Todos, seguramente, podemos entrenamos para ser más felices.
Jorge Bucay
El camino de la felicidad, página 9
Intentaré mostrar que cada uno es portador del principal —aunque no único— determinante de su nivel de felicidad. Un factor variable de individuo en individuo, y cambiante en diferentes etapas de una misma persona, al que voy a llamar, caprichosamente, Factor F. Aun a riesgo de simplificarlo demasiado, lo defino básicamente como la suma de tres elementos principales: I. Cierto grado de control y conciencia del intercambio entre nosotros y el entorno. No puedo ser feliz si no me doy por enterado de mi activa participación en todo lo que me pasa. II. El desarrollo de una actitud mental que nos permita evitar el desaliento. No puedo ser feliz si siempre renuncio al camino ante la primera dificultad. III. El trabajo para alcanzar sabiduría. No puedo ser feliz si me refugio en la ignorancia de los que ni siquiera quieren saber que no saben.
Jorge Bucay
El camino de la felicidad, página 14
… el gran desafío de ser persona es aprender dos cosas: aprender a entrar y aprender a salir.
Jorge Bucay
El camino de la felicidad, página 14
La palabra crisis —siempre lo digo— es un término asociado injustamente con la negatividad. Tal vez esto se deba a que crisis significa básicamente cambio, y nuestra sociedad teme al cambio, prefiere mantenerse en el confort de la estabilidad. Lo diferente es temido y rechazado. Sin embargo, avanzar es siempre dejar atrás lo que ya no es y enfrentarse con otra cosa. El único temor que me gustaría que sintieras frente a un cambio es el de ser incapaz de cambiar con él; creerte atado a lo muerto, seguir con lo anterior, permanecer igual.
Jorge Bucay
El camino de la felicidad, página 18
Si el amor nos ayuda a discriminar el odio, la muerte nos muestra el valor de la vida.
Jorge Bucay
El camino de la felicidad, página 21
La presencia de la muerte nos pone frente a nuestra responsabilidad, que es la de hacer de la vida el sentido mismo de la existencia. La vida cobra sentido en cuanto se revela como un tránsito, y ese tránsito en lo humano es un camino necesariamente amoroso. El amor marca al individuo, aunque la muerte parece hacerlo aún más, dado que se puede vivir sin amar pero no sin muerte. Si se sacara de la vida el placer, se podría, aunque más no fuera sobrevivir. En cambio, si se pretendiera esquivar todo dolor, toda muerte, en ese escape evitaríamos también la vida. El amor y el duelo me ponen frente a lo más propio de mí, la capacidad de aprendizaje. Amor y dolor son en sí mismos la más acabada expresión de la educación que ofrece vivir, son la acción y el efecto, la motivación y el resultado del desarrollo del individuo.
Jorge Bucay
El camino de la felicidad, página 21
La humanidad tardará mucho o poco tiempo en saberlo, pero tarde o temprano comprenderá que, así como el hombre aprende a renunciar a ciertos alimentos que lo dañan, debe también aprender a renunciar a ciertas emociones que lo perjudican.
Jorge Bucay
El camino de la felicidad, página 22
No hay ninguna felicidad, y de eso estoy seguro, que se pueda obtener del escapar, y mucho menos de huir hacia el pasado.
Jorge Bucay
El camino de la felicidad, página 27
Mi mamá, como la mayoría de las madres, tenía un gran bagaje de mensajes muy contradictorios para colaborar en ese sentido; contradicciones que por otra parte terminaban salvándonos de la tentación de querer obedecerlas. Siempre me encantó esto de las madres (y los padres) que por un lado te dicen que sos maravilloso y por el otro te cuentan que hacen todo lo que hacen porque quieren que seas alguien. En algún momento, recordando esa frase, le pregunté a mi mamá: —¿Qué pasó? ¿No era alguien yo ya? Antes de que vos te ocuparas, ¿yo no era? Mi mamá me explicó y entonces yo, que parece que era un poco «duro», entendí. Lo que ella quería decirme con que yo fuera alguien era que fuera alguien que se destaque. Y en esta frase hay que entender la sutileza: el alguien no es importante; lo importante es el que se destaque. ¿Entre quiénes? Entre los demás, claro. Ahhh… Para ser alguien hay que destacarse entre los demás. Obvio, diría mi sobrino. Mío fue el trabajo de descubrir con el tiempo que para eso la única forma era competir. Ser alguien era destacarse. Y destacarse significaba competir. ¿Y competir con quién? Con todo el mundo. Menos con mi hermano, claro; porque ella se conformaba con que los dos nos destacáramos por igual de entre todos los demás hijos de todas sus amigas, primas, vecinas y desconocidas. Competir y ganar… para ser alguien en la vida.
