de orden físico
y espiritual. Un dato que contribuye a reducir la relevancia de estas
diferencias podría ser que los hindúes ven al propio Buda como a un avatar de
Visnú. Además, tanto el hinduismo como el budismo, prevén una encarnación
posterior Kalki para los hindúes y Maitreya para los budistas que barrerá la
maldad del mundo y volverá a promulgar las enseñanzas puras de la antigüedad.
Graham Hancock
El espejo del
paraíso, página 214
Existen algunos aspectos de extrema importancia, partes de
un rompecabezas, que, desde nuestro punto de vista, todavía no han sido
aclarados. Entre ellos: Una explicación al súbito inicio de las obras en los
sagrados dominios de Angkor que tuvo lugar a principios del siglo IX d.C. Una
explicación que aclare el meticuloso avance de las obras, que se extendió
durante aproximadamente cuatrocientos veinte años con un coste económico
incalculable. Una explicación para conocer por qué esta construcción abrumadora
y sin precedentes, de mayor envergadura y calidad que ninguna otra en la India,
se realizó en un remoto rincón rural de Camboya. Una explicación que aclare por
qué cesaron todas las obras en el siglo XIII, tras la muerte de Jayavarman VII
y por qué nunca se intentó retomarlas, pese a que la ocupación de ese
emplazamiento se mantuvo vigente al menos hasta el siglo XVI.
Graham Hancock
El espejo del
paraíso, página 221
El hecho de que haya 72 estructuras en un emplazamiento que
repetidas veces utiliza otros números que pertenecen a la secuencia de la
precesión, como pueden ser el 54 o el 108 (y que, además, está situado a 72
grados de longitud al este de las pirámides de Gizeh) sugiere, bajo nuestro
punto de vista, la existencia de un plan general. Además, en caso de que
hubiera existido, ese plan se habría mantenido en vigor desde los inicios hasta
el final de esa aislada fase de construcción de los templos en Angkor, que
comenzó bruscamente con el reinado de Jayavarman II en el año 802 d.C. y
terminó con la misma brusquedad tras la muerte de Jayavarman VII en 1219.
Graham Hancock
El espejo del
paraíso, página 221
«Este templo envuelto en un profundo misterio…»
Cuando trasladamos al suelo el mapa estelar del año
10 500 a.C., el muro que rodea el perímetro de Angkor Thom delimita un recinto
sagrado trazado alrededor del pecho o del corazón de la constelación naja del
Dragón. En el centro geométrico de este recinto, el centro exacto, el punto de
encuentro de las diagonales, se alza el sobrecogedor edificio conocido como el
Bayon, considerado el logro arquitectónico más hermoso de Jayavarman VII.
¿Es un accidente que, de entre todos los templos que forman
el conjunto global, el centro del Dragón señalado por el Bayon esté
correlacionado con el polo norte eclíptico? El lector recordará que ése es el
punto del cielo alrededor del cual circula el polo norte celeste como resultado
de la precesión a razón de medio grado cada 36 años, tres cuartos de grado cada
54 años, un grado cada 72 años y 30 grados cada 2160 años. El rasgo
arquitectónico distintivo más notable del Bayon, una pirámide muy baja que se alza
en la cima de una estructura mucho más vieja y aún inexplorada, son las 54
torres de piedra que lo componen; al igual que las puertas de entrada a Angkor
Thom, cada una de las torres está tallada, reproduciendo cuatro caras
gigantescas de Lokesvara (al estilo egipcio) orientadas directamente hacia el
norte, el sur, el este y el oeste, formando un total de 216 caras. De acuerdo
con Jean Boisselier, director del Museo Nacional de Phnom Penh, las caras
fueron esculpidas con «la típica expresión de un budista en ese estado mental
activo al que las escrituras llaman brahmavira, las “cosas que complacen a
Brahma»: el «estado sublime» que lleva a la mente hacia la caridad, la
compasión, la alegría y la paz”».
Graham Hancock
El espejo del
paraíso, página 225
Caben pocas dudas de que el propósito del Bayon fue siempre
la transformación. Recordemos que su nombre se deriva de pa yantra, el padre o
maestro de yantra. Es ésta una palabra perteneciente al idioma sánscrito cuyo
significado literal es instrumento: en realidad, se trata de una clase de
mandala: «un diagrama usado como apoyo en la meditación… Las partes que
componen un yantra conducen al creyente a través de distintos pasos hasta
llegar a la comprensión…».
Sospechamos que quienes comprendían completamente el
significado de los monumentos de Angkor no eran creyentes, sino adeptos: los
iniciados en un sistema de sabiduría cósmica que habían llegado hasta el Bayon
en su búsqueda de los misterios últimos. Así, mediante una investigación
diligente, lograrían estar equipados para descender a cualquier cielo, es
decir, para realizar los cálculos precisos que les permitirían visualizar las
posiciones de importantes estrellas en épocas anteriores.
En un sentido general, esos iniciados ya eran conscientes de
que la disposición de los monumentos de Angkor pretendía llevar su atención
hacia la región del cielo que se hallaba alrededor del polo norte celeste; en
especial, como ya hemos visto en capítulos previos, hacia las estrellas de las
constelaciones del Cisne, la Osa Menor, la Osa Mayor, la Corona Boreal y el
Dragón…, sobre todo el Dragón. Para haber llegado tan lejos en sus
descubrimientos, ellos se vieron obligados a retroceder, exactamente igual que
hemos hecho nosotros, hasta el equinoccio de primavera del año 10 500 a.C.
(aunque, por supuesto, ellos usaban un sistema de fechas distinto). Y tuvieron
que advertir que un observador que mirase hacia el norte en el momento de la
salida del Sol habría sido testigo de una equiparación perfecta, meridiano a
meridiano, entre el dibujo que formaban las estrellas en el cielo y los templos
sobre la Tierra.
Durante ese proceso de rebobinado estelar hasta la
correlación perfecta, dichos adeptos habían descubierto necesariamente lo que
sólo hoy podemos confirmar en las pantallas de nuestros ordenadores: la lenta y
cíclica rotación del polo norte celeste alrededor del corazón de la
constelación del Dragón, en otras palabras, el polo norte eclíptico. Es este
corazón, ese punto abstracto en el espacio, el que encuentra su réplica
terrestre en la Gran Pirámide del Bayon, un monumento que se eleva tres pisos
desde una base cuadrada de ochenta metros por cada lado y que culmina en un
inusual santuario circular, a una altura de cuarenta y cinco metros sobre el
nivel del suelo.
Coedes ha dado al Bayon el apropiado nombre de «centro
místico del imperio jemer», mientras que Bernard Groslier lo describe como el
omphalos («ombligo») del universo de piedra de Angkor y John Audric señala que
persisten rumores de un gran tesoro, que fue escondido en él hace mucho tiempo.
Ese tesoro no tenía por qué estar compuesto de oro o joyas.
Podría tratarse del conocimiento (gnosis) el elixir que
todos los verdaderos iniciados deben buscar —en cualquier época y en cualquier
lugar— si desean vivir durante millones de años.
Graham Hancock
El espejo del
paraíso, página 227
Los guardianes del tiempo en el cielo
Los antiguos egipcios no representaban a la constelación del
Dragón en forma de serpiente o de dragón, sino como a otro reptil monstruoso,
el cocodrilo, al que conferían partes de hipopótamo y de león. El resultado era
una deidad astronómica llamada Taweret, citada en los Textos de las pirámides y
en el Libro de los muertos, y que ocupa el estadio central en el notable
Zodíaco circular del templo de Dendera, en el Alto Egipto. Un aspecto
interesante de este mapa estelar decepcionantemente simple…
… es que no sólo ubica correctamente a la constelación del
Dragón en relación con otras constelaciones del norte tales como la Osa Menor
(conocida por los antiguos egipcios como el Chacal) y la Osa Mayor (el Muslo),
sino que también, como afirma el matemático francés R. A. Schwaller de Lubicz,
«muestra el polo eclíptico, situado en el pecho del hipopótamo o constelación
del Dragón». Schwaller señala que las figuras mitológicas de Dendera que
representan las constelaciones del Zodíaco no están agrupadas en una sola
circunferencia, como cabría esperar, sino que «se entrelazan en dos círculos:
uno alrededor del polo norte celeste y otro en torno al polo norte eclíptico»,
provocando un remarcable y descentrado movimiento en espiral. De este modo,
defiende Schwaller, el Zodíaco expresa un claro conocimiento de lo que sucede
en el cielo cuando el polo norte celeste precesiona alrededor del polo de la
Eclíptica. Un gran número de expertos ha observado que las características de
Taweret (el cocodrilo, mitad hipopótamo y mitad león) son idénticas a las de
Ammit, el terrible Devorador de los muertos que se halla presente en el momento
de la medición del peso del corazón en la sala del Juicio de Osiris. Stephen
Quirke, director del Departamento de Antigüedades Egipcias del Museo Británico,
afirma que este híbrido incorpora: «a los tres animales voraces que podían ser
reproducidos en el arte egipcio formal la cabeza de un cocodrilo, el torso de
un león y los cuartos traseros de un hipopótamo». Por lo tanto, y con todo el
simbolismo que ello conlleva, el monstruo de la escena del juicio es el Dragón,
aguardando a la aniquilación del alma de la misma forma que Osiris espera su
renacimiento y resurrección. Existe sin embargo una extraña ambigüedad que ya
encontrábamos en los textos egipcios en relación con las serpientes naja: unas
veces eran peligrosas mientras que otras se mostraban benevolentes. Así, pese a
que los egipcios veían al Dragón en forma de Ammit como a un ser voraz y
despiadado, el Dragón bajo la forma de Taweret era visto como un guía benigno,
protector de las almas y patrón de los nacimientos. Es más, tan fuerte era esta
percepción positiva del Dragón que era frecuente colocar sobre las tumbas
egipcias amuletos de Taweret con el fin de «proteger el renacimiento del
difunto en el reino de los muertos (el reino de Osiris)». La sensación de que
existe un vínculo sutil entre las funciones de Orión-Osiris y
Dragón-Taweret-Ammit cobra mayor intensidad gracias a las leyendas de origen
egipcio que cuentan que un cocodrilo nadó hasta Osiris (después de que Set le
ahogara) y llevó su cadáver «a orillas del Nilo». En algunos relatos se
describe misteriosamente al propio Osiris como a un «gran dragón» tumbado en la
arena, mientras que en otros más estrechamente relacionados con la simbología
de Angkor leemos que el dios se transformó en serpiente cuando entró en el otro
mundo. En el Libro de los muertos se nos cuenta que Osiris, como señor del
Duat, reside en un palacio cuyos muros están formados por «cobras vivas».
Estas ideas encajan muy bien con el aspecto del cielo el día
del equinoccio de primavera del año 10 500 a.C., un cielo que da la sensación
de ser un extraño mecanismo heráldico:
En el amanecer, si miramos directamente hacia el oeste, el
ordenador nos muestra que Acuario se ha puesto y que los «peces» de Piscis le
siguen.
Si lo hacemos hacia el este, vemos cómo se alza el león de
Leo, dejando el Sol a su espalda.
Hacia el sur, Orión-Osiris cabalga sobre el meridiano. La
tradición india le conoce como Kal-Purush, «el hombre del tiempo», quien afirma
en el Libro de los muertos: «Soy el tiempo y Osiris. Me he transformado,
tomando el aspecto de diversas serpientes».
Hacia el norte, Dragón, ese dragón celestial (serpiente,
cocodrilo o hipopótamo), el guardián secreto del polo norte eclíptico, cabalga
sobre el meridiano, cara a cara con Orión.
Resulta fácil ver por qué los ancianos relacionaron la
conducta del Dragón con la de Orión, así como sus funciones cósmicas. Además,
como han confirmado las observaciones astronómicas, sí están relacionadas por
el ciclo de la precesión, formando un enorme balancín cósmico que se mueve
arriba y abajo como si fuera el propio péndulo del tiempo. Simulaciones hechas
por ordenador han cubierto un espectro de miles de años, mostrando que cuando
la altitud de Orión crece en el meridiano sur, desciende la del Dragón en el
meridiano norte. Cuando el Dragón alcanza su punto más bajo, Orión llega a su
punto culminante. Después, comienza el ciclo contrario: Dragón se eleva
uniformemente al mismo tiempo que Orión desciende. El movimiento ascendente
dura algo menos de 13 000 años, lo mismo que el movimiento descendente. Y así
prosigue, 13 000 años hacia arriba y 13 000 hacia abajo, durante toda la
eternidad. Lo que resulta particularmente inquietante es que los planos de
Gizeh y Angkor tuvieron éxito al plasmar el punto más alto de la trayectoria
del Dragón y el punto más bajo de la de Orión; en otras palabras, el final de
medio ciclo de precesión y por tanto el inicio del siguiente. Sabemos que la
última vez que esto sucedió fue en torno al año 10 500 a.C., época en la que el
polo norte eclíptico estaba directamente al norte del polo norte celeste en el
amanecer del día del equinoccio de primavera, y el patrón trazado por las
estrellas en el cielo fue tomado como plantilla de los templos en Angkor y
Gizeh. Desde esa edad dorada, desplazado debido al movimiento de la precesión,
el polo celeste ha realizado un trayecto completo de medio circuito alrededor
del polo eclíptico. El péndulo de Orión y del Dragón se ha balanceado hasta el
punto más lejano que puede alcanzar: ahora el Dragón está en su punto más bajo
y Orión en el más alto. En otras palabras, como sucedía en el año 10 500 a.C.,
los guardianes del tiempo en el cielo, que aguardan junto a las puertas de la
inmortalidad, se han visto obligados a moverse en dirección contraria.
Cualquier iniciado consciente del significado del aforismo hermético «así
arriba como abajo» interpretaría esta configuración como una señal de que va a
producirse un cambio inminente; un cambio que podría ser para bien o para mal,
en función de las propias decisiones de la humanidad y de su conducta.
