J. A. González Sainz El arte de la fuga



Reconsiderar la vida que llevábamos antes quiere decir examinarla atentamente, volver a tasarla a otra luz y con otro sistema de medidas que ahora conocemos, pasar el cedazo a lo que hacíamos y a cómo lo hacíamos lo mismo que a lo que dejábamos de hacer y a los motivos por los que lo dejábamos; quiere decir también atender a otras cosas a las que a lo mejor antes no les hacíamos caso, y desde luego pararse, pararse a ver de nuevo, a oír de nuevo, a estar.
 
J. A. González Sainz
El arte de la fuga, página 2
 
 
Considerar viene de sidus, constelación, estrella, y originariamente aludiría a algo así como a «examinar los astros en busca de agüeros». Esa es la invitación: examinar nuestra estrella, la constelación que cada uno es –o bien a cada uno como constelación–, pero en el universo de la experiencia de la vida más cercana al ahora y al aquí de cada día en busca de señales. Ah, saber ver, saber escrutar, descifrar, interpretar, saber atinar con el valor o la fecundidad de las cosas o saberles dar la importancia debida. También en ese sentido, según lo que damos, recibimos.
 
J. Á. González Sainz
El arte de la fuga, página 3
 
 
Durante mucho tiempo me ha gustado especular con la idea de ir a vivir a un sitio donde –por seguir la tríada de Camus– se trabajara, se amara y se muriera de otra manera. ¿De qué otra manera? «Con la sospecha de que existe otra cosa», de que además de ganarse uno la vida como pueda, de adquirir hábitos, entre ellos el de envejecer, o de tratar de divertirse de los modos que a uno le divierten, existe también otra cosa y esa otra cosa, que nunca se sabe muy bien qué es ni falta a lo mejor que hace, puede tener el poder de transformarlo todo, de hacerlo bueno o verdadero o embellecerlo todo, los hábitos y la vejez, el trabajo y el amor y el dolor y la alegría. Tal vez incluso la muerte. Pero Camus se deja decir que las ciudades «enteramente modernas» son las que han anulado esa sospecha. En ellas, «por falta de tiempo y reflexión», dice, uno se ve «obligado a amar sin darse cuenta». Amar sin darse cuenta, pienso, trabajar y morir sin darse cuenta, sin tiempo ni reflexión. Vivir sin darse cuenta, transcurrir un instante tras otro de nuestra vida sin caer en la cuenta de que cada uno de ellos es toda la vida mientras es y transcurre.
 
J. Á. González Sainz
El arte de la fuga, página 8
 
 
Quizá la vida «enteramente moderna» implique en lo fundamental esas obligaciones, sobre todo: la obligación de no tener tiempo, la obligación de no reflexionar sobre lo que hacemos, la obligación de no darnos cuenta, de que, por falta de tiempo y reflexión, no nos demos cuenta de que vivimos y de cómo vivimos, de que se nos va la vida según nos viene y, ya ida, no sabremos a qué ha venido ni por qué se ha ido y nos hemos ido con ella.
 
J. Á. González Sainz
El arte de la fuga, página 9
 
 
«¿Dónde la oportunidad del amor, / de la contemplación libre o, al menos, / de la honda tristeza, del dolor verdadero?», se preguntaba el gran poeta que de verdad fue Claudio Rodríguez justamente porque se preguntaba con verdad, porque acertaba, no sé si con respuestas, pero sí con las preguntas.
 
J. Á. González Sainz
El arte de la fuga, página 9
 
 
Al contemplar con nuestra vida las cosas nos parece que nos acercamos a su misterio, pero lo que pasa es que luego, cuando vamos a ver si podemos recoger algo, algo de esa nueva claridad que parece que nos han dejado, resulta que volvemos a alejarnos porque tropezamos y tropezamos justamente con aquello con lo que más podríamos también acercarnos, con el lenguaje. El lenguaje es también un tropiezo, una vía de acercamiento o acceso y también un tropiezo.
 
J. Á. González Sainz
El arte de la fuga, página 11
 
 
Viento enerizo, cuántas veces no queda solo eso, burla o mutilación, pero sobre todo viento enerizo, el desapacible, el desasosegador, el ululante de angustia mientras cae pronto la noche helada de enero y cualquier dónde es intemperie. Pero también pueden redundar en «provecho» o en «defensa»; nos protegemos con palabras, nos amparamos en ellas y sacamos provecho de ellas, y canto, canto o plegaria. Para ello apártate de la «gente que solo / es muchedumbre» –escucha el atento, el aproximado–, levanta con paciencia y esmero tu morada en la voz y la mirada, por humilde que sea, y haz, haz ahí también, porque te acompañen tus poetas para protegerte del viento enerizo. Apartarse y hacer y perseverar en algún sitio donde quieras hacer ahí justamente; es la belleza. Que nada, ningún viento ni burla ni mutilación ni muchedumbre, haga que dejes de perseverar, de morder «la dura cáscara» «aunque nunca llegues / hasta la celda donde cuaja el fruto».
 
J. Á. González Sainz
El arte de la fuga, página 201
 
 
Demasiados días es todo ya demasiado desde demasiado temprano. Demasiados quehaceres a los que acudir, demasiadas pejigueras a las que hacer frente y demasiadas sugestiones que satisfacer; demasiadas solicitudes de las que estar pendientes a la vez por todas partes y demasiado ir y venir de demasiados aquí a demasiados allí demasiadas veces. ¡Tienes que hacer tantas cosas para conseguir llegar a hacer luego rápidamente otras tantas!, ¡tantas y tan de trámite, tan ninguna por sí misma!, ¡tan ninguna en la que te puedas detener soberanamente un momento y decir con alivio esta es la cosa que hago y este que hace soy yo y lo que hago, y hace que sea yo quien lo haga, está bien, es bueno!
Te entran tantas imágenes por los ojos y a tanta velocidad y te llegan tantas voces continuamente a los oídos y tan al mismo tiempo, que es imposible dar abasto. De distinguir, de distinguir y atender o ponderar de veras, ya para qué hablar. Demasiado barullo, demasiado palabrerío y demasiada superposición y velocidad, demasiados artilugios por todo a todo trapo convenciéndonos de demasiadas cosas; demasiadas palabras que se usan demasiadas veces para decir lo contrario de lo que serían en realidad las cosas y demasiadas cosas que ya no son ni cosas siquiera sino acumulación de signos y de imágenes, de desgastes y deterioros o desechos de cosa. Todo va siendo ya demasiadas veces sobre todo su abuso y su desecho, su obsolescencia y su excusa. Demasiados desechos de cosas, escombros de cosas, plásticos de cosas por todas partes, demasiados escombros y plásticos de momentos a todas horas y plásticos y escombros de palabras en demasiadas pantallas que proclaman demasiadas veces la demasiada intercambiabilidad e indiferencia de todo y la demasiada utilización de cualquier cosa para conseguir cualquier fin: demasiado humano en efecto a lo mejor todo y demasiados demasiados, demasiado todo.
Una inmensa y bulliciosa maraña de imágenes, de connotaciones y conexiones y señales, acapara y suplanta cada vez más automática e inapelablemente todas las cosas y los hechos y determina cada vez más nuestras relaciones con todo, y el intrincado y magmático dispositivo de mundo que así se crea a lomos del imparable avance de los cálculos y procedimientos tecnológicos hace quizá de nosotros no mucho más que meras terminales, meros mecanismos binarios de recepción y emisión de embaucamientos, meros sustitutos plásticos de nosotros mismos encantados por lo demás con nuestra naturaleza de desecho, de receptor y transmisor, de número de más en una audiencia o en un volumen de ventas o de menos en cualquier otra cosa que pudiera tener que ver quizá con nuestra mejor posibilidad. Demasiada poca cosa en las cosas y demasiado poco reposo en los momentos, demasiado aturdimiento en las acciones; demasiada nada muchas veces que sin embargo lo parece todo. Pero demasiado nunca parece demasiado porque siempre puede ser más, más rápido, más ruidoso y cuantioso, más abstracto y desustanciado y también más falso, más fraudulento y degradado pero seguramente por eso más espectacular, más rentable y masivo, más a tope, venga, más caña y más guay y, si nos descuidamos, si nos descuidamos más todavía de lo demasiado que ya nos descuidamos, más ruin, más perfectamente vil. ¿Dónde estás yendo a parar de nuevo, hijo o hijastro del hombre? –cabe preguntar tal vez desde la alarma de una inteligencia empapada de tristeza–, ¿qué estás haciendo de ti mismo?
Muchedumbres, multitudes, masas y gentíos de una nueva época, paneles de audiencias y amplias bases de datos, mensajes específicos según perfiles emocionales o modalidades de identidad y automatismos telemáticos, cuotas de pantalla, cuotas de mercado, poder de las redes y de los dispositivos en los que recibimos imágenes y mensajes y recibimos las codificaciones y connotaciones de todo, las nuevas órdenes y las nuevas bulas para los nuevos beatos y catecúmenos que ni siquiera sospechamos que somos y que, si un día quisiéramos volver en sí de ese sueño de estolidez y potencia, puede que no halláramos ya adónde porque nada es posible que quede ya fuera del gran videojuego de la vida, un videojuego colosal ideado por un idiota en medio de todo el ruido y el furor que en la noche de los días no significa nada o bien todo, qué más da, cualquier cosa.
 