Jorge Bucay
El camino de la felicidad, página 44
Hace treinta años que trabajo en salud mental, y durante todo este tiempo he descubierto muchas cosas increíbles. Pero la más increíble de todas es que hay gente para todo. Hay gente a la que le gustan las personas con plata, sin plata, tarada, alcohólica, los que hablan pavadas, los que no hablan, los graciosos, los sobrios, los charlatanes, los instruidos, los cultos, los brutos… Hay mujeres a las que les gustan los gordos, los flacos, los feos, los altos, los petisos… Hay hombres para las gorditas, para las austeras, para las enérgicas, para las bobas, para las gastadoras, para las producidas, para las sensuales, y con un poco de suerte, hasta para las inteligentes. ¡Hay para todo! Así que lo único que hay que tener es… ¡paciencia para buscar! Y si de esos que busco, los que me aceptan así, no encuentro uno ni una en toda la ciudad… ¡habrá que empezar a viajar! En algún lugar está (ella o él) alguien a quien le encanta que yo sea como soy. Sabiendo que hay alguien en el mundo a quien le encanto así, por qué voy a conformarme con otro (otra) que me dice en qué tengo que cambiar. Por qué avalar esa estúpida inclinación que todos tenemos, de casamos con alguien pensando: Ahora es así, pero cuando esté conmigo va a cambiar… Creo que no hay mujer que no se case con esa fantasía (y pido disculpas si estoy generalizando injustamente). Y lo peor de todo es que ellas no se equivocan… los hombres siempre cambiamos. ¡Nos volvemos peores! Porque, con el paso del tiempo, uno siempre se vuelve peor… Las virtudes van amainando o no, pero los defectos florecen y se agrandan… Y sí eras increíblemente sociable, después te volvés un charlatán… Y si eras muy gracioso, te volvés un payaso insoportable… Y si eras un tipo seductor, te volvés un viejo verde que persigue a las enfermeras en el sanatorio… Los rasgos se van exagerando, se acentúan cada vez más. Porque uno se va rigidizando con el paso del tiempo —no en todo, lamentablemente— y se vuelve casi siempre una caricatura de sí mismo. Así que pensar el otro va a cambiar, en verdad, no funciona. Entonces sería mejor, desde el principio, pensar en estar al lado de otro que me gusta tal como es. Puedo entender que el otro mejore, seguramente. ¡Pero no por mí! ¡No para gustarme a mí! Si el otro no me gusta como es ahora, entonces simplemente no me gusta. No puede ser que lo que más me guste sea «lo que yo potencialmente veo en él» …
Jorge Bucay
El camino de la felicidad, página 48
La competencia, el odio, los celos, son estados destructivos de nuestro bienestar, y cuando aparecen todo termina pareciéndonos sospechoso o amenazante. La consecuencia natural es más inseguridad, mayor desconfianza, una tendencia a aislarnos en la soledad y el resentimiento para defendemos de un mundo que consideramos hostil. Estos sentimientos que devienen tóxicos empiezan en el rechazo hacia el prójimo y terminan en provocar la actitud en espejo de los demás.
Jorge Bucay
El camino de la felicidad, página 51
… la salud mental siempre implica una actitud empática, cálida y generosa, un sentimiento amoroso, una postura cordial y un accionar solidario.
Jorge Bucay
El camino de la felicidad, página 52
Los vínculos sanos establecidos entre personas sanas indefectiblemente ayudan a recorrer el camino de la felicidad.
Jorge Bucay
El camino de la felicidad, página 52
Si vivís satisfecho, tener más pierde importancia.
Jorge Bucay
El camino de la felicidad, página 53
Usted tiene un deseo determinado. Usted quiere algo. Lo quiere con toda el alma, con todo su ser. Sueña de día y de noche con tenerlo. ¡Bien! Es hora de aplicar la regla del oso idiota. ¿Por dónde se empieza? En primer lugar, la O del OSO señala: ¿Usted quiere algo? ¡OBTÉNGALO! Obtenga lo que usted quiere. ¡Vaya por eso! ¿Qué es lo que busca? «El amor de esa mujer… esta casa… ese trabajo…» ¡Vaya y obténgalo! ¡Haga todo lo que puede para obtenerlo! Juéguese la vida, corra un riesgo, comprométase con su deseo. Muy bien… Pero uno puede darse cuenta de que es imposible obtener lo que quiere. Y esto es muy cierto. ¿Qué dice la regla en segundo lugar?… ¿No puede obtener lo que quiere? SUSTITÚYALO La regla del OSO dice: ¿No lo puede Obtener? ¡Sustitúyalo! ¡Sustitúyalo por otra cosa! «Esta mujer no me quiere…» ¡Que lo quiera otra mujer! «Esta otra tampoco me quiere…» ¡Busque un marinero! ¡Cómprese un perro! «¡Ah… no! ¡Imposible sustituirlo! Porque como esta mujer no hay…» ¿Qué nos dice la regla en tercera instancia?… ¡OLVÍDELO! ¿No puede Obtener lo que quiere? Muy bien. ¿No lo puede Sustituir? Muy bien: ¡Olvídelo! «Ah no… Imposible…» ¿Cómo «imposible»? Obtener no… Sustituir no… ¡¡Olvídelo!! «No, doctor, ¡imposible olvidarlo!». Ahhh… Si no lo puede Obtener, no consigue Sustituirlo y no quiere Olvidarlo… La regla dice que Usted… ¡Es un Idiota! Alguien podría decir: «Bueno, yo no puedo decidir qué puedo olvidar…» Quizás NO. Pero con toda seguridad lo que puede es decidir NO olvidar y quedarse pegado a lo que cree imposible. Y eso es lo idiota de nuestra neurosis.