Graham Hancock
El espejo del
paraíso, página 229
Kukulkán, que significa «serpiente emplumada», es la versión
maya de Quetzalcóatl. Esta pirámide tiene poderosas características
astronómicas y remite a una estructura anterior ubicada en el mismo lugar, de
la cual forma parte esta misteriosa cámara. Las pintas del jaguar están
compuestas por setenta y dos incrustaciones de jade. Este número está
relacionado con el fenómeno astrológico conocido como precesión de los
equinoccios y se encuentra en las dimensiones de las estructuras antiguas de
todo el mundo.
Graham Hancock
El espejo del
paraíso, página 234
El Bayon, en el corazón de Angkor Thom, fue concebido como
un diagrama simbólico del universo. Está coronado por cincuenta y cuatro
torres, cada una de ellas presenta esculpidas cuatro caras gigantescas: hay
doscientas dieciséis en total.
Graham Hancock
El espejo del
paraíso, página 236
El 54 es el número que aparece con mayor frecuencia en
Angkor: 54 son las torres del Bayon y 54 los devas y asuras esculpidos a ambos
lados de la calzada que lleva a Angkor Thom. Por lo tanto, resulta curioso que
otro misterioso emplazamiento arqueológico de origen y propósito desconocido se
encuentre ubicado en el océano Pacífico, a 54 grados de longitud este de
Angkor. Este lugar recibe el nombre de Nan Madol y está compuesto de unas cien
islas artificiales, hechas de basalto y coral, que flotan sobre las azules
aguas de una laguna en la costa sureste de la isla de Pohnpei.
Graham Hancock
El espejo del
paraíso, página 239
Aunque la disposición sea muy diferente, Nan Madol posee
algunos rasgos comunes con Angkor. Los expertos creen que la mayor parte de la
construcción de las islas templo se llevó a cabo entre los años 800 y
1250 d.C., precisamente el periodo más floreciente de Angkor; sin embargo, como
sucedía también en Camboya, se ha detectado la existencia de una capa de
construcción anterior. La estructura de mayor tamaño, Nan Douwas, está
orientada hacia los puntos cardinales y su entrada principal mira hacia el
oeste. Su forma recuerda la del mándala clásico: consta de dos muros
concéntricos que rodean el perímetro, separados por un foso de agua salada, con
un montículo piramidal en el centro. Los muros miden 7,6 metros de altura y
están hechos de megalitos de basalto cristalino, bloques de piedra que en
ocasiones llegan a alcanzar las 50 toneladas de peso y más de 6 metros de
longitud.
Graham Hancock
El espejo del
paraíso, página 239
Viajes después de la vida
Penetramos en Nan Douwas a través de la entrada occidental.
Para ello, tuvimos que cruzar una serie de patios geométricos situados
alrededor del centro del templo. Exactamente igual que en Angkor Vat, los
patios están dispuestos de forma concéntrica y cada uno conduce a un nivel
superior. Al llegar al punto más alto, nos encontramos con el sánctum, un
recinto semisubterráneo y rectangular, excavado en la tierra a un metro y medio
de profundidad y techado por troncos de basalto de cinco toneladas.
Una red de canales poco profundos, delimitados por bloques
megalíticos, rodea Nan Douwas y se extiende por las cien islas artificiales que
componen la ciudad sagrada de Nan Madol. Exploramos esos canales, pero no
hallamos ninguna otra estructura o templo en el mismo estado de conservación
que Nan Douwas. Algunos habían desaparecido completamente, sepultados por las
aguas o la invasión de mangles.
¿Cuál era la función de éste, en otros tiempos, gran lugar
sagrado?
El arqueólogo estadounidense Rufinio Mauricio lleva más de
veinte años investigando este tema. En su opinión, existe una relación entre
los templos de Nan Madol y las creencias indígenas sobre la vida después de la
muerte. De acuerdo con éstas, el alma debe emprender un peligroso viaje después
de la muerte en el que se verá obligada a enfrentarse a múltiples juicios y
pruebas. Resulta evidente el obvio parecido que dichas creencias guardan con
las que imperaban en el antiguo Egipto. Allí era el Duat, una región del cielo,
el escenario de este viaje; en Pohnpei, este otro mundo se encuentra bajo las
olas, tal vez en la propia Janimweiso, la ciudad sumergida. Como en el caso de
las pirámides de Gizeh, abundantes detalles parecen sugerir que los templos de
Nan Madol eran un intento de reproducir físicamente el reino de la otra vida;
copias, reflejos exactos que habían de servir al alma para prepararse frente a
ese peligroso viaje.
Graham Hancock
El espejo del
paraíso, página 244
La prueba de Kimura
Después de abandonar Yonaguni, volamos hacia Okinawa. Allí
mantuvimos una reunión con Masaaki Kimura, el geólogo japonés de la Universidad
del Ryukus que defiende el origen artificial del monumento. El argumento de
Kimura se apoya en un considerable número de pruebas que explicó personalmente
a Schoch con la ayuda de planos y fotografías. Por ejemplo:
1.
Los bloques tallados durante la formación del
monumento no se encuentran en los lugares donde deberían haber caído si sólo
hubieran intervenido la gravedad y otras fuerzas naturales; en su lugar,
parecen haber sido retirados artificialmente hacia un lado y en algunos casos
han quedado completamente fuera del emplazamiento que habría resultado
esperable.
2.
En zonas relativamente pequeñas del monumento es
común encontrar rasgos muy próximos y que, sin embargo, resultan
contradictorios. Por ejemplo, hallamos un borde elevado, agujeros circulares de
dos metros de profundidad, una depresión escalonada limpiamente sesgada y una
zanja estrecha absolutamente recta. Si las únicas fuerzas que hubieran actuado
sobre el sitio hubieran sido las debidas a la naturaleza, cabría esperar un
resultado más uniforme en la misma fracción de roca del monumento. Por lo
tanto, esas asombrosas diferencias topográficas que se observan en un mismo
lugar suponen un importante punto a favor del origen artificial del monumento.
3.
En las superficies más elevadas de la estructura
existen varias zonas que se inclinan verticalmente hacia el sur. Kimura señala
que en la zona norte de esas elevaciones pueden verse profundas zanjas
simétricas, imposibles de atribuir a ningún proceso natural conocido.
4.
Una serie de escalones se eleva en intervalos
regulares por la base de la cara sur del monumento, veintisiete metros bajo el
agua, en dirección hacia su cima, a menos de seis metros bajo las olas. Una
escalera similar puede advertirse en la cara norte del monumento.
5.
Un muro distintivo cierra el borde oeste del
monumento. Resulta difícil explicar su presencia si lo atribuimos a procesos
naturales, ya que está compuesto de bloques de caliza que no son originarios de
la zona de Yonaguni.
6.
Algo parecido a un sendero ceremonial se
extiende alrededor de las caras oeste y sur del monumento.
Graham Hancock
El espejo del
paraíso, página 232
¿Una red?
Supongamos que un grupo de desconocidos navegantes y
arquitectos de la era prehistórica hubiera dispuesto una red de monumentos
diseminados por todo el mundo; una red que señalara la posición de los
trópicos, dividiendo la Tierra en una cuadrícula de coordenadas de longitud y
latitud, y vinculándola con el cielo a través de una secuencia de cifras
precesionales: 54, 72, 108, 144, 180, 216, etc. Está claro que los cambios
significativos producidos en la superficie terrestre (tales como el aumento del
nivel del mar y el hundimiento de masas de tierra) habrían puesto en peligro
esta red. Si se hubieran dado cambios de extrema gravedad, algunos monumentos
podrían haber necesitado una reconstrucción o una variación en su ubicación,
siendo desplazados al lugar más cercano posible. No cabe duda que resulta
extraño que el último dato que se posee sobre el nivel de oblicuidad de la
Tierra sugiera un medio ciclo de 216 siglos (21 600 años), un número
precesional que habría resultado de gran interés para los antiguos astrónomos,
fervientes defensores de representar en el suelo los cambios celestes. También
es extraña la relación geodésica que une los monumentos de Angkor y Gizeh,
separados por 72 grados de longitud, y los de Angkor y Pohnpei, que distan 54
grados de longitud. Si dirigimos nuestra mirada hacia el este del Pacífico, aún
resulta más extraño el hallazgo en las islas Kiribati de estructuras
megalíticas de origen desconocido que presentan alineaciones astronómicas, a 72
grados de longitud este de Angkor (y por tanto a 114 grados de distancia de
Gizeh); y también en Tahití, situada a una distancia de 108 grados al este de
Angkor (y a 180 grados de distancia de Gizeh). ¿Es una coincidencia que muchos
de estos monumentos estén vinculados a ideas religiosas referentes al viaje que
el alma emprende después de la vida? Ideas, por otro lado, parecidas a las que
se expresaban en los grandes templos y pirámides de Egipto y en los textos
jeroglíficos que aparecían en el Libro de los muertos. Además, los megalitos
encontrados en el Pacífico no se limitan a los de Pohnpei, Kiribati y Tahití,
sino que también surgen en lugares tan lejanos como Tonga, Samoa, las Marquesas
y la isla Pitcairn, en longitudes que no parecen mantener ninguna relación con
Gizeh y Angkor en términos precesionales. La mayor concentración de esas
originales estructuras se produce, sin embargo, en la isla de Pascua, que, dado
el actual nivel del mar, está situada tan cerca como físicamente es posible a
los 144 grados de longitud este de Angkor. Antes de su descubrimiento, que tuvo
lugar el 5 de abril, domingo de Pascua de 1722, de la mano de tres barcos
holandeses comandados por el almirante Jacob Roggeveen, los indígenas conocían
la isla de Pascua bajo dos sugestivos nombres: Te-Pito-O-Te-Henua, el Ombligo
del Mundo, y Mata-Ki-Te-Rani, Ojos que Miran al Cielo.
Graham Hancock
El espejo del
paraíso, página 269
La isla de los hechiceros
CONOCIDA POR SUS HABITANTES desde tiempos inmemoriales por
los nombres de Te-Pito-O-Te-Henua, el Ombligo del Mundo, y Mata-Ki-Te-Rani,
Ojos que miran al Cielo, la isla de Pascua se sitúa a 27 grados y 7 minutos de
latitud al sur del ecuador y a una longitud de 109 grados y 22 minutos al oeste
del meridiano de Greenwich. Estas coordenadas la colocan sólo levemente por
encima de los 147 grados de longitud este del gran conjunto de templos de
Angkor Vat, en Camboya. Puesto que las aguas del Pacífico rodean la isla y no
hay ningún otro pedazo de tierra habitable en 3000 kilómetros a la redonda, la
isla supone el intento más aproximado de conseguir sobre el nivel del mar la
mágica cifra precesional de 144 grados de longitud este del meridiano de
Angkor. Además, la isla forma parte de una masiva escarpa subterránea llamada
promontorio del este del Pacífico, que casi llega a alcanzar la superficie en
algunos puntos. Hace doce mil años, cuando los grandes trozos de hielo fruto de
la última glaciación aún no habían comenzado a fundirse y el nivel del mar
estaba cien metros por debajo del actual, el promontorio habría formado una
cadena de empinadas y estrechas islas antediluvianas, tan larga como la
cordillera de los Andes. Uno de los fragmentos de esa escarpada cadena habría
estado situado a más de trescientos kilómetros al oeste del pico que más tarde
recibiría el nombre de Te-Pito-O-Te-Henua y habría alcanzado un punto situado a
144 grados este de Angkor. ¿Es posible que, en tiempos remotos, este centro
geodésico albergara algún tipo de observatorio solar o algún templo dedicado a
las estrellas, que acabó sus días sepultado por el agua debido al incremento
del nivel del mar?
Existe un hecho que parece apoyar una especulación de este
estilo: cuando el submarino norteamericano Nautilus dio la vuelta al mundo en
1958, los científicos de a bordo «señalaron la presencia de un pico submarino
sin identificar, pero sumamente elevado, cerca de la isla de Pascua». Es un
hecho que H. W. Menard, profesor del Instituto de Recursos Marinos de la
Universidad de California, identificase «una importante fractura en la zona que
rodea a la isla de Pascua, paralela al archipiélago de las Marquesas», junto
con «algo parecido a un inmenso banco, o una montaña, de sedimento». También es
un hecho, difícil de tomar como una simple coincidencia, que las más antiguas
tradiciones locales describan la isla de Pascua como «parte de un país mucho
mayor». Estas tradiciones contienen elementos confusos y contradictorios, pero
todas admiten que, en un pasado mítico y distante…
… un poderoso ser sobrenatural llamado Uoke, procedente de
un lugar llamado Hiva… viajó por el Pacífico con una palanca gigantesca con la
que partió en dos islas enteras y esparció los trozos por el mar para que
fueran engullidos por las aguas. Después de destruir muchas islas, llegó hasta
Te-Pito-O-Te-Henua, entonces mucho mayor de lo que es hoy en día. Comenzó a
separar partes de tierra y a lanzarlas dentro del mar, pero las rocas de la
isla oponían demasiada resistencia a la palanca de Uoke, hasta que acabaron
rompiéndola. Así, fue incapaz de disponer del último fragmento: la isla que hoy
conocemos.
Otras leyendas de los habitantes de la isla de Pascua nos
explican algo más acerca de Hiva, la misteriosa tierra de la que partió Uoke.
Cuentan que, en el pasado, se alzó orgullosa como una isla de inmenso tamaño,
pero también hubo de sufrir las consecuencias del «gran cataclismo» y
«desapareció bajo las aguas[738]». Después, un grupo de trescientos
supervivientes surcó el océano a bordo de dos grandes canoas hasta llegar a
Te-Pito-O-Te-Henua; la magia les había proporcionado el conocimiento de la
existencia de esa isla y de cómo llegar hasta ella sin más ayuda que las
estrellas
Graham Hancock
El espejo del
paraíso, página 271
Misterios
En una tarde próxima al solsticio de junio —mitad del
invierno en el hemisferio sur— observamos las blancas arenas que cubrían la
playa comprendida entre los dos promontorios rocosos de la bahía de Anakena. A
nuestra espalda estaba Ahu Nau Nau, una densa pirámide escalonada de grandes
bloques que culminaban en una larga repisa plana. Allí, de espaldas al mar, se
elevaban siete estatuas extraordinarias: una era sólo un torso, otra aparecía
decapitada, otra intacta pero con la cabeza desnuda, y cuatro con gigantescas
coronas de piedra roja. Algunos expertos han especulado en torno a estos siete
moai (literalmente, «imágenes»), afirmando que representan a los siete sabios
que exploraron la isla de Pascua, la avanzadilla enviada por Hotu Matua. No
podemos estar en absoluto seguros, especialmente si tenemos en cuenta que
existe una octava estatua, achaparrada y extraña, que se alza en un lado de la
bahía en la cercana Ahu Ature Huki. En realidad, nada se sabe acerca del
propósito o significado de ninguna de las casi seiscientas estatuas emplazadas
en la isla de Pascua. Representan un misterio arcaico que ha sido investigado
por generaciones de científicos a lo largo de los últimos tres siglos, pero que
nadie ha logrado resolver.