J. Á. González Sainz
El arte de la fuga, página 14
 
 
Todas las cosas que se han subido de punto, cuando las reducimos se dice templarlas, escribe Sebastián de Covarrubias en su inapreciable Tesoro de la lengua. Subirse de punto una cosa es perder su adecuación y conveniencia, su determinación apropiada; es salirse de grado o intensidad y, muchas veces, echarse a perder, malograrse, es decir, lograrse mal. Si algo se sube de punto, su valor, su verdadero mérito y utilidad, no es ya más que un recuerdo en el mejor de los casos; y en el peor, la semilla de la inconveniencia. ¡Cuántas cosas no se nos habrán subido de punto en el mundo en que hoy vivimos y en el pellejo en el que estamos!, ¡cuántas cosas no habremos dejado que se subieran de punto o incluso alentado a que se subieran hasta más no poder!; o bien cuántas no hemos sabido o valido templar a su debido tiempo dejando que perdieran así su adecuación y conveniencia, su mérito y su valor. ¿Qué descuido, qué cúmulos de descuidos o atolondramientos han sido los nuestros? ¿O bien qué mala fe, qué deslealtades?
 
J. Á. González Sainz
El arte de la fuga, página 16
 
 
Gato por liebre, nos gusta el gato por liebre, le hemos tomado gusto al gato por liebre, al mostrar el engaño para cuajar una buena faena, al entrar al engaño. Nos gusta, al parecer, que nos toreen. En nombre de lo que sea, bajo capa de lo que sea, de lo más colorido, metemos de matute cualquier mercancía averiada, y hasta las más rancias y comprobadamente contraproducentes y letales van de tapadillo tras las palabras más hermosas. Decir que algo es verdad quizá sea ya sobre todo una forma de decir de mentira lo que a pocos importa que sea nada fuera de ese decir. ¿Cómo hemos podido llegar hasta aquí?, ¿nunca miramos ya de verdad atrás?, parecemos condenados a preguntarnos cada cierto tiempo echándonos entonces las manos a la cabeza; ¿cómo hemos podido dejar que se llegaran a subir tantas cosas tanto de punto? Poco a poco, resuena una voz, poco a poco: dando la espalda, mirando para otro lado, haciendo oídos sordos o aprovechándonos con sarcasmo mientras tanto de los ríos revueltos, mintiendo.
 
J. Á. González Sainz
El arte de la fuga, página 17
 
 
Pero nuestras sociedades, tan modernas, tan posmodernas o requetemodernas –tan poshumanas, empieza a decirse– o en su defecto tan atrasadas aún en la senda de la requetemodernidad, tan ricas en casi todo, incluso en nuevas penurias, y tan sin límites en sus posibilidades, tan chisporroteantes, tan sobreabundantes, tan fascinantes y tan de todo, tan tantas cosas todo el rato, quién sabe si, a causa de su inmensa fragilidad de fondo, no necesitan llevarnos al cabo sino con el agua al cuello de un ronzal invisible. Se podría pensar que muchos problemas han sido resueltos o, cuando menos, aligerados por nuestras capacidades técnicas nada más que para que nos agobiemos a la postre con otros que generalmente tienen que ver con nuestras incapacidades morales. ¿A qué noria colosal no estaremos quizá dando vueltas y más vueltas aturdidos y agobiados, pero a la vez tan campantes? Agobio viene de gibbus, joroba, y nosotros vivimos lo más del tiempo en que vivimos más bien agobiados, es decir, jorobados, jeringados por otro nombre. Jeringados por el trabajo y jeringados a veces aún más por el ocio, jeringados por las adversidades y hasta por la fortuna. Otrora se decía que tocar a un jorobado traía suerte, y nosotros no será porque no nos toquemos. ¿Tenemos suerte? Puede, todo puede, pero por muy persuadidos que estemos de lo contrario, seguimos siendo carne de reata demasiado a menudo, es decir, carne de pantallas, oídos pánfilos ante nuevos púlpitos, nuevos pobres de espíritu en todo caso o, lo que es lo mismo, nuevos cortos de aliento que ya ni sentimos muchas veces que no nos llega el aire, que hemos perdido el resuello encerrados en una atmósfera extranjera de pantallas y pulsaciones y somos la mar de apocados por mucho que no paremos de chillar e irritarnos. Opinamos, eso sí, opinamos todo el rato y sobre todas las cosas tenemos opinión. Opinamos y vemos pantallas. Pulsamos teclas. ¿Qué no habrán hecho ya de nosotros los decenios y decenios de ubicua publicidad a todas horas que ya llevamos vividos junto a siglos de propagandas?, ¿qué no habrán hecho de nuestras palabras y de nuestras imágenes?
 
J. Á. González Sainz
El arte de la fuga, página 18
 
 
Asfixiados y aturdidos, pero a gusto, indignados de continuo e insatisfechos, pero a la vez tan ricamente los más en nuestra propia salsa, vamos pasando los días con la cabeza hecha un bombo desde el punto de la mañana, tarumbas a las primeras de cambio, pero engreídos como nosotros solos cada uno. Jorobaditos pero estirados, quién lo iba a decir. Si ni la sarna con gusto pica, según se ha dicho siempre, cómo va a picar este maravilloso nuevo Nuevo Mundo que es la Red, esta nueva Babel en la que cada menda digital, con las solas carabelas de su conexión a red, puede tener el mundo entero a sus pies para él solo a cada instante, todo en todo momento a su capricho ante él: el mundo, el demonio y la carne. Todo lo que tienes ante tu vista –y lo que tienes es todo lo imaginable– será tuyo si me adoras, si me rindes pleitesía y rindes definitivamente tu alma, esa oscura antigualla, ese ridículo escondrijo o retorcido chiste de lo irreductible, y te arrojas voluntariamente al vacío más lleno. Vivimos arrojados, qué razón tenían algunos, pero ahora como nunca. Arrójate y vencerás, ríndete y vencerás, así es como te lo digo; serás el protagonista de tu imagen, la fervorosa banda sonora de tu vida, el júbilo de la megafonía, pues ya ni siquiera somos apariencias, lo que aparece, sino pantallas, aquello en donde aparecemos y en donde todo aparece, su toqueteo y mariposeo. Todo y permanentemente en todas partes. La pega es que, a la par, estamos también sin embargo contradictoriamente faltos, vacíos, abotargados y huecos como los sentidos de nuestras palabras, faltos y a la vez rebosantes, apagados y chisporroteantes, unos fuegos artificiales de vistosos apagados fatuos. La contradicción es que muchos, o muchos más que nunca –no todos, claro, ni mucho menos–, tenemos mucho de todo por lo menos como posibilidad y, sin embargo, cada vez ese mucho de todo es menos de nada pero de la que cada vez necesitamos más y más aprisa, más al filo de no sabemos qué –¿del término ya de la contradicción?
 
J. Á. González Sainz
El arte de la fuga, página 19
 
 
Vivimos arrojados, qué razón tenían algunos, pero ahora como nunca.
 
J. Á. González Sainz
El arte de la fuga, página 20
 
 
Puede que cada momento en realidad se sobre a sí mismo ya con lo que es, que se baste y se sobre con lo que tiene a su alcance porque a pesar de todo, a pesar de todo y en resumidas cuentas, se tiene casi siempre más que lo que falta si se sabe acoger de veras el momento, cada momento. Pero hay que saber verlo, hay que poder verlo y acogerlo, dar cabida a lo que hay, abrirle paso y desplegarlo. Y nosotros no somos acogedores, somos conseguidores. No acogedores de lo que hay en cada ahora sino conseguidores de lo que aún no hay.
 