Jorge Bucay
El camino de la felicidad, página 54
En tiempos de Buda, murió el único hijo de una mujer llamada Kisagotami. Incapaz de soportar siquiera la idea de no volver a verlo, la mujer dejó el cadáver de su hijo en su cama y durante muchos días lloró y lloró implorando a los dioses que le permitieran morir a su vez. Como no encontraba consuelo, empezó a correr de una persona a otra en busca de una medicina que la ayudara a seguir viviendo sin su hijo o, de lo contrario, a morir como él. Le dijeron que Buda la tenía. Kisagotami fue a ver a Buda, le rindió homenaje y preguntó: —¿Puedes preparar una mediana que me sane este dolor o me mate para no sentirlo? —Conozco esa medicina —contestó Buda— pero para prepararla necesito ciertos ingredientes. —¿Qué ingredientes? —preguntó la mujer. —El más importante es un vaso de vino casero —dijo Buda. —Ya mismo lo traigo —dijo Kisagotami. Pero antes de que se marchase, Buda añadió: —Necesito que el vino provenga de un hogar donde no haya muerto ningún niño, cónyuge, padre o sirviente. La mujer asintió y, sin perder tiempo, recorrió el pueblo, casa por casa, pidiendo el vino. Sin embargo, en cada una de las casas que visitó sucedió lo mismo. Todos estaban dispuestos a regalarle el vino, pero al preguntar si había muerto alguien, ella encontró que todos los hogares habían sido visitados por la muerte. En una vivienda había muerto una hija, en otra un sirviente, en otras el marido o uno de los padres. Kisagotami no pudo hallar un hogar donde no se hubiera experimentado el sufrimiento de la muerte. Al darse cuenta de que no estaba sola en su dolor, la madre se desprendió del cuerpo sin vida de su hijo y fue a ver a Buda. Se arrodillo frente a él y le dijo: —Gracias… Comprendí.
Jorge Bucay
El camino de la felicidad, página 62
El riesgo obvio de asignar culpas y mantener una postura de víctima es, precisamente, eternizar nuestro sufrimiento, enquistado, anidado y latiendo en el odio; perpetuar el dolor potenciado por nuestro más oscuro aspecto: el resentimiento.
Jorge Bucay
El camino de la felicidad, página 69
El dolor es una manera de enseñarte dónde está el amor. El dolor de afuera y el dolor de adentro: el dolor de tu cuerpo, que te avisa que algo está funcionando mal, y el dolor que te avisa que estás yendo por un camino equivocado.
Jorge Bucay
El camino de la felicidad, página 76
Las expectativas son dañinos obstáculos para una buena relación con la vida. Es casi obvio que cuantas más expectativas tengamos, menos habremos satisfecho y por tanto menos gratitud sentiremos. Es más, si obtuviéramos lo esperado, tampoco habría espacio para estar agradecidos, porque lo esperable era que así sucediera. Tener expectativas significa considerar algo ambicionado como inevitable.
Jorge Bucay
El camino de la felicidad, página 81
Hay un personaje de historieta, típico en Estados Unidos, llamado Ziggy. Se trata de un hombre metido para adentro que se vuelve insignificante con la excusa de su mala suerte y del condicionamiento de su declarada trágica historia personal. Conflictuado como pocos, Ziggy va a su analista para que lo cure de su complejo de inferioridad. Dos años y cincuenta mil dólares después, el analista le dice a Ziggy: —Puede tranquilizarse. Su complejo de inferioridad está superado. Lo que queda no es complejo, es su verdadera inferioridad. Ziggy no hace, no dice, no actúa. Nunca es su momento. Nunca está listo. Nadie lo ayuda nunca como él necesita ser ayudado. Nadie lo comprende y el mundo confabula contra su «merecido» futuro mejor. Muchos de estos Ziggys del mundo occidental, cuando ya no pudieron convencer a los demás de que la responsabilidad de su situación presente la tenía exclusivamente la infancia vivida, empezaron a difundir la idea del karma, el argumento de la mala estrella, la confabulación astral, los condicionamientos inexorables de las vidas pasadas y las terapias de ángeles de la guarda enojados porque no les prendemos velas del color que les gusta (?). Sin embargo, uno de los problemas fundamentales de los Ziggys es justamente esperar que todo venga desde afuera. Creen de verdad, pobres, que siempre aparecerá un PAPÁ dispuesto a salvarlos (¡acabo de darme cuenta de que también existen «parejas Ziggy», «familias Ziggy» y hasta «países Ziggy»!). Quizás sea necesario admitir que hay un Ziggy en cada uno de nosotros…
Jorge Bucay
El camino de la felicidad, página 91
La felicidad es, para mí, la satisfacción de saberse en el camino correcto. La felicidad es la tranquilidad interna de quien sabe hacia dónde dirige su vida. La felicidad es la certeza de no estar perdido.
