A los veintisiete años tuve una ECM debido a una parada cardiaca de quince minutos. Y fue maravillosa. En cuanto perdí el conocimiento, me encontré en una colina tapizada de hierba. Y en la cima había un árbol, un árbol enorme y hermoso. Sentía moverse cada brizna de hierba, cada hoja. Sentía que el árbol bebía la luz que flotaba en el aire.
Y esa misma luz fluía a través de mí. La luz era puro amor. Pero no amor como emoción.
¿Cómo puedo describirlo? Si Dios es ese amor, ese amor es el estado de consciencia más alto. Completamente íntegro, congruente, auténtico, conectado a todo. Es algo muy diferente a todo lo que experimentamos aquí.
En la Tierra, cuando escuchamos, al mismo tiempo pensamos en las palabras, en su significado. O nos preguntamos adónde va a ir a parar el que habla. Y quizá a la vez sentimos hambre. O pensamos en cosas que tenemos que hacer después. No solemos estar completamente presentes, centrados en lo que pasa. Pero allí yo me sentía completo y presente, y sólo eso ya era maravilloso. Por eso creo que tanta gente lo describe como estar en casa.
Nunca en mi vida he sido tan feliz. Estaba lleno de alegría, como un niño en Navidad.
Quería correr hasta la cima de la colina. ¡Cómo deseaba llegar hasta el árbol! Porque sabía que si llegaba allí arriba no iba a volver jamás.
Sabía que estaba en otro lugar —en uno diferente— y que era muchísimo mejor. Y por si lo que he contado hasta aquí no fuese lo suficientemente sorprendente, añadiré que no estaba solo. Había una entidad allí. Era una figura masculina; un personaje tan lleno de poder y fuerza, sabiduría y compasión, amor y comprensión, y un gran sentido del humor. Lo percibí como mi mejor amigo.
—¡Vamos! Corramos hasta la cima de la colina —propuse.
—Cómo me alegro de verte, David. Es genial tenerte aquí, pero tenemos que hablar —replicó la entidad.
Caminamos un rato por la hierba. Charlamos. ¡Yo estaba extasiado porque me sentía en casa! Y me dijo:
—¡Sí! Estás en casa, David. ¡Y eres muy amado! Tu vida está yendo muy bien. Pero tenemos que hablar. Estás haciendo un buen trabajo. Las cosas van según lo planeado, lo cual es genial. Pero te queda trabajo por hacer.
—¡No importa! —exclamé yo—. ¡Ahora ya estoy en casa! ¡Venga, vamos al árbol!
Intenté echar a correr, pero no podía. No sé cómo explicarlo: el poder de su presencia, su autoridad y su fuerza no me dejaban moverme. En ese momento me quedé traspuesto por esa fuente de amor.
Así que seguimos hablando acerca de mi vida. No recuerdo los detalles, pero sí que me proporcionó la seguridad de que las cosas iban bien.
—No te preocupes. Estaremos contigo. Pero tienes que volver —me dijo.
Me puse triste porque me di cuenta de que no iba a ganar ese debate. Rogué y rogué:
—Por favor, no me envíes de vuelta. Esto es lo que he deseado toda la vida. ¿Por qué debería volver?
—Tienes un trabajo muy importante por hacer. Estaremos contigo. No te preocupes. —Me puso la mano en el hombro y añadió—: Nos veremos pronto.
Y, bum, de repente, estaba de vuelta en mi cuerpo.
Volver es la peor parte de esta experiencia. El peso del cuerpo. El tirón de la gravedad. La densidad de la carne. La pobreza de las palabras.
Las palabras son del todo insuficientes para describir lo que viví. El lenguaje humano es tan tosco: las palabras tienen que ir una tras otra, igual que el burdo fluir de los pensamientos. ¡Todo lleva mucho tiempo!
En cambio, allí podía comunicarme directamente de conciencia a conciencia. Aquí tengo que buscar a tientas las palabras para tratar de compartir mi corazón contigo. Es muy incómodo y torpe.
Entonces, de vuelta en mi cuerpo, oí las voces de los enfermeros y el médico:
—David, ¿puedes oírnos?
Y abrí los ojos.
Esa experiencia se quedó grabada en mi corazón de la manera más profunda que te puedas imaginar. En realidad, llevo treinta años sintiendo nostalgia de aquello. Durante años, no dije a nadie lo que me había sucedido aquel día. No sabía qué hacer con ello.
Sé que en estos años he estado haciendo lo que debo: trabajo en una unidad de cuidados paliativos e intento ayudar a la gente a encontrar lo mejor de sí mismos en sus peores momentos. Hasta que regrese a mi verdadero hogar.
David Maginley
Tomada del libro No hagas montañas de granos de arena (y todo son granos de arena) de Rafael Santandreu, página 252
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