J. Á. González Sainz
El arte de la fuga, página 20
 
 
Proyectados en ubicuos y continuos procesos de consecución, vivimos lo más del tiempo que vivimos sin vivir más que mayormente el hueco de lo que nos falta y el aún no de los fines, el vacío de lo aún no llenado ni alcanzado, de lo insatisfecho. ¿Un permanente tiempo del deseo? Tal vez ni siquiera; desear tener o alcanzar es por de pronto desear, no tener ni alcanzar. Vale, ahora estás deseando: vive, acoge, elabora tu deseo, disfrútalo, goza deseando, pero no te des mal rato o mala vida por no obtener enseguida. Luego ya será luego, ya será ya. Pero pulsamos una tecla y no soportamos que tarde en aparecer la imagen, deseamos o nos ponemos a hacer lo que sea y lo mismo; formateados de ese modo, nos saca de quicio no obtener enseguida, y así andamos, fuera de quicio, como una puerta por donde entra de todo. De no gestionar bien el deseo, la falta de su objeto tiende a totalizarlo todo y a cegarnos para lo demás. La falta ciega, deja sin ojos, el hueco engulle. Donjuanescamente vivimos siempre para lo siguiente, para lo que no es lo de ahora, para el fin siguiente y el momento sucesivo, y lo siguiente de todos los momentos es la muerte. Don Juan es verdad que no tiene miedo a la muerte, la desea también; pero todo miedo tiene sus donjuanes.
 
J. Á. González Sainz
El arte de la fuga, página 21
 
 
De las primeras fascinaciones ante las imágenes primordiales que nuestros antepasados dieron en garrapatear en sus abrigos rupestres, hemos pasado hoy, en el mundo de nuestros días, a una rendición en toda regla ante la colosal caverna de imágenes que incondicionalmente nos abriga con su engatusamiento y seducción y de la que ya no queremos salir porque fuera ya no vemos nada.
 
J. Á. González Sainz
El arte de la fuga, página 21
 
 
Por eso estamos perdiendo también el habla en el país de jauja de la comunicación y ya hemos agusanado tanto el lenguaje y lo hemos retorcido y ahuecado y empobrecido y utilizado tanto arteramente en vano y en falso que a saber ya si es o no de fiar. Ya sé, ya sé que el lenguaje vive de su retorcimiento y utilización, incluso de su enrevesamiento, y que los que no somos de fiar somos nosotros, pero no parece haber ya palabra que los comunicadores y publicitarios en que nos hemos ido convirtiendo todos poco a poco no acabemos por banalizar o echar a perder, razón de peso que no terminemos por desactivar o ningunear y sobre todo por utilizar para volverla del revés, para embaucar o enredar, pues la palabra vale hoy lo que vale su utilidad para conseguir lo antes posible un resultado, independientemente de su naturaleza o su alcance, y de su mendacidad. No tenemos palabra; palabras muchas, palabras todas las que queramos y más, palabras por los codos, codazos de palabras y todo el rato palabras, pero no palabra. No cumplimos con ellas, les faltamos, y por lo tanto no cumplimos con las cosas ni con nosotros, de ahí que también las cosas en el fondo nos falten lo mismo que nos faltamos nosotros.
 
J. Á. González Sainz
El arte de la fuga, página 22
 
 
Una inercia de cinismo y desfachatez, de atolondramiento y politiquería nos ha llevado a olvidar el valor de las cosas en sí y ha desdibujado y apagado los hechos a medida que se encendían más y más reflectores y pantallas para mostrarlos y comunicarlos, le ha ido quitando color a la vida a medida que lo llenaba todo por todas partes de colorines y quitándole sabor a medida que le iba añadiendo saborizantes, quitando enjundia, fuste, chispa. Gracia. Nada parece tender a guardar hoy un encanto que no sea publicitario y cuesta tener la impresión de que algo acredita en verdad un poco de luz propia en sí, sin más y por sí. Lo real se crea y se destruye, como la verdad. Es solo la consecución del más pintado. Pero ¿podría en realidad ser de otro modo?, ¿no será un destino? Cómo saberlo; pero a la vista está –sin ojos, lo que está a la vista es lo que menos se ve– que en ese aspecto no hacemos más que retrasar filas, que huimos en desbandada o nos batimos en retirada, aunque, eso sí, con mucha fanfarria. A nuestro cascabeleo de mulillas en la noria de las imágenes le llamamos identidad; a nuestra sed de visibilidad, carácter; a nuestros gestecillos fatuos, carisma, y la cara dura acaba siendo fotogénica.
 
J. Á. González Sainz
El arte de la fuga, página 23
 
 
Distinguir lo mejor puede que ya no sepamos, lo peor no lo queremos ver o nos reímos sin ojos, a recordar lo crucial le hemos perdido el hábito o nos parece una pesadez, un aburrimiento, también hemos olvidado cómo orientarnos por nuestra cuenta y madurar un juicio propio cuesta o ni se nos antoja, de prever nos burlamos. ¿Ver?, ¿qué es ver si de verdad hemos perdido los ojos, si nos los hemos dejado en la luz de jauja que todo lo ve por ella misma?, ¿si adocenadamente todo lo confiamos a las invenciones de la técnica que se ha puesto al mando de nuestras vidas y a la técnica del ardid como toda moral? No siempre, cuando se llega muy arriba, se cae luego desde esa misma altura que parecía improbable; a veces se baja, muchas veces simplemente se baja y ya está. Pero a toda caída, sobre todo si es tras una ascensión meteórica que parece imparable, le suele aguardar en su sitio, el mismo de siempre, el de la desolación del castañazo, un suelo duro, terco, inapelable, que ni se aplasta ni se deforma en su simplicidad, el fondo ineluctable de las cosas y los hechos como son y de los hombres tal como los ha hecho, y cosificado, cada época. ¿Han de tocar fondo, un fondo de crueldad y miseria humana que a lo mejor hemos dado en olvidar, cada cierto tiempo las sociedades?, ¿cada espectacular avance de la técnica ha de tener su revés y su catástrofe físicos y morales? ¿Y a una cima más alta le ha de corresponder siempre un mayor y más demoledor descalabro? Ah, corresponder, considerar, ver a ver.
 
J. Á. González Sainz
El arte de la fuga, página 24
 
 
A nada nacemos aprendidos, y aprender –a mirar, a vivir– es lo más difícil de aprender. Lo tiene que hacer cada uno por sí mismo y en realidad nunca se acaba; siempre estamos empezando y volviendo a empezar y cada momento, cada cosa y cada hecho pueden suponer de algún modo un nuevo comienzo porque nada puede que esté nunca definitivamente aprendido igual que nada a lo mejor vivido del todo. Queda siempre algo que ver, que ver mejor o desde otro sitio o a otra luz, en otro momento, desde otra época, algo siempre que volver a ver. A lo que enseñan sin embargo muchas enseñanzas es a no aprender que a aprender se aprende cada día, y por cuenta propia.
 
J. Á. González Sainz
El arte de la fuga, página 24
 
 
Tal vez nunca en nuestra Historia –ese rosario de maquinaciones catastróficas y periódicas recaídas en la barbarie tras las que cada vez ha habido que rehacerse– han podido ser quizá los días tan buenos a pesar de todo para tantos como en estos últimos muchos años; digo podido, no sido, y repito que a pesar de todo. A no ser que un percance grave se nos haya cruzado de verdad por medio, una injusticia efectiva o una verdadera desventura, lo bueno aún ha podido ser mucho muchas veces por estos lares. Pero hay como una sombra rara de la que parece imposible desprenderse, una sombra de ajetreada y picajosa necedad que a veces parece acortarse y casi desaparecer y otras sin embargo irse alargando de nuevo, proliferante y contumaz, fantasmal, en el atardecer del teatro de mentirijillas donde todos nos vemos ofendidos y nunca ofensores, acreedores y nunca deudores, merecedores sin más merecimientos que nuestra cara bonita y en busca siempre de un enemigo contra el que descargar inocentes nuestra presunción y nuestro tedio a la espera de un espectáculo cada vez más apabullante y totalizador. Se nota en la tristeza de fondo, en la tristeza del lenguaje que usamos y en la tristeza de las caras que ponemos y de muchas de las costumbres y actitudes que adoptamos, por bulliciosas que sean. Machado escribe que eso es precisamente el mal; es más, que se trata del peor de los males y el peor de los hombres malos: el que en los días buenos va siempre cabizbajo.
 