Jorge Bucay
El camino de la felicidad, página 100
Encontrar el sentido de tu vida es descubrir la llave de la felicidad.
Jorge Bucay
El camino de la felicidad, página 69
Un día, Andrés Segovia salía de un concierto y alguien le dijo: —Maestro, daría mi vida por tocar como usted. Andrés Segovia dijo: —Ése es el precio que pagué.
Jorge Bucay
El camino de la felicidad, página 126
Les voy a contar una historia que, según dicen, le pasó a Moses Mendelssohn, el abuelo del músico. Moses era un joven que vivía en una ciudad judía, despreciado por el resto de la comunidad por su pobreza y su falta de posibilidades. Sumado a lo familiar, Moses era más despreciado todavía porque había nacido con una deformación en la columna que marcaba en su espalda y en su postura una joroba verdaderamente desagradable. Era muy buen hombre, inteligente, noble, pero no era un tipo exitoso. Un día, escapando de las persecuciones antisemitas, llega a su pueblo una familia judía bastante bien avenida, con una hija llamada Esther, realmente preciosa. Cuando Moses Mendelssohn la ve, queda fascinado y advierte rápidamente que tiene que hacer algo para establecer contacto con ella, para hablarle, para conocerla. Entonces, encolumnando su vida con su decisión —ya no con su rumbo, sino con su decisión— empieza a mover contactos, incluso llega a trabajar gratuitamente para alguien que le promete conseguir una manera de conectarse con la familia: afinar el piano que estaba en la mansión donde ella vivía. Así consigue Moses entrar en la casa y esa noche lo invitan a cenar. Durante la velada, él se las ingenia para sacar el tema del destino, y entonces se implanta la discusión sobre si existe un destino o si no existe, si las cosas están predeterminadas o si no lo están y demás. Moses Mendelssohn dice: —Yo no tengo ninguna duda de que la vida está predeterminada, sobre todo, con quién uno va a hacer pareja, con quién uno va a armar una familia. Esther lo mira con desconfianza; nunca había pensado siquiera en hablar con alguien que tuviera este aspecto tan deplorable, pero le interesa mucho lo que dice, y le pregunta: —¿De verdad lo crees? —¿Cómo no lo voy a creer? —dice Moses—. Me pasó a mí. —¿Cómo que te pasó a ti? —pregunta Esther. Entonces Moses responde: —Antes de nacer me encontré cara a cara con mi ángel guardián y él me dijo: «Una mujer muy buena, muy noble, de gran corazón, va a ser tu esposa, y con ella vas a tener muchos hijos». «¿En serio?», dije yo, «¿pero por qué esa mujer tan noble se va afijar en mí… si yo voy a nacer en una familia pobre, sin apellido ni dinero?». Y el ángel me contestó: «Esa mujer se va a fijar en ti porque hay algo guardado para ella también: va a tener una horrible joroba que le va a deformar la espalda». Entonces le dije al ángel: «Una mujer tan noble y tan buena no merece tener una deformación en la espalda, dame a mí la joroba y deja a la mujer libre de ella». Cuenta la historia que Esther se casó con Mendelssohn para parir tres hijos, quienes les dieron cuatro nietos, uno de ellos científico y otros tres músicos. Uno de ellos, llamado Moisés, en honor de su abuelo escribió una pequeña sinfonía llamada «El afinador de pianos» …
Jorge Bucay
El camino de la felicidad, página 127
La gran maestra chilena, la Dra. Adriana Schnake (o «La Nana» para los que, como yo, hemos conocido la Gestalt con ella), nos enseñó el arquetipo de un neurótico. Un hombre va caminando en dirección a una ciudad y se encuentra con un río. El neurótico mira el río, pone cara de fastidio, se sienta al costado del camino y se queja en voz alta: Aquí no debería haber un río… La ciudad debería estar de este lado… Alguien debería haber construido un puente… Acá debería haber un botero… El río no debería ser profundo… Yo debería haber nacido del otro lado… El río debería haber sido desviado… Debería haber una soga gruesa de lado a lado… Alguien debería cruzarme… Nunca debería haber venido…
Jorge Bucay
El camino de la felicidad, página 136
La vida de un neurótico —muchas veces nuestra vida— consiste en quedamos anclados en el lamento y la queja declamando que algo debería haber sucedido de manera diferente.