Ese misterio incluye la existencia de una tierra primigenia
desaparecida —la legendaria isla de Hiva, que fue tragada por las aguas— y de
un pequeño grupo de supervivientes del cataclismo provocado por la palanca de
Uoke que acabó estableciéndose en el pico rocoso, aún por encima del nivel del
mar, dándole el nombre de Te-Pito-O-Te-Henua. ¿Vamos a desdeñar dicho relato?
¿O tal vez hay en él algo de verdad?
También incluye a ciertas personas que tuvieron que ser
expertos marineros, ya que sólo navegantes consumados pudieron llegar sanos y
salvos a un punto tan remoto como Te-Pito-O-Te-Henua con los barcos intactos.
Y, por último, también incluye a un pueblo que, a su llegada
a la isla de Pascua, ya poseía desarrollados conocimientos de arquitectura e
ingeniería. No se advierten en el lugar restos que indiquen ensayos previos a
la construcción de los grandes moai. Al contrario, el coherente y concienzudo
canon artístico que expresan estas obras únicas parece haber estado
completamente elaborado ya en los inicios de la fase escultórica de la isla de
Pascua: es más, a menudo los mejores moai son los más antiguos. Lo mismo puede
decirse de las masivas plataformas de piedra conocidas como ahu, sobre las que
se alzan muchos de los moai: una vez más, los ejemplos más antiguos tienden a
tener una calidad superior a los construidos posteriormente.
Los arqueólogos creen, y probablemente estén en lo cierto,
que han logrado fijar una exacta cronología para la isla de Pascua:
La primera evidencia aceptada de vida humana aparece en
forma de juncos, que los análisis con carbono sitúan en el 318 d.C.,
encontrados en una tumba en el importante emplazamiento moai de Ahu Tepeu.
La siguiente evidencia la componen restos de carbón vegetal,
fechados en el año 380 d.C., que fueron encontrados en una acequia de la
península de Poike.
Las siguientes pruebas hechas con la técnica del carbono-14
nos datan en 690 d.C. otro importante emplazamiento moai, Ahu Tahai, como
resulta del análisis de los materiales orgánicos aparentemente incorporados a
la propia plataforma en el momento de su construcción.
Por lo tanto, los arqueólogos consideran que Ahu Tahai fue
la «primera de esas estructuras». Por otro lado, se cree que el moai (al que no
se le pueden aplicar las pruebas de carbono) podría haber sido añadido mucho
más tarde. Esto es así porque lo que se conoce como la primera estatua clásica
conocida de la isla de Pascua se alza sola, justo al norte de Tahau. La
evidencia proporcionada por el contexto y por las pruebas de radiocarbono en
materiales orgánicos asociados, han persuadido a los arqueólogos a fechar este
moai, de veinte toneladas y cinco metros de alto, en el siglo XII d.C. Sin
embargo, paralelamente, se ven obligados a admitir que «la forma clásica de la
estatua ya estaba desarrollada en esa época».
La escultura de gran número de moai se prolongó durante
aproximadamente medio milenio, hasta que el último, de cuatro metros de altura,
fue erigido en Hanga Kioe alrededor del año 1650 d.C. Setenta y cinco años más
tarde, después de una serie de guerras genocidas que enfrentaron a los dos
principales grupos étnicos de la isla (los orejas largas y los orejas cortas),
la disminuida población tuvo su primer y decisivo contacto con los barcos europeos.
Como era predecible, los asesinatos, los secuestros, la captura sistemática de
esclavos y las epidemias de fiebre del heno y tuberculosis, alcanzaron tal
intensidad que hacia el año 1870 la población de la isla de Pascua se había
visto reducida a sólo ciento once individuos. Este pequeño grupo de
supervivientes no contenía a un solo miembro que hubiera pertenecido a la
dinastía de maestros e iniciados, los ma’ori-ko-hau-rongorongo, cuyos miembros
habían sido secuestrados durante una feroz captura de esclavos llevada a cabo
por Perú en 1862.
Graham Hancock
El espejo del
paraíso, página 276
El estilo de escritura de las tablas de Rongorongo ha
despertado un interés especial debido a que forman: … una secuencia rara,
llamada «bustrófedon inverso», que consiste en que, al llegar al borde de la
tabla, cada línea de escritura regresa en sentido contrario para formar la
línea siguiente. Esto implica que, si alguien quiere leer la inscripción
completa, debe ir girando la tabla al final de cada línea. No cabe duda de que
esta escritura fue realizada por expertos y que posee un elevado valor artístico,
además de informativo
Graham Hancock
El espejo del
paraíso, página 279
Hasta el momento, existen cuatro aspectos a estudiar si
queremos resolver el misterio de la isla de Pascua: El misterio de Hiva, la
tierra legendaria de donde salieron los dioses que fue supuestamente arrasada
por una inundación. El misterio de los expertos marineros que guiaron a la
primera flota de refugiados desde Hiva a las remotas orillas de
Te-Pito-O-Te-Henua. El misterio de los expertos arquitectos que idearon el gran
ahu y el moai. El misterio de los escribas que eran capaces de entender las inscripciones
de las tablas de Rongorongo.
Todos estos sofisticados conocimientos indican una avanzada
civilización. El hecho de que todos se unan para concentrar sus esfuerzos en
una remota isla del Pacífico, resulta extremadamente difícil de explicar si
seguimos los habituales procesos evolutivos que rigen la formación y el
desarrollo de las sociedades humanas. Muchos expertos han tenido en cuenta una
alternativa: la posibilidad de que los indígenas de la isla de Pascua no
desarrollaran estas habilidades aisladamente, sino que las recibieran como una
influencia, como un legado procedente de cualquier otro lugar.
Graham Hancock
El espejo del
paraíso, página 281
Las incompletas leyendas que intentan explicar la llegada a
la isla de Pascua de los siete sabios y de la dinastía del rey dios Hotu Matua
contienen elementos que nos recuerdan los Textos de Edfú. En ambos casos,
tenemos una isla, originalmente habitada por los dioses (Hiva en el caso de los
indígenas de la isla de Pascua y el hogar de los primigenios en el caso de los
egipcios). Ambas islas fueron destruidas cuando una violenta tormenta asoló la
zona, hundiéndola en el mar: los habitantes de la isla de Pascua atribuyen la
tormenta a la palanca de Uoke, y el rico simbolismo egipcio representa la causa
del cataclismo mediante una «gran serpiente». «La agresión fue tan violenta que
destruyó la tierra sagrada y causó la muerte a sus divinos habitantes.». En
ambos casos, el «agua sepultó a los dioses que vivían en esa primera tierra».
En ambos casos, los supervivientes zarparon a bordo de un barco y llegaron a
una nueva tierra donde decidieron establecerse. En ambos casos, un rey dios les
dirigía y entre los supervivientes había arquitectos y astrónomos. Y, también
en ambos casos, dichos supervivientes pusieron un especial interés en la
construcción de montículos sagrados.
Graham Hancock
El espejo del
paraíso, página 284
En el antiguo idioma egipcio la palabra aj o aju, a veces
escrita bajo la forma ahu, tiene varios significados: «ser de luz», «morador
del horizonte», «resplandeciente» o «espíritu transfigurado». En la isla de
Pascua la palabra aku significa «espíritu sobrenatural». Volviendo a Egipto,
encontramos que la misma palabra se usaba regularmente para honrar a los Shemsu
Hor, los seguidores de Horus: Aju Shemsu Hor era el título completo que se daba
al misterioso culto de reyes divinos que, según la leyenda, gobernó el valle
del Nilo durante miles de años antes de que el primer faraón de la
dinastía I ocupara el trono. También nos tropezamos con un curioso pasaje
del Libro de lo que hay en el Duat que explica al iniciado que él debe
«levantarse con los dioses erguidos (ahau)». Se decía que eran seres
sobrenaturales que medían nueve codos, aproximadamente seis metros de altura
Graham Hancock
El espejo del
paraíso, página 286
El proceso de construcción de esas figuras que incluye el
transporte de tallas tan gigantescas hacia Ahu desde todos los puntos de la
isla, su alzamiento y la elección de algunas para ser coronadas con increíbles
moños que pesan muchas toneladas cada uno, ha sido calificada acertadamente
como «una cima importante de la ingeniería». Mucho se ha escrito sobre cómo una
gesta de esta magnitud se consiguió en una isla remota, con una población que
jamás, ni en sus momentos de mayor esplendor, superó los cuatro mil individuos.
Puesto que la isla de Pascua se ha convertido en un tema endiablado debido a la
fobia de algunos científicos hacia lo que ellos califican de excéntricas
explicaciones pertenecientes a lunáticos, todos y cada uno de los arqueólogos
que se ocupan del tema ponen su máximo esfuerzo en parecer absolutamente
cuerdos, racionales y científicos. Sin duda, ésta es la razón por la que ni un
solo experto ortodoxo se haya tomado en serio ni siquiera por un momento las
numerosas tradiciones de la isla de Pascua que afirman, de forma contundente,
que los moai fueron desplazados y alzados por el poder de mana, que
literalmente significa brujería, esa carismática fuerza que los egipcios
llamaban hekau.
Graham Hancock
El espejo del
paraíso, página 288
Lo que esas leyendas pretenden conservar es el confuso
recuerdo de un episodio perteneciente a un pasado remoto; a un momento en el
que los grandes magos sabían cómo mover estatuas con «palabras salidas de sus
bocas». Los magos usaban para ello una piedra redonda llamada Te Pito Kura
«para concentrar su poder mana y así ordenar a las estatuas que caminasen». En
ocasiones, se decía que los jefes tenían suficiente mana como para conseguir
que las estatuas caminaran o flotaran en el aire: «La gente debía trabajar duro
para tallar los moai, pero cuando éstos estaban acabados, el rey les concedía
el mana de moverlos
Graham Hancock
El espejo del
paraíso, página 288
Una vez más, hallamos un proceso casi idéntico en la cultura
egipcia. Gran parte de los monumentos más espectaculares están vinculados a
tradiciones que hablan de magia. En un papiro representativo leemos algo sobre
Hor, un mago etíope que:
construyó una enorme bóveda de piedra, de doscientos codos
de largo y cincuenta de ancho, para que cubriera las cabezas del faraón y de su
princesa; la bóveda amenazaba con caerse y matarlos a todos. Cuando el rey y su
corte se dieron cuenta, huyeron gritando. En cambio, Hor pronunció un hechizo
provocando la llegada de un gran barco fantasma que se llevó la bóveda para
siempre.
Graham Hancock
El espejo del
paraíso, página 289
Los primeros españoles que llegaron a América del Sur
también hallaron tradiciones parecidas referentes a construcciones milagrosas
en la misteriosa ciudad andina de Tiahuanaco (ver quinta parte), con sus
estatuas megalíticas y sus muros y pirámides gigantescos. Las leyendas hablan
de grandes bloques que descendieron de las canteras de la montaña «por sí
solos, al compás de una trompeta» y ocuparon «las posiciones correctas». Mucho
más al norte, en la ciudad maya de Uxmal, en América Central, se cuentan
historias casi idénticas acerca de la llamada pirámide del Mago. Se dice que su
construcción fue realizada en una sola noche gracias a un enano que poseía
poderes mágicos: sólo tenía que silbar para que «las pesadas rocas acudieran a
él[800]». De la misma forma, hay tradiciones muy arraigadas que atribuyen la
fundación de la ciudad megalítica de Nan Madol, en la isla de Pohnpei, a la
brujería de Olosopa y Olosipa, sus dioses fundadores: «Gracias a sus hechizos
mágicos, las grandes masas de piedra volaron por los aires una a una como si
fueran pájaros, colocándose cada una en su lugar».
Graham Hancock
El espejo del
paraíso, página 289
Ya sean las pirámides de Egipto, los templos de Angkor, las
ciudades de piedra en América Central y América del Sur, los fantasmales muros
basálticos de Nan Madol o el ahu y los moai de la isla de Pascua, lo cierto es
que lo ignoramos casi todo acerca de nuestra propia prehistoria. Pudo tratarse
de un periodo evolutivo largo, lento y monótono, como muchos expertos prefieren
creer. Pero también podría haber sido
Graham Hancock
El espejo del
paraíso, página 290
Quizá sea un error desdeñar todas esas leyendas. Quizá los
historiadores y los arqueólogos debieran dedicar un poco menos de esfuerzo a
una búsqueda diligente de explicaciones prosaicas y aburridas para los
misterios del pasado y prestar un poco más de atención a esas posibilidades
extraordinarias. Ya sean las pirámides de Egipto, los templos de Angkor, las
ciudades de piedra en América Central y América del Sur, los fantasmales muros
basálticos de Nan Madol o el ahu y los moai de la isla de Pascua, lo cierto es
que lo ignoramos casi todo acerca de nuestra propia prehistoria. Pudo tratarse
de un periodo evolutivo largo, lento y monótono, como muchos expertos prefieren
creer. Pero también podría haber sido muy distinto, un tiempo mucho más
complejo y sutil, rebosante de vitalidad e imaginación, esperanza y
desesperación. Tal vez existieron civilizaciones que hoy yacen olvidadas en los
oscuros valles de nuestro pasado colectivo, borradas por innombrables
cataclismos que sucedieron hace millones de años. Tal vez eran capaces de usar
técnicas avanzadas, muy distintas a las que poseemos hoy en día. Tal vez
incluso habían aprendido a ir más allá de las soluciones técnicas y a manipular
el mundo físico gracias al poder mental de la concentración, que les permitía realizar
tareas tales como el alzamiento y el transporte de enormes bloques de piedra.