J. Á. González Sainz
El arte de la fuga, página 29
 
 
En la cultura campesina de antes, se sabía lo que era sacar fruto: preparar la tierra, sembrar, quitar las malas hierbas, las piedras, aguantar y aguantar, y esperar, poner al mal tiempo buena cara y, a lo mejor, recoger y enseguida festejar la cosecha. Nada idílico –incluso una condena–, y pocos no deseaban escapar, pero se sabía sacar provecho de cualquier cosa, por pequeña que fuera, y la experiencia de la alegría no era raro que fuera como un reducto que hasta podía parecer inexpugnable. En esta época, sin embargo, tan desembarazada de tantas penalidades, tan descargada y liberada y con tantos saberes técnicos acumulados –a la vez que con tantas ignorancias que también se vuelven a acumular–, tan sabionda y sobrada y al mismo tiempo tan escasita e infantil, hay días en que uno se levanta por la mañana y ya está a disgusto; sube la persiana de la habitación y ve la luz del día, y la luz y el día parece que le ofenden o le predisponen ya de buena mañana también para el disgusto. Va, va cabizbajo a donde tiene que ir, a cumplir con sus deberes o desempeñar sus obligaciones, e igualmente lo hace a disgusto lo mismo que hace también a disgusto lo que no tiene que hacer pero hace, lo que podría proporcionarle sin duda alguna satisfacción pero solo acaba ocasionándole fatiga y desasosiego a la postre, tedio, un tedio excitado y abatido a la vez. Es un disgusto ligero, liviano en muchos casos pero continuo, un malhumor persistente y picajoso que lo va minando a uno sin darse cuenta y lo va minando todo a tu alrededor; como las polillas, te va agujereando por dentro y va agujereándolo todo. A veces son ahogos o abatimientos pasajeros, que vienen y se van; pero otras, cuando podía dar a lo mejor la impresión de que eran ya cosa del pasado, van y reaparecen con contundencia y sin la menor intención de marcharse. Estaban ahí al acecho como un carácter o un destino, aguardando al menor descuido o a la primera debilidad para hacerse fuertes, airados y atrabiliarios, y empezar a hacer ya todo en adelante con mano enemistada, a ver todo con ojo enemigo y a oír como quien oye siempre una amenaza. Todo lo que se hace entonces tiende a hacerse con desprecio o por despecho, con sarcasmo y a la contra, como con una desgana perdonavidas y una inquina de fondo que pone los cimientos de todos los actos, lo mismo que en esas adolescencias en que a todas partes vamos como a rastras, irritables y descontentos siempre, apesadumbrados de no se sabe qué pesadumbre y molestos por todo lo que no nos da gusto de inmediato o, al revés, nos da guerra por el mero hecho de no coincidir por entero con nuestra voluntad sacrosanta que ni siquiera atinamos a saber cuál es o cuál no. Indispuestos a veces por el solo motivo de no tener motivos, si nos hablan, mal, porque parece siempre que nos contrarían, pero si no nos hablan, mal también porque recelamos. Todo lo que vemos tendemos a verlo con displicencia y esquinados, y de cuanto nos espera, lo usual es que maliciemos un contratiempo o un perjuicio, un nuevo desplante o zancadilla del mundo. El mundo parece estar ahí con la sola misión de fastidiarnos y granjeársenos como enemigos y entonces viene el rencor, la rabia enconada, tramar, destruir, sembrar y alimentar cizañas y rencillas, engrosar partidas. Tiene sus réditos el rencor, es luz –luz negra– que guía donde parece no haber más que desconcierto y vacío, miseria y confusión e indiferencia, poco fundamento de nada y poco provecho y un agravio difuso por el que se nos antoja que todo bulle siempre en nuestra contra por culpa de alguien que nunca soy yo sino el otro, el distinto o bien el vecino; y también tiene sus recolectores, sus ideologías recolectoras de rencores.
 
J. Á. González Sainz
El arte de la fuga, página 30
 
 
Pero un día de repente te ocurre un percance de verdad, una enfermedad o una pérdida irreemplazable o bien un sinsabor que no logras echarte a la espalda, una catástrofe social o un desengaño, un desengaño profundo, y entonces te derrumbas, entonces si estás hecho de fibras humanas todavía no demasiado encallecidas o correosas, te estrellas de bruces contra el muro macizo de la realidad y das con tus huesos en el suelo y allí, derrumbado, baldado, con el golpetazo en el cuerpo y sobre todo en la mente, en la imaginación, te preguntas qué es esto, qué ha pasado o cómo me ha podido pasar a mí, mientras miras a tu alrededor de antes y tu alrededor ya no es el mismo ni es nada ni nadie lo mismo de antes. Las cosas se te han ido y también tú te has ido de ti, y ahora ni sabes a qué vas a poder atenerte ni dónde estás siquiera además de por los suelos. Miras, miras dolorido y con ahogo a ver de qué mano valdrías ahora cogerte, qué podría sostenerte y volver a darte fuerza, coraje, aliento, y ves sin embargo que hay gente que, en las mismas o parecidas, permanece inasequible al desengaño, que sigue erre que erre como si nada, como si cualquier cosa fuese nada, ciegos al engaño como un toro de lidia ante la muleta, con su mismo empuje y su mismo instinto de convicción. Pero tú has desfallecido, te has derrumbado y, desde la perspectiva del suelo –la tierra en la boca mezclada con la sangre y la saliva, el polvo en los ojos–, desde la luz de los abajos, se ve más claramente la borra del engaño, los escorzos de las prepotencias, el plumero de las ilusiones. Te parece que ya no vas a poder levantarte o que ni siquiera merece ya la pena levantarse; lo único que quisieras es dormir y dormir y despertarte en otro mundo, amanecer como poco en un rincón de mundo aparte. Pero al mismo tiempo empiezas a poder pensar a otra luz, mirar a otra luz, desde otras perspectivas. ¿A qué luz miraba antes?, te preguntas, ¿dónde está ahora ese antes?
 
Otras veces no se trata de un desfallecimiento sino de un desgaste, el cansancio profundo, existencial, al que un desgaste demasiado intenso y continuado acaba por abocar para derrengarte y vencerte. Pero es un cansancio raro, espiritual más que físico, visual, auditivo, un cansancio que es tristeza, duda y anublamiento más incluso que medida, un cansancio que sin embargo no te impide oír voces lejanas entre los ruidos, voces incluso muy cercanas, voces del lenguaje de las personas o del lenguaje de la cosas, barruntos o signos en la niebla que darías lo que fuera por saber interpretar correctamente pero estás demasiado cansado, tundido, apático. Escaldado, o ¿vamos a decirlo?: asqueado. Ya no te crees nada; lo que antes resplandecía ha perdido su brillo o bien ahora ofende, de muchas palabras hemos desgastado tanto sus significados y hemos trampeado tanto con ellos que ya no puedes fiarte ni por asomo. Siempre hay un día en que una sola gota, una gota que en principio no se diferencia en nada de las demás, hace rebosar el vaso de tu aguante, y entonces de pronto te tambaleas, sigues andando pero te tambaleas y buscas un amparo, un amparo de alguien o si no de algo, de un árbol, de una fachada o un rincón al que acogerte, donde echarte o abandonarte porque estás a punto de caerte y te pasas la mano por la cara –que es entonces tu cara y no la que te devuelve el espejo cuando te miras en él–, pero no encuentras tu rostro. Encuentras pómulos, sí, mejillas, frente, encuentras nariz, carne, pero en ningún caso tu rostro. Todo eso junto no hace nada junto. Montoneras, acúmulos, avalanchas de todo, piensas; una montonera no es un alma. Ya está, dices, no puedo más, ya no puedo más, hasta aquí hemos llegado; pero luego vuelves a poder y vuelves a ponerte en pie y vuelves a caminar ahora más aún por los arcenes, cada vez más abatido y abrumado, buscando respirar por lo menos antes del anochecer un poco de aire fresco como sea pero sin embargo cada vez más sin rostro y más sin nada junto, más sin la menor hilazón de sentido. Por un momento has estado del otro lado del espejo del mundo y al otro lado del cansancio y del asco y ya no podrás verte más en ellos a no ser que verte sea ver trozos, partes, fragmentos de partes, reflejos y engatusamientos. «¿Qué vida llevas?», se decía mucho antes para saludar a quien te encontrabas, «¿Qué vida?». Eso: ¿qué vida llevo? La vida se lleva, se lleva con uno, en uno, se conduce hasta que se llega. Puede que no esté del todo mal mirar a ver si se puede llevar una vida más llevadera, una vida no desfallecida, menos desgastada; que no sea el peor de los propósitos tratar de cambiar de aires y de aguas de vez en cuando, como prescribía la antigua medicina hipocrática que no separaba ánima y cuerpo, cambiar de música –digamos y marcharte con ella, con otra música, a otra parte. ¿La otra parte del engaño?
 
J. Á. González Sainz
El arte de la fuga, página 34
 
 
¿Un deseo más?, ¿un deseo de huida de las obligaciones y sujeciones que supone toda vida adulta?, ¿o bien de las obligaciones y sujeciones de los tiempos actuales?: ¿de los tiempos sin tiempo?, ¿de las cosas sin cosa y las gentes sin personas, del lenguaje abotargado? ¿De los no lugares y los no tiempos y las no compañías y no palabras?, ¿o bien de lo de siempre: del mundanal ruido y la ruindad del vulgo, del despotismo y la arrogancia de los poderosos y también de uno mismo? Puede, todo puede.
 