Jorge Bucay
El camino de la felicidad, página 137
Seguramente sea también esa búsqueda de trascender la que me impulsó a escribir hace poco esta última «Carta para Claudia»: Antes de morir, hija mía, quisiera estar seguro de haberte enseñado… A disfrutar del amor, a confiar en tu fuerza, a enfrentar tus miedos, a entusiasmarte con la vida, a pedir ayuda cuando la necesites, a permitir que te consuelen cuando sufrís, a tomar tus propias decisiones, a hacer valer tus elecciones, a ser amiga de vos misma, a no tenerle miedo al ridículo, a darte cuenta de que mereces ser querida, a hablar a los demás amorosamente, a decir o callar según tu conveniencia, a quedarte con el crédito por tus logros, a amar y cuidar la pequeña niña dentro de vos, a superar la adicción a la aprobación de los demás, a no absorber las responsabilidades de todos, a ser consciente de tus sentimientos y actuar en consecuencia, a no perseguir el aplauso sino tu satisfacción con lo hecho, a dar porque querés, nunca porque creas que es tu obligación, a exigir que se te pague adecuadamente por tu trabajo, a aceptar tus limitaciones y tu vulnerabilidad sin enojo, a no imponer tu criterio ni permitir que te impongan el de otros, a decir que sí sólo cuando quieras y decir que no sin culpa, a vivir en el presente y no tener expectativas, a tomar más riesgos, a aceptar el cambio y revisar tus creencias, a trabajar para sanar tus heridas viejas y actuales, a tratar y exigir ser tratada con respeto, a llenar primero tu copa y, recién después, la de los demás, a planear para el futuro pero no vivir en él, a valorar tu intuición, a celebrar las diferencias entre los sexos, a desarrollar relaciones sanas y de apoyo mutuo, a hacer de la comprensión y el perdón tus prioridades, a aceptarte así como sos, a no mirar atrás para ver quién te sigue, a crecer aprendiendo de los desencuentros y de los fracasos, a permitirte reír a carcajadas por la calle sin ninguna razón, a no idolatrar a nadie, y a mí… menos que a nadie. Jorge Bucay
Jorge Bucay
El camino de la felicidad, página 158
Éste es el camino final hasta aquí puedo llegar yo a veces, no siempre hasta aquí pudiste llegar conmigo cuanto más avanzamos más fácil se hizo volver a la senda y más hermoso se volvió el paisaje el camino elegido resultó ser el correcto el camino que se elige es siempre el correcto lo correcto está en la elección, no en el acierto. Éste es el final. Éste final es el camino…
Jorge Bucay
El camino de la felicidad, página 173
Teoría de los planos superpuestos
Esta teoría de los planos superpuestos, más o menos inventada por mí, tiene —según lo entiendo— una conexión directa con el título de este capítulo. Todos nosotros, en algún momento de nuestras vidas, nos hemos dado cuenta de que en el plano en el que sucedía nuestro acontecer éramos tan sólo un puntito minúsculo aquí, abajo y a la izquierda. Nos sentíamos como una basurita, una nada al lado del plano general que en realidad formaba todo lo que nosotros veíamos de los demás y de la historia. Todos empezamos por sentirnos alguna vez un granito de arena insignificante en un cosmos inalcanzable. Y empezamos a asumir que había mucho por recorrer, si uno quería, de verdad, emprender el camino del crecimiento. Entonces, con más o menos énfasis, con más o menos ahínco, empezamos a recorrerlo. Al principió así, de un tirón, sin escalas… Hasta que un día, más o menos por aquí, resbalamos y caímos hasta el comienzo. Para seguir debimos volver a empezar. Y aprendimos, sin maestro, que el camino hay que hacerlo escalonadamente. Dos pasos para adelante, uno para atrás; tres pasos para adelante, uno o dos pasos para atrás. Y así, con paciencia, trabajo, esmero y renuncia, fuimos recorriendo todo el camino de nuestro plano. Recorriendo nuestro camino del crecimiento, en dirección ascendente. Hasta que un día llegamos arriba. Ese día, si te diste cuenta alguna vez de haber llegado, es glorioso. Y con toda seguridad te sentiste realmente maravilloso. Miraste el camino recorrido, te diste cuenta de lo padecido, sufrido y perdido en el trayecto, y descubriste cómo, a pesar de ello, no te cabía duda de que valía la pena todo lo pasado para estar acá. Seguramente porque estar aquí arriba, un poco por encima de otros muchos, es halagador, pero también y sobre todo, por saber que estás muy por encima de aquel piojito que fuiste. Es bueno, muy bueno estar acá. Los demás, que recorren sus propias rutas en el plano que andan por acá, por ahí o por allá, te miran, se dan cuenta de que has llegado, te vuelven a mirar, te aplauden y te dicen: ¡Qué bárbaro! ¡Qué bien! ¿Cómo llegaste? ¿Cómo hiciste? Y vos les decís: Bueno… qué sé yo… —Un poco para esconder en la modestia tu falta de respuesta. Ellos insisten: ¡¡ídolo!!. ¡Decinos! Y vos te sentís único y el peor de tus egos vanidosos se siente reconfortado de estar por encima. El ego explica: Bueno. Primero hay que hacer así, después hay que ir por allá… Pasa el tiempo y te das cuenta de que este lugar, el del aplauso, es bárbaro, pero que uno no se puede quedar así, quieto para siempre. Entonces empezás a recorrer otros puntos del plano. Vas y venís, porque ahora con más facilidad controlas y manejás todo el plano. Podés bajar, entrar, descender y volver a llegar. Recorrés cada punto del plano y volvés otra vez arriba, y todos los demás aplauden enardecidos. Entonces te das cuenta de que te quedan unos milímetros de plano más por crecer, y pensás: «Bueno, ¿por qué no?