Javier Zamudio

EL FRASCO con los hilos sigue conmigo, mamá,
hay uno aquí­ cerca de mi cama,
tiene hilos de varios colores y agujas como las que tú
guardas en casa.

Todaví­a es un objeto de esos que sólo existen muy de vez
en cuando.
A veces lo uso para guardar alguna grieta que amenaza
con abrirse,
una mentira hace rato disfrazada,
un recuerdo que hundió el olvido en el silencio. 

Continúo como un niño dejando que las costuras se
suelten, mamá,
que los hilos se enreden entre las puertas de los buses,
en viejos portales, como esos donde la pelota se quedaba
atascada, sin rebote. 

Un dí­a todo esto se irá. Lo sabes, ¿verdad?
El viento se llevará los hilos. El frasco recorrerá la calle. 

¿Has visto el frasco de los hilos de la abuela, mamá?
Ya no le queda aliento.
Lento se ha ido esparciendo en la brisa,
va sobre las hojas de los árboles que caen al pavimento.

Javier Zamudio




Nacimiento

                                                            A Miguel Ángel 

Cuando mi hijo nació
corrí­ por los pasillos para verlo,
el corazón me palpitaba en la yema de los dedos
y fui dejando el rastro de un padre primerizo
sobre los azulejos del hospital.
Me bastó la torpeza de mi instinto para encontrarlo.
Lo hallé envuelto en la desnudez del primer instante,
con la lluvia cayendo a cántaros de su boca,
un caudal de vida que me dejó estupefacto.
Ahora lo veo seguir mi voz con sus ojos,
abrir las manos, doblar sus pequeños dedos
hechos por un dios que no puede ser castigador,
ni déspota, un dios sin paraí­sos,
sin manzanas envenenadas.
Su rostro es mi reconciliación con la vida,
el atardecer florecido en la fotografí­a,
una noche estrellada de mi niñez, el amor en cada pétalo
                                                              cortado por la brisa.

Javier Zamudio




Paz de Colombia 

El silencio,
ese minúsculo animal
que grita
entre la bala y el llanto.

 Javier Zamudio


 

 

Viaje en bus 

Viajábamos desde un punto X a un punto Y,
y yo no dejaba de pensar en cuánto beberí­a al dí­a
siguiente. 

Yo bebí­a todos los dí­as seis botellas de vino.
Ese era mi promedio. 

El chofer puso música.
Un tango que nos recordaba quiénes éramos,
dónde estábamos, cuánto costaba nuestro pasaje en bus,
dónde estarí­amos en los próximos años. 

Muchos vení­an del trabajo,
no hablaban, apenas miraban la noche
que dejábamos atrás,
como si estuviesen muriendo
para nacer en la mañana y comenzar de nuevo
aquel ciclo de la vida que se renueva para ser la misma
cosa.

Entonces, lo vimos:
Él y sus tripas escurridas en el pavimento,
como una fruta a la que se le escapaba la pulpa.
 
Supimos que para él no habrí­a un despertar,
ni un viaje en bus, ni una ventanilla sucia para dejar
la noche a la deriva. La música continuaba sonando.

Javier Zamudio














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