J. Á. González Sainz
El arte de la fuga, página 37
 
 
Huir no es evidentemente que se huya nunca del todo y a donde nada; tal vez al revés: se huye del que nos parezca que no hay nada ahí donde sin embargo ya está todo. Huir pues a donde se está, huir de lo que nos impide estar donde estamos y huir a lo que se hace cada vez, huir a la cosa, al momento, a toda cosa y momento, al ahora de cada aquí y al aquí de cada ahora y cada cosa y a la vez a lo junto.
 
J. Á. González Sainz
El arte de la fuga, página 37
 
 
En aquel momento, al abrigo del aguacero bajo la tejavana y entre los troncos apilados contra los muros de piedra, quieto sobre el suelo de tierra de la leñera, todavía sin, pero ya con, es decir, en el siempre de los ahoras, yo era el que está aquí con las cosas de ahí ensanchando el mundo con su asombro. El asombro del ahora. Va creciendo el mundo, va creándose, mientras somos capaces de mirarlo con asombro y decreciendo –descreándose– en la medida en que perdemos esa capacidad de la mirada. Y el asombro es, por encima o por debajo de todo, asombro de existir ante lo que existe, comunión de existencia.
 
J. Á. González Sainz
El arte de la fuga, página 45
 
 
… todo intelectual que se precie es un avisador–
 
J. Á. González Sainz
El arte de la fuga, página 50
 
 
«Consideremos el modo como pasamos nuestras vidas», empezó por decir Thoreau en otro texto. Considerar –repetimos–, pararse a considerar cada cierto tiempo cómo pasamos nuestras vidas, pararse a sopesar, a dirimir, pararse a veces hasta reducir la vida a sus «extremos inferiores» en una pausa en la que volver a buscar el «fondo duro y rocoso que podamos llamar realidad». El fondo duro y rocoso de la realidad, la reducción a lo más elemental: a partir de ahí, con ese punto de apoyo y a sabiendas de todo lo mezquino y lo sublime que hemos encontrado en ese ten con ten directo de la vida inferior, piensa Thoreau que podemos plantear y construir mejor el edificio de nuestras vidas manteniéndonos alerta frente a «la profundidad de la crecida de imposturas y apariencias» que nuestras sociedades «consideran las más sólidas verdades, mientras que a la realidad la ven como una fábula».
 
J. Á. González Sainz
El arte de la fuga, página 51
 
 
 
Darle la vuelta al mundo dentro de uno para llegar a descubrir los dones de los que ya somos señores; pero hay que darla esa vuelta y el viaje, aunque sea por una interioridad, es ímprobo, sobre todo si se va sin buenas artes de navegar.
 
J. Á. González Sainz
El arte de la fuga, página 52
 
 
Afrontar implica despertar.
 
J. Á. González Sainz
El arte de la fuga, página 61
 
 
Pero vivimos en «una época de indigencia» –Heidegger dixit–, en una época de «indigencia y oscuridad» –ahora es Wittgenstein–. No se referían exactamente a nuestros días, pero nuestros días sí parecen empeñados en que así sea. No hay época sin sus indigencias y sus oscuridades, es cierto, en parte específicas y en parte las de siempre, y a cada época le toca pechar con unas y otras. La mayoría de ellas, sin embargo, acaba no echando mano para ello sino de una última baza: su propia destrucción, la ola arrasadora de estupidez y maldad que deja cada vez chiquita a cualquier otra destrucción anterior. No hay más que volver la vista, como debiéramos hacer y no hacemos, a nuestro siglo anterior, el más sangriento de los siglos, el más oscuro en su esplendor, el más indigente en su riqueza. Aunque puede que nos hayamos vuelto ya estatuas de sal, estatuas de sal pero al revés, por no volver ahora suficientemente la vista atrás. Una sociedad de estatuas de sal, una sociedad de ojos de sal.
 
Ver atrás, ver el siglo XX, estudiar a fondo sus guerras, civiles o mundiales, sus revoluciones y sobre todo sus regímenes totalitarios, sus purgas y sus masacres físicas y mentales masivas, y tratar de aprender de todo ello, de despertar, es una forma de que nuestros ojos no se conviertan en sal. También ver adentro. Pero nuestra época, que ha manifestado su indigencia a través de la más vistosa opulencia y su oscuridad a través del más llamativo y resplandeciente de los chisporroteos, mira solo adelante; ni adentro ni atrás, delante. Su inmenso vacío existencial parece siempre colmado; su fragilidad parece siempre pujanza por el inaudito poder de la Técnica, y sus carretadas de tristeza, una arrolladora alegría dicharachera. Traducimos nuestra inmensa menesterosidad en presunción; nuestra irreconciliación por libertad.
 
Aun así, siempre creemos que podríamos vivir mejor, que podríamos vivir más, menos desvaídamente; que nuestros méritos no son reconocidos como debieran ni nuestros esfuerzos recompensados lo suficiente, y que la suerte, ese basilisco, no es que esté precisamente de nuestro lado; a menudo nos toca bailar con la más fea cuando no apechugar con lo más penoso. No importa cómo vivamos objetivamente –y a veces es más que objetivo que vivimos mal– porque lo que en realidad cuenta es siempre cómo vivimos subjetivamente, y subjetivamente siempre parece que nos sabe todo a poco, que nada nos llena lo suficiente al cabo de un rato, que nada es todo. Es verdad, o puede que sea verdad, es decir, puede que sea nuestra ficción verdadera, la ficción que cuenta como verdad: la vida desazonada, descontentadiza, la vida insatisfecha. Aun en la mejor de las sazones vivimos desazonadamente porque siempre nos aqueja o nos falta algo, porque nunca estamos saciados –no bien comidos, sino a reventar–, y si alguna vez nos saciamos, entonces nos sobra todo. O sobra o no llega: así es la vasija de nuestro barro.
 
Nos hemos hecho un lío con nuestros deseos y nuestras carencias, tenemos tantos «deseos medrosos» (Séneca), es decir, deseos con los que no nos atrevemos, y también tantos «deseos malogrados», con los que sí nos hemos atrevido pero no hemos logrado, que no ganamos más que para sentirnos a disgusto con nosotros mismos en una constante «destemplanza de espíritu», y además hemos embarullado ya tanto nuestra relación con las cosas que a punto estamos de llegar incluso a eliminarlas en su materialidad si es que no lo hemos hecho ya. Una inquietante deslealtad a las cosas del mundo y los ratos de la vida, a lo en sí de la vida y las cosas, subyace cada vez más a nuestros actos, pero nuestra flagrante traición nos reporta también por un momento –nuestro momento estelar– el alucinado tintineo de nuestras monedillas de plata: la mundana calderilla de la traición ante la higuera.
 
¿Cabría una nueva lealtad con la vida?, ¿una nueva integridad?, ¿unas relaciones menos instrumentales y perversas, más despiertas y templadas y acordes? ¿Cabría estrechar una nueva alianza?, ¿una nueva alianza menos degradada con las cosas y los hechos, con la tierra y el tiempo y las palabras que los crean?, ¿con nosotros?
 
J. Á. González Sainz
El arte de la fuga, página 64
 
 
Que no sea yo quien sea siempre yo, me ha dictado hoy el lenguaje pensando en una nueva alianza con uno mismo –tan subido de punto tantas veces–. Yo soy también lo que me da la espalda o se me esquina, lo que me pone en solfa, en entredicho, soy lo que se me pierde o escapa, lo escindido, lo tapado u orillado, y con todo ello no vendría mal tal vez intentar establecer cada cierto tiempo nuevos lazos, tejer, tejerlo todo siempre de nuevo, es decir, crear sentido.
 
J. Á. González Sainz
El arte de la fuga, página 66
 
 
 
Yo soy también lo que me da la espalda o se me esquina, lo que me pone en solfa, en entredicho, soy lo que se me pierde o escapa, lo escindido, lo tapado u orillado, y con todo ello no vendría mal tal vez intentar establecer cada cierto tiempo nuevos lazos, tejer, tejerlo todo siempre de nuevo, es decir, crear sentido.
 
J. Á. González Sainz
El arte de la fuga, página 67
 
 
Uno es su pertinaz compañía, su recalcitrante mejor enemigo muchas veces, su auténtica plasta. No hay empacho mayor que el de uno mismo, que es a veces lo que más le sobra a uno y, a la vez, el hueco de su falta. Un empacho de vacío. Una hinchazón. Pocas harturas como la de estar hartos de vacío. Pero a esas chapuzas del ser, a esos mamarrachos de ser, nuestras sociedades les han dado alas, alas de cera al sol. Subid, suena por las megafonías, subid más alto; cuanto menos peso y más oquedad, más arriba se llega: es la ley de los globos. Con orgullo ostentamos nuestra oquedad sin que nos dé la risa, y en torno a ella levantamos ridículos muros identitarios de defensa y ataque. Pelea, siempre pelea, como si no hubiera otras cosas que hacer ni otros sitios de donde cogerse –pelear viene de pelo, de cogerse por los pelos.
 
