"Mi padre solo iba al colegio los viernes. El resto de la semana se la pasaba sobre un bus, recorriendo la recién construida circunvalación Américo Vespucio. Mi abuela logró, después de intensas negociaciones con los curas, que año a año le perdonaran sus catorce unos. Mientras, mi madre le pedía a sus compañeras que le trajeran cada una un fósforo de su casa para quemar el colegio. Su madre murió en el octavo parto. Las monjas alemanas la vistieron de negro y le hicieron repetir en voz alta una oración especial por la nueva madrastra. La timidez enfermiza de mi madre, el miedo a despertar con ganas de ser monja o Gabriela Mistral, se acentuaron. Se fueron a Buenos Aires, de donde volvió sola a instalarse donde sus tías Alemparte, las hermanas de mi abuela muerta. Así mi padre y mi madre lograron pasar por su mundo, por las fiestas, por los colegios, de un modo oblicuo. Así el hijo de un senador democratacristiano y la hija de un diplomático democratacristiano eran ante todo el mismo huérfano en dos sexos, el hombre que no sabe anudar los cordones de sus zapatos, la mujer que le teme a la noche.
Mi madre encontró a mi padre con la comida resbalando del tenedor que usaba de puntero en un invisible pizarrón. Él se levantaba sin parar de hablar, seguía por la escalera, en la calle, donde un corro de autos intentaba infructuosamente atropellarlo, en el bus que olvidaba pagar seguía hablando, apenas distraído por los bocinazos y frenazos y los niños vendiendo chocolates y parches curita. Era un fascinante juego para mi madre seguirlo sin hacer ruido, para no despertar al sonámbulo, poniendo ceniceros debajo de sus cigarrillos, abriendo las puertas para que no chocara, dando la réplica si era necesario, pagando las entradas de los cines, obligándolo, las tardes de aplastante calor, a disfrazarse de mujer mientras ella lo hacía de hombre."
Rafael Gumucio
Memorias prematuras
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