Ernesto Suárez

Casa o bosque

(1) Bajo el sol del verano, desde el centro del patio, el tilo da sombra a la mesa aún vacía. Todo es más terrible, temible, también habitual. Lejano el sonido del avión; apenas unos segundos y se desoye hasta el siguiente.

La casa, mañana se despertará poco a poco.

 

(2) Otro sonido, el de las ventanas de madera al abrirse. Se busca airear, que se ataje el tenso calor venidero. Antes. Un breve alivio.

 

(3) Tras las tapias o por encima, las aves.

 

(4) El zorro husmea pegado al muro. Busca acercarse al abrevadero, atento a quienes a su vez lo observan. Vuelve. El hocico gacho y encorvado el lomo. El murete blanco es una pantalla donde se proyecta su silueta. Todo sucede ahí, en la lejanía de un borde. Aunque no se vea.

 

(5) El portalón de la casa mira hacia el sur, apenas un grado de deriva.

Permanece la casa, aunque siempre es otra.

Hubo donde no.

 

(6) En la otra banda, pinos de Alepo. Vivirán doscientos años y algunos ya alcanzan los ochenta. Irán sus cortezas del blanco al pardo rojizo y, con el tiempo, se quebrarán. Aun así, sus raíces aferran la poca tierra, las áridas laderas.

 

(7) El fin es ganar la umbría. Desde el muro atrás de la casa se alcanza a ver el mar.

 

(8) El zorro atacó a los jabatos más pequeños. Desde las ventanas de la casa, los chillidos alejándose allá del foco de la luz.

Este es un relato sobre lo que sucede fuera del foco.

Ernesto Suárez





El estilo chino de James Wright

 
(1) Los azulejos avainillados rodean la piscina: plano azulísimo, solitario. Hacia la balaustrada se busca la línea de un horizonte que, quizás, un día existiera.

Hubiera cielo abovedado.

 

(2) Abandonarse a la mirada. Atrás las voces se quisieran ahora: postergadas ante el tanto sol de las tardes.

Todo a condición de un invierno venidero. Siempre todo, a condición de invierno.

Ernesto Suárez






En el pasillo exterior del edificio, el cuerpo aplastado de la paloma sobre el suelo. Las alas desplegadas, aun sin el asidero del aire.

Se acerca el cambio de estación, aunque ya se adelantó la secura: no hubo lluvias en todo el invierno.

El pasillo donde se puede encontrar el cuerpo de la paloma bordea la pared trasera. En frente, un terraplén ajardinado, recién humedecido por el riego.

Pocos quienes por allí pasan.

Alguien retirará los restos: plumas tendones huesitos costra rojiza endurecida repegada a las baldosas grises. Puede pensarse que una mañana no estará, siquiera, la huella que ya sería nunca.

Salvo que.

Ernesto Suárez



La capilla de la playa

 

(1) Mi madre ha perdido el habla. Después se adentrará en un sueño tan anchuroso como un segundo o como toda una era.

Y las palabras, ¿serán allá donde va?

 

(2) Antes, crucé un océano.

Para estar.

Cuando sobrevolaba el continente -lejanos manchones ocres trama de verdes apagados luz lechosa-, uno de los pasajeros exclamó: todo es emoción.

Yo nunca vería.

Nunca vería ya a mi madre.

 

(3) Rasguñar el olvido.

 

(4) Sobre una loma, mediodía, aunque canta un gallo.

Remueven un aire templando las aspas de los grandes ventiladores del techo. La luz brumosa espera allá de los portalones abiertos.

Portalones y aspas entrecruzando corrientes para achicar calor húmedo. Que no se empoce.

Desde el segundo banco, mi padre mira fijamente hacia el paño. Paño tosco, azul marino, franjas marrones trenzadas, que cubre la pequeña urna.

Urna no visible sobre una banqueta alta junto al púlpito humilde y blanqueado.

 

(5) Sobre una loma, aquí, ceniza y luz.

 

(6) Todo es revelación, todo, si ha concluido, todo, si se poseyera el cristal preciso a través del que mirar el despliegue de la vida: aquella prestancia.

Ernesto Suárez














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