… si total no me cuesta nada…» Y avanzás un poco más hasta quedar pegado al límite superior del plano. Y la gente aúlla enfervorizada. Y sentís que empieza a dolerte un poco el cuello, aplastado contra el techo del plano. La gente grita: ¡¡¡Ohhhü!!! Entonces… en ese momento… nunca antes, hacés el descubrimiento. Ves algo que nunca habías notado hasta entonces. Te das cuenta de que en el techo hay un acceso oculto, una especie de puerta trampa que sale del plano. Una abertura que no se veía desde lejos, que se ve nada más que cuando uno está allá arriba, en el límite máximo, con la cabeza aplastada contra el techo. Entonces abrís la puerta, un poquito, mirás. Nada de lo que se ve estaba previsto. Lo primero que notás es que la puerta tiene un resorte y que al soltarla se vuelve a cerrar sola inmediatamente. La segunda cosa que advertís es muchas veces shockeante: la puerta descubierta conduce a otro plano, que nadie mencionó nunca. Es tu primera noticia. Siempre pensaste que este plano era el único; y el lugar donde estabas, tu máximo logro. «Ahhh… hay otro plano por encima de éste». Pensás. «¡Se podría seguir!… Mirá qué interesante». Y entonces asomás la cabeza por la puerta y te das cuenta de que el plano al cual llegaste es tan grande como el otro, o más grande. Mirás casi instintivamente del otro lado y ves que del lado del nuevo plano la puerta no tiene picaporte. Esto significa, y lo comprendés rápidamente, que si decidieras pasar, el resorte cerraría la puerta y no podrías volver. Y te decís en voz alta: No, ni loco. Cerrás otra vez la puerta y te quedás lo más campante, una hora, dos horas, tres días, tres años, no importa cuánto. Y un día te das cuenta de que te estás aburriendo infinitamente, te da la sensación de que todo es más de lo mismo y que no hay nada nuevo por hacer y que podrías seguir. Entonces otra vez volvés a abrir la puerta y pasas un poquito más de cuerpo. Trabás la puerta con el pie y girás para decirles a los que están cerca: Oigan, vengan conmigo que vamos a explorar el otro plano. Los que te escuchan, que no son muchos, dicen: ¿Qué otro plano? ¿Qué me decís? Intentás explicar: El que descubrí yo, está por acá, pasando la puerta… ¿Qué puerta? Si no hay ninguna puerta. ¿¡De qué estás hablando!? —dicen todos. Está claro. No pueden entender. Y entonces, aterrizás en el gran desafío: si te animaras a pasar de plano, deberías pasar solo. Ninguno de los amigos que has cosechado acá puede pasar contigo. Cada uno podrá pasar sólo cuando sea su tiempo, que no es éste, porque éste es el tuyo, solamente el tuyo. Solo no paso —sentenciás. Porque duele dejar a todos de este lado. Dejar atrás a los que querés y a los que te quieren: Los espero —les prometés sin que sepan. Pero el tiempo se estira, el cuello te duele y el tedio se vuelve casi insostenible. Y aguantás. Y te inventás consuelo. Y renuncias a ciertos pensamientos y a muchos impulsos. Y te aburrís de tu vida que para los otros es fantástica. Y nadie te entiende. Y todo pierde sentido e importancia. Hasta que un día, imprevistamente, en un arranque, lo haces. Traspasás la puerta, ésta se cierra como ya sabías y te encontrás en el nuevo plano. Los que quedaron atrás creen que sos un modelo para ellos. Te piden consejo, se lo das; te cuentan sus problemas y los escuchas; pero nadie puede entender los tuyos; simplemente estás en otro plano. No es un mérito, es un suceso. Los del plano anterior aplauden cada vez más y vivan tu nombre, pero ya casi no los escuchás. Quizás porque no necesitás tanto de su admiración. Mirás de frente el nuevo plano. Sentís un extraño déjá vu. Otra vez estás acá. Estás solo. Solo, triste, temeroso y de a ratos desesperado. ¿Por qué todo esto? Por una sencilla razón: Otra vez te sentís una basurita insignificante. Y para peor, una basurita con conciencia y recuerdo de haber sido casi un Dios. «Allá era aplaudido por todos los demás, aquí no me conoce nadie». «Antes tenía a todos mis amigos a mi alrededor, desde aquí ninguno de ellos entiende siquiera lo que digo». «He perdido todo lo bueno de aquello para ganar esto, que lo único que tiene de bueno es la perspectiva». De a ratos, a qué negarlo, aparece una