J. Á. González Sainz
El arte de la fuga, página 68
 
 
Caber es entrar en la vasija de lo posible, es tener espacio suficiente para que algo pueda pasar. Cada época llena los espacios de cabida a su modo, los llena y los vacía, sacrificando lo que entra en la vasija de lo posible en unos altares u otros, y los nuestros, desde hace tiempo, son los altares de las mediatizaciones generalizadas que absolutizan y agarrotan nuestra relación con las cosas y los hechos; no las cosas ni las acciones en sí, sino normalmente siempre acogotadas por otra cosa dominante, por otro fin. También los altares de la impaciencia y el descuido, y de la banalización a ultranza, de un chapurreo constante lleno de furia y alboroto de idiotas torcedores de palabras y sentimientos que no significa nada. No ya mentiras más que verdades sino mentiras como formas compartidas de verdad; no ya apariencias más que realidades sino realidad de apariencia como soberana realidad. Trampas, antojos, trampantojos de brillantes simulacros que remiten unos a otros porque les toca. ¿Cabe salir, al menos en parte, de la práctica sacrificial? ¿Cabe desentramparse, desantojarse, desengañarse de nuevo?
 
J. Á. González Sainz
El arte de la fuga, página 70
 
 
En un mundo al que continuamente se le cae la baba ante el desparpajo de las chispeantes persuasiones de su frenético disparadero nihilista, un mundo de dedos que tocan compulsivamente teclas y pantallas y de obedientes ojos pasmándose ante las vertiginosas proliferaciones de sus imágenes –teclas y pantallas, dedos y ojos: ¿alma?–, saber gustar la alegría de ese ombligo de la vida que es el milagro de lo que dura mientras dura, agradecer los dones de eso que, a falta de otra palabra mejor, podemos seguir llamando paraíso, no deja de ser algo heroico. Algo pequeño, dadas las magnitudes, pero heroico, la heroicidad de lo pequeño. Al paraíso lo que le cumple es la gratitud, un modo de preservar la gracia; pero los hombres somos, quién sabe si de natural, ingratos. Ingratos y por ende tristes, y capaces siempre –esto también cabe, desde luego– de tristezas más bajas, más viles. Quizá por eso cada vez del paraíso se nos expulsa antes, porque no sabemos agradecer, o ni se nos ocurre mirar a ver si por algún rincón en sombra nos queda algo de agradecimiento. Claro que, para agradecer, a lo mejor antes hay que saber lo que es bueno, como comúnmente se dice o se decía, y nosotros ya quizá ni lo sepamos ni se nos pasa por las mientes que no lo sabemos o lo podamos haber olvidado. Ni sabemos tal vez lo que es bueno ni, por seguir con lo que dice el lenguaje, que es quien sabe, sabemos por dónde nos da el aire; así que estamos buenos.
 
J. Á. González Sainz
El arte de la fuga, página 73
 
 
Un mundo se nos ha venido abajo; ha ocurrido muchas veces a lo largo de la historia, pero ahora nos ha pillado quizá más en Babia. Desprevenidos y atolondrados, creíamos –creer, siempre creer– que hay cosas que ya pertenecían solo al pasado y que lo pasado, pasado estaba. Nuestro tren iba a mucha velocidad, a mucha más de la que hubiésemos podido imaginar hace nada, y llegaba a todas partes prometiéndonoslas muy felices; teníamos nuestras rutinas, que nos parecían sólidas, y no pensábamos en ellas como tampoco pensábamos mucho en aquello que las sostenía, y hasta la rutina de nuestras quejas nos parecía sólida. Qué ingenuos, qué creídos; hoy miramos, nos miramos aun con nuestros ojos de ver poco, con nuestros ojos de sal, y malo será si, visto lo visto, aunque sea poco, no barruntamos por lo menos que no sabíamos muy bien lo que es bueno, o bien que, si lo creíamos o creemos saber, en realidad era solo más bien que creíamos, que creemos, y no que sabemos o valemos saber. Más nos valdría si nos diera por pensar que no estaría mal darles algunas vueltas más a ciertas cosas que dábamos por sentadas, a ciertas opciones de base, de fondo y a la vez cotidianas, volver a valorar muchas directrices o hábitos de nuevo, de otros modos, a otras luces, con otras perspectivas y consideraciones, con más y mejores datos, con otro temple; si presintiéramos que podríamos también recordar mejor lo que otrora era bueno y asimismo imaginarlo mejor, «rescatarlo de entre la sombras» y, de ser posible, compenetrarnos con ello y, realizándolo, preservarlo.
 
J. Á. González Sainz
El arte de la fuga, página 75
 
 
La experiencia del discernimiento es la experiencia de la libertad, que puede que no sea al cabo muy distinta, por mucha extrañeza que cause, de la experiencia de la gratitud, y todo ello de la del valor. Pocas cosas como saber dar valor, como saber dar y experimentar el valor de lo que se recibe a diario, de lo que está ahí en cada instante por minúsculo que parezca o inadvertido que pudiera pasar, para poder saber lo que es bueno; pocas cosas como saber apreciar cada cosa y cada rato de nuestro día a día más en lo que es, en lo que trae y tiene en sí, con sus conveniencias e inconveniencias, con su realidad en esencia irrepetible, para saber vivir bien, para desbrozar y liberar de tantas rémoras como se nos van acumulando la vividura de cada uno de los momentos de nuestros días y adensarla y profundizarla, emplazándola en esa indispensable tensión de búsqueda de lo que es verdaderamente bueno y, asimismo, de la alegría de la gratitud.
 
J. Á. González Sainz
El arte de la fuga, página 76
 
 
Estropeamos, estropeamos de continuo los momentos y estropeamos en todas partes cosas y no cesamos de estropear en conjunto vidas y, en general, el mundo de nuestra vida, las relaciones, la tierra, el agua, el aire, todo lo que se nos pone por delante o a tiro. Estropeamomentos y estropeacosas y estropeapalabras somos; estropearos los unos a los otros como Yo os he estropeado desde el inicio, parecemos a veces haber oído.
 
J. Á. González Sainz
El arte de la fuga, página 77
 
 
La eternidad es un vértigo, al que nos asomamos desde la conciencia de la simultaneidad de los opuestos. Y naturalmente se le opone otro vértigo, el de la futilidad. Entre ambos, entre ambos vértigos, nuestro modo menguado de vivir, nuestros modos atolondrados y disgustados y redruejos que no aciertan a saber lo que es bueno y a volvernos la vida –como diría Sebastián de Covarrubias– en amistad y gracia.
 
J. Á. González Sainz
El arte de la fuga, página 78
 
 
La vida –la educación como una teoría de la distancia: tratar de apartarse de algunas situaciones o gentes, de poner a veces toda la distancia posible por medio, y tratar de acortarla otras veces y hasta de arrimarse a ser posible –de estar incluso encima– y, en todo caso, de considerar siempre las distancias, de reparar en ellas para pensarlas bien, que es lo que significa considerar además de tener advertencia. La distancia por ejemplo con los idiotas. Aún no ha salido el sol para quien, en mayor o menor medida, casi siempre en mucha, no tenga que ver con ellos o incluso no dependa de ellos. La dicha o desdicha de una vida, cabría pensar, radica en buena medida en el acierto o la advertencia que tengamos para guardarnos de ellos en lo que quepa –y a veces es verdad que no es que quepa mucho–.
 
J. Á. González Sainz
El arte de la fuga, página 78
 
 
Es la presunción, claro, el alarde, el pisto, la eterna jactancia del idiota y la no menos eterna fascinación que parece no dejar nunca de ejercer y, aún más, el me importa todo un carajo, el indefectible a tomar por culo todo del perfecto huevón en todo lo que hace, pero que aquí tiene que ver además con lo más bello y delicioso donde no eres distinto a él e idiota serías si no fueras tan idiota. Es su inexorable reducción de los demás a lata de cerveza, a lata vacía y abollada un momento aún sobre un murete de vieja piedra mordida por los líquenes y en espera del despectivo manotazo que los mande incivilmente a tomar por saco como coletazo final de su satisfacción. Es esa incolmable necesidad de presumir y ser reverenciado y aclamado de cualquier pobre pendejo para ser algo durante un rato que hoy hace su agosto tecnológico en las redes sociales, el viejo y razonable anhelo de reconocimiento reconvertido en afán de pleitesía ante cualquier idiotez; reconóceme como auténtico idiota y he triunfado, reconóceme como dueño de tu imaginación un momento porque solo tu reconocimiento es mi poder y yo soy el eco de tus vítores, el pantallazo de tu fascinación y el resplandor de tu docilidad, os he convertido en caracoles que salís a soltar trabajosamente vuestra baba después de la lluvia, pero la lluvia soy yo lo mismo que la bota que os escacha cuando se le antoja.
 