Graham Hancock
El espejo del
paraíso, página 290
Estamos casi seguros, y así lo hemos manifestado en libros
anteriores, que hubo al menos un gran episodio olvidado en la historia de la
humanidad, una civilización perdida que fue destruida debido a los grandes
cataclismos que asolaron el mundo al final de la última glaciación. Existen
muchas pruebas que vinculan esta civilización con el 10 500 a.C. Pero lo que
estamos considerando aquí es algo aún más importante: la posibilidad de que
algunos supervivientes rescataran el sistema de conocimientos de esa cultura e
idearan métodos para distribuirlo por todo el mundo y transmitirlo así a
futuras generaciones, tal vez incluso hasta la actualidad. Esto explicaría por
qué lo que parece ser el mismo sistema de iniciación espiritual que usa la
dualidad cielo-tierra en la búsqueda de la inmortalidad del alma un sistema de
origen y antigüedad desconocidos sea capaz de resurgir renovado en el Egipto de
la era de las pirámides; en los textos herméticos de principios de la era
cristiana; en Camboya y América Central a finales del primer milenio d.C.; tal
vez en Micronesia, como veíamos en el capítulo anterior; y tal vez incluso en
la isla de Pascua, conocida por los indígenas como Te-Pito-O-Te-Henua, el
ombligo del mundo, y Mata-Ki-Te-Rani, ojos que miran al cielo.
Graham Hancock
El espejo del
paraíso, página 291
El gran templo camboyano de Angkor Vat está orientado hacia
dos momentos clave: el amanecer en el solsticio de diciembre y el amanecer en
el equinoccio de marzo (respectivamente, pleno invierno y principio de la
primavera en el hemisferio norte). Las tradiciones de la isla de Pascua afirman
que hay dos momentos del año particularmente significativos en que los moai de
Ahu Akivi vuelven a la vida. Son el solsticio de junio y el equinoccio de
septiembre (respectivamente, pleno invierno y el principio de la primavera en
esas latitudes
Graham Hancock
El espejo del
paraíso, página 293
Los ombligos del mundo
A la isla de Pascua la llamaban ojos que miran al cielo,
pero también Te-Pito-O-Te-Henua, el Ombligo del Mundo, un nombre que recibió
supuestamente del mismísimo rey dios Hotu Matua. Lo que es extraño, tal y como
veremos en la quinta parte, es que comparte su nombre con Cuzco, que significa
«ombligo» la increíble capital megalítica del Imperio Inca situada en lo alto
de los Andes peruanos. Además, el mismo nombre o idea se aplicaba en tiempos
antiguos a muchos otros centros de honor de carácter ritual y sagrado. En todos
los casos en que hay pruebas suficientes para emitir un juicio, se revelan como
lugares de culto dedicados a la geodesia, a la geometría y al arte relacionado
de la geomancia, palabra que significa literalmente «adivinación terrestre».
Se ha demostrado que es frecuente que estos ombligos de la
Tierra tengan alguna relación con los meteoritos, rocas caídas del cielo.
Muchos disponen de su propia piedra ombligo, o piedra del Sol, o piedra
fundacional, que a veces va acompañada de un mito relacionado con una vara, o
un pilar hundido en la tierra o bien un obelisco que se eleva sobre ella. Todos
son descritos como un centro de creación primitivo del que todo crece: «El
Altísimo creó el mundo como a un embrión. Del mismo modo que el embrión sale
del ombligo hacia el exterior, Dios empezó a crear el mundo partiendo de su
ombligo, desde el que se proyectó en diferentes direcciones».
La isla de Pascua posee arraigadas tradiciones relativas a
los meteoritos, a los que sus habitantes daban el nombre de ure ti’oti’o moana.
Se supone que existen tres «enterrados en las profundidades de la isla».
Además, cerca de Ahu Te Pito Kura, a dos kilómetros al este de Anakena, se
puede ver actualmente una misteriosa «roca redondeada» de unos setenta y cinco
centímetros de diámetro: el ombligo de la isla. Es ésta la roca que hemos
mencionado anteriormente y que era utilizada por los magos para «concentrar su
mana y hacer caminar a las estatuas». Su nombre, Te Pito Kura, ha sido
traducido como «el ombligo dorado» y «el ombligo de la luz». También podría
significar el «ombligo del Sol», un concepto estrechamente ligado a la piedra
Benben del antiguo Egipto, la piedra solar caída del cielo que se erigía en
forma de pilar en el centro de la mansión del Fénix, el núcleo de la ciudad
sagrada de Heliópolis, concebida como centro del universo creado y
emplazamiento del montículo primigenio.
En Israel existen ideas similares relativas a la ciudad
sagrada de Jerusalén:
La Tierra Santa es el punto central de la superficie de la
Tierra, Jerusalén es el centro de Palestina y el templo está situado en el
centro de la ciudad sagrada. En el mismo santuario, el Arca sagrada [de la
alianza] ocupa el centro… construido sobre la Piedra Fundacional [«Eben
Shetiyah»], que es, por lo tanto, el centro de la Tierra.
En las leyendas judías se añade que esta Eben Shetiyah era
la piedra que utilizó como almohada el patriarca Jacob cuando tuvo su famoso
sueño de la escalera (que habla de una conexión entre el cielo y la tierra).
Cuando despertó, Jacob:
Cogió la piedra y la colocó en forma de columna; tomó el
aceite que había caído del cielo y lo vertió por encima; entonces Dios hundió
esa piedra ungida en el abismo para que sirviera de centro de la Tierra; la
misma piedra, la Eben Shetiyah, que forma el centro del santuario donde está
enterrado el Nombre Inefable, cuyo conocimiento convierte a un hombre en el
señor de la naturaleza, de la vida y de la muerte.
Ha habido algunas especulaciones que afirmaban que la Eben
Shetiyah podía ser una «piedra de fuego; por ejemplo, un meteorito», una idea
que halla su confirmación en el Libro de las Crónicas y en el Libro de Samuel;
en ambos se habla de «una bola de fuego que cae del cielo» sobre el altar de
Jerusalén. Es posible, por tanto que fuera uno más de esos objetos.
De ellos, quizás el ejemplo más famoso sea el célebre
omphalos de Delfos, en Grecia, el centro geomántico más prestigioso del mundo
clásico. Como en los casos de la piedra Benben y la Eben Shetiyah, se creía que
este ombligo que es lo que significa la palabra omphalos señalaba el centro de
la Tierra y que había caído desde el cielo. En la mitología griega se le
identificaba específicamente con la piedra que había tragado el monstruoso
Cronos —el dios del tiempo que devoró a sus propios hijos— creyendo que era
Zeus. Cuando Zeus se hizo un hombre, se vengó de Cronos «arrojándole a las
profundidades del universo» después de haberle obligado a vomitar la piedra:
«Ésta aterrizó en el centro exacto del mundo: el santuario de Delfos».
Delfos está situada en la ladera del monte Parnaso, en un
valle de una enorme belleza natural con vistas al golfo de Corinto. Su omphalos
era una piedra fálica, en forma de pilar y algo cónica. El original no ha
llegado a nuestros días, pero en su lugar se encontró una copia realizada
durante el período helenístico. En la superficie de la piedra aparece grabado
en relieve algo parecido a una red; los arqueólogos lo describen como «el
modelo de una red de lana», o de algún otro tejido. Al igual que la telaraña
tejida por el arácnido moteado, es difícil ver dónde empieza y dónde acaba.
Las tradiciones griegas establecen una estrecha relación
entre el omphalos de Delfos y los pájaros; tal vez esto no debería
sorprendernos, puesto que los brujos griegos practicaban el arte de la
adivinación a partir del vuelo de las aves. Se dice que en la parte superior
del omphalos aparecía la efigie de dos águilas doradas, en conmemoración de una
leyenda. Según el mito, Zeus había liberado a dos águilas doradas desde lados
opuestos de la Tierra haciéndolas volar hacia el centro; naturalmente, las dos
aves se encontraron en Delfos.
Puesto que se dice que un pájaro voló desde el este y el
otro desde el oeste, sus caminos debieron de trazar un gran arco, un
semicírculo, alrededor de la Tierra: una línea de latitud. Tal y como confirma
el historiador de la ciencia Livio Catullo Stecchini: «en la antigua
iconografía, estos dos pájaros [que a veces son representados por palomas y
otras por águilas] representan un símbolo clásico del trazado de los meridianos
y los paralelos». Stecchini también dice que la telaraña grabada en el omphalos
de Delfos pretendía representar «una red de paralelos y meridianos».
Delfos era un ombligo del mundo. Como también lo era el
Bayon en la red de templos de Angkor; en palabras de Bernard Groslier, «el
omphalos en el cosmos de piedra de Angkor». El sagrado dominio de
Gizeh/Heliópolis en Egipto compartía esa misma función, que fue gobernado por
la encarnación más antigua de Osiris: Sokar, el dios de la orientación y el
equilibrio, quien también dominó la quinta división del Duat (los textos
antiguos suelen llamarla el «reino de Sokar»).
En el Libro de lo que hay en el Duat, el reino de Sokar nos
muestra la destacada representación de un omphalos sobre el que se posan dos
pájaros. El arqueólogo americano G. A. Reisner encontró un ejemplo real de un
omphalos parecido durante las excavaciones que realizó en el Alto Egipto, en el
santuario del gran templo de Amón en Karnak, lo que supuso una confirmación de
las leyendas griegas que hablaban de «palomas» que volaban de Karnak a Delfos.
Autoridades como Peter Tompkins, que trabajó junto a Stecchini, y John Michel,
en su importante estudio At the Centre of the World, presentan pruebas
convincentes de que la red que unía tales centros, en constante comunicación
unos con otros, se extendió por todo el planeta:
Como consecuencia de su avanzada ciencia geodésica y
geográfica, Egipto se convirtió en el centro geodésico del mundo conocido.
Otros países situaron sus templos y sus capitales según el modelo egipcio del
meridiano cero, como, por ejemplo, Nimrod, Sardis, Susa, Persépolis y
aparentemente incluso la antigua capital china An-Yang… Puesto que cada uno de
estos centros geodésicos constituía un ombligo político y geográfico del mundo,
allí se ponía un omphalos o un ombligo de piedra para representar el hemisferio
norte, desde el Ecuador al polo, marcado con meridianos y paralelos, y para
mostrar la dirección y la distancia en relación con otros ombligos similares.
Graham Hancock
El espejo del
paraíso, página 309
En una cuadrícula mundial imaginaria que tendría a
Gizeh-Heliópolis como eje central, los templos de Angkor están situados a 72
grados este del meridiano cero; las ruinas de Nan Madol en Pohnpei, una isla
del Pacífico, se encuentran a 54 grados este de Angkor, y los megalitos de
Kiribati y Tahití se hallan, respectivamente, a 72 grados y a 108 grados este
de Angkor. Si esta red se basa en la escala precesional, el siguiente número
significativo debería ser el 144. Cuando nos desplazamos a 144 de longitud este
de Angkor (que resulta ser también 144 de longitud oeste de Gizeh), observamos
que la única opción posible en los 165 millones de kilómetros cuadrados del
océano Pacífico es la isla de Pascua, que está apenas a 320 kilómetros de ese
punto. Por lo tanto, lo que sugerimos es que la isla de Pascua pudo ser
establecida originariamente para que fuera una especie de faro o indicador
geodésico, ejerciendo algunas funciones hasta ahora ignoradas en un sistema
global ancestral de coordinadas cielo-tierra que unía a muchos ombligos del
mundo.
Graham Hancock
El espejo del
paraíso, página 315
Quienes diseñaron el candelabro intentaron que pudiera ser
visto desde el norte. En realidad, ninguna otra perspectiva muestra una imagen
tan satisfactoria: el observador debe mirar hacia el sur, hacia la pendiente
donde fue grabado. Un examen del diagrama desde la base hacia arriba hace que
la mirada del observador se dirija hacia el sector sur del cielo, concretamente
hacia el meridiano sur. Aunque puede tratarse de una coincidencia, las
simulaciones por ordenador nos dicen que, alrededor de la medianoche del
equinoccio de marzo de hace unos 2000 años —la época en que probablemente se
realizó el candelabro— la constelación conocida con el nombre de la Cruz del
Sur habría podido ser vista sobre el meridiano sur a una altitud de cincuenta y
dos grados. En ese momento, un observador que contemplara la escena desde un
bote como el nuestro, anclado a un kilómetro al norte del candelabro, habría
sido capaz de ver la Cruz del Sur suspendida en el cielo, directamente sobre
este inmenso diagrama.
Graham Hancock
El espejo del
paraíso, página 318
El largo eje central y la forma triangular de la
constelación nos hacen pensar que el candelabro puede ser la imagen terrestre
de la Cruz del Sur. Es más, aunque los marinos europeos no reconocieron la
existencia de esta constelación hasta el siglo XVI, los sacerdotes astrónomos
de los Andes la conocían desde mucho antes. Hubo un tiempo en que las estrellas
de la Cruz fueron estudiadas por los astrónomos griegos y egipcios, hasta que
el ciclo precesional llevó a la constelación por debajo del horizonte, a
latitudes situadas más hacia el norte. La Cruz del Sur forma parte de la Vía
Láctea, pero, como ya veremos en el capítulo siguiente, lo más sorprendente de
ella es que se halla en el sector específico de la Vía Láctea que los incas y
sus antepasados consideraban la entrada a la tierra de los muertos. Se
encuentra también junto a dos constelaciones nebulosas oscuras, que adoptan la
forma de un zorro y de una llama. Desde tiempos inmemoriales, las tradiciones
andinas han asociado estos tenebrosos animales celestes, formados de polvo de
estrellas, con una mítica riada que destruyó la Tierra en la antigüedad; una
inundación de la que un «conjunto de estrellas» avisó a una raza humana
anterior. Desde nuestro punto de vista, este tipo de historias y su
localización física en los cielos guardan un parecido demasiado evidente con
las creencias que hemos encontrado en lugares tan lejanos como Egipto, México y
Camboya para que podamos conformarnos con esa explicación. En todas estas
culturas, la Vía Láctea —el océano Lácteo, la corriente tortuosa, la calle de
los Muertos, etc.— desempeña un importante papel en el viaje del alma después
de la vida. En todas ellas existe también una relación con los ciclos celestes
que destruyen y renuevan constantemente los cielos debido a los avances y
retrocesos provocados por la precesión.