especie de arrepentimiento. En algún momento, cuando empezaste a asomarte, tus mejores amigos te dijeron: ¿A dónde vas? ¿Acaso no estás bien aquí? Quedate. Quizás debiste escuchar un poco más. Quizás te apresuraste. Les contestaste: Ustedes no entienden, están equivocados. Quizás no estaban equivocados. Pasás del arrepentimiento al autorreproche. Ellos siguen en su lugar disfrutando y vos aquí, en pena. Has pasado voluntariamente de la gloria máxima de ser el ídolo de todos a ser el último piojo de este plano nuevo. ¿Quién era el que estaba equivocado? En este punto yo creo que nadie está equivocado, porque no es un tema de aciertos y errores. Hay momentos, hay tiempos, hay oportunidades en cada una de nuestras historias. Afortunadamente, el desasosiego dura poco. Después de todo, ya no hay nada que puedas hacer. Para bien o para mal este nuevo lugar es el mejor sitio para estar. No hay equivocados, hay situaciones diferentes, y planos diferentes. El día anterior a recibirme de médico, yo era el más aventajado de los alumnos de la facultad. Yo era el tipo al que todos los demás alumnos consultaban. Era en la guardia del Haedo el practicante mayor de la guardia, y todos los demás eran «perros», como se llamaba a los que hacían el trabajo duro de los practicantes. En el instituto de cirugía Luis H. Güemes donde yo trabajaba, mandaba y mandoneaba en mi ultima guardia, el 15 de mayo de 1973. Me recibí de médico ocho días después, el 23 de mayo. Al día siguiente en el mismo hospital, yo era el último perro de los médicos, el que hacía las guardias que nadie quería hacer, el que tomaba a los pacientes con vómito, el que tenía que hacer la noche, el que no salía a comer, el último piojo del tarro, donde no me daba bolilla nadie, ni siquiera los practicantes, que en realidad dependían de otro médico, o del nuevo practicante mayor. Eran los efectos indeseables del cambio de plano. ¿Hubiera sido mejor no recibirse? Yo estoy seguro de que no, pero puedo entender por qué pensé que sí. La cuestión de cómo hacer para volver atrás va dejando lugar a otras preguntas mucho más trascendentes de cara al futuro. ¿Y ahora qué? ¿Habrá que recorrer todo el plano una vez más, para llegar arriba y descubrir otro plano? Seguramente. Y sabés, aunque luego lo olvides, que habrá un nuevo techo más adelante y una nueva puerta y un «nuevo plano». ¿Tendrá sentido seguir hacia arriba? ¿Hasta cuándo? ¿Infinitamente? ¿Hasta dónde? Yo digo: hasta que decidas detenerte. Cada uno puede decidir quedarse donde quiera. En este plano, en aquél, en el próximo, en la mitad del que sigue… Yo no critico a nadie que decida quedarse en un plano, sólo aviso que el camino del crecimiento es infinito. Necesito decirte que creo que el crecimiento vale la pena, pero que la pena es inevitable. Quizás ahora quede más claro por qué sostengo que hay caminos que son imprescindibles. Para animarse a pasar de plano hay que estar convencido de que dependo de mí mismo, hace falta haberse encontrado comprometidamente con aquellos de quienes aprendí y hay que saber, mientras caminamos juntos, que probablemente nos separemos en algún momento. Y aunque casualmente lleguemos con alguien al cambio de plano, dejar atrás lo conquistado significa perderlo y esto convoca a un dudo. Crecer es un beneficio pero implica una pérdida, aunque más no sea la de la ingenuidad de la ignorancia… y no es un tema menor. Cada cambio de plano implica un duelo pero también, como hemos visto, cada dudo importante de nuestra vida conlleva un cambio de plano. Para pasar de plano hay que tener coraje, claro que sí, pero sobre todo hay que confiar en uno mismo. Tengo que confiar en mí si quiero separarme de lo que traigo. Debo apostar por mí si pretendo vivir una vida desapegada. Tengo que confiar en que la pérdida que me toca vivir es, en realidad, una puerta y la apertura de un crecimiento mayor. Tengo que confiar en que hay algo mejor después de esto. Tengo que confiar en que el plano que sigue me enseñará lo que necesito saber. Tengo que desconfiar de la vanidad que me cuestiona por renunciar a ser el ídolo de todos los que quedaron allí atrás. Tengo que animarme a pasar por esto si quiero seguir creciendo. Crecer sin que la altura me haga perder de vista lo importante. Y lo importante… es la vida. La Madre Teresa de Calcuta (9) escribió: La vida es una oportunidad, aprovéchala. La vida es belleza, admírala. La vida es dulzura, saboréala. La vida es un sueño, hazlo realidad. La vida es un reto, afróntalo. La vida es compromiso, cúmplelo. La vida es un juego, disfrútalo. La vida es costosa, cuídala. La vida es riqueza, consérvala. La vida es un misterio, devélalo. La vida es una promesa, lógrala. La vida es tristeza, sopórtala. La vida es un himno, cántalo. La vida es un combate, acéptalo. La vida es una tragedia, enfréntala. La