J. Á. González Sainz
El arte de la fuga, página 85
 
 
Dar que pensar es también alma.
 
J. Á. González Sainz
El arte de la fuga, página 87
 
 
¿Y a qué huyó Montaigne? De qué, lo sabemos o es fácil imaginar, más o menos de lo mismo de lo que cabe huir hoy: de la virulencia a veces insufrible de la necedad de la época y el recrudecimiento de las guerras de clérigos, de las recaídas en la barbarie, como diría Zweig, y de la impiedad de la ignorancia y las costumbres. Pero ¿a qué, con qué fin se apartó en su castillo del mundanal barullo y la violencia de la zafiedad? Para hacerse preguntas; para auscultarse y conocerse mejor a sí mismo, para «espiar de cerca los efectos y circunstancias de las pasiones» que nos dominan y «verlas venir» tratando que el juicio se esfuerce siempre «en ocupar el lugar principal»; para intentar recordar y comprender las veces que había errado en su vida y temer las que, por lo mismo que ya lo había hecho antes, erraría de nuevo en adelante. «Estúdiome más que cualquier otro tema», escribió, «esta larga atención que dedico a considerarme.» Huir a dedicarse atención, a estudiarse, a meditar despacio sobre los errores cometidos y los trabajos del juicio en medio del dominio de las pasiones y las liviandades; huir a hacerse preguntas con el mayor tiento y sosiego posible acerca de las innumerables cuestiones del humano vivir o sinvivir, sobre todo de las más ordinarias y comunes, a la luz de sus experiencias propias y de las razones y experiencias de los autores de su biblioteca, a sabiendas, además, de que todo muda y gira de un estado a otro movido por «las más livianas circunstancias», y que por eso no queda otra que estudiar y ponderarlo todo de nuevo las veces que haga falta para procurar ajustar cada vez la andadura con el mejor tino y la mayor moderación y medida, huyendo tanto de la obstinación discutidora de los simples como de la arrogancia y el fariseísmo de los fanáticos. «Oídles perorar», dice, y uno podría creer que ya tenía televisión. Nietzsche, que veía charlatanes y formas de charlatanería por todas partes, escribió que Montaigne adolecía de la charlatanería que consiste en darles vueltas y más vueltas a los mismos asuntos. Así es, porque es que «no hay fin para las preguntas» y, si una mente no tropieza, no se arrincona a sí misma, no avanza y retrocede las veces que sea menester, si una mente no se asombra y se empuja o contradice, es que «solo está viva a medias».
 
J. Á. González Sainz
El arte de la fuga, página 92
 
 
Pero conocerse a sí mismo, conocer que uno es también un fondo oscuro que en cuanto te descuidas te lleva de las riendas, es también decepcionante; no consigues caerte bien muchas veces y, sin embargo, no tienes más remedio que pasar contigo la vida.
 
J. Á. González Sainz
El arte de la fuga, página 95
 
 
La alegría era para Simone Weil la plenitud del sentimiento de lo real. Por eso estaríamos hoy tal vez tan tristes en el fondo, porque no solemos alcanzar esa plenitud de sentimiento y también porque lo real, lo que tenemos por real, vamos a decir, no es que de real ya no tenga nada, pero poco. Poco y lioso. Compensamos, compensamos y suplimos tanto esa falta de plenitud de nuestro sentimiento como esa falta de realidad, vaya si las compensamos, las compensamos incluso a todo meter, podríamos decir con rara exactitud, y así vamos tirando tan campantes, pero esas compensaciones –y ese campar– no nos llevan sino a estar distraídos, muy distraídos o incluso distraídos todo el rato y como mucho divertidos, no verdaderamente alegres.
 
J. Á. González Sainz
El arte de la fuga, página 95
 
 
La alegría hace llevadero o por lo menos más llevadero lo que es difícil de sobrellevar. Acepta lo lleno y, sobre todo, acepta el vacío. Y quien soporta el vacío ama la verdad; ya no tiene miedo.
 
J. Á. González Sainz
El arte de la fuga, página 96
 
 
Saben además las personas verdaderamente alegres –pocas o muchas o las que lo sean en cuanto que lo son– que, en cada momento de realidad, sea cual sea, ya está todo; está tan lleno que su medida ya está colmada. Tengan lo que tengan y como lo tengan, tengan mucho o poco o nada, efectivamente lo tienen todo en cada momento; porque para ellas nada no es lo contrario de todo, poco no es menos que mucho. A la alegría no le falta de nada, ya lo tiene todo, por eso irradia, la alegría se irradia. Aunque tal vez sea más hacedero experimentarla en lo poco. Entre todo lo que hay me fijo en algo, estoy atento a alguien, me hago cargo, doy cabida; me levanto, me retiro y miro por la ventana; salgo, salgo a las afueras de donde esté y miro, oigo. Estoy sentado en el quicio de la puerta de la casa de mi abuela y, desde los seis o siete años que tendría entonces, vuelve la misma exacta luz de mediodía de verano, el mismo olor de la vieja madera recalentada al sol y el de la fruta recogida en la fresca del zaguán silencioso. Su silencio es inconfundible; mil silencios que hubiera no podrían ser el mismo. Lo mismo le pasa a la luz, al contacto de mis piernas con la piedra del quizal, a la tierra batida de la calle o las fachadas de las casas de enfrente. ¿Qué hacía el yo que yo era? Nada; hacía la concreción de todo, hacía el ahora que el tiempo parece no tener más remedio que devolverme intacto de vez en cuando con la alegría de la plenitud de sentimiento de aquel momento. Como si así, en la alegría, el tiempo se doblegara arrepintiéndose de arrebatarnos los ahora y se sintiera en la obligación de tributarnos su vuelta, aunque sea de nuevo pasajera. Cuando hemos sentido con plenitud algo real, la energía de la alegría producida podría no morir nunca; se puede degradar, pasar a otra cosa, olvidar a trechos, pero su rescoldo se aviva con el aire menos pensado.
 
J. Á. González Sainz
El arte de la fuga, página 96
 
 
Las más de las veces sin embargo –las más de las personas– no somos capaces de sentir de ordinario ese todo lo que hay en todo momento como plenitud sino al revés; lo sentimos como falta, como falta siempre de algo que a veces es en efecto de estricta necesidad –no puedo parar de dolor o me acucia la sed, estoy helado de frío o ella se ha ido–, pero que por lo general es solo ansia o avidez, pre-ocupaciones o pre-juicios que nos embargan, fijación en lo que sea que no se tenga estrictamente entonces. Ya estaría siempre todo en cada momento, pero ese todo que está resulta que nunca es suficiente, que nosotros, consciente o inconscientemente, echamos de menos, nos dejamos dominar por un después o un antes o un al lado o bien una medida mayor, una carencia siempre de algo en todo, de otro momento en ese momento, un sentimiento no de plenitud sino, al contrario, «faltusco», según decía Machado. Echar en falta, esperar, sentir la ausencia o tender y propender, es también, qué duda cabe, una parte de ese todo –una parte incluso plena; ah, la realidad de la espera, de la ausencia o la propensión–, mas no lo es todo en exclusiva, siempre estamos en un sitio por ejemplo y con unas personas y cosas, haciendo algo. Pero nosotros solemos hacer de ello un todo, de nuestra capa un sayo decisivo y dominante, único, y lo que echamos en falta, a sabiendas o no, resulta que es lo que acaba ocupando por completo el momento. Un hueco, un agujero, un vano o una sombra ocupan. Burbujas y fantasmas. Vemos el fantasma de lo que no hay y, desde nuestra burbuja, desde nuestro agujero o vano o hueco, echamos en falta y, sobre esa falta o vanidad, sobre esa oquedad, edificamos nuestro sentimiento de lo real. Nada de extraño puede tener así nuestra tristeza, que se va haciendo cada vez más enfermiza a medida que se acerca a un sentimiento de plenitud de la falta como toda realidad: donde cada momento presenta su todo, no valemos estar presentes más que a lo que falta ni sentir otra plenitud que la plenitud de la falta. El ahogo, el ahogo en un interior, el ahogo de lo de fuera en un interior donde no hay nada. Incapaces de ver lo que hay, de considerarlo y distinguirlo y valer estimarlo o elegir –esto es, incapaces de vida inteligente–, vamos caminando muchas veces apesadumbrados y necios, ciegos, sedientos, enfermos de tristeza y hasta depresivos y ansiosos, insatisfechos o avariciosos en todo caso y atravesando siempre a nuestro paso un entorno mustio, carente, un páramo helado o un desierto de aridez con sus espejismos de oasis a lo lejos y toda la abrasadora redondez de la oquedad como un sol dentro de nuestras cabezas. ¿Huir?, ¿huir podría ser huir a lo real? No de la realidad sino a la realidad, a una realidad más real que la que creemos real y tenemos por real. Momentos, movimientos de huida a la pequeña materia de lo concreto a partir de los que poder desplegar tal vez una mayor plenitud del sentimiento de lo dado rayana en la alegría.
 