Graham Hancock
El espejo del
paraíso, página 318
Como las pirámides de Gizeh, Teotihuacán y Angkor, resulta
lógico asumir, como sugiere el arqueólogo Johan Reinhard, que las pirámides de
Cahuachi «servían de paisaje simbólico, donde las formas arquitectónicas y las
imágenes de los dioses reflejaban la geografía sacra».
En Egipto, México y Camboya, estas estructuras eran
utilizadas como instrumentos de iniciación en un poderoso sistema de
conocimiento espiritual, idéntico en todo el mundo. El mismo conocimiento que
se enseñó siempre. Y, en todos los lugares, se usó la misma técnica, obligando
al iniciado a pensar en términos de cielo y suelo, y a explorar el laberíntico
misterio que unía ambos planos:
Cielo arriba, cielo abajo;
estrellas arriba, estrellas abajo;
todo lo que está encima, debajo se muestra.
Feliz aquel que el acertijo resuelva.
¿El hecho de que la misma adivinanza se halle en Nazca,
donde las montañas pirámide de Cahuachi se alzan entre grandes constelaciones
de dibujos en la arena que miran directamente hacia el cielo, es una
coincidencia o un acto deliberado?
Graham Hancock
El espejo del
paraíso, página 331
EN 1910, EL HISTORIADOR SIR CLEMENTS MARKHAM, máxima
autoridad en lo que concierne al estudio del pueblo inca, mencionó la
existencia de un «misterio aún no resuelto en la llanura del lago Titicaca… El
enigma se refiere a las ruinas de una gran ciudad que se hallaba en la parte
sur del lago. Ignoramos quién la construyó».
Un siglo más tarde seguimos sin tener la respuesta. La
ciudad en ruinas, hoy conocida con el nombre de Tiahuanaco (una denominación
relativamente reciente), era conocida en la antigüedad como Taypicala, «la
Piedra en el Centro». Los arqueólogos no se han puesto de acuerdo en la fecha
de su construcción: algunos la sitúan en el segundo milenio a.C., mientras que
otros la datan en una época más reciente, entre los siglos II y IX d.C.
Graham Hancock
El espejo del
paraíso, página 332
Uno de los escasos puntos acerca de Tiahuanaco en que los
expertos parecen estar de acuerdo es que este sistema inteligente, poderoso y
eficazmente organizado, no tuvo nada que ver con la conocida cultura inca, que
floreció entre los siglos XV y XVI d.C. Este punto de vista académico se
fundamenta en las tradiciones de los indios aimara, que vivieron en las
proximidades de Tiahuanaco desde tiempo inmemorial.
Graham Hancock
El espejo del
paraíso, página 333
En el siglo XVI, el cronista español Cieza de León preguntó
a los aimara si las múltiples estructuras megalíticas de la ciudad eran obra de
los incas:
Se rieron ante la pregunta, afirmando que eran muy
anteriores al dominio inca y… que sus antepasados contaban que todo lo que
estaba a la vista surgió de repente, en el transcurso de una sola noche
Graham Hancock
El espejo del
paraíso, página 334
Ha quedado constancia de la versión andina en escritos del
siglo XVI recogidos por el noble Huaman Poma, cuyo nombre, literalmente «halcón
león», nos recuerda mucho a las representaciones de Horus en el antiguo Egipto.
Graham Hancock
El espejo del
paraíso, página 339
El dios barbudo y el quinto Sol
De acuerdo con las tradiciones andinas, este nuevo mundo
surgió de las palabras del dios Viracocha. Como Atum en el antiguo Egipto, o
Visnú para los hindúes, se trataba principalmente del símbolo de un gran poder
en el cosmos, capaz de generar la vida. Se le identificaba con el Sol, y, como
hemos visto antes, podía adoptar forma humana. En este aspecto —y exactamente
igual que Quetzalcóatl, el pacífico dios de México— se le describía como: «un
hombre blanco… con barba y ojos azules… de gran estatura y porte autoritario…
En muchos lugares, instruyó a los hombres sobre cómo debían vivir…».
Puesto que los historiadores no aceptan la posibilidad de
una relación o influencia entre México y los Andes en el periodo precolombino,
el parecido de dicha descripción es calificado de simple coincidencia: ambas
culturas adoraban a un dios civilizador, un dios de piel blanca y larga barba.
Pero ¿también se trata de una coincidencia que ambas culturas creyeran estar
viviendo en la quinta época de la Tierra y que ambas caracterizaran
específicamente ésta era con el nombre de «quinto Sol»?
En la primera parte, nos detuvimos a explicar la versión
mexicana de ese sistema de creencias. Ha quedado constancia de la versión
andina en escritos del siglo XVI recogidos por el noble Huaman Poma, cuyo
nombre, literalmente «halcón león», nos recuerda mucho a las representaciones
de Horus en el antiguo Egipto. También el sacerdote español Martín de Murúa
explicó las creencias de los Andes a este respecto: «Desde que el mundo fuera
creado hasta ahora han pasado cuatro soles, sin contar con el que nos ilumina
en la actualidad».
Como en México, se creía que los cuatro soles previos habían
sido destruidos y arrasados por cuatro grandes cataclismos debidos al efecto
del agua, la caída del cielo, el aire y el fuego. También en ambos lugares se
creía que el quinto Sol estaba a punto de ser aniquilado; en México, se
atribuía la causa a un gran movimiento de Tierra y en los Andes, a un
pachacuti. Literalmente, pachacuti significa «vuelco del mundo» (según la
traducción de sir Clements Markham) y «vuelco del espacio-tiempo», de acuerdo
con la de William Sullivan.
Graham Hancock
El espejo del
paraíso, página 338
En los Andes se creía que el dios Viracocha era el
responsable de la creación de mundos nuevos y el encargado de destruir los
antiguos.
Se decía que su primera creación había sido la de «un mundo
donde no había luz ni calor». Para que poblaran este «limbo de oscuridad»,
Viracocha creó «hombres grandes y fuertes de tamaño superior al normal, que
vivieron en las sombras de la irrealidad, como si fueran animales». Cuando
estos gigantes le enojaron, «provocó una inundación, una pachacuti, y el mundo
quedó anegado por las aguas»:
Entonces, tras la inundación, apareció de nuevo sobre la
isla de Titicaca y trajo a una raza de hombres de su propia estatura la normal
entre los hombres y ordenó al Sol, la Luna y las estrellas que ocuparan su
lugar en los cielos… para iluminarlos de día y de noche.
Ésta es la leyenda que se esconde tras la creencia andina de
que Titicaca, la isla del Sol, y en particular el acantilado del León situado
en el lado este de la isla —el lugar por donde Viracocha emergió de las aguas
del lago—, fue el origen sagrado de la creación. Siguiendo este gran esquema
de geografía espiritual, Tiahuanaco, «con sus grandes y antiguos monumentos»,
fue la primera ciudad que construyó Viracocha después de la creación.
No existen diferencias significativas entre este concepto y
la antigua idea egipcia que aseguraba que fue en Heliópolis donde dio comienzo
la creación. En ella, el dios Atum «surgió de las aguas del Nun en forma de una
alta montaña y brilló como la piedra Benben en el templo del Fénix]».
Otro aspecto curioso lo constituye el acantilado oriental de
Titicaca —el acantilado del León—, asociado específicamente con la creación
de la época actual. La Gran Esfinge de Egipto no es otra cosa que un león
tallado en una de las montañas de Gizeh. Una estela que sostiene entre sus
garras nos dice que «marca el espléndido lugar de la Primera Época», es decir,
el principio de nuestra época presente.
Graham Hancock
El espejo del paraíso, página 340
Los incas se referían al primer sacerdote del Coricancha con
el nombre de uilac-umu, «aquel que habla de temas divinos». Era asistido en sus
funciones por una casta de sabios sacerdotes llamados amautas, cuyos miembros
procedían de una escuela de Tarpuntaes, que formaba a reputados astrónomos. «Su
tarea consistía en estudiar los cuerpos de los astros, registrar los avances y
retrocesos del Sol, fijar el solsticio y el equinoccio y predecir los eclipses.
Para ello usaban una secuencia de monolitos conocidos como sucanas (de los que
desgraciadamente no queda ninguno), que una vez, según cuentan los cronistas,
“se alzaron sobre los horizontes montañosos del valle de Cuzco, en puntos
estratégicos visibles desde el Coricancha y desde allí marcaron los azimuts de
los solsticios de verano y de invierno”».
Graham Hancock
El espejo del
paraíso, página 346
Viajes en la otra vida
Los sacerdotes de Heliópolis declaraban haber heredado su
sistema religioso de los seguidores de Horus; dicho sistema combinaba precisas
observaciones astronómicas que requerían la posesión de sofisticados
conocimientos acerca de materias tan misteriosas como la precesión de los
equinoccios, con la búsqueda de la inmortalidad del alma. Hemos hallado restos
de esa misma búsqueda en México y en los templos camboyanos de Angkor. ¿Es una
coincidencia que ése fuera el mismo objetivo también en los Andes, no sólo el
del pueblo inca sino el de todos sus antepasados milenarios?
Cabe destacar que tanto la cultura de los Andes como la del
antiguo Egipto defendían que las almas de los muertos deben emprender un viaje
hacia las estrellas y encontrar la puerta que les conducirá al otro mundo. Los
egipcios lo conocían con el nombre de Duat y lo ubicaban en una región
específica del cielo, entre las constelaciones de Leo y Orión/Tauro, una región
cruzada limpiamente por la Vía Láctea. Equidistante entre Leo y Tauro, la
constelación de Géminis marca el punto de intersección de la Vía Láctea con la
Eclíptica. Según las creencias andinas, este punto suponía «el cruce de caminos
entre la tierra de los vivos y la tierra de los muertos».
En el año 2500 a.C., los egipcios creían que el Duat entraba
en actividad —es decir, abría sus puertas— en el momento del solsticio de
verano. Los incas del año 1500 d.C. también creían que la puerta al otro mundo
se abría durante un solsticio; en su caso, durante los cuatro días próximos al
solsticio de invierno: el momento en que el Sol descansaba sobre el trópico de
Capricornio marcaba «la apertura de la tierra de los muertos a la tierra de los
vivos».
Los incas creían que «este mundo suponía para ellos el
exilio de su tierra natal en el mundo celeste» y que, tras la muerte, el alma
que había llevado una vida de iniciación podría regresar al cielo y buscar
refugio de nuevo en su gloria celestial. Los antiguos Textos de las pirámides,
que hablan de la búsqueda del iniciado en pos de «una vida de millones de
años», afirman de forma contundente: «La Tierra es el objeto odiado del rey…
Este rey está vinculado al cielo… Este rey es uno de esos seres… que nunca
caerán del cielo a la Tierra».
Eran exactamente las mismas ideas que inspiraron la
construcción de los templos de Angkor en Camboya. También es fácil encontrarlas
en los textos herméticos y en los escritos de los gnósticos que circularon por
Egipto y por muchos otros lugares durante la Edad Media en los primeros siglos
de la era cristiana. El código hermético conocido como Kore Kosmou se acerca
mucho a la creencia de los incas, describiendo el exilio de las almas de los
reinos celestes para encarnarse en el mundo bajo forma humana. «¡Pobres de
nosotras!», protestan las almas, «q¡ué penalidades nos aguardan! ¡Qué odiosas
acciones deberemos cometer para satisfacer las necesidades de este cuerpo que
debe morir tan pronto!». Para reducir el sufrimiento, las almas piden al
creador que les provoque amnesia: «Haznos olvidar las bendiciones que hemos
perdido, y el mundo malvado al que nos dirigimos».
Todos estos sistemas religiosos enseñaban que el alma que
había experimentado una encarnación debía salir victoriosa de terribles
vicisitudes si deseaba encontrar el camino de vuelta al cielo. Los relatos
andinos a menudo simbolizaban estas terribles vicisitudes con la siguiente
metáfora: el alma debía cruzar por un puente hecho de cabello humano que
colgaba sobre las turbulentas aguas de un río. Los incas también creían que el
alma podía cruzar el río «con la ayuda de perros negros», una idea que nos hace
pensar en el papel que jugaban los perros negros Anubis y Upuaut como guías del
alma, según consta en el antiguo Libro de los muertos.
Como parte de estas creencias comunes, se suponía que la
mayor esperanza de salvación para el alma recaía en que fuera capaz de usar las
oportunidades que le brindaba su existencia material para adquirir algunos
conocimientos secretos. Esta gnosis podía ayudar al alma caída a elevarse de la
materia y volver a los cielos, pero requería un largo y doloroso proceso de
iniciación espiritual que era «difícil de completar para alguien que ocupaba un
cuerpo». De un modo u otro, todas las fuentes antiguas advierten al iniciado
que ha decidido seguir esta búsqueda de que «tenga como guía la mente y como
maestro, la razón. Ellas te salvarán de la destrucción y de otros peligros». Si
un peregrino se dedicaba a cultivar eficazmente la mente y la razón, lograría
comprender por qué «el Señor lo creó todo envuelto en misterio» y por qué dijo:
«Haré las cosas abajo tal y como las hice arriba».
Para aquellos que completaban la búsqueda, el premio
consistía en «existir eternamente en la niebla de una humanidad moribunda».
Hemos demostrado que, en Egipto, México y Angkor, esta búsqueda se materializó
en la construcción de grandes monumentos astronómicamente alineados en parajes
que recordaran al cielo.
En Egipto, el Nilo representaba la réplica terrestre de la
Vía Láctea. Los incas veían el valle de Cuzco hasta el Machu Picchu como un
reflejo del cielo, y al río Vilcamayu como la representación de la Vía Láctea
en la Tierra. Las orillas del Nilo y del Vilcamayu eran el escenario de
rituales que se celebraban en los días próximos al solsticio de junio. En ambos
lugares, los encargados de realizarlos eran reyes dioses, ya fueran incas o
faraones. Y en ambos lugares, el escenario venía marcado por unas estructuras
megalíticas que habían sido construidas en tiempos remotos.