vida es preciosa, jamás la destruyas. Porque la vida es la vida, vívela. Cuando abandones este plano que hoy transitás, quedarán en vos todos los recuerdos de lo vivido, pero perderás casi todo lo que conseguiste en tu relación con los demás, casi todo lo que cosechaste de tu vínculo con los otros. Sos el mejor amigo de todos, pero nadie es tu amigo. Todos cuentan con vos, pero vos sentís el dolor de no tener más nada que ver con ellos. No siempre sucede así, pero hacete esta imagen. Tengo que aceptar que hay una pérdida que llorar, y soy yo el que tiene que hacer el duelo. Cuando paso, el otro no pierde nada, ni siquiera a mí. Yo soy el que deja todo, hasta el placer narcisista de ser «uno de los que llegó». Y no es que aquel lugar de allá arriba fuera un lugar para humillar a los demás, pero sin duda era más factible alardear desde allí que desde el nuevo plano. Después de pasar no estás para ufanarte frente a nadie, sobre todo con esa sensación de ser otra vez insignificante. Quizás ni sabés que estás en otro plano, de pronto ni sabés qué pasó, lo cierto es que de repente empezaste a sentirte poca cosa, como hace tanto. Y por supuesto, no estás para proclamarlo, ni para exhibirlo, en todo caso sólo para padecerlo. Pero desde el plano anterior, alguien parece entender lo del pasar y se anima a decir: Estás en otro plano, ¡qué bárbaro! Sos un iluminado. Y vos le decís honestamente: ¿Quién? ¿Yo iluminado? Si me siento una nadita, incapaz de todo. Y los demás se asombran de tu humildad. Aunque, por supuesto, no todos se quedan en el asombro. Algunos picaros han escuchado a los que pasaron de plano decir que no son, que no saben, que no pueden, y encuentran en la frase una manera de disimular su vanidosa pretensión de recibir los halagos reservados a los modestos hombres sabios. A veces, mostrarse poca cosa es una manipulación, un manejo exhibicionista construido para impresionar a los giles (como se dice en mi barrio), para el afuera. Y no es de los que están al tope del plano anterior; ésos pueden alardear con lo que son. En todo caso se lo han ganado. Los manipuladores son los chatos, los acomplejados, los oscuros intrascendentes de siempre. Quiero decir, también este «no soy nadie» puede ser una sombría manipulación, una declaración de los vanidosos que, conociendo la humildad de los iluminados, compiten para decidir quién es el más humilde y dejar supuestamente establecido entonces quién es el más iluminado. Ningún pueblo valora tanto la inteligencia y el conocimiento como el pueblo judío, es cierto. Pero también es verdad que ningún pueblo se burla tanto de sus falsos sabios e iluminados como ellos, quizás para demostrar su auténtica sabiduría, la que deviene de reírse de uno mismo. En un barrio de la ciudad judía de Lublin, se encuentran tres hombres muy importantes de la comunidad: el rabino del barrio, el rabino del pueblo y el gran rabino de toda Polonia. Están los tres en un barcito, tomando té, mientras Schimel, el mozo, barre el piso. De pronto, el rabino del barrio suspira y dice en voz alta: —Cuando pienso en Dios, me siento tan poca cosa… El rabino del pueblo no quiere quedarse atrás de tanta demostración de humildad, y entonces levanta la taza y dice: —Brindemos por tu buena fortuna. Te sientes poca cosa, ¡qué suerte! Cuando yo pienso en Dios, me siento nada… nada. El gran rabino de toda Polonia escucha a estos dos, piensa un minuto y dice: —Los escucho y me lleno de envidia. Ustedes se sienten poca cosa o nada… Cuando yo pienso en Dios, me siento… menos que nada. Se produce un gran silencio. Sólo se escucha el sonido de la escoba del pobre Schimel de Lublin. Los tres miran al mozo, que deja de barrer y los observa azorado. Los rabinos le preguntan: —¿Qué tienes para decir? El pobre recuerda lo que los tres hombres más importantes y sabios de Polonia acaban de proclamar y piensa que si ellos se sienten poca cosa, nada y menos que nada, ¿qué quedaría para él? Sin saber qué decir, Schimel simplemente se encoge de hombros. Los tres se miran, miran al mozo, que sigue encogido de hombros. Y al unísono le gritan ofendidos: —¡Y tú, ¿quién te crees que eres?! Concluyo. ¿Hasta dónde se sigue creciendo? Yo no sé si es malo elegir quedarse en algún lugar halagador y no querer avanzar. Digo que querer seguir forma parte de nuestra naturaleza. Me parece irremediable. El biólogo Dröescher dice que sólo se puede estar en dos momentos: creciendo o envejeciendo. El precio de quedarse clavado en la historia sin crecer más es empezar a envejecer. Si ésta es la elección, está muy bien. Pero hay una elección para hacer y es absolutamente personal. Nadie decide por vos dónde te quedás. Vos elegís hada dónde y vos decidís hasta cuándo, porque tu camino es un asunto exclusivamente tuyo.
Jorge Bucay
El camino de la felicidad, página 160