J. Á. González Sainz
El arte de la fuga, página 97
 
 
Tan fantasmagórica es a veces la ficción de realidad –su idea o virtualidad– que se diría que, en realidad, creemos en fantasmas y, más aún, que nos gusta creer en fantasmas y lo hacemos a las mil maravillas, como si no hubiésemos hecho nunca, en realidad, otra cosa. Nos gusta creer, eso es todo, atenernos a creencias como si eso fuera lo más consustancial del mundo, y toda creencia tiene algo de creencia en fantasmas. Creer en uno mismo, por ejemplo, es creer en el fantasma de uno mismo, por eso hay tanto fantasma, porque acaba existiendo aquello en lo que se cree. No es el objeto de la creencia lo que da lugar a esta sino al revés, la creencia es la que ocasiona a su objeto.
 
J. Á. González Sainz
El arte de la fuga, página 97
 
 
Somos seres de ficción, de representación y mitologías.
 
J. Á. González Sainz
El arte de la fuga, página 100
 
 
Un lío, estamos hechos un lío de realidad y ficción, un nudo de presencia y representación porque somos seres de ficción, de representación y mitologías.
 
J. Á. González Sainz
El arte de la fuga, página 100
 
 
Pero ya no hay cosas; ni cosas ni hechos ni datos que se den ahí digamos que, a palo seco, dice el nihilismo de nuestra época. Solo interpretaciones, nuestra percepción e interpretación de cada cosa, nuestra sola ilusión de perspectivas que empiezan en cada uno y a cada uno regresan. Las cosas a secas, las cosas cosas y los datos datos se han escurrido por el desagüe del fregadero de un mundo que no tolera ya «verdad» alguna sino solo un disparadero de percepciones e interpretaciones, un «redondeo» de mundo que se resuelve continuamente en clics instantáneos de me gusta o aborrezco, en ristras de opiniones y distorsiones en perpetuo movimiento que se quitan la delantera las unas a las otras sustituyéndose acelerada y mendazmente, quítate tú que aquí estoy yo, que no soy otra cosa que el haberte quitado y desplazado de la pantalla del mundo. El «más siniestro de los huéspedes», como denominaba Nietzsche al nihilismo, ha entrado en cada casa y se ha hecho con cada una de sus habitaciones, y no parece haber aposento, por escondido o a desmano que esté, que pueda resistírsele. Dijo también Nietzsche que «la verdad produce fastidio y amarga la vida». Es verdad –hay que fastidiarse.
 
J. Á. González Sainz
El arte de la fuga, página 105
 
 
Luego respiro, respiro hondo –aspiro– y tengo fuerza, empuje. Fuera huéspedes ingratos de mis más recónditas estancias.
 
J. Á. González Sainz
El arte de la fuga, página 107
 
 
La soledad elabora fantasías.
 
J. Á. González Sainz
El arte de la fuga, página 107
 
 
Tiempos de desconexión, tiempos de pausa, de repliegue y resuello; tiempos de tiempo y ya está, tiempos de pura existencia, de reconsideración de lo que andamos haciendo y de cómo lo andamos haciendo y también de las modalidades y calidad de reconexión. Si la conexión era por ejemplo a todo trapo a pantallas (a lo pintado), que la desconexión sea a lo vivo; si la conexión era por azar a la necesidad, que la desconexión sea por necesidad y, en lo que quepa, a lo azaroso; si era a lo abstracto, que la desconexión sea a lo preciso concreto, y si era a lo disperso y lo mucho y a todo volumen, que ahora sea a lo concentrado y lo poco y en voz baja –si a lo grande, ahora a lo pequeño. Apagar, ah, apagar, apagar televisores, desconectar teléfonos, ordenadores, radios, los mil artilugios que hoy imperan a sus anchas todo el día, como auténticos déspotas, en nuestros hogares. Apagar es pacare, pacificar, aplacar la guerra que nos mueven los continuos chorros de imágenes y palabras a todas horas y los mil ruidos y ruiditos que se han enseñoreado de nuestra intimidad, rehuirlos cotidianamente en lo posible como forma de volver lenta e íntimamente a casa, a nuestra casa del lenguaje y la imaginación donde podamos morar en actos de tiempo más libres o liberados. Apagar en la medida de lo posible, apagar cuando ya no se puede más o mejor antes de que ya no podamos más; apagar a tiempo, apagar más tiempo y apagar más aparatos todo el rato que se pueda; apagar del todo o bien aminorar todo lo que podamos el tiempo de exposición, el volumen y la ubicuidad de exposición; apagar o aminorar o ladearnos, alejarnos. Apagar más veces, apagar durante más ratos, apagar en más sitios, en más estancias, mantener a raya la exasperación de las conexiones y la condena a los automatismos de los ruidos para que no resuenen todo el rato por todo y se apoderen de todo interior imponiéndonos la balumba y el vocerío de sus comunicaciones que es ya el barro del que parecemos estar hechos. Apagar aun a sabiendas de que, al hacerlo, perdemos sin duda algo o perdemos incluso mucho, estar a la última por ejemplo o estar en todo; pero para qué quieres estar a la última si no estás ni a la primera y, en todo, si no estás en realidad, en la realidad de la buena, en nada. Apagar para apagar, sí, pero apagar también al mismo tiempo para encender, para alumbrar y rescatar, para recuperar lo que antes, cuando estábamos pegados a nuestros artilugios, ni veíamos ni oíamos y que, una vez apagado todo, empezamos de repente a escuchar o a ver entonces con la rara impresión además de que, por pequeño o poco que sea, algo de ello tiene que ver con algo esencial, con la maravilla y la inmediatez con que el silencio alumbra la presencia de las cosas que están ahí a nuestro alrededor y tantas veces nos vedamos. Apagar pues, apagar lo que se pueda o lo que se valga apagar, pero cuando no se apague, cuando estemos conectados por necesidad o de grado a nuestros aparatos –o sin remedio incluso como al suero en un hospital–, entonces concentrarnos todo lo posible en ver y escuchar a fondo, en saber escuchar con atención las voces y los sonidos bajo los ruidos y «entre las voces una», lo que dicen las palabras y lo que hacen las palabras que se dicen y, luego, inmediatamente después, apagar enseguida sin dar más riendas ni conceder más ventajas a aquello a lo que no le hace falta nada para hacerse totalidad, costumbre, costra y fondo, pauta, automatismo, atmósfera sin la que parece que ya no se puede vivir porque es ya casi todo o bien todo ya sin casi y ya sin nada.
 
J. Á. González Sainz
El arte de la fuga, página 122
 
 
La serenidad es una seta
 
J. Á. González Sainz
El arte de la fuga, página 139
 
 
Pero para poder aspirar a saber hay que amar mucho, hay que buscar con tenacidad, con pasión, pero a la vez con sencillez y sin envidia, y hay que pelear en una guerra permanente que nunca se acaba: la guerra contra la necedad, la cual adquiere todos los ropajes, incluso el de la sabiduría, la guerra contra los «pensamientos tortuosos» y el «alma fraudulenta», contra «la boca mentirosa [que] da muerte al alma» –mentir mata, mentir suicida–. Quien por amor a la justicia libra esa guerra, dice el Libro de la Sabiduría, «huye del engaño» y «se aleja de los pensamientos necios», de las «murmuraciones» y «maledicencias». Huir del engaño, del hábito artero del embuste y el gato por liebre, alejarse de las maledicencias, de las bocas mentirosas que matan al alma: qué difícil parece hoy en día. Huir de la muerte del lenguaje, de la muerte del alma o el lenguaje, podríamos incluso llegar a decir, del triunfo de las grandes bazas retorcidamente fraudulentas. ¿No vuelve a tener nuestra sociedad ya un tufo demasiado penetrante otra vez a muerte del lenguaje, a boca mentirosa y pensamientos tortuosos, una halitosis generalizada de maledicencias en red y alma fraudulenta? ¿Cómo vas a descansar, Salomón?
 
J. Á. González Sainz
El arte de la fuga, página 144
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 


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