Hemos presentado pruebas que demuestran que la Esfinge y los
templos megalíticos de Gizeh que la rodean se remontan a unos 12 000 años de
antigüedad. Puesto que se sabe tan poco de los orígenes de las estructuras
megalíticas que se hallan en Cuzco y Tiahuanaco, no deberíamos descartar la
posibilidad de que también pudieran haber sido construidas durante ese
misterioso periodo.
Graham Hancock
El espejo del
paraíso, página 340
El problema de las grandes piedras
Una hora antes del anochecer subimos al montículo de piedra
que forma la mandíbula superior del león y dirigimos la mirada hacia el sur,
hacia los «dientes» megalíticos de la mandíbula inferior. Hay más de mil
bloques de piedra; todos enormes (muchos pesan alrededor de doscientas
toneladas), pero los mayores se hallan en la superficie más baja. De acuerdo
con las medidas y cálculos del doctor John Hemming, miembro de la Real Sociedad
de Geografía de Londres, una de ellas posee una altura de 8,5 metros y pesa 355
toneladas, siendo posiblemente «la piedra más grande jamás usada en la
construcción de una estructura». Hemming también nos advierte de las
características poligonales de la mampostería: cada piedra tiene un tamaño y
una forma distintas, entrecruzándose «de forma compleja y enigmática».
El conjunto de tres pisos alcanza una altura cercana a los
quince metros. Desde nuestro punto de observación, bajo la luz del crepúsculo,
sus contornos se mezclaban para dar lugar a un imaginario castillo fantástico,
con las piedras subiendo hacia el cielo. A medida que el Sol descendía por el
oeste, las sombras trazadas por los dientes del león y proyectadas en los
espacios que las separan iban haciéndose cada vez más largas, dándonos la
impresión de que el monumento en su conjunto había sido diseñado para seguir la
trayectoria del Sol.
Bajamos del montículo y caminamos por la «boca del león»,
hoy cubierta de hierba, hasta llegar al primero de los muros en zigzag. Las
grandes piedras, pesadas y oscuras, se cernían sobre nosotros. Enfrentados a su
aspecto imponente y a su tremendo peso, nos resultaba tan difícil como a
Garcilaso imaginar cómo pudieron ser transportadas desde canteras situadas a
varios kilómetros, y aún menos cómo se las arreglaron para colocarlas una a una
en la posición correcta y luego encajarlas entre sí con tal precisión.
Aunque no todos los arqueólogos se han mostrado de acuerdo
—y entre los disidentes encontramos a una figura tan importante como sir
Clements Markham—, la teoría predominante atribuye Sacsahuamán a los incas.
Sostiene que todo el conjunto fue construido mediante «un sistema de ensayo y
error que incluía múltiples movimientos para cada piedra, por muy laborioso que
pueda parecer». No se ha publicado todavía ningún estudio sobre el
funcionamiento de este sistema de ensayo y error. Además, se admite que las
grandes paredes megalíticas de Sacsahuamán «ya habían sido completadas o
abandonadas antes de la llegada de los españoles, sin que los incas dejaran
ningún rastro ni proporcionaran la menor información sobre sus métodos».
De hecho, la única prueba que tenemos de que los incas
tratasen de mover un auténtico megalito (tal y como aparece en la obra
Comentarios reales de los incas de Garcilaso de la Vega), sugiere que no
dominaban en exceso las técnicas que esto implica: el intento acabó en
desastre. Garcilaso nos habla de una gran roca de «increíbles» dimensiones que
«más de veinte mil indígenas arrastraban por la montaña, subiendo y bajando
escarpadas pendientes… Hasta que, de repente, la roca escapó de sus manos y se
despeñó por un precipicio, aplastando a más de tres mil hombres».
No dudamos de que los incas fueran hábiles albañiles, ni de
que gran parte de las estructuras menores del interior de Sacsahuamán hoy en
día, prácticamente desaparecidas fueron obra suya (como también lo es gran
parte de la ciudad de Cuzco). Sin embargo, si mover una sola piedra suponía
para los incas una experiencia tan difícil, debemos preguntarnos cómo pudieron
sacar adelante el traslado de cientos de piedras monstruosas, de un tamaño
colosal, necesarias para construir los muros en zigzag de Sacsahuamán. Una
posibilidad alternativa supondría darle la razón a Clements Markham y aceptar
que los muros son en realidad el legado de una época anterior, «la era
megalítica, cuando se transportaban piedras gigantescas y era común construir
edificios de exageradas dimensiones».
Graham Hancock
El espejo del
paraíso, página 353
Gigantes
Regresamos a examinar el montículo rocoso —la «mandíbula
superior» del león—, que se halla doscientos metros al norte de los muros en
zigzag. Sus contornos han sido profusamente tallados por la mano del hombre;
una obra que los historiadores tradicionalmente han atribuido a los incas. Sin
embargo, sigue sin existir la menor evidencia de que los incas tuvieran nada
que ver en ello. Puesto que no disponemos de ningún examen fidedigno para medir
la antigüedad de ciertos monumentos, es teóricamente posible que seres de una
raza distinta se encargaran de tallar el montículo mucho antes de la llegada de
los incas, quienes se habrían «apoderado» de dicha obra al entrar en escena
durante el siglo XV. No resulta imprescindible que se produjera un rompimiento
absoluto entre esa hipotética cultura anterior y la de los incas; al contrario,
estos últimos habrían heredado parte de las tradiciones y de la sabiduría de
los primeros, intentando, a menor escala, imitar sus formidables obras. Hay
pruebas de un proceso parecido en numerosos lugares sagrados distribuidos por
todo el mundo, especialmente en México, Egipto y Angkor, donde ya se ha
convertido en una norma descubrir que los monumentos estaban construidos sobre
los cimientos previos de otros edificios homólogos, que a su vez se habían
alzado sobre restos anteriores, y así indefinidamente, retrocediendo hasta el
origen de todo.
Los mitos andinos refuerzan esta explicación de Sacsahuamán.
Relatan los mágicos logros arquitectónicos y de ingeniería conseguidos por el
pálido, barbudo y rubio dios Viracocha y sus compañeros —los «mensajeros»,
«los que resplandecen»— quienes surgieron del lago Titicaca al principio del
tiempo. También existe una tradición paralela referente a una raza de
constructores prehistórica, a los que se conocía como los «huari». Se les
describe como «blancos gigantes barbudos que crearon el lago Titicaca, desde
donde comenzaron a civilizar los Andes…».
A esos gigantes se les atribuyen megalitos que se encuentran
esparcidos por todo el mundo, desde Stonehenge a las Américas. Todos son
estructuras talladas en piedra, muy parecidas al montículo rocoso de
Sacsahuamán. Éste está dividido en una gran profusión de terrazas, peldaños,
ángulos, canales, recesos triangulares y asientos de piedra, que nos recuerdan
el diseño del monumento submarino de Yonaguni, en Japón, y a las cuevas
talladas en el interior del cráter del Rano Raraku, allá en la isla de Pascua.
Esa misma cosecha de rocas, talladas formando confusos
diseños, se da repetidas veces en el área de Cuzco. Uno de los montículos más
intrigantes es el de Qenko, 1,5 kilómetros al este de Sacsahuamán. Allí, una
maciza y pesada piedra caliza ha sido tallada por dentro y por fuera para crear
una montaña en la que se respira una atmósfera cercana al misticismo: ese
efecto produce la combinación de cuevas, repisas, pasadizos y nichos ocultos.
En la cima, también labrada en la misma piedra desnuda, hallamos una protuberancia
ovalada con una doble cumbre. A ambos lados de la montaña tallaron canales
zigzagueantes, profundos y estrechos, en forma de animales —un puma, un cóndor
y una llama— y una sucesión de peldaños y repisas que de nuevo nos hacen
pensar en el aspecto general de Yonaguni. En la base de la montaña, rodeado por
un muro bajo en forma de elipse, se halla un monolito dentado de casi cuatro
metros de altura, parecido al talón de piedra de Stonehenge.
No existe ningún hecho comprobado acerca de los monumentos
de piedra de los Andes. Todos parecen haber sido construidos hace tanto tiempo
que casi parece imposible lograr entender a las mentes que los diseñaron. Dan
la sensación de expresar una ética, hoy en día no muy común, que siempre huyó
del camino fácil en busca de la perfección, enfrentándose para ello a los más
duros desafíos. En Egipto, esa ética dio lugar a las pirámides de Gizeh; en
Angkor, al mayor conjunto de templos nunca visto; en Nazca, a ambiciosos
dibujos sobre la tierra que sólo resultan visibles desde el aire. La misma
ética que produjo edificios sagrados, hechos con bloques de piedra que pesan
cientos de toneladas cada uno, en las inexpugnables altitudes andinas.
Graham Hancock
El espejo del
paraíso, página 355
Ollantaytambo
Aunque la magnitud de Sacsahuamán resulte inverosímil,
debemos admitir que queda superado en todos los sentidos por el curioso
templo-montículo de Ollantaytambo, sesenta kilómetros al noroeste. Al entrar en
el lugar, nos encontramos frente a un gran anfiteatro escalonado, que se
extendía por una ladera cóncava hacia un risco plano, ochenta metros por encima
de nosotros.
Subimos los peldaños de una escalera hundida, advirtiendo
que los niveles inferiores estaban hechos de piedras relativamente pequeñas.
Paradójicamente, a medida que íbamos ascendiendo el tamaño de los bloques
parecía hacerse cada vez mayor. Después llegamos a un nivel donde yacían varios
bloques de granito esparcidos sin ningún orden. Su peso debía oscilar entre las
cincuenta y las setenta toneladas y habían sido transportados a una altura de
al menos sesenta metros.
Antes de proseguir con nuestro ascenso, recorrimos una
estrecha repisa situada bajo una pared de bloques trapezoidales fuertemente
encajados donde se había dispuesto una hilera de diez nichos poligonales. El
extremo sur de la repisa pasaba por debajo de una entrada megalítica coronada
por una piedra dintel, que daba paso a un pequeño mirador oval colgado del
borde de la montaña.
Retrocedimos hasta llegar a una escalera tallada en el
propio muro trapezoidal. Tras subir por los peldaños, salimos a la cima de
Ollantaytambo, parte montaña y parte templo. Allí vimos más megalitos
esparcidos, de un peso que debía oscilar entre las cien y las doscientas
toneladas; en el punto más alto había una estructura cuadrada y baja formada
por seis contundentes megalitos, cada uno de dos metros de anchura y alrededor
de un metro de profundidad, con alturas que variaban de 3,4 metros a 4,3 metros.
Tuvimos la impresión de que estas piedras gigantescas habrían servido en el
pasado para cubrir el muro trasero de una de las salas, mientras que los
megalitos volcados habrían formado los otros tres lados. Estaban colocadas en
el borde de un montículo superior, lleno de megalitos por todas partes (de los
que al menos treinta rondaban las doscientas toneladas de peso).
Lo más destacable de estos bloques de pórfido —brillantes y
duros como una joya rosácea— cuyo único parecido con el resto de piedras de
Cuzco y Sacsahuamán es el tamaño, es el increíble trayecto que tuvieron que
realizar para llegar hasta allí. Los geólogos han localizado las canteras de
donde se extrajeron: se hallan a casi ocho kilómetros y a unos novecientos
metros de altura, en la orilla opuesta del río Vilcamayu. Esto significa que
tuvieron que ser transportadas primero hasta el suelo del valle, luego por el
río, y después subidas por la empinada colina hasta la cima de Ollantaytambo;
una tarea que casi podríamos calificar de sobrehumana.
Los bloques de Ollantaytambo nos recuerdan especialmente la
arquitectura de Tiahuanaco. Una gran distancia separa los dos emplazamientos,
ya que Tiahuanaco se halla más allá del lago Titicaca, en dirección sureste.
Ambas construcciones muestran megalitos macizos, laminados, de borde recto, que
presentan inexplicables protuberancias y muescas por todas partes, encajados
con una habilidad y precisión abrumadoras.
Esto tal vez logre explicar por qué uno de los típicos
monumentos simbólicos de Tiahuanaco, la pirámide escalonada, aparezca varias
veces en el bajorrelieve de una de las láminas superiores del muro de
Ollantaytambo. En los jeroglíficos del antiguo Egipto se usaba exactamente el
mismo símbolo para representar la piedra Benben, el emblema de la inmortalidad.
Y, al igual que sucedía en Egipto, en Tiahuanaco y en Angkor, una de las
características distintivas de Ollantaytambo era una técnica de construcción que
usaba abrazaderas metálicas en forma de I para unir los bloques.
Graham Hancock
El espejo del
paraíso, página 357
Nosotros opinamos que los incas eran el último eslabón de
una cadena espiritual que tuvo su origen en unos antepasados desconocidos,
aquellos que construyeron los megalitos andinos. También sugerimos que esos
constructores megalíticos se relacionaban por todo el mundo con otros cuyos
nombres ignoramos, y que todos ellos enseñaban el mismo sistema.
Graham Hancock
El espejo del
paraíso, página 360
… resulta enormemente significativo, como demuestra el
extenso estudio sobre cosmología andina realizado por William Sullivan, que se
usara el mismo «lenguaje técnico-mítico» para transmitir información compleja
acerca de la precesión de los equinoccios tanto en el Viejo Mundo como por los
incas y sus antepasados en los Andes de la época precolombina.
En opinión de Sullivan, «una percepción espiritual muy poco
común, que muestra una profunda comprensión de los mecanismos de la mente
humana» subyace tras la formulación de «este lenguaje de revelaciones sacras
basadas en la observación empírica».
Graham Hancock
El espejo del
paraíso, página 361
Acertijos
Para nosotros, Tiahuanaco es el conjunto de muchos acertijos
envueltos en uno mayor.
El primero hace referencia a las enormes piedras. En el Puma
Punku, una pirámide baja y escalonada cuya base mide aproximadamente 60 × 50
metros, se calcula que uno de los bloques pesa 447 toneladas. Muchos otros se
hallan en una franja que va de 100 a 200 toneladas. Las canteras principales de
donde se extrajeron todas las piedras del emplazamiento de Tiahuanaco, estaban
a 60 kilómetros; las de piedra arenisca roja, a 15 kilómetros. Resulta un absoluto
enigma, que nadie puede resolver recurriendo a imágenes mentales de miles de
indígenas primitivos tirando de cuerdas. Después de todo, Tiahuanaco está a
4115 metros sobre el nivel del mar, y la organización, motivación y
alimentación de semejante fuerza de trabajo a esta altitud entraña un esfuerzo
de dimensiones colosales. Sean quienes sean los responsables, está claro que
esta ciudad sagrada no fue obra de seres primitivos.
Otro acertijo, muy evidente en el Puma Punku, es que muchos
de los megalitos estaban unidos mediante abrazaderas metálicas, algunas de gran
tamaño. Durante mucho tiempo se creyó que estas abrazaderas en forma de I y de
T habían sido forjadas y luego enfriadas en las muescas talladas en los
bloques. Un estudio más exhaustivo con un microscopio electrónico ha revelado
sorprendentes pruebas de que ya llegaban fundidas a estas muescas, lo que
implica la existencia de un horno de fundición portátil que iba de bloque en
bloque en el propio emplazamiento, prueba de un nivel tecnológico muy superior
al que nunca se atribuyó a la Suramérica precolombina.
Otro misterio es que el análisis espectrográfico de una de
las escasas abrazaderas que han sobrevivido la muestra como el resultado de una
inusual aleación que contiene un 2,05 por ciento de arsénico, un 95,15 por
ciento de cobre, un 0,26 por ciento de acero, un 0,84 por ciento de silicona y
un 1,70 por ciento de níquel. No existe ningún yacimiento de níquel en toda
Bolivia. Es más, la «infrecuente» mezcla de níquel y arsénico habría requerido
un horno que operara a temperaturas extremadamente elevadas.
El mayor acertijo de Tiahuanaco es su edad. La propuesta de
la mayoría de los arqueólogos la sitúan en el periodo comprendido entre el
1500 a.C. y el 900 d.C., pero los estudios geológicos del lugar han derribado
la hipótesis al mostrar una relación con el lago Titicaca que como mínimo se
estableció hace 10 000 años. Sobre las serpientes situadas a un lado de la
figura de Viracocha en el templo semisubterráneo hay representaciones de una
especie animal parecida al toxodonte, una bestia parecida a un hipopótamo que
se extinguió en Tiahuanaco hace más de 12 000 años. Y en la cara oriental de la
Puerta del Sol hallamos la representación de una criatura que recuerda a un
elefante, tal vez el proboscidio conocido en el Nuevo Mundo como cuvieronius,
que también se extinguió de la zona 12 000 años atrás.
Los alineamientos astronómicos de Tiahuanaco suponen pruebas
sustanciales que remontan el lugar a una fecha extremadamente antigua. Fue el
arqueólogo boliviano Arthur Posnansky quien los apuntó por primera vez a
principios del siglo XX. Sus cálculos se basan en los cambios en la oblicuidad
de la Tierra (la oblicuidad de la Eclíptica, ver capítulo doce) que se suceden
a razón de cuarenta segundos de arco por siglo. Su efecto consiste en alterar
la franja del amanecer a lo largo de todo el horizonte de un solsticio a otro,
con los puntos máximos moviéndose hacia los extremos norte y sur para luego
retroceder otra vez, como lo haría un columpio cósmico, en una trayectoria que
dura decenas de miles de años. El cálculo de Posnansky sugiere que los
alineamientos principales de Tiahuanaco debieron realizarse hace más de 17 000
años. Basándonos en las lecturas de los satélites modernos, el arqueoastrónomo
norteamericano Neil Steede ha conseguido definir con más exactitud esta fecha,
situándola 12 000 años atrás.
Graham Hancock
El espejo del
paraíso, página 368
Lo que resulta extraño es que, a partir de argumentos
geológicos y astronómicos, se ha sugerido que tanto Gizeh como Tiahuanaco
puedan tener más de 12 000 años de antigüedad; que ambos lugares muestran
indicios de haber sido construidos encima de profundas salas unidas por
laberínticos pasadizos y que existen rumores de que podría encontrarse algún
tipo de mensaje procedente de una civilización perdida.
Graham Hancock
El espejo del
paraíso, página 375
En el friso este (de Tiahuanaco), la cabeza de Viracocha
aparece coronada por diecinueve rayos solares, como le es propio al dios Sol.
William Sullivan ha señalado que estos rayos no se refieren al Sol, sino que
indican el conocimiento del ciclo metónico lunar de diecinueve años: «el número
de años que necesita una fase lunar para coincidir en la misma fecha solar; en
otras palabras, si en tu cumpleaños hay luna llena, harán falta diecinueve años
para que esto suceda de nuevo». Lejos de Tiahuanaco, como ya vimos en la
introducción, el círculo megalítico de Callanish (Hébridas Exteriores) está
diseñado para «capturar» la Luna una vez cada diecinueve años cuando se halla
parada en el extremo sur. Nuestra conclusión es que tanto Callanish como
Tiahuanaco, y muchos otros monumentos que hemos investigado por todo el mundo,
formaban parte de un arcaico proyecto científico de gran magnitud, cuyo
objetivo era la inmortalidad del alma humana. A no ser que encontremos una
especie de piedra de Rosetta en las salas ocultas de Gizeh y Tiahuanaco,
necesitaremos años de paciente investigación para comprender del todo cómo
funcionaba esa ciencia, o dónde y cuándo se originó. Pero lo que sí sabemos es
que usó ciertos emblemas distintivos. Por lo tanto, no nos sorprende en
absoluto que a cada lado del Viracocha del friso este haya tres filas
horizontales de seres a los que se ha descrito como «ángeles»: hombres con alas
de pájaro, a veces con cabezas de pájaro y otras de seres humanos. Un icono
idéntico en esencia, aves con cabeza humana, se usó en Egipto para simbolizar
uno de los aspectos esenciales del alma: el ba, o «alma corazón». El lector
recordará que se pensaba que el ba era capaz de sobrevivir en la otra vida como
una entidad independiente y tenía poder para volar por el Duat. Por ello, se
usaba a un pájaro como símbolo. Las almas ba son representadas frecuentemente
en Egipto recibiendo rayos de influencia (energía, vida, etc.) procedentes de
cuerpos celestes: el Sol, las estrellas y la Luna. Nos da la sensación de que
las cuarenta y ocho figuras del hombre pájaro que hay en la Puerta del Sol,
veinticuatro a cada lado de Viracocha (aunque la mayoría hayan sido víctimas de
la erosión), pueden estar haciendo exactamente lo mismo, ya que se agrupan de
izquierda a derecha —como mariposas alrededor de una llama— hacia el dios del
Sol y de la Luna. El mapa de la Akapana intuido por Oswaldo Rivera, el plinto
en forma de pirámide a los pies de Viracocha, es también el símbolo de la
piedra Benben, en sí misma el símbolo de la inmortalidad.
Graham Hancock
El espejo del
paraíso, página 376
UNA GRAN TEORÍA CULTURAL sobre el significado y el misterio
de la muerte y la posibilidad de la vida eterna iluminó el mundo de nuestros
antepasados. Unida a esta teoría existió una ciencia de la inmortalidad cuya
meta era liberar al espíritu del estorbo de la materia. A su modo, esta ciencia
era tan rigurosa y empírica como pueden serlo la astrofísica, la medicina o la
ingeniería genética. No obstante, a diferencia de las ciencias modernas, esta
sabiduría vieja como las montañas ya aparece absolutamente desarrollada desde
sus inicios, con adeptos y profesores trabajando en ella ya desde los albores
de la historia, en lugares tan distantes como el norte de Europa, Egipto,
Mesopotamia, la India védica, el Pacífico, Japón, China, el Sureste asiático y
las Américas.
Graham Hancock
El espejo del
paraíso, página 378
Seguimos convencidos de que la fuente más probable de todas
estas ideas es una civilización perdida. Una hipótesis específica, que ya
apuntábamos en Las huellas de los dioses, es que esta civilización habría
florecido antes del año 10 500 a.C., desapareciendo sin dejar rastro en el gran
cataclismo que asoló la Tierra a finales de la última glaciación. Sostenemos
que los supervivientes de esa debacle se repartieron por todo el mundo,
estableciéndose en distintos continentes. Y sugerimos que en cada uno de los
lugares donde se establecieron construyeron un culto a la sabiduría basado en
el conocimiento astronómico, ofreciendo a sus iniciados el santo grial de la
inmortalidad. Esa red de cultos dio la vuelta al globo, en radios que procedían
de nodos geodésicos a los que se solía denominar mediante un término técnico:
ombligos de la Tierra. Hemos aportado pruebas de que al menos algunos
emplazamientos pueden haber sido elegidos deliberadamente para que guarden
relación entre sí de acuerdo con unos determinados cálculos astronómicos: por
ejemplo, separados por 72 grados de longitud, o por 54, o por 108, o por 114…
las cifras que genera la precesión de los equinoccios. También resulta chocante
que, si aplicamos los cálculos precesionales a monumentos que presentan
alineaciones astronómicas como pueden ser las pirámides de Gizeh, la Esfinge o
los setenta y dos templos de Angkor en Camboya nos aparece marcada una misma
fecha, una misma estación e incluso un mismo momento: el amanecer del
equinoccio de primavera del 10 500 a.C. Admitimos que la Esfinge, las pirámides
de Egipto y los templos camboyanos, fueron construidos en épocas distintas.
Puesto que todos llevan la marca de un propósito común y fueron diseñados para
servir a la misma idea espiritual, deducimos que el culto que los utilizó debe
de remontarse a tiempos muy remotos y haber existido durante muchos siglos,
logrando sus objetivos en Egipto en el 2500 a.C. y en Angkor en el 1150 d.C. No
vemos ninguna buena razón que impida que las raíces de ese culto retrocedan
hasta el año 10 500 a.C., la época que los monumentos señalan de forma tan
insistente. Es más, resulta posible que ese mismo culto siga existiendo en la
actualidad, y prosiga con su búsqueda en pos de los mismos objetivos.
Graham Hancock
El espejo del
paraíso, página 381
Los mercaderes de la luz
En el siglo XVII, el filósofo inglés Francis Bacon empezó a
trabajar en un libro extraordinario titulado La Nueva Atlántida, pero murió
antes de poder terminarlo. Esta obra proponía la existencia, «en medio de las
aguas salvajes», de una isla, «Bensalem», gobernada por un grupo de hombres
sabios. Los habitantes de Bensalem eran geómetras y astrónomos brillantes y
científicamente avanzados, constructores de aviones y submarinos («poseemos
instrumentos para volar por los aires; tenemos barcos para ir bajo el agua»).
Bacon atribuye a los isleños conocimientos de ingeniería genética, la capacidad
de «ver objetos lejanos» y de manejar «distintas artes mecánicas». Eran también
expertos navegantes y exploradores, pero a la vez reservados y poco dados a
revelar su existencia: «Conocemos la mayor parte del mundo habitable, pero
nadie nos conoce a nosotros».
La historia de Bacon era una ficción que le servía de medio
para expresar sus ideas filosóficas y políticas. Sin embargo, hay un apartado
en que describe a los sacerdotes astrónomos de Bensalem como poseedores de una
forma especial de sabiduría que llegó a sus manos de una gran civilización
pasada, una cultura que fue destruida por un diluvio mundial. Nos dice que
buscaban «el conocimiento de las causas y las nociones secretas de las cosas»,
y que su misión era nutrir «a la primera criatura de Dios, la luz»; una misión
que extendieron por todas partes de manera constante a través de «doce hombres
que viajaron a países extranjeros bajo las banderas de otras naciones (ya que
no deseábamos revelar nuestra identidad) …Les llamamos los mercaderes de la luz».
Si La Nueva Atlántida era una absoluta invención, o si Bacon
optó por ocultar una parte especial de la historia bajo el disfraz de una
fábula inofensiva, es un tema que trataremos en otro libro. Lo que podemos
asegurar es que, durante la historia del mundo, en épocas separadas por miles
de años, algunos videntes y sabios sin relación aparente han jugado un papel
crucial al guiar a culturas independientes por los mismos senderos del
crecimiento espiritual. Se decía que estos maestros procedían de algún otro lugar,
a menudo una isla, y que habían llegado a bordo de un barco.
Quizá fueran los auténticos mercaderes de la luz: los Aku
Shemsu Hor del antiguo Egipto, las serpientes emplumadas de México, el
Viracocha andino, los reyes dios de los jemeres. Y quizá pertenecían a una
sociedad secreta, tal y como sugiere Bacon: una «academia invisible» dedicada a
la conservación de un misterioso legado de conocimientos anteriores a la
inundación; una isla de luz rodeada por oscuras aguas.
Graham Hancock
El espejo del
paraíso, página 382
La Organización
Todas las ideas religiosas que hemos tenido en cuenta en El
espejo del paraíso son de naturaleza esencialmente gnóstica: tanto en Angkor,
como en México o en el antiguo Egipto, a los iniciados se les enseñaba a
descubrir el conocimiento del misterio de la vida a través de la experiencia
directa. Pero también hubo una religión llamada gnosis —literalmente, «el
conocimiento» o el «conocimiento secreto»— que fue muy común en la Edad Media
y en los siglos anteriores e inmediatamente posteriores a la era cristiana.
El núcleo de esta religión hay que hallarlo en Egipto; a
finales de la década de 1940, se encontró un gran conjunto de textos gnósticos
que habían sido enterrados en Nag Hammadi, muy cerca del templo de Dendera.
Fechados en el tercer milenio d.C., estos papiros —a los que se conoce bajo
los nombres de Evangelios gnósticos o Biblioteca de Nag Hammadi— hacen
frecuentes alusiones a la existencia de una sociedad secreta, «la Organización».
En un gran número de textos el propósito de esta «Organización» se especifica
de forma explícita: construir monumentos «que representen los lugares
espirituales» (es decir, las estrellas), y oponerse a las fuerzas universales
de la oscuridad y la ignorancia de las que se dice que han:
metido a sus seguidores en grandes problemas, llevándoles
por el camino de la decepción. Se hicieron viejos sin haber disfrutado.
Murieron sin haber hallado la verdad y sin conocer al auténtico Dios. Y así
toda la creación pasó a estar esclavizada para siempre, desde los inicios del
mundo hasta hoy.
Como sucedía con los antiguos egipcios, los jemeres o los
mexicanos, los gnósticos veían en el universo una escuela de experiencias,
creada para dar «a las almas imperfectas» las oportunidades de aprender y
crecer a base de enfrentarse con los desafíos y elecciones de la existencia
material:
Las creaciones visibles… han llegado a existir por todos
aquellos que necesitan educación, enseñanzas y formación, para que en su
pequeñez puedan ir creciendo poco a poco. Fue por esta razón por la que Dios
creó a la humanidad…
Los gnósticos también creían en la existencia de dos
potentes fuerzas espirituales que trabajan en el universo: la fuerza de la luz
y el amor, y la fuerza de la oscuridad y el nihilismo. El propósito de la
fuerza de la oscuridad es impedir que los seres humanos adviertan la chispa de
divinidad que poseen en su interior, «hacerles beber el agua del olvido… para
que nunca sepan de dónde vinieron». La oscuridad trabaja con el fin de
anestesiar la inteligencia y extender el cáncer de la «ceguera mental» porque
«la ignorancia es la madre de todo mal… La ignorancia implica esclavitud; el
conocimiento, libertad».
En cambio, «la Organización» sirve a la fuerza de la luz y
su propósito sagrado es liberar a los seres humanos de su estado de esclavitud
iniciándoles en el culto del conocimiento. No existe una tarea más importante o
más urgente: desde el punto de vista de la religión gnóstica, el ser humano es
el foco, o el fulcro, de una lucha cósmica; la elección individual del mal
procede de la ignorancia, y por lo tanto tiene ramificaciones que van más allá
de lo meramente material, del plano mortal y humano. Por estas razones los
gnósticos dicen: «No luchamos contra la carne y la sangre sino contra los
dirigentes mundiales de la oscuridad, contra los espíritus del mal».
Graham Hancock
El espejo del
paraíso, página 3
El arcón y la serpiente
Los gnósticos vivían en contacto íntimo con los vestigios de
una antigua religión egipcia y coexistieron con el judaísmo y con los inicios
del cristianismo. Honraban a Osiris, el antiguo dios egipcio del renacimiento,
«que se alza frente a la oscuridad como guardián de la luz». En cambio, veían a
Jehová, el dios de los judíos del Antiguo Testamento y de los cristianos, como
una fuerza oscura, como uno de esos «dirigentes mundiales de la oscuridad»: un
«arcón» cuyo propósito era mantener a la humanidad encadenada en la ignorancia
espiritual para toda la eternidad. Aunque esto pueda conmocionar a judíos y
cristianos, la versión que hacen los gnósticos de la tentación de Adán y Eva en
el jardín del Edén nos presenta a la serpiente no como al villano sino como al
héroe, el gran benefactor de la humanidad.
«¿Qué te dijo Dios? —preguntó la serpiente a Eva—, ¿qué no
comieras del árbol de la sabiduría [gzzoszs]?». Ella respondió: «Él dijo: no
sólo no lo comas, ni siquiera lo toques o morirás». La serpiente la tranquilizó
con estas palabras: «No tengas miedo. No morirás con la muerte; fueron los
celos los que le hicieron hablarte así. Tus ojos se abrirán y te convertirás en
un dios capaz de reconocer el bien y el mal».
Según los gnósticos, Adán y Eva, la primera pareja humana,
comieron del fruto del árbol del conocimiento y experimentaron el despertar y
la iluminación de su propia naturaleza brillante e inmortal. Esta
concienciación no garantizaba por sí sola la inmortalidad, pero era una premisa
esencial para aquellos que querían «comer del árbol de la vida».
Los arcones sintieron celos y dijeron:
¡Cuidaos de Adán! Se ha convertido en uno de nosotros y
ahora conoce la diferencia entre la luz y la oscuridad. Tal vez vaya ahora al
árbol de la vida, coma de él y logre la inmortalidad. ¡Expulsémosle del Paraíso
y hagámosle descender a la Tierra de la que salió, para que nunca más pueda
reconocer nada!… Y así, echaron a Adán y a su mujer del Paraíso. Pero esto no
era bastante para ellos; fueron al árbol de la vida y lo rodearon de
monstruos… y pusieron una espada en llamas entre la niebla para que girara
veloz durante toda la eternidad e impidiera que ningún ser terrestre se
acercara al lugar.
Graham Hancock
El espejo del
paraíso, página 386
«Popol Vuh»
No hay ninguna ruta reconocida por la que las ideas
gnósticas pudieran llegar hasta los antiguos mayas quiché que vivían en México
y Guatemala. Vimos en la primera parte que los quiche fueron los constructores
de Utatlán, la «ciudad estelar» de Orión. El único libro sagrado que se
conserva, escrito poco después de que se iniciara la conquista, pero reflejo de
enseñanzas mucho más antiguas, es el Popol Vuh. Extrañamente, al igual que
sucede en los textos gnósticos, nos habla de una remota era dorada y de los
primeros hombres que vivieron allí:
Dotados de inteligencia, vieron, y al instante vislumbraron
lo que estaba lejos; lograron ver, lograron conocer todo lo que hay en el
mundo. Vieron las cosas que se ocultan en la distancia sin tener que moverse…
Grande era su sabiduría; su vista llegaba hasta las selvas, las rocas, los
lagos, los mares, las montañas y los valles. Lo cierto es que eran hombres
admirables… Capaces de conocerlo todo, examinaron las cuatro esquinas, los
cuatros puntos del arco celeste y la redonda superficie de la Tierra.
Los logros de los primeros hombres iban a ser su perdición;
causaron la ira de los dioses, quienes decidieron castigarlos con la amnesia:
Entonces el corazón del cielo creó la niebla y la puso en
sus ojos, enturbiando su vista como si fuera un espejo empañado. Con los ojos
cubiertos, sólo podían ver lo que tenían cerca, lo que estaba claro para ellos…
De este modo, se destruyó toda la sabiduría y el conocimiento que tenían los
primeros hombres…
El único resto que puede contarnos los logros que habían
alcanzado anteriormente fue el libro Popol Vuh, al que los mayas llamaban «La
luz que vino del mar».
Encontramos nociones muy parecidas, que datan de casi 5000
años atrás, en textos sumerios y egipcios, pueblos con los que en principio no
hubo ningún contacto. Y en lugares tan lejanos como Micronesia, el sureste de
Asia, China, Perú, Grecia y la India, existe una persistente tradición —tan
antigua como las montañas— que nos habla de un tesoro secreto que fue
acumulado mucho tiempo antes por una raza de superhombres que habían sido
cruelmente castigados por los dioses. Las leyendas y escrituras nos dicen que
el tesoro no consiste en oro o joyas sino en un oculto conocimiento, quizás en
forma de libros o archivos.
Graham Hancock
El espejo del
paraíso, página 389
En la versión india del mito del diluvio, por ejemplo, el
dios Visnú avisa a Manu, su protegido, de la inminente inundación diciéndole
que «esconda las sagradas escrituras en lugar seguro» para conservar el
conocimiento de la era previa a la destrucción. De la misma forma, en la
tradición mesopotámica, un héroe llamado Utnapishtim recibe instrucciones del
dios Ea para que «ponga por escrito el principio, la mitad y el final de todo
lo que estaba consignado y luego lo entierre en la ciudad del Sol, en Sippara».
Después de que se retiraran las aguas, se instruyó a los supervivientes para
que se dirigieran a la ciudad del Sol «en busca de esos escritos que contenían
conocimientos beneficiosos para las futuras generaciones de seres humanos».
Graham Hancock
El espejo del
paraíso, página 390
Estos relatos tienen en común la noción de una era dorada
perdida, la idea de una inundación —o cualquier otro tipo de cataclismo— que
supuso un fuerte revés a los progresos del conocimiento humano, y la de un
pequeño grupo de supervivientes que intentaban transmitir a las generaciones
futuras la preciada sabiduría acumulada por una civilización anterior. En toda
época y lugar, esa sabiduría se refería a lo que los textos gnósticos llaman el
«objetivo de la búsqueda del hombre, el descubrimiento inmortal». Sus
enseñanzas decían que los iniciados deben esforzarse por obtener la «vida de
millones de años» que no está al alcance de todos, ni se consigue mediante
buenas obras o gracias a una fe ciega: es un premio que «algunas almas humanas
pueden ganar».
Graham Hancock
El espejo del
paraíso, página 391
Nuestra conclusión es que los antiguos monumentos, mitos y
textos que hemos explorado a lo largo de El espejo del paraíso forman parte del
vasto aparato de un arcaico sistema espiritual que aspira a capacitar a todos
aquellos que han demostrado su valía a iniciarse en el misterio de la vida
eterna. También afirmamos, como ya dejaban traslucir los textos gnósticos, que
tuvo que existir alguna forma de «organización» coherente detrás de este
sistema. Por referirnos tan sólo a dos de los ejemplos más representativos de
todo el conjunto de pruebas que hemos presentado, resulta difícil explicar de
otro modo las sorprendentes similitudes que se dan entre Gizeh y Angkor, pese a
las diferencias en el espacio y el tiempo (ambos emplazamientos están separados
por 8000 kilómetros y casi 4000 años). ¿Cómo explicaríamos, pues, el hecho de
que en ambos lugares se encuentren enormes monumentos diseñados de acuerdo con
la posición de un grupo de cuatro constelaciones —Leo, Orión, Dragón y
Acuario— en el amanecer del equinoccio de primavera del año 10 500 a. C? Al
amanecer del equinoccio de primavera del año 10 500 a.C., Acuario se ponía por
el oeste, Leo se alzaba por el este, Orión se situaba en el sur sobre el
meridiano y el Dragón en el norte del meridiano. Es una coincidencia difícil de
explicar que dos de esas constelaciones (Leo y Orión) sirvan como modelo en
Gizeh y una tercera (Dragón) en Angkor, máxime si tenemos en cuenta que cada
una se orienta hacia un punto cardinal distinto. Parece obvio que debió existir
un plan cuidadoso, un esquema tenue y sutil, que sólo podía ser trazado en el
marco de una organización. Dicha organización deseaba llevar a término un gran
proyecto mundial; por lo tanto, nuestro siguiente paso iba encaminado a
encontrar un templo en algún lugar de la Tierra, construido en algún momento de
la historia, que tomara como modelo la constelación de Acuario, la cuarta en
ese mágico cielo del año 10 500 a.C. Para que encajara con el esquema global,
ese templo parecido a Acuario debería estar orientado hacia el oeste, ya que el
complejo de Angkor mira en dirección norte, las pirámides de Gizeh en dirección
sur y la Gran Esfinge en dirección este. También debería hallarse a una
distancia significativa de Gizeh y Angkor (separados entre sí por 72 grados de
longitud, el número que rige el código precesional).
Graham Hancock
El espejo del
paraíso, página 391
Aunque habitualmente se representaba a Acuario mediante la
imagen de un hombre que tiraba agua desde una jarra, algunas culturas
prefirieron usar la imagen de un pájaro emprendiendo el vuelo. Los romanos
dibujaron la constelación en forma de pavo y también de ganso; los mayas la
identificaron con Coz, el halcón celeste; y en la década de los veinte, la
experta inglesa Katherine Maltwood mostró que los antiguos hindúes
identificaban Acuario con su mítico hombre pájaro, Garuda, que tenía «la
cabeza, las alas, las garras y el pico de un águila, y el cuerpo y las extremidades
de un hombre».
Maltwood también comparó a Garuda, el rey de los pájaros,
con la figura del Fénix de las mitologías griega y egipcia, señalando que se
asociaba a Garuda con los largos ciclos del tiempo (se decía que pasó
quinientos años en el huevo antes de eclosionar). Además, la cualidad principal
del Fénix era la inmortalidad y Garuda es especialmente recordado en los mitos
de la India por haber robado a los dioses el elixir de la inmortalidad. Como el
árbol de la vida del jardín del Edén, los mitos afirman que el elixir fue
puesto fuera del alcance de los hombres, en un lugar arriesgado envuelto en
llamas y protegido, no por una espada, sino «por una brillante rueda gigantesca
de bordes afilados que giraba continuamente». Garuda logró apagar las llamas,
rompió la rueda y voló con la preciada copa que contenía el elixir de la vida.
Debido a ello, a menudo se representa a Garuda llevando una copa llena de
líquido, lo que de algún modo parece conectarle algo más con Acuario, el
portador del agua en los zodíacos modernos. Es más, si Acuario es Garuda y
Garuda equivale al Fénix, no resulta tan descabellado, señala Maltwood,
considerar a Acuario la imagen estelar del Fénix. En realidad, tal vez hallemos
esta imagen en el inmenso territorio zodiacal, sólo visible desde el aire, que
rodea a la ciudad sagrada de Glastonbury en Inglaterra. En la iconografía
típica de Egipto y también en los jeroglíficos, el Fénix «nació antes de que
existiera la muerte» y simbolizaba el eterno retorno de todas las cosas, el
triunfo del espíritu sobre la materia. Por lo tanto, la visión actual de ese
Fénix (Acuario) alzándose durante el equinoccio, supone un poderoso símbolo
celeste de la idea de renacimiento. Si todo lo que pasa abajo está determinado
por lo que sucede arriba, resulta legítimo que nos hagamos la siguiente
pregunta: ¿hay algo a punto de renacer?
Graham Hancock
El espejo del
paraíso, página 394
En el vértice del cambio de milenio, a finales de un siglo
caracterizado por la avaricia, la crueldad y el derramamiento de sangre, la
humanidad debe elegir entre materia y espíritu, entre la oscuridad y la luz.
Tanto la religión como la ciencia nos han abandonado; ya no hallamos en ellas
consuelo ni nada que nos sirva de guía. Tal vez, como predijeron unos sabios
hace mucho tiempo: Algún día, de un pasado sin esperanza y cruel surgirá una
especie de «renacimiento» en el que algunas ideas volverán a la vida. No
dejemos a nuestros nietos sin la oportunidad de acercarse a ese legado que
llega hasta ellos desde el amanecer de los tiempos.
Graham Hancock
El espejo del
paraíso, página 396
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